—El establecimiento de Madame Pneumo —empezó Cullingham— es una casa de placer muy selecta. Está regentada y atendida enteramente por robots. Sabrás que hace cosa de cincuenta años hubo un robot loco llamado Harry Chernik, o al menos yo creo que era un robot, cuya ambición era construir robots que tuvieran un cuerpo exactamente igual al de los seres humanos, hasta el menor detalle anatómico. Él estaba convencido de que si los hombres y los robots llegaban a ser exactamente iguales, ¡y sobre todo si podían hacer el amor unos con otros!, no habría discriminaciones entre ellos. Chernik inició sus trabajos en la época de la Primera Revuelta Antirrobots, y era un decidido partidario de la integración racial.
»Desde luego, el proyecto resultó inviable en lo relativo al principal objetivo de Chernik. La mayoría de los robots no deseaban parecerse a los seres humanos. Además, toda la capacidad interior de un robot Chernik estaba tan llena de mecanismos destinados a imitar la conducta de un humano en la cama y demás actos sociales, mandos musculares, reguladores de temperatura, de humedad, de succión, etcétera, que no les quedaba espacio para nada más. Así que, aparte de sus extraordinarias aptitudes amatorias, los robots Chernik eran completamente estúpidos. No se trataba de verdaderos robots, sino de simples autómatas. Para reunir la mente de un robot con un autómata de Chernik en la misma envoltura femenina, se habría necesitado un ser de más de tres metros de estatura o tan obeso como las mujeres gordas de los circos. Por otra parte, como ya he dicho, resultó que a la mayoría de los robots no les gustó la idea: ellos querían ser de metal duro y esbelto, ni más ni menos. Un robot o róbix blando, parecido a un ser humano, aunque fuese un ser humano bello, habría sido rechazado y excluido para siempre de sus peculiares placeres, especialmente de los actos amorosos robot-robix. Chernik quedó anonadado. Y escogió para si mismo un espectacular final: se tendió en una enorme cama, rodeado de sus creaciones más seductoras, prendió fuego a las sábanas y luego se electrocutó. Chernik estaba loco, desde luego. Pero los robots que financiaban los trabajos de Chernik no lo estaban. Siempre habían pensado que podían dedicar los autómatas de Chernik a usos secundarios muy provechosos, aunque a él nunca le hablaron de aquellas ideas. De modo que apagaron el fuego, salvaron a los autómatas y casi en seguida los pusieron a trabajar en un establecimiento reservado para seres humanos varones, añadiendo únicamente ciertas mejoras higiénicas y económicas que nunca se le habrían ocurrido a la imaginación idealista de Chernik.
Cullingham enarcó las cejas.
—De hecho, ignoro si se hizo algo parecido con los autómatas masculinos que según se cree Chernik creó, también, pues los del sindicato de robots no sueltan prenda, pero sus robotrices, así las suelen llamar, fueron un gran éxito. Su estupidez era un atractivo más, desde luego, y no impedía que se les adaptaran temporalmente aparatos especiales o cintas magnetofónicas, para permitirles realizar cualquier acto o murmurar cualquier fantasía que un cliente pudiera desear. Lo mejor de todo, quizás, era que el comercio con ellas no podía provocar ningún conflicto personal ni tener consecuencias. Además, con el tiempo se desarrollaron perfeccionamientos especiales que hicieron a las robotrices particularmente atractivas para los hombres más exigentes, caprichosos y aficionados a fantasías, como yo mismo. Así pues, el sindicato de robots no sólo salvó a los autómatas femeninos de Chernik, sino que mejoró también lo que podríamos llamar su «capacidad profesional». No tardaron en fabricar robotrices fuera de serie, mucho mejores que las mujeres humanas, o en cualquier caso mucho más interesantes, si a uno le atrae lo que se sale de lo corriente —Cullingham se mostraba ahora casi animado, y unas manchas sonrosadas aparecieron en sus pálidas mejillas—. ¿Puedes imaginar, Flaxy, lo que es hacer el amor con una muchacha que es todo terciopelo o felpa, o que es todo frío y calor; o poder escuchar una sinfonía a toda orquesta mientras la posees o quizás el Bolero de Ravel; o que tiene unos senos ligeramente prensiles, aunque no demasiado? Las hay con varias zonas epidérmicas eléctricamente refrescantes, o con alguna de las características (sin exagerar, desde luego) del gato, del vampiro o del pulpo. Otras tienen una cabellera como la de Medusa, o cuatro brazos como Siva, o una cola prensil de dos metros de longitud, o… Al mismo tiempo, es absolutamente segura y no puede molestarte, ni engañarte, ni contagiarte, ni dominarte en ningún sentido. Flaxy, no quiero dar la impresión de que estoy haciendo propaganda, pero puedes creerme, ¡es algo definitivo!
—Para ti, quizás —dijo Flaxman, mirando a su socio con cierto asombro y prevención—. ¡Ah! Si son ésos tus gustos, ahora comprendo por qué te estremecías ayer cuando la Ibsen empezó a hacerte carantoñas.
—¡No me lo recuerdes! —suplicó Cullingham, palideciendo.
—No lo haré. Bien, como iba diciendo, esas robotrices fuera de serie de Madame Pneumo pueden ser apropiadas para ti. A cada uno los gustos que prefiera. Pero temo que a mi no me relajarían lo más mínimo. Al contrario, temo que mi nerviosismo empeoraría hasta darme pesadillas de huevos plateados revoloteando en la oscuridad por encima de mi cama, como cuando era niño.
Por segunda vez, la puerta de la oficina se abrió lentamente. La reacción de Flaxman no fue tan violenta como la primera vez, aunque pareció no menos afectado.
Un hombre robusto, de mejillas azuladas, que vestía un mono de color caqui, les miró desde el umbral y anunció:
—La Compañía de la luz. Inspección rutinaria. Veo que su cerradura electrónica no funciona. Tomo nota.
Sacó un bloc de un bolsillo.
—El robot que repara el ascensor la arreglará —explicó Cullingham, observando pensativamente al hombre.
—No he visto ningún robot cuando subía —replicó el recién llegado—. Si quiere saber mi opinión, son un hatajo de sinvergüenzas. Precisamente anoche despedí a uno de ellos. Se estaba atiborrando de alto voltaje mientras trabajaba. Se marchó cargado de amperios. Mala cosa, los adictos a la electricidad…
Flaxman abrió los ojos.
—Oiga, ¿querría hacerme un gran favor? —inquirió con interés—. Ya sé que es usted inspector, pero no se trata de nada ilegal y sabré recompensarle adecuadamente. ¿Puede arreglar la cerradura electrónica de esa puerta?
—Con mucho gusto —sonrió el hombre—. Voy a buscar mis herramientas —añadió, retrocediendo y cerrando la puerta tras de sí.
—¡Qué raro! —dijo Cullingham—. Ese hombre es la viva imagen de un tal Gil Hart, un espía industrial que conocí hace cinco años. Si no es Gil en persona, debe ser su hermano gemelo.
Flaxman se encogió de hombros.
—¿Qué decías a propósito de los cerebros, Cully? —inquirió.
—No decía nada —respondió Cullingham, afable—, pero aquí está el plan que ideé anoche. Invitaremos a dos o tres de los huevos a la oficina. A Robín no, desde luego. Gaspard puede ayudar a traerlos, pero no debe estar presente durante la entrevista, ni tampoco la enfermera: ejercerían una influencia negativa, Gaspard puede acompañar a la enfermera de regreso a la guardería, o algo por el estilo, mientras nosotros conversamos tranquilamente con ellos. Tengo una idea y creo que les convencerá. Quizá sea penoso para ti, Flaxy, pero cuando no aguantes más puedes salir a dar un paseo y tomarte un descanso mientras yo continúo.
—Supongo que será mejor dejarte llevar a cabo tu plan —dijo Flaxman en tono resignado—. Si no conseguimos originales de esos monstruos, estamos perdidos. Y no será mucho peor para mi tenerles aquí, puestos en sus soportes negros y mirándome, que permanecer aquí sentado recordando las pesadillas…
Ahora la puerta se movió con tanta suavidad y lentitud que ninguno de los dos socios se dio cuenta hasta que estuvo abierta de par en par. Y esta vez Flaxman se limitó a cerrar los ojos, sin evidenciar ningún temblor.
En el umbral había un hombre alto, con una tez de color no mucho más saludable que su traje gris ceniza. Sus ojos hundidos, su rostro estrecho y alargado, sus hombros caídos y su anémico tórax le daban el aspecto de una cobra recién salida del cesto de un faquir.
Cullingham preguntó:
—¿Qué se le ofrece, señor?
Sin abrir los ojos, Flaxman añadió cansinamente:
—Si vende usted electricidad, no nos interesa.
El hombre del traje gris sonrió levemente. Lo cual aumentó su parecido con una cobra. Sin embargo, lo único que dijo fue:
—No. Sólo quería echar una ojeada. Como he visto el edificio abierto y vacío, creí que estaba en venta.
—¿No se ha encontrado con los electricistas trabajando fuera? —inquirió Cullingham,
—Fuera no hay ningún electricista trabajando —respondió el recién llegado—. Bien, caballeros, me marcho. Dentro de dos días les pasaré mi oferta.
—Aquí no hay nada en venta —le informó Flaxman.
El hombre sonrió.
—Les haré saber mi oferta de todos modos —dijo—. Soy una persona muy perseverante, y temo que tendrán ocasión de comprobarlo.
—¿Quién es usted? —preguntó Flaxman.
El hombre del traje gris sonrió por tercera vez mientras cerraba suavemente la puerta tras de sí, diciendo: —Mis amigos me llaman a veces «El Garrote», quizá por mi tenaz perseverancia.
—¡Qué raro! —exclamó Cullingham, cuando la puerta acabó de cerrarse—. Ese hombre también me recuerda a alguien. Pero ¿a quién? Tiene cara de Cristo siciliano… Desconcertante.
—¿Qué es un garrote? —preguntó Plasman.
—Una argolla de acero —respondió fríamente Cullingham— con un tornillo para romper el cuello. Un simpático invento de los antiguos españoles. Sin embargo, garrote también puede significar simplemente dogal.
Mientras pronunciaba las últimas palabras, enarcó las cejas. Los dos socios se miraron.