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—¡Santo cielo! ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco? —inquirió Joe, rascándose la cabeza mientras contemplaba el automóvil lanzado a una velocidad suicida.

Refunfuñando, Gaspard entró en recepción y telefoneó a la guardería. Contestó la enfermera Bishop, pero antes de que Gaspard pudiera hablar, ella le interrumpió:

—¡Ya era hora, holgazán! Una docena de los muchachos están pidiendo papel desesperadamente. Dicen que ahora mismo acaban de ocurrírseles las mejores ideas y no pueden plasmarlas. ¡Necesitamos esos rollos!

—Mire, Bishop, tenemos graves problemas. Los jefes han sido raptados. No sabemos quién será el siguiente. Y Zane Gort se ha vuelto loco. Quiero que usted…

—¡Ah, cállese! Estoy harta de oírle. ¡Traiga esos rollos aquí, en seguida!

—¡De acuerdo! —gritó Gaspard—. ¿Quiere que le sirva también el café?

Y colgó.

—¿Va a llamar a la policía? —repitió Joe.

—¡Cállese! —ladró Gaspard, pero el exabrupto no alivió su disgusto—. Voy a subir a la oficina del señor Cullingham para interrogar a la señorita Sauce y pensar despacio las cosas. Si llamo a la policía lo haré desde allí. Vigile la planta baja.

Abrió la puerta del ascensor.

—Otra cosa, Joe —añadió, sacudiendo amenazadoramente un dedo—. No quiero que nadie me moleste.

Lo primero que hizo Gaspard en la oficina principal fue cerrar herméticamente todas las puertas. Luego, frotándose las manos con anticipada satisfacción, se volvió hacia la señorita Sauce, que continuaba sentada en el mismo lugar, fría y serena.

—Hola, mamá —exclamó en tono insinuante—, Mamá va a tener un nuevo papá.

Cinco minutos más tarde había llegado a la conclusión de que la robotriz, o respondía sólo a la voz de Cullingham, en cuyo caso tendría que buscar una grabación de aquella voz, o existía una palabra clave que aún desconocía. A no ser que, oh tragedia, la robotriz estuviera averiada.

Pero esto último era imposible. Su espléndido busto se alzaba rítmicamente en simulada respiración, sus hermosos ojos de color violeta parpadeaban cada quince segundos (Gaspard lo cronometró), y la rubia beldad humedecía sus labios una vez por minuto.

Gaspard se inclinó hacia ella. Incluso desde tan cerca resultaba difícil creer que no fuese una mujer auténtica, con una piel tan perfectamente imitada, hasta en el detalle del leve vello de los antebrazos. La fragancia del perfume «Galaxia Negra» inundó su olfato. Vaciló…, y empezó a desabrochar la elegante chaqueta negra.

La señorita Sauce emitió desde lo más hondo de su pecho un cavernoso gruñido, como un enorme y agresivo perro guardián lanzando una advertencia.

En su apresurada retirada, el pie izquierdo de Gaspard tropezó con una carpeta de archivo. Al mirarla, vio que figuraba en ella una inscripción en letras muy llamativas: «Señorita T. Sauce». Se inclinó y la recogió. Si había contenido alguna documentación, ésta debía hallarse sin duda entre los papeles esparcidos por el suelo, pues ahora no había sino una cuartilla con unas líneas mecanografiadas.

El mensaje era tan raro que Gaspard lo leyó en voz alta:

Sobre un árbol junto a un río,

un pajarito chillón

cantaba con mucho brío:

«¡Sauce de mi corazón!».

Yo le dije: «Pajarito,

¿por qué cantas…?».

La señorita Sauce se puso en pie y avanzó directamente hacia Gaspard.

—Hola, cariño —dijo con una voz dulce, dulcísima—. ¿Qué puede hacer hoy mamá por su pajarito?

Gaspard se lo dijo.

Y, a medida que recibía salvajes y maravillosas ráfagas de imaginación, continuó diciéndoselo.

Al cabo de veinte minutos muy interesantes, pero puramente preliminares, estaban en pie junto al escritorio del señor Cullingham, enlazados entre sus ropas dispersas. Es decir, que se rodeaban mutuamente con los brazos, y la señorita Sauce tenía su pierna derecha enroscada en torno a la izquierda de Gaspard. Acababan de besarse apasionadamente, pero la cosa no había seguido adelante, porque desde hacía diez segundos la impotencia de Gaspard era absoluta.

Él sabía bien por qué. Sencillamente, se trataba del más antiguo y poderoso de los temores masculinos: el miedo a ser castrado. Gaspard no podía olvidar el terrible gruñido que había oído. Y aunque la carne de la señorita Sauce era una asombrosa imitación en su contextura, temperatura y elasticidad, no todas las estructuras que podía palpar a través de ella correspondían en su forma y posición a los huesos humanos. Para colmo, a través del perfume «Galaxia Negra» llegaba a su olfato un inconfundible olor a aceite de máquina.

Gaspard supo que no podría dar el siguiente y decisivo paso, lo mismo que no se atrevería a poner voluntariamente su mano derecha en un engranaje de agudas y chirriantes ruedas dentadas. Tal vez Cullingham era capaz de hacerlo porque tenía más fe en la mecánica, pero a Gaspard le resultaba absolutamente imposible.

—Mi pajarito ha perdido interés —susurró la señorita Sauce sensualmente, investigando con sus dedos—. Mamá arreglará eso.

—¡No! —gritó Gaspard—. ¡Quita la mano de ahí!

En su imaginación, los suaves dedos de la señorita Sauce se habían convertido de súbito en garras de acero.

—De acuerdo —susurró la señorita Sauce—. Como quiera mi pajarito.

Gaspard disimuló un suspiro de alivio.

—Vamos a descansar un poco —sugirió—. Y, entre tanto, puedes bailar para mí.

La señorita Sauce le rodeó con sus brazos, echó la cabeza hacia atrás y la meneó ligeramente mientras sonreía.

—Vamos, mamá —dijo Gaspard, en tono zalamero—. Mamá baila muy bien. Y a su pajarito le gusta verla bailar. ¡Ella sabe hacerlo muy bien!

La señorita Sauce negó de nuevo con la cabeza.

Gaspard retrocedió un poco y apoyó sus manos en los brazos de la señorita Sauce, ejerciendo una suave presión, como una cortés indicación de que debía soltarle, pero ella no respondió a la sugerencia.

—¡Suéltame! —ordenó entonces Gaspard.

Sin dejar de sonreír, la señorita Sauce suspiró:

—No, no, no. Mi pajarito no va a marcharse ahora.

Sin previo aviso, Gaspard se echó atrás golpeando al mismo tiempo con los codos los brazos de la señorita Sauce. Pero los brazos de la robotriz resistieron el golpe y ciñeron aún más el cuerpo de Gaspard, no tanto que resultase doloroso, pero si molesto. Dóciles instrumentos de placer hacía unos instantes, ahora parecían flejes de acero. El brazo izquierdo de Gaspard estaba atrapado y el derecho libre.

—No seas travieso —susurró la señorita Sauce. Luego, apoyando su barbilla contra el hombro de Gaspard gruñó de un modo espantoso a su oído y dijo, sin dejar de gruñir—: Si le haces daño a mamá, mamá te hará daño a ti. —Luego alzó la cabeza y susurró—. Vamos a jugar. No te asustes, pajarito. Mamá será cariñosa contigo.

La respuesta casi involuntaria de Gaspard a aquellas palabras fue otro esfuerzo convulsivo por escapar. Cuando se cansó los brazos de la señorita Sauce seguían rodeando su cuerpo…, y ahora también le aprisionaba con su pierna derecha. Se tambalearon peligrosamente pero no cayeron, gracias al excelente sentido del equilibrio de la robotriz.

—Mamá te apretará —gruñó ésta—. Mamá no dejará de apretarte. Cada cinco minutos, mamá te apretará un poco más…, a menos que le des cien dólares poniéndolos donde tú sabes.

Los brazos de la señorita Sauce apretaron. Y Gaspard sintió crujir sus huesos.