EMULANDO a Shaw (quien, dicho sea de paso, debe sacar buena tajada de su trabajo) me he visto negro para hacerme de una barba. Pero de ninguna forma estoy de acuerdo con los breeches para pedalear. Los breeches, completados con un saco Norfolk y un cinturón, pueden marcar bastante bien las líneas «shawianas», pero armonizarían mal con mis voluminosos contornos y mi espesa barba. Esta última, entre paréntesis, tenía que haber sido color miel cuando empecé a dejarla crecer, pero lamento decir que resultó color ratón.
Algún día escribiré un libro sobre mi barba y las aventuras que me sucedieron mientras crecía, pero es para otra oportunidad. Baste decir que es una buena barba, un adorno para mi persona, una fuente de utilidades para el departamento de publicidad de mis editores, una seña de distinción muy estimada por los nativos de Merrington y por los turistas que visitan nuestra ciudad y, como es natural, una considerable economía de tiempo y un ahorro de materiales de afeitar. No la describiré más ampliamente aquí, pues ahora que les he dicho dónde vivo, pueden venir a verla con sus propios ojos. Objeto ya de gran interés local, hay un movimiento en marcha para indicarla en la próxima edición de la Guía de turismo.
Pero en el asunto de los breeches para la bicicleta soy duro como un diamante. Ya sea para caminar o para pedalear, yo enfundo, invariablemente, mis extremidades inferiores en un par de venerables slacks, en los cuales introduzco el faldón de una camisa de cuello abierto, verde, azul, pardo oscuro o azafrán, de acuerdo con el tiempo y con la bicicleta del lavadero. En días fríos llevo también los restos de una auténtica chaqueta de Harris tweed, que conseguí a crédito en aquellos lejanos tiempos cuando yo era un oficial y un caballero. Si deseo parecer intelectual (como en la apertura de la bulliciosa kermesse de la parroquia, cuando discutía filosofía con el Padre Prior o pornografía con Jane Biddle, nuestro poeta local) me coloco un gigantesco par de anteojos imitación carey, que me dañan la vista horrorosamente, y que, sin duda, me dejarán ciego el día menos pensado.
Contempladme, pues, en esta tórrida mañana de junio, montado en mi viejo velocípedo, en las afueras de Gentlemen’s Rest y marchando con rueda libre camino a la cita en The King of Sussex. En esta ocasión, a pesar del calor; yo había ocultado tontamente toda mi camisa azafrán a la que le tocaba el turno, menos el cuello y los puños, bajo el purpurino paño escocés de la chaqueta, aunque no había llegado muy lejos cuando ya me maldecía por esta ligera concesión a las convenciones. Sin embargo, el sentido de mi obligación social no me llevó a ponerme el sombrero.
En asunto de niveles y declives, nuestro gran reino de Sussex está en un condado sorprendentemente engañoso, y el ciclista, acaso más que cualquier otro transeúnte del camino, pronto descubre que un trecho de la región, que parece competir en lisura con una mesa de billar o con un programa de variedades de la BBC, puede ser en realidad un pozo de sorpresas. Hasta socios del Club de Ciclistas me parece que se dan cuenta de esto, aunque usen el último modelo de bicicletas, de tres velocidades para media carrera. Cuánto más, entonces, es perceptible el fenómeno para quien, como yo, patrulla la frontera con el desechado vehículo de un jubilado, completado con un descolorido cesto de mimbre en el manubrio y una cadena que se resbala con intermitencias.
Yo resoplaba, transpiraba y renegaba, maldecía a mi corresponsal misterioso por inducirme a esta absurda expedición, y me maldecía a mí mismo por haber sido tan fácilmente engañado. Maldije al pronosticador del tiempo, al fabricante de la bicicleta, al jubilado, al sastre que me había fiado el saco. Maldije al cartero que me había entregado la carta de B, al fabricante de la pluma con la cual había sido escrita, al papelero que había suministrado el papel y la tinta. Más aún; en medio de mis maldiciones, me di cuenta de que la rueda trasera sufría de lo que creo se dice técnicamente un pequeño pinchazo, y tres veces durante el trayecto tuve que desmontar y emplear el inflador de los nueve peniques. Olor a caucho caliente, reforzado con el de goma quemada y alquitrán. Maldije a todos los infladores y a todos los neumáticos, a sus inventores y fabricantes, patentadores y revendedores y maldije con especial vehemencia a un joven de rostro amarillo y lleno de verrugas, quien, al pasarme a toda velocidad, tuvo el descaro de hacerme un ademán injurioso con el dedo. Estaba yo a punto de embarcarme en una polémica realmente de peso, dirigida a las sombras de todos los ingenieros de caminos, antiguos, medioevales y modernos, cuando mi máquina dobló bruscamente en un agudo recodo, y pude, entonces, contemplar la tosca estructura de The King of Sussex a unas cien yardas.