30

Cullingham tuvo un acceso de tos.

—Basta por ahora —dijo Flaxman—. Será mejor que descanses un poco. Oigamos a los cerebros.

—Doble Nick tiene algo que decir —anunció la enfermera Bishop, aumentando el volumen del altavoz.

—Señores —dijo uno de los dos huevos de mayor tamaño—, supongo que comprenden que nosotros sólo somos cerebros. Tenemos vista, oído, la facultad de hablar…, y eso es todo. Nuestro aparato glandular es mínimo, créanme; apenas el necesario para que nuestra existencia no sea puramente vegetativa. Por eso que les pregunto con la mayor deferencia y humildad cómo esperan que nos interese producir narraciones donde haya acción trepidante, sensaciones apropiadas para adultos de mentalidad infantil, y aburridas elucubraciones sobre esa necesidad vital que ustedes llaman eufemísticamente amor.

Los labios de la enfermera Bishop se fruncieron en una extraña sonrisa, pero no dijo nada.

—En la época en que yo tenía cuerpo —continuó Doble Nick antes de que ninguno de los socios pudiera decir algo—, había un aluvión de libros semejantes. Tres de cada cuatro cubiertas de libros sugerían sin rodeos que el acto amoroso era descrito en el texto con satisfactorio detalle, bien condimentado con violencia y perversiones, aunque también adobado con una capa de falsa moralidad. Recuerdo que en aquella época solía pensar que el noventa por ciento de las llamadas perversiones eran simplemente un deseo natural de contemplar al objeto de nuestra adoración y asistir a un acto placentero desde todos los ángulos posibles, como cuando se desea contemplar una bella estatua desde todos los lados. Hoy, debo confesarlo, todo eso me aburre. Es posible que ello se deba a mi condición física, o mejor dicho, a la carencia de tal condición. Pero me deprime mucho pensar que al cabo de cien años la raza humana sigue deseando esa clase de emociones, que en el fondo no son sino consecuencia de una represión. Además, dando por sentado que ustedes desean que produzcamos relatos de amor, debo advertir que no nos proporcionan estímulos adecuados. Hemos permanecido encerrados durante más de un siglo y, ¿qué espectáculo se nos ofrece al salir? ¡Dos editores! Perdonen, señores, pero creo que podían habernos dedicado un poco más de imaginación. Cullingham dijo fríamente:

—Supongo que podríamos organizar ciertas visitas, especialmente a lugares dotados de escondrijos para los mirones. ¿Qué te parece la casa de Madame N, para empezar, Flaxy?

—Bien sabes que eso no es posible, Cully —dijo Flaxman—. Los cerebros no pueden salir de la guardería, excepto para venir a esta oficina. Ésa es la norma número uno de Zukie, que todos los Flaxman han jurado respetar. Lo último que dijo Zukie fue que el transportar a los cerebros de un lado a otro sería mortal para ellos.

—Además —continuó el huevo, ignorando los comentarios—, a juzgar por los engendros que nos han leído, aun teniendo en cuenta que se trata de material rechazado, es evidente que el oficio de escritor ha venido a menos. Ahora, si quieren leernos alguna de esas obras de las máquinas redactoras que según ustedes son tan buenas… Durante nuestro retiro, como saben, sólo hemos leído libros de texto y clásicos. Otra de las incontables normas del querido Daniel.

—Sinceramente, preferiría no hacerlo —dijo Cullingham—. Creo que su producción será mucho más pura sin la influencia de las máquinas redactoras. Y, por otra parte, ustedes trabajarán más a gusto.

—¿Acaso cree que esos subproductos, esos excrementos mecánicos, podrían causarnos complejo de inferioridad? —preguntó Doble Nick.

Gaspard se enfureció y deseó que Cullingham les leyera un buen fragmento elaborado por una máquina redactora, para que Doble Nick tuviera que tragarse sus palabras. Trató de recordar algún párrafo superbrillante para citarlo, algo de los mejores libros que había leído recientemente, o de su propio Contraseñas de pasión. Pero su cerebro parecía envuelto en una desconcertante bruma sonrosada. Lo único que pudo recordar fueron los elogios editoriales de la sobrecubierta. Se dijo a si mismo que sin duda esto se debía a que todas las frases del libro eran tan brillantes, que ninguna de ellas sobresalía de las demás. Pero no le satisfizo del todo aquella explicación.

—Si se niegan ustedes a ser sinceros con nosotros y a poner todas sus cartas sobre la mesa —dijo Doble Nick—, si se niegan a darnos los antecedentes completos…

El huevo dejó sin terminar la frase.

—¿Por qué no empiezan ustedes por ser sinceros con nosotros? —contraatacó Cullingham—. Por ejemplo, ni siquiera sabemos su nombre. Deje su anonimato; un día u otro tendrá que renunciar a él. ¿Quién es usted?

El huevo guardó silencio unos instantes, y luego dijo:

—Soy el corazón del siglo XX. Soy el cadáver viviente de una mente del siglo de la confusión, un fantasma sacudido aún por los vientos de la incertidumbre que azotaron la Tierra cuando el hombre descubrió los secretos del átomo y se encaró con su destino hacia las estrellas. Soy libertad y odio, amor y miedo, ideales elevados y bajos placeres, un espíritu siempre exultante y a menudo dubitativo, atormentado por sus propias limitaciones, una maraña de urgencias, un remolino de electrones. Eso es lo que soy. Nunca sabrán mi nombre.

Cullingham permaneció un rato con la cabeza baja, y luego hizo una seña a la enfermera Bishop. Ésta desconectó el altavoz. Cullingham dejó caer al suelo las páginas restantes de El azote del espacio y tomó un manuscrito mecanografiado, encuadernado en plástico de color púrpura con el emblema de la Rocket House —una esbelta nave espacial con varias serpientes enroscadas a su alrededor— grabado en oro.

—Probemos con otra cosa —dijo—. No es mecalingua, sino algo muy distinto a lo que han estado oyendo.

—¿Está la señorita Jackson en la guardería? —le preguntó Gaspard a Zane.

Hablaban en voz baja al otro lado de la puerta.

—Pues si —respondió el robot—. Se parece mucho a la señorita Bishop, pero en rubio. Gaspard, ¿dónde está la señorita Rubores?

—No la he visto. ¿Ha vuelto a desaparecer?

—Sí. Al parecer, aquellos seres humanos en envases plateados la ponían nerviosa; pero dijo que se reuniría conmigo aquí.

Gaspard enarcó las cejas.

—¿Has preguntado al nuevo robot-puerta o al empleado que le acompaña si la han visto entrar?

Zane agitó sus pinzas.

—Cuando llegué no había ningún robot-puerta, ni ningún empleado. Serían impostores, supongo. Pero he visto delante del edificio a un investigador federal llamado Winston P. Mears. Le conocí durante una investigación de la que fui protagonista. Me acusaban, aunque no pudieron demostrarlo, de proyectar robots gigantes con accionamiento atómico. En realidad, se trataba de un progreso tecnológico inevitable, aunque parezca aterrorizar a la mayoría de los humanos. Pero el caso es que Mears está aquí, y por mucho que yo adore a la señorita Rubores no olvido que es empleada oficial y por tanto, quieras que no, agente secreto del gobierno. Piénsalo, Gaspard.

Gaspard lo intentó, pero estaba distraído, sobre todo con lo que Cullingham leía ahora:

«Clinc, clinc, clinc resonaban las pinzas, sujetando el cable a la aerodinámica carga. Clinc, clinc, clinc resonaba la cabria mientras el Doctor Tungsteno la hacía girar. Una cálida sensación inundó las rejillas de su recia armazón. “Felices aterrizajes —susurró tiernamente—, felices aterrizajes, mi encanto dorado”. Siete segundos y cinco décimas más tarde, una impresión de deliciosa violencia le estremeció. Vilya, un brillo plateado en la penumbra, movía delante de él sus formas enloquecedoras. “Nada —dijo el Doctor Tungsteno en tono severo—. Nada, chichirinada, dorada róbix”».

La enfermera Bishop alzó la mano.

—Nick dice que, si bien continúa siendo horrible, es mucho más interesante que lo de antes. Distinto.

—Era una obra mía —susurró Zane con afectada modestia—. Sí, lo escribí yo. A mis lectores les gustan las escenas a base de poleas y trinquetes casi tanto como a los humanos las escenas a base de puñetazos, especialmente cuando intervienen las dos róbix. Ninguno de mis libros se ha vendido tanto como El Doctor Tungsteno hace girar un trinquete, tercero de la serie. El párrafo que acabas de oír es del quinto, El Doctor Tungsteno y el Taladro Diamantino: ése es el nombre del traidor, amo de Vilya y adversario del Doctor Tungsteno en la novela.

Gaspard volvió la cabeza a tiempo de ver una cosa rosada que salía del lavabo de señoras y desaparecía por el pasillo lateral.

—Sal a la entrada principal —ordenó Zane rápidamente—. Ciérrale el paso a la señorita Rubores si trata de salir. Es posible que esté hipnotizada. Si tienes que golpearla, dale en la cabeza. Yo iré por la parte de atrás; ella se dirigía hacia allí. ¡Pronto!

Patinó a lo largo del pasillo, dobló el primer recodo y desapareció.

Gaspard se encogió de hombros y corrió escaleras abajo. El empleado de aspecto ratonil y el robot-puerta de dos metros habían desaparecido, tal como había dicho Zane. Gaspard se detuvo, encendió un cigarrillo y se dedicó a recordar párrafos brillantes de mecalingua, que minutos antes no habían querido acudir a su memoria. Ahora recordaba millares de ellos, sensaciones de toda una vida de lector. Seguramente, con un pequeño esfuerzo podría repetir una docena de palabras exactas.

Al cabo de media hora aburrida y literariamente estéril, Zane Gort le silbó desde la puerta del averiado ascensor. Zane sujetaba firmemente de la muñeca a la señorita Rubores. La róbix exhibía un aire de reina ofendida, mientras Zane luchaba visiblemente con emociones contradictorias.

—Descubrí a Mears en el pasillo junto al almacén número tres —dijo Zane cuando Gaspard se acercó a la pareja—. Dijo que era un electricista y que estaba tratando de localizar una avería en la línea de alimentación general. Le repliqué diciéndole sin rodeos que le conocía, y él tuvo la desfachatez de contestar que no podía decir lo mismo, pues para él todos los robots eran iguales. Tuve la satisfacción de echarle a cajas destempladas. Después de una larga búsqueda, descubrí a la señorita Rubores ocultándose…

—Ocultándome, no —protestó ella—. Pensando. Suéltame ya, bruto.

—Es por su propio bien, señorita —replicó Zane, y luego prosiguió—: De acuerdo, la encontré pensando en un respiradero del sistema de ventilación. Dice que ha sufrido un ataque de amnesia y que no recuerda lo ocurrido desde que salió de la guardería hasta que la encontré. En realidad, no la he visto con el agente del gobierno.

—Pero ¿crees que se habrá chivado? —inquirió Gaspard—. ¿Crees que él la conocía?

—¡Por favor, señor De la Nuit! —objetó la señorita Rubores—. No diga «conocía», sino «estaba relacionado».

—¿Qué tiene de malo el verbo conocer? —preguntó Gaspard—. Ayer también formuló la misma censura.

—¿No lee nunca la Biblia? —replicó severamente la censora róbix—. Adán «conoció» a Eva, y ése fue el principio de todas aquellas inmoralidades. Algún día voy a expurgar la Biblia; es mi sueño. Pero hasta entonces le ruego que no la cite, porque ofende mi pudor femenino. Y ahora, Zane Gort, bruto robost, ¡suélteme!

Libró su muñeca de la pinza de Zane y empezó a subir la escalera, muy erguida. Zane siguió tras ella con visible desaliento.

—Creo que eres demasiado suspicaz, Zane —dijo Gaspard con forzada animación, mientras cerraba la marcha—. ¿Qué motivo tendrían los agentes del gobierno para husmear en la Rocket House?

—El mismo motivo que todas las conciencias del sistema, humanas, metálicas o de vegetal venusino —respondió el robot en tono lúgubre—. La Rocket House posee algo valioso, o al menos misterioso, y nadie sabe lo que es. No se necesita más. Para el hombre de la Era Espacial, todo misterio es un poderoso imán. —Meneó la cabeza—. Creo que más valdrá tomar precauciones…

Cuando se acercaban a la puerta de la oficina, la enfermera Bishop abrió de par en par y se oyó en el vestíbulo el rumor de una animada conversación.

—¡Eh, Gaspard! —exclamó alegremente la enfermera Bishop—. Hola, Zane. ¿Qué tal, señorita Rubores? Llegan muy a tiempo para ayudarme a conducir a los muchachos a la guardería.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Gaspard—. Todo el mundo parece muy feliz.

—¡Desde luego! Los muchachos han decidido aceptar la propuesta de la Rocket. Hemos llamado a la guardería y los demás cerebros han dado su conformidad. Cada uno de ellos escribirá como prueba una novela corta, en el más estricto anonimato y en un plazo de diez días. El señor Flaxman le ha asignado su primera tarea, Gaspard: debe alquilar veintitrés grabadoras. La Rocket suministra siete.