AHORA, el cínico de quien hablábamos hace un rato, probablemente simularía no ver nada extraño en el hecho de que yo recibiera tal carta. De acuerdo con su credo, es cosa corriente que cuando un autor —omitiendo siempre al ya mencionado Shaw— no está perdidamente borracho en una taberna, está en compañía de mujerzuelas, y para un endurecido disoluto, nada puede haber de particular en recibir esta clase de misivas.
Tengo la impresión de que me ha llegado la hora de meter baza, insistiendo en que, en realidad, en este asunto de mujerzuelas no soy ni más virtuoso, ni conspicuamente más depravado que mis semejantes; pero esto no hace al caso. Lo esencial es que esta carta particular no significaba absolutamente nada para mí; que no reconocía ni la letra ni el papel, ni el número del teléfono, ni la inicial B; y que, ni remotamente, podía pensar en mujer alguna que me llamara «mi amor querido».
Muchas mujeres me han llamado únicamente «querido», pero en la mayoría de los casos simplemente porque resulta que «querido» es hoy una simple fórmula en la línea descendente de la gastada serie Old Thing.
Mi prima Barbary generalmente me llama «querido», y yo con frecuencia empleo la misma frase al dirigirme a ella, no porque nos sintamos recíprocamente amantes, sino simplemente porque es la forma en que se expresa la mayor parte de la gente de nuestro círculo. Como sucede con otras tantas palabras, «querido» perdió su primitivo sentido y valor. Los extraños la usan en francachelas como un sinónimo cortés de «¿cómo se llama usted?», y solamente al menos sofisticado se le ocurriría darle el significado de pasión o gran cariño. En estos días, cuando las presentaciones se omiten o se hacen entre dientes, es conveniente poder hacer uso dé esta denominación para dirigirse al vecino desconocido.
No me hubiera sorprendido mucho, entonces, si esta carta hubiese comenzado simplemente: «querido». Pero este «amor querido» era harina de otro costal. Hasta la fecha nadie me ha llamado nunca así, y en verdad que no conozco a nadie que pudiera hacerla. Barbary, posiblemente, pero en este caso hubiera sospechado que me gastaba una broma, y además esta carta no estaba escrita por mi prima. Cierto es que Barbary firmaba notas con la inicial B, pero yo sabía que ella no había estado en el distrito de Mayfair cuando pusieron la carta en el correo.
En realidad había estado en Gentlemen’s Rest conmigo, durmiendo en el dormitorio contiguo. Vivía en mi compañía desde hacía algún tiempo, como era su costumbre. En verdad, hablando técnicamente, estaba todavía conmigo, porque se había ido recientemente, después del desayuno, hacia Pease Pottage, donde pensaba pasar el fin de semana con amigos, para regresar el lunes. Incidentalmente, me había pedido prestado el auto para la excursión, pues su voiturette tuvo dos días antes un catastrófico encuentro con un poste de telégrafo. Como se podrá ver, no había posibilidad de que el misterioso corresponsal fuese mi prima Barbary. Por mucho que me devanaba los sesos, no podía dar con otra persona cuyo nombre empezase con B y que me llamase «amor querido». Bella, Blanca, Belinda, Biddy, Babs, Bety, Berta, Beatriz, Berenice, Bernardina, Bebe, Beth, Billie, Brígida, Bronwen, hasta Brunilda. Afanosamente escudriñé los casilleros de mi memoria, y hasta recurrí a los trabajos de Partridge. Todo en vano.