Alguien aporreaba la puerta.
Gaspard no sabía desde cuándo estaban llamando, pues toda su atención se concentraba en rebuscar en los cajones del escritorio de Cullingham que podía alcanzar con su brazo libre, tratando desesperadamente de encontrar algún dinero.
—Suéltame un poco para que pueda coger mis pantalones —suplicó—. No creo que haya en ellos cien dólares, pero te daré lo que tenga y te firmaré un cheque por el resto. Y déjame mirar en los cajones de abajo, puede haber dinero en alguno de ellos. ¿Dónde guarda su dinero Cullingham? Deberías saberlo.
Pero todas aquellas preguntas y sugerencias parecían exceder la comprensión de la señorita Sauce, quien se limitó a decir:
—Cien pavos, en metálico y al contado, pajarito. Mamá tiene hambre.
Los golpes en la puerta no cesaban. A través de ellos, Gaspard pudo oír una voz femenina que gritaba:
—¡Déjeme entrar, Gaspard! ¡Ha ocurrido algo terrible!
Gaspard asintió para sus adentros, mientras la señorita Sauce apretaba un poco más.
—Me estás matando —dijo, hablando con creciente dificultad, porque cada vez quedaba menos espacio para el aire en sus pulmones—. Eso no servirá de nada. Por favor. Mis pantalones. O los cajones de Cullingham.
—Cien dólares —repitió la señorita Sauce, implacable—. No se aceptan cheques.
La mano libre de Gaspard encontró los mandos de las puertas. Cuando se abrió la del vestíbulo, apareció la señorita Jackson con los rubios cabellos en desorden y la blusa desgarrada en un hombro. También ella parecía haber librado una violenta lucha. Gaspard se preguntó si todo el mundo estaría siendo atacado en sus partes íntimas por robotrices y robutos.
—¡Gaspard! —gritó la enfermera—. Han raptado…
Entonces vio el cuadro junto al escritorio de Cullingham. Se interrumpió, boquiabierta. Luego, fijándose bien, empezó a fruncir el ceño. Al cabo de cinco segundos murmuró, en tono de reproche:
—¡Vaya, vaya!
—Necesito… cien dólares…, en metálico —gimió Gaspard—. No pida explicaciones…
Ignorando la angustiada petición, la señorita Jackson continuó observando a la pareja. Finalmente, preguntó:
—¿Es que no van a desacoplarse nunca?
—No… no puedo —tartamudeó Gaspard.
El ceño de la señorita Jackson desapareció, y asintió un par de veces con la cabeza, como si la comprensión se abriera paso en su mente.
—He oído hablar de estos casos —dijo—. En la escuela de enfermeras. Se trata de una contracción muscular y la pareja ha de ser trasladada al hospital en la misma camilla…
Se adelantó con una expresión de horrorizado interés en los ojos.
—No hay… nada de eso —gimió Gaspard—. Estúpida… Un simple… abrazo. La señorita Sauce… mujer… robot. Necesito… cien… dólares…
—Los robots son de metal —replicó la señorita Jackson en tono dogmático—. Puede que esté pintada, supongo.
Se acercó y pellizcó a la señorita Sauce.
—Ni hablar. Usted sufre un ataque de histeria, Gaspard —diagnosticó con aire de suficiencia, dando vueltas alrededor de la pareja—. Domínese. Nadie se muere de vergüenza. Ahora recuerdo que nos enseñaron que casi siempre ocurre con parejas de solteros. El complejo de culpabilidad de la mujer provoca el espasmo. Y el hecho de que yo mire probablemente empeora la cosa.
El aliento que Gaspard había reunido para su siguiente súplica salió expelido en forma de jadeo inarticulado cuando la señorita Sauce aumentó una vez más la presión de sus brazos. La habitación pareció empezar a oscurecerse. Como desde una gran distancia, oyó que la señorita Jackson decía:
—No trate de enterrarse en él como un avestruz, señorita Sauce. Tendrá que acostumbrarse a eso en adelante, le guste o no. Recuerde que soy una enfermera y estas cosas no me impresionan. Piense en mi como en un robot. Sé que es usted una mujer orgullosa, por no decir altiva, pero tal vez esta experiencia la humanizará un poco. Piense en eso, recapacite.
Entre la creciente oscuridad, Gaspard creyó ver un resplandor azulado.
Zane Gort se detuvo unos segundos en la puerta y luego avanzó directamente hacia la señorita Sauce.
—¿Cuánto? —preguntó, abriendo una ventanilla de su cintura, mientras con la otra pinza levantaba los cabellos platinados de la señorita Sauce, descubriendo una ranura horizontal en su nuca.
—Cien —gruñó la robotriz.
—Embustera —replicó Zane Gort, y metió en la ranura un billete de cincuenta.
Los sensores de la robotriz revisaron minuciosamente el billete, para asegurarse de que era de curso legal. Los brazos de la señorita Sauce se abrieron y su pierna dejó libre la de Gaspard, Éste experimentó un profundo alivio, entrevio unos brazos de metal que le sostenían, respiró con dificultad. La habitación empezó a iluminarse.
La señorita Jackson aún no había cerrado la boca.
—Vístanse —ordenó Zane Gort—. Tú también, Gaspard. Yo te ayudaré.
—Creo que ahora ya lo he visto todo —musitó la señorita Jackson.
—La felicito —le dijo Zane Gort—. Y ahora, si es usted tan amable, mi amigo necesita un vaso de agua… La encontrará allí, al fondo. Yo abrocharé eso, Gaspard. Mañana llamaré a Madame Pneumo para que venga a recoger su robotriz, y les diré a esos tratantes de robots lo que pienso de ellos. No me parece mal que la gente se divierta, pero algún día matarán a un cliente con sus trucos extorsionistas, y entonces habrá jaleo. Gracias, señorita Jackson. Trágate esta cápsula, Gaspard.
La señorita Jackson contempló, con expresión más bien envidiosa, la danza de odalisca con que la señorita Sauce amenizó el acto de vestirse. Al cabo de unos instantes la enfermera pareció volver de su letargo y cubrió como pudo su propio hombro.
—¡Vaya! —dijo en voz alta—. Lo había olvidado por completo. Estaba tan interesada en la…
Miró a Gaspard.
—¿Función de circo? —sugirió éste, con una débil sonrisa.
—… exhibición, que olvidé el motivo que me había traído aquí. ¡Gaspard, la enfermera Bishop ha sido raptada!
Gaspard apartó a Zane.
—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Quién? —preguntó.
—Estábamos corriendo calle abajo —empezó la señorita Jackson in medias res—, cuando un autovolante pintado a cuadros blancos y negros aterrizó a nuestro lado y un hombre de mejillas azuladas preguntó si podía sernos útil. La enfermera Bishop dijo que si y subió. Entonces aquel hombre le aplicó un paño a la cara y ella se durmió de repente. En el asiento de atrás había un pequeño robot de aspecto muy raro, que dijo: «¡Eh, muchacho! La rubia está demasiado bien para dejarla suelta», y me agarró por el hombro, pero yo di un tirón y me libré de él. Cuando vio que no podía cogerme, se echó a reír y dijo: «No sabes lo que te pierdes, hermanita». Y el coche remontó el vuelo. La Rocket House quedaba más cerca que la guardería, y por eso vine aquí.
Gaspard se volvió hacia Zane Gort, que había abierto un fichero y estaba revisando rápidamente su contenido.
—Ahora debes ocuparte exclusivamente de los raptos, Zane —dijo Gaspard.
Zane alzó la mirada.
—Ni hablar. Estoy a punto de terminar mi proyecto L y no puedo entretenerme en esas minucias. La Universidad ha dado su aprobación. He venido aquí sólo para buscar unos datos. Tu rescate ha sido algo puramente accidental. No es el momento de que intervenga la policía. Más tarde, quizá. Digamos mañana.
—¡Pero Zane! Han sido raptadas tres personas —protestó Gaspard, tratando de dominar su creciente indignación—. Y también tu señorita Rubores. Creo conocer al tipo que ha raptado a la enfermera Bishop. ¡Ella corre peligro de muerte!
—Tonterías —dijo el robot, displicente—. Exageras la importancia de este asunto. E] rapto, siempre que sea llevado a cabo por personas mentalmente sanas, no es más que un elemento rutinario de la moderna estrategia comercial y política. Y también de la antigua: recuerda los raptos de César o de Ricardo I. Interesante, sí… A mi también me gustaría ser raptado si dispusiera de tiempo para ello. Debe ser una experiencia digna de recordar, una ocasión más para ver y aprender, ¿eh, señorita Jackson? Peligrosa, jamás. Mañana aún estaremos a tiempo. O pasado mañana.
Volvió a inclinarse sobre el fichero.
—Supongo que habré de ocuparme de esto a mi manera —dijo Gaspard en tono salvaje, volviéndose hacia la señorita Jackson—. Hay que llamar a la policía. Pero antes, dígame una cosa: ¿por qué corrían calle abajo la enfermera Bishop y usted?
—Estábamos persiguiendo al hombre que había robado a Media Pinta.
—¿Qué? —restalló la voz de Zane Gort—. ¿Ha dicho usted a Media Pinta?
—Eso he dicho. Era un hombre alto y delgado que llevaba un traje de color gris claro. Le dijo a Zangwell que era el nuevo ayudante del doctor Krantz. Probablemente se llevó a Media Pinta porque era el más pequeño.
—¡El muy canalla! —rechinó Zane Gort, con un resplandor rojo oscuro en su único ojo—. ¡El cruel, despiadado y despreciable canalla! Poner sus sucias manos sobre esa dulce e inocente criatura… ¡La muerte lenta en el potro de tortura sería demasiado leve para él! Cierra la boca, Gaspard, y ponte en movimiento. Mi autovolante está en el tejado. Nos espera mucho trabajo, viejo hueso.
—Pero… —empezó Gaspard.
—¡Sin comentarios! Señorita Jackson, ¿cuándo le cambiaron a Media Pinta la fontanela por última vez? ¡Pronto!
—Hace tres horas y media, aproximadamente. Y no me grite.
—Es un caso para gritar. ¿Cuánto tiempo puede resistir sin que se la vuelvan a cambiar?
—Exactamente, no lo sé. Las fontanelas se cambian siempre cada ocho horas. En cierta ocasión, cuando una enfermera se retrasó cincuenta minutos, se desvanecieron.
Zane asintió.
—Enfermera Jackson, prepare un par de fontanelas para transportarlas debidamente acondicionadas —ordenó—. ¡En seguida! Acompáñala, Gaspard, y cuando las fontanelas estén preparadas súbelas al tejado. Yo estaré allí preparando mi equipo. Coge el abrigo y la gorra de Flaxman: mi autovolante no tiene capota. ¡Un momento, señorita Jackson! ¿Podrá hablar el raptor con Media Pinta?
—Supongo que sí. Media Pinta tenía conectados unos pequeños aparatos de reserva. El raptor iba arrastrando los cables. Media Pinta empezó a chillar y a silbar, pero el raptor le amenazó con estrellarle contra la acera.
El único ojo de Zane Gort brilló intensamente.
—¡El muy canalla! Lo pagará caro. No se queden ahí pasmados. ¡Muévanse!