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Nuevos Ángeles era un bosque de columnas color pastel entre las verdes montañas y los campos de algas purpúreas del Pacífico, cortados por corrientes azules. Entre los rascacielos de tonos pálidos predominaban los de formas semicirculares y pentagonales, que se habían puesto de moda. Un gran claro circular marcaba el campo de aterrizaje municipal. Un haz de luz verde se elevaba verticalmente sobre él. La nave del mediodía acababa de emprender el vuelo hacia Altos Ángeles, ciudad orbital a unos cuarenta mil kilómetros de altura.

Zane se deslizaba por una aeropista a doscientos metros de la superficie. Un viento frío azotaba el rostro de Gaspard, quien se había hundido hasta el cuello las orejeras de la gorra de Flaxman. Observó disimuladamente a su amigo robot.

Zane llevaba sobre la cabeza un objeto cilíndrico negro de unos dos palmos de altura. Con aquel artilugio, Zane tenía tal aspecto de húsar-robot que Gaspard vaciló en preguntarle por qué lo llevaba, pensando que podía tratarse de algo que tenía un significado puramente simbólico para el enfurecido robot. Y posiblemente también psicópata, pensó Gaspard con cierta intranquilidad. Pero Zane sorprendió su mirada.

—Este trasto es mi localizador de radio —se adelantó a explicar con talante completamente sereno, aunque gritando para dominar el zumbido del motor—. Hace varios días, previendo posibles raptos, instalé unos potentes minitransmisores a todo el personal de la Rocket House y la guardería: tú lo llevas en el reloj, pero no te preocupes que lo he desconectado; el señor Flaxman en su braguero; Cullingham en su equipo de suicidio, etcétera. No esperaba que las tentativas alcanzaran a los propios cerebros, porque no concebía que la maldad humana pudiera llegar a ese extremo, pero como le llevaba con frecuencia conmigo, instalé un transmisor a Media Pinta, en un doble fondo. ¡Gracias sean dadas a san Isaac, san Hank y san Karel! Lo malo es que, al no prever que los raptos podían ser múltiples, utilicé transmisores idénticos. Conque tendremos que rescatarles uno a uno, siguiendo cada vez la señal más fuerte, y espero que la de Media Pinta sea la primera, o al menos una de las primeras. Sujétate con todas tus fuerzas; estamos llegando a la parada número uno.

Gaspard se agarró a los brazos de su asiento mientras el auto-volante abandonaba la aeropista con un bandazo brutal y descendía, a una velocidad dos veces superior a la autorizada, hacia un sucio y antiguo rascacielos. En el tejado rectangular había varios vehículos estacionados, y también una especie de cobertizo con ventanas redondas como cañoneras y gallardetes ondeando en una buhardilla en forma de puente de barco.

Gaspard exclamó:

—Nunca he visto la vivienda de Hornero Hemingway, pero ése es su estilo. Y el autovolante de Eloísa es gris y violeta, con franjas cromadas, como aquél.

—Diez contra uno a que la señal que recibimos es la de Cullingham —dijo Zane—. Pasaría de largo, pero no podemos estar completamente seguros de que no sea la de Media Pinta.

Aterrizaron en el tejado. Zane se apeó de un salto, diciendo:

—Efectivamente, la señal procede de ese cobertizo.

Gaspard echó a andar detrás de él, frío y rígido.

Mientras se acercaban al cobertizo, se abrió la puerta y salió Hornero Hemingway con el ceño muy fruncido. Llevaba pantalones de faena y una camisa empapada de sudor: de sus hombros colgaba un abrigo largo y ancho, de tela muy gruesa, que habría hecho las delicias de un general ruso, y transportaba dos grandes maletas de piel de cerdo, cubiertas de etiquetas de lugares exóticos, desde la vieja España hasta los satélites de Júpiter.

—¡Otra vez ustedes dos! —exclamó al verles, deteniéndose pero sin soltar las maletas—. ¡Gaspard el traidor y su hermano de hojalata! Gaspard, quiero que sepas que te pegaría una paliza ahora mismo y me expondría a lo que fuera con el monstruo, pero entonces me parecería estar haciéndolo por ella y señores, no pienso recorrer otra vez el camino de los celos. Cuando se llega al extremo de que la mujer de un escritor, lejos de mostrarse cariñosa y sincera con él, le engaña con un editor raptado, diciendo que es asunto de negocios, pero con el exclusivo propósito de añadir otra calavera a su collar de caza, entonces, señores, Hornero Hemingway se despide.

Gaspard y Zane le miraron con desconfianza.

—Ahora, adelante, y comuníquenle de mi parte lo que acabo de decir —añadió Hornero, señalando con un gesto la puerta abierta—. Díganle que he aceptado ese empleo con los estibadores de Bahía Verde. Y cuando termine la temporada, me dedicaré a dirigir un salón de estética, o viajaré como marinero en un yate de recreo. ¡Díganle eso también de mi parte! En fin, señores, adiós.

Con tranquila dignidad y mirando fijamente hacia delante, el robusto exescritor pasó de largo y se dirigió hacia un autovolante rojo, blanco y azul.

Zane Gort corrió hacia el cobertizo, inclinándose para que su localizador de radio no tropezara con el marco de la puerta. Gaspard le siguió sin demasiada convicción. El robot se volvió, llevándose una pinza al altavoz. Gaspard procuró andar sin hacer ruido.

Se vieron en un salón amueblado con sillones de cuero oscuro y ceniceros de época. Lo decoraban varios carteles antiguos tradicionalmente asociados con los escritores y el mundo literario, tales como: «La imaginación al poder», «Volemos los puentes», «Menos tecnocracia y más artesanía», «Stop», «Vivan los rebeldes», «Basta de pruebas atómicas», «Curvas peligrosas», «No escribas: sindícate» y «Somos caballos de alquiler: no tenemos libertad para pensar».

En el salón había seis puertas, todas cerradas, rotuladas con grandes letras doradas: «Sala de masaje», «Botiquín», «Sala de trofeos», «Comedor», «Despensa» y «Dormitorio». Zane Gort las contempló pensativamente.

Gaspard recordó algo.

—No tenemos mucho tiempo —le susurró a Zane—. Si Cullingham tiene un equipo de suicidio y está encerrado con Eloísa, lo utilizará.

Zane avanzó hasta la puerta indicada como «Dormitorio» y alargó su pinza izquierda, de la cual sobresalían tres filamentos metálicos. Cuando éstos establecieron contacto con la puerta, surgieron unas voces del pecho de Zane, débiles pero claramente audibles.

Cullingham: ¡Dios mío! ¡No hará usted eso!

Eloísa Ibsen: ¡Sí, lo haré! ¡Voy a torturarle como no se han torturado nunca! ¡Le haré vomitar hasta el último secreto de la Rocket House! ¡Haré que durante toda su vida lamente haber nacido! Voy a…

Cullingham: ¡No irá a abusar de mi impotencia!

Eloísa Ibsen: ¿Llama impotencia a eso? Espere un momento…

Cullingham: ¡Antes me mataré!

Gaspard tocó ansiosamente con el codo a Zane. El robot meneó la cabeza.

Eloísa Ibsen: Vivirá usted lo suficiente para mis propósitos. Durante toda su vida postpuberal ha estado dando órdenes a higiénicas muñecas de goma con cintura de avispa. Ahora va a recibir las más vergonzosas órdenes de una mujer robusta y fuerte, que le torturará si se muestra vacilante, y que conoce todos los trucos para prolongar la agonía. Y usted va a darle las gracias como un buen chico por cada una de sus asquerosas órdenes, y besará las plantas de sus pies.

Hubo una pausa. Gaspard volvió a tocar a Zane con el codo.

Cullingham: ¡No se interrumpa, siga! ¡Repita la escena del látigo!

Zane miró a Gaspard. Luego llamó a la puerta discretamente y la entreabrió algunos centímetros.

—Señor Cullingham —dijo—, sólo queremos que sepa que le hemos rescatado.

Siguió un silencio que duró tres o cuatro segundos. Después resonaron unas risas al otro lado de la puerta, tímidas al principio, descaradas más tarde, para confundirse finalmente en un dúo de sonidos jadeantes.

Luego, Eloísa gritó:

—No os preocupéis por él, muchachos. Pasado mañana lo devolveré a su oficina, lo creáis o no, aunque tenga que expedirlo en un féretro ventilado con la indicación de «frágil».

—En su equipo de suicidio, señor Cullingham, encontrará un minitransmisor. Desconéctelo, por favor —dijo Zane.

—Y Hornero Hemingway me ha encargado que le diga a Eloísa que ha aceptado el empleo de los estibadores de Bahía Verde —añadió Gaspard.

Zane tocó su hombro y recogió algo de una mesa que estaba al lado de la puerta. Mientras se alejaban, oyeron de nuevo algunos fragmentos del diálogo.

Eloísa Ibsen: Cully, ¿por qué diablos querrá trabajar en un tinglado un escritor famoso? Dímelo.

Cullingham: No lo sé. Ni me importa. ¿Qué harías conmigo si me tuvieras a tu merced en un tinglado?

Eloísa Ibsen: Primero, cogería tu equipo de suicidio y lo colgaría lejos de tu alcance. Así. Luego…