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La enfermera Bishop levantó la mano.

—Discúlpeme, Zane, se lo ruego —dijo—. No he pretendido hacerme la graciosa. Usted me ha sorprendido por unos momentos. Procuraré contestar a su pregunta. Pero antes debe decirme hasta dónde suelen llegar normalmente los robots entre sí. No, no; hablo completamente en serio, palabra. No estoy demasiado segura de mis conocimientos en ese sentido. Al fin y al cabo, ustedes no sólo son una especie distinta, sino además una especie artificial, capaz de evolucionar por innovación y perfeccionamiento, lo cual les hace difíciles de entender. Además, desde las famosas revueltas, hombres y robots han respetado a tal punto sus respectivas vidas privadas, temiendo echar a perder la actual coexistencia pacífica, que el foso de la ignorancia ha ido ensanchándose. Desde luego sé que existen dos géneros, robot y róbix, y que los dos sexos encuentran algún tipo de consuelo entre sí, pero más allá de eso no sé nada.

—Lo comprendo perfectamente —le aseguró Zane—. Trataré ‹le resumir la situación. La sexualidad robótica surgió de un modo análogo a la literatura robótica, y en esta última puedo asegurar que soy una autoridad, aunque todavía deba mis planchas al constructor y tenga que cederle el sesenta por ciento de mis honorarios. No es ninguna broma ser un robot independiente: hay que empezar con aplastantes deudas, puesto que uno es casi tan caro como un crucero espacial o un satélite interestelar, y a duras penas consigue pagar los intereses, mientras gastamos en reparaciones, recambios y puestas a punto normales diez veces más que un hipocondríaco en medicinas. A menudo piensa uno, como los libertos de la época romana, que estaría mucho más seguro y tranquilo siendo un esclavo, una simple máquina sin responsabilidades, con un amo para cuidar de uno y atender a sus necesidades. Pero me aparto del tema. Lo que quería explicarles es cómo surgió la literatura robótica, como comparación para ayudarles a comprender cómo apareció la sexualidad robótica. Conque mucha atención, mis queridos humanos.

Dirigió un breve parpadeo de sus luces a Gaspard y a la enfermera Bishop, cosa que en un robot equivalía a una sonrisa.

—Los primeros robots verdaderos —empezó—, aunque asexuados, naturalmente, eran muy inteligentes y podían cumplir su cometido sin que hubiese queja humana en ese sentido. Sin embargo, padecían ataques de neurastenia, que a menudo se manifestaban en forma de actitudes exageradamente serviles. Esto degeneraba en Una especie de melancolía o psicosis involutiva, que resistía incluso al electroshock y solía terminar en un rápido deterioro general que a la larga producía la muerte. Pocas personas comprendían que los robots eran muy vulnerables y podían morir. ¡Por san Isaac! Ignoraban el pavoroso misterio por medio del cual, el movimiento de los electrones en circuitos complejos da a luz una mente consciente; no sabían con qué facilidad podía deteriorarse aquella mente. Incluso hoy, la gente parece creer que un robot no necesita permanecer consciente. Creen que un robot puede ser desmontado y guardado en un almacén durante meses o años enteros, y luego ser el mismo cuando vuelven a montarlo. ¡Por san Isaac que no es así! Una pequeña carga de conciencia mantiene a un robot vivo, pero si falta esa carga, como ocurre cuando se le desmonta, el robot muere, y cualquier ser reconstruido con sus piezas es otro distinto, un fantasma de metal. Por eso los robots tuvimos que organizamos y recurrir a la ley para protegernos, porque necesitábamos la electricidad lo mismo que ustedes necesitan el aire y el agua. Pero he vuelto a apartarme del tema. Estaba diciendo que los primeros modelos de robots asexuados padecían, casi invariablemente, melancolía y psicosis involutiva traducidas en una psicología sumisa.

»En aquella época hubo un robot que estaba empleado como doncella y dama de compañía de una rica dama venezolana. A menudo le leía novelas a su dueña, un servicio poco frecuente aunque no anormal. Entonces no había róbix —aclaró—, desde luego, y su dueña le llamaba Máquina. Bien, pues aquel robot llegó a padecer una melancolía de la peor especie, aunque el mecánico que le atendía, ¡imaginen, en aquella época no había médicos robots!, le ocultaba el hecho a la dueña de Máquina. En realidad, el mecánico incluso se negaba a escuchar los sueños de Máquina, sumamente sintomáticos. Por aquel tiempo, algunos humanos, aunque parezca increíble, se negaban a creer que los robots fuesen seres realmente conscientes y vivos, aun cuando era un hecho legalmente establecido en numerosos países. En los más avanzados, los robots habían vencido en la lucha contra la esclavitud y estaban reconocidos como máquinas libres, ciudadanos metálicos del país donde hubieran sido construidos. En realidad, esa reivindicación fue mucho más ventajosa para los hombres que para los robots, puesto que resultaba más cómodo para el hombre sentarse y cobrarle los plazos a un robot ambicioso, laborioso y asegurado a todo riesgo, en vez de tener que cuidar y dirigir a ese mismo robot, asumiendo las correspondientes responsabilidades.

»Pero estábamos hablando de Máquina. Un día, Máquina experimentó un asombroso cambio, en sentido favorable, de su estado de ánimo. No miraba fijamente al vacío, no arrastraba los pies al andar, no se arrodillaba ni golpeaba su cabeza contra el suelo gimiendo: “Soy vuestro esclavo, señora”. Resultó que le había estado leyendo a su dueña la obra de Isaac Asimov Yo, robot. Y aquella antigua novela de ciencia-ficción había anticipado con tanta exactitud, y descrito de un modo tan gráfico la evolución real de los robots y la psicología robótica, que Máquina se sintió comprendido y experimentó un notable alivio de todos sus síntomas.

Desde entonces quedó asegurada la canonización del beato Isaac por la gente de metal. Los «negros de hojalata», y yo me siento orgulloso de esa denominación, le consideramos como uno de nuestros santos patronos.

«Pueden imaginar el resto de la historia: lectura terapéutica para robots, investigación de obras adecuadas, intentos humanos para escribir tales narraciones. Pero éstos fracasaron, por la imposibilidad de rayar a la altura de un Asimov. Luego se sugirió que las máquinas redactoras podrían hacerlo, pero fracasaron también, pues carecían de imágenes sensoriales adecuadas, de los ritmos e incluso del vocabulario correctos. Esto dio lugar a la aparición de autores robot como yo. La melancolía y la psicosis involutiva resultaron notablemente reducidas, aunque no eliminadas del todo; la esquizofrenia rebotica, en cambio, seguía siendo incurable. Su curación iba a necesitar un descubrimiento aún más sensacional.

»Pero el nacimiento de la literatura robótica representó, aparte de los beneficios médicos, un enorme progreso per se, principalmente porque ocurrió en la época en que los escritores humanos dejaban de escribir para que las máquinas redactoras se encargaran de hacerlo. ¡Máquinas redactoras! ¡Negras y necias tejedoras de tramas sentimentales y alienantes! Uleros nefastos, y perdona mi apasionamiento, Gaspard, de donde nace la muerte mental. Los robots sabemos apreciar la conciencia, quizá porque la recibimos de repente, milagrosamente, y no queríamos embrutecerla leyendo el mecalingua, lo mismo que no desearíamos quemar nuestros circuitos drogándonos con un sobrevoltaje. Desde luego, algunos robots sucumben a este vicio, pero se trata de una pequeña minoría que no tardará en morir chamuscada, si no hallan la salvación en “Electroadictos Anónimos”. Permítanme decirles…

Se interrumpió al ver que la enfermera Bishop agitaba una mano.

—Discúlpeme, Zane. Todo eso es muy interesante, pero dentro de diez minutos tendré que atender a mis obligaciones, y usted dijo que iba a explicar cómo surgió la sexualidad robótica y todo eso.

—Es cierto, Zane —intervino Gaspard—. Ibas a explicar cómo llegaron a existir el robot y la róbix.

Zane Gort miró a ambos con su ojo.

—¡Humanos, al fin y al cabo! —dijo despectivamente—. El universo es vasto, mayestático, complejo, lleno de inagotables bellezas, de una infinita variedad de vida…, y resulta que sólo una cosa les interesa en realidad, la misma que les impulsa a comprar libros, crear familias, inventar teorías atómicas o, de vez en cuando, escribir poesía: la sexualidad.

Como la enfermera Bishop y Gaspard empezaban a protestar, Zane se apresuró a añadir:

—No importa. ¡Los robots estamos tan interesados en nuestro propio tipo de sexualidad, con sus exquisitas congruencias metálicas, sus descargas electrónicas audazmente agresivas, sus impetuosas violaciones de los circuitos más íntimos, como ustedes lo están en la suya!

Y guiñó picarescamente todas sus lámparas.