NATURALMENTE, me puse a pensar en la posibilidad de que la carta fuese una burla, una mala pasada nacida en el cerebro reblandecido de alguna de mis muy divertidas amistades femeninas. Pero nuevamente el tipo de letra y el número del teléfono hicieron fracasar mi razonamiento, pues no me dieron la clave. Soy ahora completamente bucólico. Un verdadero palurdo. No tengo la pretensión de pertenecer a la clase de Mayfair, y acaso no pase de media docena el número de habitantes de ese distrito, que conozco personalmente. Mi imaginación los recorrió uno tras otro, sin resultado.
Como es natural, lo que correspondía haber hecho era llamar directamente a Mayfair 0069 y ver de qué se trataba, pero el instinto me retuvo. Después de todo, la carta podía ser auténtica, por muy inverosímil que pareciera, y si realmente fuese un, pedido de auxilio de alguna desdichada metida en un infierno, era probable que no me diera las gracias por llamar a su casa. Quien escribió la carta tuvo trabajo en cortar la dirección del papel, y el dejar el número el teléfono fue debido acaso a un descuido producido por la excitación del momento. En resumen, no me pareció oportuno aprovechar de esta omisión.
Medité sobre este misterio todo el sábado, y cuando desperté en la mañana del domingo, todavía estaba indeciso sobre lo que debería hacer. Aparte de toda otra consideración, Barbary se había llevado mi auto; y The King of Sussex estaba a millas de la más cercana línea de ómnibus. Y no me extasiaba la perspectiva de pedalear ocho millas y media en mi vieja bicicleta de mujer especialmente desde que el día se presentaba extraordinariamente caluroso.
Sin embargo, al fin ganó la curiosidad.
Después de todo, yo escribo historias de misterio para ganarme el sustento diario, y la mayor parte de mis argumentos sólo se desenvuelve después de considerable desgaste cerebral y silenciosa plegaria. Es mi constante propósito crear detectives más ingeniosos y agudos que los creados por mis rivales, y acaso la gran práctica en la invención de ficciones criminales ha superpuesto a mi natural negligencia un estilo inquisitivo con el que ciertamente no había nacido. Y hasta se me ocurrió que mi desconocida corresponsal podría ser el abanico de Roger Poynings: una joven de imaginación simple que me acreditaba poderes detectivescos proporcionados por mí a mis propios sabuesos, y que ahora recurría a mí para que la sacara de algún enredo, recompensándola por la compra de mis libros. Podía haber buscado mi dirección en el literario Quién es quién.
Finalmente, me consolé con la reflexión de que si mi caminata a The King of Sussex resultaba un fracaso, de cualquier forma me proporcionaría una situación ya hecha para la nueva novela que tenía que empezar. Si sucedía algo en la taberna, santo y bueno. Si no, ¡qué diablos!, entonces ya me las arreglaría para que ocurriera en el papel en los próximos días. El escritor, borracho o sobrio, tiene que ser algo oportunista. Y aquí, a buen seguro, había una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla.