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Dejando que el congresista despistado explicara a los asombrados controladores cómo había pilotado el avión, modelo especial para ejecutivos, desde Mohave hasta un casino flotante oceánico regresando sin novedad, el grupo de la Rocket House tomó un taxi hasta el edificio de la editorial…, para encontrarlo de nuevo revuelto de arriba abajo y ocupado solamente por un desconcertado Joe el Guardián y veinte jugadores de lunabol con sus camisetas azules y en posición de firmes en medio del vestíbulo.

El más robusto de aquellos mozalbetes se adelantó y le dijo a Flaxman:

—Mi querido señor, somos fieles y fanáticos seguidores de sus colecciones «Deportes Espaciales» y «Jugando en el Espacio». Nuestro equipo de lunabol ha sido elegido por el Comité de Aficionados para…

—Muy bien, estupendo —aulló Flaxman, palmeando un hombro del muchacho y mirando a su alrededor como si esperase descubrir grandes agujeros en la estructura del edificio—. Gaspard, invita a estos jóvenes héroes a un helado. Hablaré con vosotros más tarde, muchachos. Joe, despierte de una vez y cuénteme lo que ha ocurrido. Señorita Bishop, telefonee a la guardería. Zane, revise los almacenes. Señorita Rubores, tráigame un cigarro.

—Ha sido algo espantoso, y no exagero, señor Flaxman —empezó Joe en tono quejumbroso—. Agentes del gobierno. Lo registraron todo, incluso el tejado. Un tipo gordo al que los demás llamaban señor Mears me preguntó con muy malas pulgas: «¿Dónde están? ¿Dónde están esas cosas que van a escribir libros?». Conque le mostré los tres cerebros que quedaban en la oficina del señor Cullingham. Se rió sarcásticamente y dijo: «No me refiero a eso. Lo sé todo acerca de ellos: son unos idiotas incurables. Además, ¿cómo podrían trabajar en las máquinas redactoras, siendo tan pequeños?». Yo le repliqué: «No son idiotas, son tan listos que no hay quien los soporte. ¡Habla, Robín!», grite enfurecido, y no va usted a creerlo, pero ese huevo chiflado se limitó a decir: «¡Gu-gu-gu!». Bueno, después de eso lo revolvieron todo, buscando máquinas redactoras ocultas. Incluso probaron nuestras grandes máquinas de escribir para ver si ponían algo por sí mismas. Y luego entraron en el departamento de contabilidad y destriparon la vieja calculadora. Y, por si fuera poco, se llevaron mi pistola fétida. Dijeron que era un arma prohibida internacionalmente, lo mismo que los proyectiles de cobre, las balas dum-dum, las bayonetas con dientes de sierra y los productos químicos para envenenar las aguas.

—Acabo de hablar con la señorita Jackson —informó la enfermera Bishop—. Los veintinueve cerebros se encuentran en la guardería. La señorita Phillips regresó sana y salva con los tres que estaban aquí. Siguen pidiendo rollos de papel a gritos. Zangwell ha padecido convulsiones de «delirium tremens», pero ahora descansa tranquilo.

Con un gesto, se dirigió apresuradamente al lavabo de señoras, seguida por la señorita Rubores, que había traído el cigarro de Flaxman.

—Perdone, enfermera —dijo la róbix rosa cuando estuvieron en el sagrado recinto—, pero me muero de ganas de hacerle una pregunta muy personal. Espero que no le moleste.

—Dispare.

—Bueno, hasta esta mañana siempre la había visto a usted como una joven más bien exuberante, por así decirlo. Pero, ahora…

Y apuntó al modesto busto de la enfermera Bishop.

—¡Ah, eso! —La enfermera Bishop frunció el ceño, pensativa—. Le diré la verdad: he decidido librarme de ellos. Eran demasiado eróticos.

—¡Qué valiente es usted! —se admiró la señorita Rubores—. Había oído decir algo parecido de las amazonas, desde luego, pero es una medida muy drástica. Es usted más valiente que yo, que ni siquiera me atreví a pintarme de negro cuando murió san Guillermo. Siempre he sido una cobarde en mis circuitos más íntimos. Enfermera, usted que es tan valiente, dígame, ¿se siente un ser femenino muy mal cuando sacrifica la honra, la decencia… y su inocencia al mero placer de la persona a quien ella ama y al suyo propio?

—¡Huy! Ésa es una pregunta difícil —dijo la enfermera Bishop—. Pero voy a contestarla. Sí, se siente deliciosamente mal hasta la raíz del pelo. ¿Era eso lo que deseaba saber?

En el vestíbulo, el robusto jugador de lunabol, después de despachar su helado, se acercó resueltamente a Flaxman. Pero Joe, que había estado rascándose la cabeza, dijo de improviso:

—Me olvidé preguntárselo, señor Flaxman, pero ¿cuándo empezó a trabajar para el gobierno Clancy Goldfarb? —¿Ese viejo pirata, ese ladrón de libros? Está usted loco, Joe.

—No lo crea, señor Flaxman. Clancy y sus muchachos acompañaban a los agentes del gobierno, siguiéndoles a todas partes y cooperando en los registros. Pero desaparecieron de repente.

Zane Gort, llevando todavía entre sus pinzas a Media Pinta, bajaba por la escalera en aquel momento: el ascensor volvía a estar averiado.

—Lamento tener que informarle de que ha desaparecido del almacén el cuarenta por ciento de los libros Rocket. Los de tema erótico han desaparecido todos.

Flaxman se llevó las manos a la cabeza.

El deportista hizo una seña a dos muchachos que llevaban una gran caja negra, indicándoles que se adelantaran.

—Querido señor… —empezó, decidido.

—Bueno, ¿qué diablos hace aquí? —rugió Flaxman, dirigiéndose a Zane—. ¡Lleve ese huevo a la guardería y enchúfele su grabadora! ¡Gaspard! ¡Lleve esos treinta rollos nuevos! ¡El plazo para terminar las novelas queda anticipado a pasado mañana! ¡Terminaron las vacaciones! ¡El primero que se deje raptar otra vez, quedará automáticamente despedido! Eso también cuenta para mí. ¡Enfermera Bishop! Acérquese, no se haga la remolona. Quiero que vaya a la guardería y halague a esos cerebros para que trabajen a toda marcha. Y prepare adrenalina y todo lo necesario para reanimar a Cullingham cuando regrese. ¡Señorita Rubores…!

Se interrumpió, tratando de encontrar alguna otra cosa que mandar.

El momentáneo silencio fue roto por la voz de Medía Pinta:

—¿Quién diablos se ha creído que es, señor Flaxman, para ordenar la creación de grandes obras de arte y establecer una fecha fija?

—¡Cierra el pico, mequetrefe! —dijo Flaxman furiosamente.

—Modere su lenguaje —replicó el huevo—, o me dedicaré a acosarle. Me haré presente en todos sus sueños.

Flaxman empezó a rugir una respuesta y luego vaciló, mirando al huevo con extraña aprensión.

Juzgando llegado el momento propicio, el capitán del equipo de lunabol empezó a soltar su discurso:

—Mi querido señor, somos fieles y devotos seguidores de sus colecciones «Deportes Espaciales» y «Jugando en el Espacio». Nuestro equipo de lunabol ha sido elegido por el Comité de Aficionados para entregar a la Rocket House, en honor a su importante contribución al deporte extraterrestre y a la hermandad deportiva espacial, la más alta recompensa que el Comité está facultado para otorgar.

Alzó una mano. Los dos muchachos que le seguían abrieron la caja negra.

—¡Ha ganado usted…!

Se volvió de espaldas, se inclinó hacia la caja, sacó algo de ella… y, a la media vuelta, lanzó bruscamente hacia Flaxman un gran huevo resplandeciente que, a no ser por su intenso brillo, era idéntico a Media Pinta.

Flaxman gritó como nunca. El huevo le golpeó en el pecho con apagado ruido y rebotó.

—¡… el Lunabol de Plata! —terminó el deportista mientras Flaxman caía de espaldas.