22

«La Rocket House esconde un as en la manga y su directores son vulnerables al rapto».

Oídos agudos en las mesas cercanas —y micrófonos direccionales en otras más apartadas—, que hasta entonces sólo habían captado fragmentos del monólogo de Eloísa, recogieron claramente aquella frase.

Los investigadores que habían acudido aquella noche al Palabras en busca de indicios y detalles para saber a qué atenerse en la prometedora pero complicada crisis comercial, decidieron que habían encontrado la pista que necesitaban. La máquina de la especulación empezaba a ponerse en marcha, haciendo girar sus complicados engranajes.

Los principales actores de aquella escena constituían un amplio muestrario de seres obsesionados por el dinero.

Winston P. Mears, agente de cuatro estrellas del Departamento de Justicia Federal, tomó mentalmente la siguiente nota: «Gato encerrado en la Rocket. Establecer contacto con la señorita Rubores». Las fantásticas implicaciones del caso de las máquinas redactoras le traían sin cuidado a Mears. Estaba adaptado a una sociedad donde casi cualquier acto individual era delito, mientras cualquier delito cometido por organizaciones o grupos podía ser justificado de seis maneras diferentes, como mínimo. La desenfrenada destrucción de las máquinas redactoras no parecía anormal en un mundo acostumbrado a mantener su economía mediante la destrucción de objetos de valor. Mears, rechoncho y rubicundo, asumía la falsa personalidad del Gran Charley Hogan, un poderoso cultivador de plancton y algas en la Baja California.

Gil Hart, espía industrial, se sintió feliz al pensar que podría decirles a los señores Zachery y Zobel, de la Protón Press, que sus sospechas acerca de sus colegas y más directos competidores estaban plenamente justificadas. El espía aplastó la colilla en el cenicero y apuró su vaso de whisky de centeno. Una sonrisa distendió sus azuladas mejillas. ¿Rapto? No era mala idea, y él mismo podría ponerla en práctica para averiguar el secreto de la Rocket. AI fin y al cabo, el rapto industrial había llegado a ser algo corriente gracias al sistema gubernamental y financiero de los dos últimos siglos. Sería divertido raptar a un individuo de la Rocket. Ojalá fuese un carácter ingenioso y vivaz, como aquella tía buena, la Ibsen, aunque preferiblemente no tan agresiva.

Filippo Fenicchia, gángster interplanetario apodado «El Garrote», sonrió irónicamente y cerró los ojos, con lo que desapareció toda la vida que había en su alargado y pálido rostro. Era uno de los clientes habituales de Palabras, al que solía acudir para distraerse con las payasadas de los escritores. Aquella noche le divertía el comprobar que la oportunidad de un buen negocio le perseguía incluso en aquel lugar. «El Garrote» era un hombre tranquilo y seguro. Sabía que el miedo es el móvil más infalible y elemental del género humano, y que especular con él ha sido siempre el medio más seguro de ganarse la vida, tanto en la época de Tiberio Oruso y Mesalina como en la de César Borgia o Al Capone. El detalle de los huevos se grabó en su mente.

Clancy Goldfarb, un ladrón de libros tan hábil y afortunado que su empresa distribuidora estaba reconocida oficiosamente como la cuarta en importancia, decidió que lo que abultaba en la manga de la Rocket probablemente eran libros producidos en exceso del cupo legal. Encendiendo un cigarro venusino, delgado como un lápiz y de un palmo de longitud, empezó a planear uno de sus atracos perfectos.

Caín Brinks era un robot autor de relatos de aventuras cuya Madame Iridio rivalizaba con el Doctor Tungsteno de Zane Gort. En aquellos momentos, las ventas de Madame Iridio y el monstruo del ácido superaban a las de El Doctor Tungsteno recompone a un chiflado en proporción de cinco a cuatro. Al oír el estridente susurro de Eloísa, Caín Brinks casi había dejado caer la bandeja de vermuts marcianos que transportaba. (Para infiltrarse en Palabras sin ser reconocido, se había rebajado hasta el punto de disfrazarse de camarero robot). No tardó mucho en comprender que la Rocket House no escondía en su manga sino a Zane Gort, decidido a hacerse el amo de la literatura humana, y empezó a planear el modo de impedirlo.

Mientras todo esto ocurría, un extraño cortejo se abrió paso avanzando entre las mesas hacia el centro de la sala. Estaba formado por seis esbeltos jóvenes de aspecto altanero que daban el brazo a otras tantas damas otoñales, mucho menos esbeltas pero más altaneras, seguidos por un robot decorado con piedras preciosas que empujaba una carretilla. Los jóvenes llevaban los cabellos muy largos y vestían camisas negras con cuello de cisne y ajustados pantalones, también negros. Las damas otoñales lucían espléndidos trajes de noche en «lame» dorado o plateado, y lucían incontables diamantes engastados en deslumbrantes collares, brazaletes, pendientes y tiaras.

—Dios mío, muñeca —se admiró Hornero Hemingway—, mira esas zorras ricas con sus chulos de negro, ¿quieres?

El fantasmagórico cortejo se detuvo muy cerca de su mesa. La dama que lo precedía, cuyos diamantes eran tan numerosos y centelleantes que herían la vista, miró a su alrededor con altivez.

Hornero, cuya mente soñolienta desvariaba como la de un niño, le dijo quejumbrosamente a Eloísa:

—Me pregunto por qué tarda tanto esa niña en traerme la leche. Si le ha puesto alguna tableta…

—Algún afrodisíaco, probablemente, si cree que vales la pena —contestó Eloísa en un rápido aparte, mientras miraba fascinada a los recién llegados.

La endiamantada dama anunció en un tono muy apropiado para reprender a los botones de hotel:

—Buscamos al jefe del sindicato de escritores.

Eloísa, sin pensarlo dos veces, se puso en pie.

—Yo soy el miembro de más categoría presente en la sala.

La dama la miró de arriba a abajo.

—Sí, servirá para el caso —dijo. Luego dio dos palmadas—. ¡Parkins! —llamó. El robot tachonado de piedras preciosas se adelantó con la carretilla, en la cual reposaban veinte rimeros de un metro de pequeños volúmenes, tan Jugosamente encuadernados que brillaban también como joyas. Sobre los libros había un objeto de forma irregular envuelto en seda blanca.

—Somos de Gente de Letras —anunció la dama, mirando fijamente a Eloísa y hablando en el tono chillón que suelen utilizar las verduleras para vocear su mercancía en un mercado ruidoso—. Durante más de un siglo hemos conservado en nuestro selecto círculo las tradiciones de la verdadera literatura. Esperábamos el glorioso día en que las horribles máquinas que deforman nuestras mentes fueran destruidas y la literatura volviera a sus únicos y auténticos amigos; los fieles aficionados. A través de los años hemos maldecido con frecuencia a vuestro sindicato, por su complicidad en la conspiración encaminada a hacer de unos monstruos de metal nuestros rectores espirituales. Pero ahora deseamos agradecer el valor que habéis demostrado al destruir por fin a las tiránicas máquinas redactoras. Y yo he venido a ofreceros dos prendas de nuestra estimación. ¡Parkins!

El robot adornado de piedras preciosas apartó a un lado la seda blanca para descubrir una estatuilla de oro, brillante como un espejo. Representaba a un esbelto joven desnudo hundiendo una espada enorme en las entrañas de una máquina redactora.

—¡Contémplelo! —gritó la dama—. Es obra de Gorgius Snelligrew, creada, fundida y pulida en un solo día. Reposa sobre toda la producción literaria de nuestro círculo durante el pasado siglo. En estos libros, encuadernados como joyas, hemos conservado el fuego sagrado de la literatura a través de la horrenda época mecánica que acaba de terminar. ¡Mil setecientos volúmenes de poesía inmortal!

Suzzette escogió aquel momento para presentarse llevando una gran copa de cristal, de la que brotaba una llama azul de medio metro.

La depositó delante de Hornero y la cubrió brevemente con una bandeja de plata.

Al apartar la bandeja, la llama había desaparecido y un espantoso hedor a caseína quemada llenó el aire.

Meneando graciosamente su atractivo trasero, Suzzette anunció:

—Aquí está su leche, monsieur, tal como usted la pidió.