Aunque los socios Flaxman y Cullingham nunca realizaban ningún trabajo, ni siquiera para dar ejemplo, ni se movían de sus oficinas, también empezaron a padecer la fatiga del Criterium Literario de los Cerebros Plateados, aunque más en sus nervios que en sus músculos.
Flaxman se empeñó en vencer su terror infantil a los cerebros hablando con ellos profusamente, asintiendo vigorosa e incesantemente mientras ellos hablaban y ofreciéndoles cigarros en sus momentos de mayor debilidad. Por ejemplo de su psiquiatra, incluso hizo quitar el cerrojo que Gaspard había montado con tanto esfuerzo, afirmando que era sobre todo una protección simbólica frente a temores infantiles, más que una verdadera protección contra peligros reales.
Pero Flaxman fracasó en sus esfuerzos, porque los cerebros se dieron cuenta del miedo que le inspiraban y se dedicaron con perverso deleite a exacerbarlo. Solían hablarle de la gran operación que había practicado Zukie, describiéndole lo que sentiría él si le hubieran separado de su cuerpo nervio tras nervio para enlatar su cerebro. Otras veces improvisaban y le narraban horribles cuentos de fantasmas, con el pretexto de consultarle la conveniencia de incluirlos en sus novelas.
Ahora era cada vez más frecuente que el automóvil de Flaxman no estuviera disponible para el transporte de huevos, porque su propietario lo utilizaba para dar largos paseos terapéuticos por las colinas de Santa Mónica.
Al principio, a Cullingham le halagaba que los cerebros recurriesen a su asesoramiento editorial, pero cuando se dio cuenta de que sólo pretendían salir de la guardería y, si se terciaba, tomarle un poco el pelo, su desazón se hizo aún más honda que la de Flaxman. Pero la mañana del día que, según había vaticinado Gaspard, iba a ser el de su crisis nerviosa definitiva, Cullingham se presentó acompañado de una extraña secretaria (al parecer, la penuria que impedía contratar nuevos empleados no rezaba con aquélla), a quien presentó como la señorita Sauce. Y aunque la secretaria no hacía nada, excepto sentarse en silencio al lado de Cullingham y mover de vez en cuando su lápiz sobre las páginas de un cuaderno de notas forrado en negro, parecía ejercer un efecto maravillosamente sedante sobre los nervios de su jefe. La señorita Sauce era una belleza delgada, alta y provocativa, que dejó a Gaspard boquiabierto la primera vez que la vio. Tenía figura de modelo, pero con las caderas y los senos algo más desarrollados. Vestía un severo traje sastre negro, y llevaba los cabellos teñidos en rubio platino, a juego con sus medias. Su pálido rostro tenía aquel toque anguloso de intelectualismo y altivez que también caracteriza a las sibilas y ninfas de la alta costura.
Gaspard se encaprichó de ella desde el primer momento. Se dijo que la frialdad de platino de la señorita Sauce, ligeramente calentada, podría ser la panacea que le curase de su ridícula pasión por la turbulenta y deslenguada enfermera Bishop. Sin embargo, en dos ocasiones en que halló a solas a la imponente señorita Sauce y trató de iniciar una conversación con ella, la rubia beldad ignoró por completo su presencia. Parecía convertirse repentinamente en ciega, sorda y muda.
Tras replantear la situación, Gaspard decidió que probablemente la señorita Sauce sería una psicoterapeuta, contratada sin duda con un sueldo fabuloso. Resultaba difícil hallar otra explicación al hecho de que Cullingham se hubiera salvado de lo que parecía un inminente colapso nervioso. Aquella teoría explicaba también el cuaderno de notas negro y la circunstancia de que Flaxman, abstracción hecha de los demás temores, parecía asustado por la presencia de la señorita Sauce: al neurótico le asustan todos los psiquiatras excepto el suyo. Sea como fuere, Flaxman se había trasladado a una oficina más pequeña, al lado de la principal.
Si Gaspard no hubiera estado tan agobiado por el trabajo físico, también él habría recurrido a un psiquiatra humano o un terapeuta robot: su personalidad antaño plácida y adaptada a la rutina había adquirido demasiadas aristas cortantes y sufrido demasiadas heridas profundas. Se preguntaba qué extraña libido debía ser la suya cuando, después de meses de gozar a diario el placer carnal con la exuberante Eloísa Ibsen, se veía ahora sometido por una muchacha que no hacía sino intimidarle y reñirle. También le preocupaba su imaginación, evidentemente desequilibrada, ya que después de alimentarla y excitarla durante años con lecturas en mecalingua, sus únicos recuerdos de todas aquellas maravillosas aventuras parecían envueltos en una especie de niebla translúcida. Por último, y a un nivel algo distinto, le ponía nervioso el exceso de responsabilidad y la convicción de que estaba luchando a solas contra un mundo traidor y peligroso. Esto era lo que le había enseñado Zane Gort al volverle la espalda y dejar que él cargara con la defensa de la Rocket House y la guardería.
Y el dispositivo que había improvisado hasta entonces —como el anticuado y molesto revólver quo le había prestado Flaxman, Joe con su pistola fétida y el barbudo borracho con su caduceo— no era ninguna garantía. Para empeorar las cosas, Cullingham y Flaxman, aunque fanáticos del secreto, parecían completamente ajenos a la realidad cuando se trataba de arbitrar medidas de seguridad. En cierta ocasión, Gaspard había sorprendido a Flaxman arrojando al cesto de los papeles sin leerla, o al menos sin hacerle el debido caso, una nota de un individuo que firmaba «El Garrote». La nota exigía una cotización de 2000 dólares semanales y el cincuenta por ciento de los beneficios netos, bajo amenaza de inferir daños irreparables a los cerebros.
No faltaban muestras de otros peligros. Pero ninguno de los dos socios quiso llamar a la policía ni a cualquier otro cuerpo de seguridad. Según ellos, tal iniciativa habría comprometido el secreto que rodeaba al proyecto. (Y también por el quijotesco motivo que adujo Flaxman: «Sólo los hombres de negocios sin personalidad, Gaspard, acuden gimoteando al gobierno en busca de ayuda. ¡Los Flaxman siempre hemos sabido defender nuestros millones!»).
Zane Gort, a quien Gaspard siempre había considerado fuerte como un acorazado de bolsillo, era obviamente la persona ideal para hacerse cargo de defender la Rocket. Pero, incomprensiblemente, Zane escurría el bulto. El robot de azulado acero rara vez se dejaba ver más de diez minutos al día; estaba enfrascado en una serie de extrañas actividades que no parecían tener nada que ver con la producción literaria: conferencias con sus colegas físicos y sus amigos ingenieros, viajes lejos de Nuevos Ángeles, largas sesiones en su hogar-taller, etcétera. Zane había pedido «prestado» tres veces a Media Pinta, y la enfermera Bishop le permitió llevárselo tres o cuatro horas en flagrante transgresión de las normas de Zukie, pero ni el robot ni el cerebro quisieron revelar dónde habían estado ni lo que habían hecho.
Zane ni siquiera hacía caso de la señorita Rubores, pese a que la histérica róbix mostraba un interés maternal por los cerebros que no desmerecía al del propio Zane, aunque asumiese otras formas. Últimamente se dedicaba a tejer guardapolvos de punto calado, color pastel, «para que vayan calientes en invierno y adecentarles un poco, de modo que parezcan menos desnudos», según decía. Por lo demás, la señorita Rubores se portaba de un modo bastante racional, y Gaspard se acostumbró a confiarle algunas tareas rutinarias, tales como un turno de guardia en la puerta principal, que no le impedían seguir haciendo punto.
Una noche Gaspard decidió aclarar la situación con Zane. El escritor había descabezado un sueño en el catre de Zangwell, y Zane se presentó inesperadamente para cambiar sus baterías y engrasarse. El robot le escuchó distraídamente mientras aplicaba el pico de una aceitera a sus sesenta y siete puntos de engrase.
—Hace cosa de una hora —le dijo— encontré a un robot bajito, de cabeza cuadrada, tiznado de negro y con manchas de herrumbre, merodeando por la planta baja. Le eché a la calle, pero seguramente volverá a presentarse, si no lo ha hecho ya.
Zane se volvió hacia él.
—Supongo que se trataba de mi antiguo rival Caín Brinks —dijo—. El hollín y las manchas de herrumbre no son sino un torpe disfraz. No cabe duda de que planea alguna villanía. Acabo de ver en la calle un camión de chatarra, y ¿a que no sabes quién iba en el interior? ¡Clancy Goldfarb en persona! Ése también debe planear algo…, probablemente un robo de libros. Estos almacenes son una tentación.
—Pero ¡maldita sea, Zane! —estalló Gaspard—. Si sabes esas cosas, ¿por qué no haces algo?
—Actuar a la defensiva siempre constituye un error capital —dijo el robot en tono paciente—. Te hace perder la iniciativa y reduce tu capacidad intelectual al nivel de la de tus adversarios. Yo tengo otros rabos por desollar. Si desperdiciara mi talento en la defensa de la Rocket House, sería la ruina para todos nosotros.
—¡Maldita sea, Zane! ¿Estás jugando a los acertijos? Deberías…
El robot golpeó con su pinza el pecho de Gaspard.
—Tengo un consejo para ti, vieja glándula. No te enamores de la señorita Sauce.
—No creo que me sirviera de nada hacerlo, es un verdadero témpano. Pero ¿por qué lo dices?
—No lo hagas; eso es todo.
El robot arrojó sus baterías usadas al cubo de la basura salió del lavabo antes de que Gaspard pudiera exclamar por tercera vez «maldita sea». Muy irritado, se puso en pie e inició la ronda de vigilancia que se había autoimpuesto. La puerta de la nueva oficina de Flaxman estaba abierta. El interior estaba a oscuras, salvo una leve claridad que entraba por la puerta de comunicación de dicha oficina con la antigua, ahora ocupada casi exclusivamente por Cullingham. Gaspard se dirigió cautelosamente a un lugar desde donde podía ver el interior de la antigua oficina sin ser visto.
A la suave luz de una lámpara de pie vio a la señorita Sauce tranquilamente sentada en un extremo del sofá. Picado por la enigmática advertencia de Zane, Gaspard pensó entrar e insinuarse audazmente a la secretaria, para ver si con ello conseguía al menos que la rubia beldad se diera cuenta de su presencia. Pero en aquel preciso momento vio que Cullingham también estaba en el sofá, tumbado boca arriba, descalzo y con la cabeza apoyada en el regazo de la señorita Sauce. Una postura muy singular para una sesión de psicoanálisis…
Acariciando con ternura los cabellos del editor, la supuesta secretaria sonrió cariñosamente y dijo con una voz dulce, dulcísima, que impresionó profundamente a Gaspard:
—¿Cómo se encuentra esta noche el pajarito de mamá?
—Cansado, ¡ay! Muy cansado —gimió Cullingham puerilmente—. Cansado y muy sediento. Pero es agradable estar aquí y mirar a mi guapa mamá.
—Mamá es guapa para ti, pajarito —canturreó la señorita Sauce—. ¿Serás bueno hoy? ¿No te pondrás nervioso?
—No, mamá, te lo prometo.
—Muy bien.
La señorita Sauce se despojó lentamente de su chaqueta negra, y desató con la misma parsimonia las cintas de su blusa de seda gris hasta que asomaron los dos pechos más perfectos que Gaspard había visto nunca.
—Bonitos, oh, bonitos —gimió Cullingham.
—No seas impaciente, pajarito —le arrulló la señorita Sauce—. Mamá te los dará en seguida. ¿Qué sabores quiere mi pajarito esta noche?
—Chocolate —dijo Cullingham, haciendo pucheros y mirando primero al derecho, después al izquierdo— y menta.
Aquella noche Gaspard, sumido en profunda desesperación, leyó el primero de los libros anteriores a la época de las máquinas redactoras, recomendados por los cerebros y que la enfermera Bishop había insistido en prestarle: Huckleberry Finn.