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Lo primero que pensó Gaspard fue que en lo profundo de su ser había sabido siempre lo que iba a ocurrir. Y que todos los demás también lo habían presentido. ¿Cómo podía esperar alguien que unos viejos egocéntricos, viviendo en condiciones de incubadora, produjeran buena literatura popular? ¿Que unos cerebros enlatados y mimados describieran crudamente la vida tal como es en nuestros días? Flaxman y Cullingham le parecieron a Gaspard figuras del romancero, defensores de causas perdidas, alentadores de quimeras.

En efecto, Flaxman se encogió de hombros como un pequeño héroe romántico que carga valientemente con todo el peso de la tragedia.

—Me-falta-un-rollo-para-terminar-y-hay-que-guardar-las-formas —balbució el editor, resignado. Luego bajó la cabeza y puso en marcha su máquina de leer.

Todos se pusieron en pie y se acercaron lentamente a Cullingham. Eran como plañideras reuniéndose en torno al oficiante de un entierro.

—No es falta de habilidad ni de inventiva —estaba explicando Cullingham, casi en tono de disculpa—. Y aunque pude haberles ayudado, ni siquiera es falta de asesoramiento editorial.

Mientras hablaba dirigió a Gaspard y a Zane una sonrisa levemente burlona.

—¿No hay situaciones humanas? —aventuró Gaspard.

—¿Ni una interesante línea argumental? —añadió Zane.

—¿Ni un personaje con quien el lector pueda identificarse? —sugirió la señorita Rubores.

—¿Ni violencia pura? —terminó Eloísa.

Cullingham meneó la cabeza.

—Hay algo más que eso —dijo—. Una increíble negación de la realidad, una hinchada egolatría. Esos manuscritos no son novelas, son acertijos, y la mayoría de ellos imposibles de solucionar. Ulysses, Marte violeta, Alexanderplatz, Venus diferida, La reina de las hadas…, títulos rebuscados por pura perversión. Es evidente que los cerebros han procurado ser deliberadamente oscuros, para demostrar su brillantez.

—Se lo advertí… —empezó a decir la enfermera Bishop, pero luego se interrumpió. Estaba llorando silenciosamente.

Gaspard le rodeó los hombros con el brazo. Diez días antes se habría limitado a decir: «Ya te lo dije», y habría aprovechado la ocasión para una nueva y vibrante apología de las máquinas redactoras, pero ahora se sentía él también casi a punto de llorar. Estaba tan trastornado que ni siquiera le impresionó la filosófica valentía con que Cullingham había encajado el duro golpe, el golpe que representaba el total derrumbamiento del soñado proyecto.

—No hay nada que reprocharles a los huevos —continuó el editor comprensivo—. Tratándose de cerebros enclaustrados, era lógico que llegaran a concebir las ideas como objetos para jugar, para hacerlas encajar en moldes extravagantes, para enhebrarlas y desenhebrarlas como abalorios. Uno de los manuscritos tiene forma de poema épico mezclando, a veces en una sola frase, hasta diecisiete idiomas distintos. Otro intenta, con bastante fortuna según como se mire, ser un compendio de toda la literatura desde el Libro de los Muertos egipcio hasta Dickens y Hammerberg, pasando por Shakespeare. En otro, las primeras letras de cada palabra forman una segunda narración, sumamente escatológica, aunque no la he seguido hasta el final. Otro… No es que sean todos malos de remate. Dos o tres son lo que cabría esperar de un escritor bien dotado, tratando de deslumbrar a sus profesores en su época de estudiante. Hay uno que es incluso seudopopular y utiliza todos los tópicos eficaces con una técnica correcta, pero de un modo frío, pedante, sin ningún calor.

—Los muchachos no son fríos ni pedantes —protestó ardorosamente la enfermera Bishop—. Son… ¡Oh! Yo estaba segura de que al menos alguno sería bueno. Sobre todo cuando Robín me dijo que la mayoría de ellos no escribían relatos nuevos, sino unos textos que habían estado madurando durante más de un siglo para su propia distracción.

—Ésa es probablemente una de las principales causas del problema —dijo Cullingham—. Tratan de mostrarse como unas mentes superiores. Si no me cree, escuche esto.

Cogió un rollo que había separado de los demás, hizo correr el papel algunos centímetros y empezó a leer:

«Este oscuro lazo materno ilumina las cenizas del espíritu como un tañido de campanas negras impregnando el aire entre moribundas columnas de mármol. Deséalo. Empújalo. Aplástalo. Arranca de una vez de la…».

—¡Cully!

El grito se alzó como un toque de clarín.

Todos se volvieron hacia Flaxman. Los ojos del pequeño editor estaban pegados al rollo en movimiento. Tenía el rostro radiante.

—¡Cully, esto es magnífico! —dijo, sin alzar la mirada ni reducir la velocidad de la máquina—. ¡Será un éxito universal! Tiene todos los elementos para serlo. Basta leer un par de páginas…

Pero Cullingham estaba ya leyendo por encima del hombro de su socio, mientras los demás se apretujaban junto a la máquina para enterarse de algo.

—Trata de una muchacha que nace en Ganímedes y no tiene el sentido del tacto —explicó Flaxman, sin despegar sus ojos de la máquina—. Se hace acróbata de baja gravedad de un club nocturno, y el escenario del relato es todo el Sistema. Y aparece un famoso cirujano, pero la simpatía con que el autor presenta a la muchacha, su habilidad para lograr que el lector la vea por dentro… Lo titula Tú has penado mis sentidos

—¡Ésa es la novela de Media Pinta! —reveló excitada la enfermera Bishop—. Me estuvo contando el argumento. La puse al final porque temía que no fuera bastante buena, que pareciera menos brillante que las demás.

—¡Muchacha, sería usted un pésimo editor! —dijo alegremente Flaxman—. ¡Cully! ¿Por qué diablos está apagada la televisión? ¡Hemos de dar la buena noticia a toda la guardería!

Al cabo de medio minuto de enloquecedora confusión, durante el cual la guardería fue informada de la victoria de Media Pinta y reaccionó con extraños graznidos y escogidas blasfemias, la pantalla se iluminó. La mitad superior de Media Pinta —tenía que ser Media Pinta— aparecía en el centro de la pantalla, flanqueada a ambos lados por los veintinueve ojos-cámara de los demás huevos y el rostro de la señorita Jackson.

—¡Te felicito, muchacho! —gritó Flaxman, uniendo sus manos por encima de su cabeza y sacudiéndolas en gesto triunfal—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Cuál es tu secreto? Lo pregunto porque creo que todos tus compañeros pueden beneficiarse de ello, y espero que a ellos no les molestará que lo diga.

—Me limité a pegarme a la grabadora y dejar que mi poderoso cerebro trabajase —afirmó Media Pinta con orgullo—. Hice girar el universo como un tío-vivo y agarré las cosas a medida que pasaban. Tuve una visión de mi cáscara como un gigantesco falo y violé el mundo. Desovillé el cosmos y volví a tejerlo. Me senté en la silla de Dios mientras Él estaba fuera, alimentando a los arcángeles, y me puse su casco creador. Yo…

Media Pinta hizo una pausa.

—No, no lo hice —añadió, con más lentitud—. Al menos, eso no fue lo único que hice. Lo cierto es que he adquirido experiencia, una nueva experiencia. Fui raptado, y toda la persecución de los últimos capítulos es el relato novelado de mi rapto. Y Zane Gort me ha llevado de viaje un par de veces; eso también ayudó, de hecho mucho más que… Pero no quiero hablar más de esas cosas, porque voy a revelar el verdadero secreto de mi historia. Un secreto más profundo. La novela no la escribí yo. Lo hizo la enfermera Bishop.

—¡Media Pinta, tonto! —exclamó la enfermera Bishop.