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—Sí, tú escribiste mi historia, mamá —continuó Media Pinta impertérrito, mientras su perímetro parecía llenar toda la pantalla—. Todo tomó forma mientras te contaba el argumento. Yo pensaba en ti continuamente, tratando de hacerte comprender. Tratando de cortejarte, en realidad, porque tú también eres la heroína de la novela, mamá… O tal vez sea yo la muchacha que carece del sentido del tacto. No, ahora me confundo… De todos modos, existe una barrera, y nosotros giramos en torno a ella…

—Media Pinta —dijo Flaxman con voz ronca, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla—, no he hablado a nadie de esto, pero hay un premio para el ganador: una grabadora de plata que perteneció a Hobart Flaxman en persona. Quiero que vengas aquí ahora mismo a fin de poder entregártelo y estrechar tu… Bueno, deseo que vengas aquí, de veras.

—No se preocupe, señor Flaxman. Nosotros no necesitamos ningún premio, ¿verdad, mamá? Y habrá muchas oportunidades…

—¡No, por Dios! —rugió Flaxman, poniéndose en pie—. ¡Vas a venir aquí ahora mismo! Gaspard, ves a traer en seguida…

—¡Gaspard no tiene por qué ir a ninguna parte! —gritó la señorita Rubores—. Zane ha salido hace un momento para recoger a Media Pinta. Me encargó que se lo dijera.

—¿Quién diablos se ha creído…? ¡Estupendo! —gritó Flaxman—. Media Pinta, muchacho, vamos a…

No terminó la frase, porque en aquel preciso instante la pantalla se apagó. El sonido también quedó cortado.

A nadie le importó. Todo el mundo estaba ocupado en felicitarse mutuamente y en brindar por el triunfo. Joe se las vio y deseó para retener a su hermano, incapaz de soportar el espectáculo de tantos vasos alzados y apurados con inusitada rapidez.

Poco a poco, la excitación remitió hasta el punto de dejar oír algunos retazos de conversación.

Cullingham le explicaba a Gaspard:

—Comprenderá que en realidad ha sido una cuestión de cooperación editorial. Una especie de simbiosis. Cada cerebro necesita un ser humano sensible a quien contar su historia, que pueda sentirla, un colaborador que no esté encarcelado. Todo depende de encontrar a la persona adecuada para cada uno de los cerebros. ¡Esa misión me cuadra! Será algo así como dirigir una agencia matrimonial.

—Se te ocurren unas ideas fantásticas, cariño —dijo Eloísa Ibsen, embelesada, tomando la mano de Cullingham,

—¿Sí, verdad? —asintió la enfermera Bishop, cogiendo la mano a Gaspard, quien también asintió.

—Sí, y cuando tengamos nuevas máquinas redactoras, con su inmenso depósito de recuerdos y sensaciones, nuestras posibilidades serán prácticamente ilimitadas. Un cerebro, un escritor bípedo y una máquina de redactar: ¡qué formidable equipo literario!

—No estoy seguro de que se construyan nuevas máquinas redactoras, o al menos de que se utilicen como antes —dijo Cullingham, pensativo—. Yo las he programado durante la mayor parte de mi vida, y por eso no he dicho nunca nada contra ellas, pero a decir verdad siempre me he sentido violento, porque sabía que eran máquinas muertas y sólo podían funcionar por medio de fórmulas preestablecidas. Por ejemplo, nunca habrían cometido el bendito error de escribir acerca de si mismas, como ha hecho el equipo Media Pinta-Bishop… —Miró a Gaspard, sonriendo—. Le sorprende oírme decir eso, ¿verdad? Sin embargo es evidente que, si bien han sido centenares de millones las personas que han vivido o al menos han conciliado el sueño leyendo el mecalingua, nunca se ha descubierto qué porcentaje de su efecto se debe al relato en sí, y cuánto al puro hipnotismo y a la perfecta, pero estéril, manipulación de algunos símbolos fundamentales, como la seguridad, el placer y el miedo. Una fórmula interminablemente repetida para alienar a la persona, adormecer la ansiedad y dejar la mente en blanco. Quién sabe si esta noche puede señalar el renacimiento de la verdadera literatura en el mundo… Una literatura que tenga garra, corra peligros e investigue.

—Nene, ¿has bebido mucho? —le preguntó Eloísa con ansiedad.

—Sí. Cuidado con ese whisky, Cully, se sube a la cabeza sin que uno se dé cuenta —advirtió Flaxman, dirigiendo a su socio una extraña mirada—. Oigan, muchachos. Cuando Media Pinta cruce esa puerta, quiero que todo el mundo deje lo que esté haciendo y le dedique un gran aplauso. No permitan que se sienta fuera de lugar en el festín. Zane debe llegar con él de un momento a otro.

—Ya debería estar aquí, señor Flaxman. Esos robots corren que se las pelan —opinó Joe el Guardián, que se había acercado a la mesa para tomar un par de tragos, aprovechando que su hermano estaba momentáneamente distraído por la antigua grabadora de plata que acababan de descargar en la oficina contigua.

—¡Bah! Espero que no haya más raptos —dijo la señorita Rubores, excitada—. ¡Si ahora le ocurriera algo a Zane, no podría soportarlo!

—Hay varias clases de raptos —sentenció Cullingham en voz alta, agitando otro vaso de whisky—. Algunos son horribles y lamentables, pero otros pueden considerarse como un despertar a una vida más agradable.

—¡Oh, Cully! —exclamó Eloísa Ibsen, embelesada, agarrándose a su brazo—. Oye, no me habías enseñado esa robotriz… Creo que deberíamos llevarla a casa con nosotros esta noche, ya que todavía estás pagando por ella. Hay algunas torturas que sólo pueden ser aplicadas por dos mujeres. Cully, cariño, ¿la llamabas mamá Sauce?

Al oír aquel nombre clave, la robotriz se puso en pie y, cubierta aún por completo con la sábana blanca, echó a andar hacia Eloísa.

Flaxman se estremeció y gritó con voz aguda:

—¡Hagan algo! ¡No se queden ahí pasmados!

En aquel preciso instante, la puerta de la oficina se abrió de par en par. Un huevo plateado entró en la habitación y dio una vuelta alrededor de ella, moviéndose a dos metros de distancia del suelo. Llevaba un ojo-cámara, un receptor y un altavoz incorporados directamente, sin cables, y se desplazaba sobre una pequeña plataforma plateada de la cual surgían una especie de pequeñas prolongaciones semejantes a las patas de una rapaz. En realidad parecía una lechuza hidrocéfala de plata, diseñada por un equipo formado por Picasso, Chirico y Dalí.

Cuando revoloteó a su alrededor, Flaxman giró al mismo tiempo, despacio, agitando sus brazos en actitud defensiva y gritando como una solterona a la vista de un ratón. Luego los ojos del editor giraron en sus cuencas y cayó de espaldas.

El huevo se posó sobre él y le tomó de las solapas para amortiguar su caída.

—No se asuste, señor Flaxman —gritó el huevo mientras se sentaba sobre el pecho del editor—. Soy yo, Media Pinta, tal como me ha recompuesto Zane Gort. Y ahora podemos estrecharnos la mano. Le prometo no pincharle.