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El Paseo de la Lectoría no es que estuviera lleno de actividad, sino que literalmente bullía, y no era para tranquilizarle a uno. Apenas inició su carrera, Gaspard avistó un turismo cargado de aprendices de escritor. Por fortuna, estaba siendo remolcado por un vehículo antidisturbios gubernamental. Le seguía una camioneta cargada con tres robots en lamentable estado. Y cerraba la marcha un camión lleno de chatarra. Cuando llegaban a la Rocket House apareció volando a muy baja altura un gran helicóptero con la inscripción «Gente de letras» en su proa. Asomados en las ventanillas habían unos jóvenes con camisetas negras y larguísimos cabellos ondeantes al viento, y junto a ellos unas ancianas vestidas de «lame» dorado y plateado. De la quilla colgaba una enorme pancarta: «¡Cuidado, robots! ¡Las máquinas redactoras y los escritores están acabados! ¡Devolved la autoría a los aficionados!».

Al llegar a la Rocket House, Gaspard y la enfermera Bishop fueron recibidos por un empleado de aspecto ratonil a quien el escritor no conocía, y un robot-puerta de dos metros de altura que había recibido una mano de pintura dorada. Posiblemente, pensó Gaspard, formaban parte de las nuevas defensas de Flaxman. Desde luego, aquella pareja no desmerecía en nada a Joe el Guardián. En el primer piso aún flotaba el desagradable hedor a cable quemado, y el ascensor no había sido reparado. Tampoco habían reparado la cerradura electrónica. Abrieron la puerta de un empujón, lo cual hizo que Flaxman se cayera de su asiento. Lo primero que vieron fue cómo desaparecía la cabeza del menudo editor detrás de su escritorio.

Los tres cerebros reposaban en sus soportes sobre el escritorio de Cullingham, y sólo tenían conectados los micrófonos. Cullingham tenía en las manos algunas páginas manuscritas; otras estaban esparcidas por el suelo alrededor de su asiento. Gaspard y la enfermera Bishop apenas tuvieron tiempo de echar un vistazo cuando Flaxman se incorporó detrás de su escritorio, agitando la taladradora que había visto la señorita Rubores y disponiéndose a gritar algo. Pero luego pareció desistir, pues cerró la boca, apuntando con un dedo hacia los recién llegados y señalando a Cullingham con la máquina.

Entonces Gaspard oyó lo que estaba leyendo Cullingham.

«El Enjambre Dorado lo invadió todo, posándose en los planetas, vivaqueando en las galaxias —recitaba con acento asombrosamente dramático—. Aquí y allá, en sistemas dispersos, ardió la resistencia. Pero llamearon las lanzas espaciales, y atacaron implacablemente, y aquella resistencia se apagó.

»Ittala, Gran Khan del Enjambre Dorado, pidió su supertelescopio. Unos temblorosos científicos lo instalaron junto a la tienda manchada de sangre. Ittala lo agarró con una risa salvaje, despidió a los calvos con un gesto desdeñoso y lo enfocó a un planeta de una galaxia muy lejana al que no habían llegado aún los amarillos invasores.

»Un hilillo de baba brotó del pico del Gran Khan y se deslizó a lo largo de sus tentáculos. Propinándole un codazo al gordo Ik Huk, gobernador del Harén, siseó: “Aquélla, la que está en el centro del grupo tumbado en la hierba, la que lleva la tiara de radio, traédmela”».

La enfermera Bishop susurró:

—La señorita Rubores estaba equivocada. Aquí no se tortura a nadie.

—¿Cómo? —replicó Gaspard en el mismo tono—. ¿No oye usted?

—¡Ah, eso! —replicó ella en tono burlón—. Tal como suelo decirles a mis mocosos, los palos y las piedras pueden romper mis huesos…

—… pero las palabras pueden volverme loco —terminó Gaspard—. No sé de dónde habrán sacado esa porquería, pero si una persona acostumbrada a la buena literatura de máquina tuviera que escuchar eso mucho rato, acabaría completamente chiflada.

La enfermera Bishop le miró de soslayo.

—Es usted realmente un lector serio, Gaspard, un lector para escritores. Debería echar un vistazo a los libros antiguos que los cerebros escogen para mí, estoy segura de que llegarían a gustarle.

—Sólo servirían para atontarme de otra manera —aseguró Gaspard.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió la enfermera Bishop—. Yo leo mucho pero, bueno o malo, nunca me afecta como parece sucederle a usted.

—Lo cual la convierte en una lectora para editores —dijo Gaspard.

—Dejen de cuchichear, ustedes dos —exclamó Flaxman—. Pueden quedarse aquí, pero no estorben. Gaspard, usted es mecánico. Tome esta máquina y coloque el cerrojo en la puerta. Esa asquerosa cerradura electrónica todavía no funciona. Estoy harto de que nos interrumpan.

Cullingham había interrumpido la lectura.

—Acaban de oír el capítulo primero y el comienzo del capítulo segundo de El azote del espacio —dijo, dirigiendo su voz a los tres micrófonos—. ¿Qué opinan ustedes? ¿Pueden mejorarlo? En caso afirmativo, ¿cómo? Por favor, indiquen a grandes rasgos cómo efectuarían la revisión.

Conectó un altavoz al más pequeño de los tres huevos.

—Repugnante mono charlatán —recitó el altavoz en tono tranquilo y desapasionado—, verdugo de mentes indefensas, chimpancé fanfarrón, asno orejudo, araña…

—Gracias, Media Pinta —dijo Cullingham, desconectando el altavoz—. Ahora vamos a conocer las opiniones de Nick y de Doble Nick.

Pero cuando iba a conectar otro de los huevos plateados, la mano de la enfermera Bishop se interpuso. Sin pronunciar una sola palabra, desconectó rápidamente los micrófonos, dejando incomunicados a sus pupilos.

Entonces dijo:

—Apruebo su intención, caballeros, pero creo que no están utilizando el sistema más adecuado.

—¡Lo que me faltaba! —estalló Flaxman—. El ser la mandona de la guardería no le confiere ninguna autoridad aquí.

Cullingham alzó una mano.

—No te precipites, Flaxy —dijo—. Todas las opiniones son dignas de ser oídas. Lo cierto es que no he obtenido los progresos que esperaba.

La enfermera Bishop prosiguió:

—No es mala idea el obligar a los cerebros a que escuchen toda clase de literatura y pedirles su juicio crítico, para interesarles de nuevo en su profesión. Pero sus reacciones deberían ser verificadas y corregidas.

Sonrió maquiavélicamente y dirigió un guiño de complicidad a los dos socios.

Cullingham mostró interés.

—Siga emitiendo por esa longitud de onda.

Gaspard se encogió de hombros y aplicó la taladradora a la jamba de la puerta.

—Conectaré unos altavoces suplementarios a los tres cerebros y escucharé lo que digan mientras usted lee —siguió diciendo la enfermera Bishop—. En las pausas, les susurraré algunas palabras. De ese modo no se sentirán incomunicados y deseando poder hablar para maldecirle, como hacen ahora. Yo escucharé sus quejas y al mismo tiempo les haré un poco de propaganda de la Rocket House.

—¡Estupendo! —exclamaron Flaxman y Cullingham.

Gaspard se acercó a la mesa escritorio en busca de los tornillos.

—Disculpe, señor Flaxman —dijo en voz baja—, pero ¿de dónde diablos ha sacado esa porquería que lee el señor Cullingham?

—De un montón de originales rechazados —repuso con sinceridad Flaxman—. No lo creerá usted, pero después de cien años de literatura exclusivamente fabricada por máquinas, cien años de continuas devoluciones de originales, los aficionados siguen enviando manuscritos.

Gaspard asintió.

—Algunos aficionados de un círculo llamado Gente de Letras estaban sobrevolando la Rocket House en un helicóptero cuando nosotros llegamos.

—Sin duda proyectan bombardearnos con baúles de antiguos manuscritos —dijo Flaxman.

Cullingham recitó:

«En la última fortaleza del último planeta defendido por los terráqueos, Grant Ironstone sonrió a su aterrado ayudante Potherwell. “Cada victoria del Gran Khan —dijo Grant pensativamente— acerca más a la derrota a los octopos amarillos. Te diré por qué. Potherwell, ¿sabes cuál es la fiera más terrible, más astuta, más peligrosa de todo el universo cuando se despierta?”. “Un octopo enloquecido”, sugirió Potherwell. Grant sonrió. “No, Potherwell —dijo, colocando un dedo sobre el estrecho tórax del tembloroso ayudante—. Eres tú. ¡El hombre!, ésa es la respuesta”».

La enfermera Bishop se inclinaba ahora sobre los altavoces suplementarios, conectados a los enchufes inferiores de los huevos. De vez en cuando susurraba algo que sonaba como un «tranquilos, tranquilos» apaciguador. Gaspard seguía arreglando la puerta. Flaxman fumaba para dominar su nerviosismo ante la presencia de los huevos; sólo unos ocasionales respingos y las gotas de sudor que perlaban su frente evidenciaban su alteración. El capítulo segundo de El azote del espacio avanzaba implacablemente hacia el momento culminante de la acción.

Mientras Gaspard, después de fijar el último tornillo, contemplaba satisfecho el resultado de su tarea, llamaron discretamente a la puerta. Gaspard la abrió con sigilo y entró Zane Gort, el cual se detuvo respetuosamente para no molestar.

Cullingham, con voz ligeramente ronca, declamaba:

«Mientras Potherwell, con los dedos engarriados, aterrizaba sobre el saco cerebral de color amarillo del malvado octopo, Grant Ironstone gritó: “¡Hay un espía entre nosotros!”, y agarró el corpiño membranoso de Zyla, reina de las Estrellas Heladas, y lo desgarró. “¡Mirad! —advirtió a los asombrados mariscales del espacio— ¡Cúpulas radar gemelas!”. Capítulo tercero: A la luz de la luna del sombrío planeta Kabar, cuatro jefes criminales se observaban el uno al otro suspicazmente».

Zane Gort miró a Gaspard.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Es muy curioso que los humanos terminen siempre una novela o un capítulo con el descubrimiento de que la mujer hermosa es un robot, precisamente cuando el argumento empezaba a ser interesante. Y sin molestarse siquiera en describir la forma, el color, etcétera, del robot, ni decir siquiera si es un robot o una róbix.

Meneó su cabeza de metal.

—En esto no puedo ser imparcial, desde luego, pero tú dirás si te gustaría una novela en que el hermoso robot resultara ser una mujer, y sin una sola palabra acerca de su cutis, el color de sus cabellos y las medidas de su busto, ni siquiera si era un hada o una bruja…

Volvió su único ojo hacia Gaspard y parpadeó:

—Ahora que me acuerdo, en cierta ocasión terminé un capítulo de las aventuras del Doctor Tungsteno precisamente de esa manera: «Paula Platino resultaba ser una cáscara de robot vacía con una estrella cinematográfica dentro, manejando los controles». Comprendí que mis lectores se sentirían defraudados, y lo único que se me ocurrió como compensación al final fue describir a Vilya Plateada engrasándose a si misma. Eso siempre les parece emocionante.