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El Engstrand no estaba tan vacío y frío como el espacio interestelar o una caricia de robot, y en el menú no había lagarto. La comida no era nada del otro mundo, pero las bebidas resultaron tan estimulantes que la enfermera Bishop se encontró, sin darse cuenta, contando cómo había empezado a interesarse por los cerebros a raíz de una visita que les había hecho de niña, acompañando a una tía suya enfermera en el Trust de Cerebros. A su vez, Gaspard contó que desde la infancia había deseado ser escritor, sencillamente porque siempre le habían gustado las novelas de máquina. Empezó a describir en detalle por qué era tan maravillosa la producción de aquellas máquinas —especialmente la de algunas de ellas—, pero al exaltarse empezó a alzar la voz, y un anciano delgado como una araña y de aspecto nervioso, que ocupaba la mesa contigua, aprovechó la ocasión para intervenir.

—Tiene usted razón en eso, joven —exclamó el anciano—. Lo que importa en todos los casos es la máquina, y no el escritor. He leído todos los libros producidos por la Versificadora Scribe Número Uno, sin hacer caso de los nombres que les hayan endosado después. Esa máquina tiene más jugo que tres de cualquier otra marca trabajando juntas. A veces he tenido que remirar la letra menuda para asegurarme de que se trataba de una Scribe, pero valía la pena. Sólo la Scribe Uno me deja esa maravillosa sensación de vacío, con la mente deliciosamente en blanco.

—No soy experta en la materia, querido —comentó la mujer regordeta, de pelo canoso y boca arrugada que le acompañaba—. Pero siempre he opinado que las obras de Eloísa Ibsen tienen cierta calidad, sin importar la máquina que utilice.

—¡Tonterías! —replicó el anciano, despectivo—. Usa el mismo programa para todas sus comedias de enredos sexuales, y la calidad de la máquina sobresale inevitablemente sin que importe nada quién figura como autor. ¡Escritores!

Asumió una expresión severa, y sus arrugas se hicieron más profundas al agregar:

—¡Deberían fusilarlos a todos, después de lo que hicieron esta mañana! Algo mucho peor que volar parques de atracciones o envenenar fábricas de helados… El gobierno dice que la cosa no ha sido tan terrible, y mañana dirán que los sucesos han sido exagerados, pero a mi no me la pegan, y siempre sé cuándo traían de ocultar una catástrofe. Antes de dar la noticia, la pantalla parpadeó con un ritmo intermitente, ¡por algo sería! ¿Oíste lo que hicieron esos escritores con una Scribe? ¡Echarle ácido nítrico! Deberían hacerles lo que ellos hicieron con las máquinas. A los que atacaron a la vieja Scribe, hacerles tragar ácido nítrico y…

—¡Querido! —le reprimió la anciana dama—. La gente ha venido aquí a disfrutar su cena.

Gaspard, con la boca llena de filete de levadura, sonrió y se encogió de hombros, disculpándose ante el anciano con un gesto de su tenedor hacia su repleto carrillo.

La enfermera Bishop miró a Gaspard.

—Ahora que lo pienso, ¿cómo ingresó usted en el sindicato de escritores? ¿Por influencia de Eloísa Ibsen? —preguntó, alzando mucho la voz. Luego se puso en pie y rodeó la mesa para golpearle la espalda a Gaspard, que se había atragantado.

A pesar de este incidente, o más probablemente a causa del mismo, Gaspard trató de introducir una mano bajo el jersey de la enfermera Bishop casi tan pronto como estuvieron de nuevo en un taxi.

—Nada de eso —dijo ella en tono severo, golpeándole íos dedos—. Usted dijo que saldríamos a cenar y a charlar. Hemos cenado y hemos charlado. Ya sé lo que le pasa. Después de los sucesos de hoy se siente cansado, herido en su amor propio y desorientado, y necesita sexo lo mismo que un bebé necesita su biberón. Pues ahora no estoy cambiando pañales y fontanelas. He pasado todo el día con un hatajo de bebés enlatados, viejos y asquerosos, empeñados en abrir mi mente y meter en ella sus ideas. Esta noche no voy a consentir algo parecido a nivel físico. De todos modos, usted no necesita una mujer, necesita una niñera. ¡Ay, cállese!

Esta orden pareció dirigida a todos sus pretendientes en general.

Gaspard guardó un ofendido silencio hasta que el taxi llegó a cuatro manzanas del domicilio de la joven. Entonces dijo:

—Me hice aprendiz de escritor por consejo de mi tío, arreglaba diodos electrónicos.

Luego empezó a meter más monedas en el taxímetro-tragaperras.

—Suponía que era algo por el estilo —dijo la enfermera Bishop, poniéndose en pie mientras se levantaba la concha del vehículo, una vez depositado el importe exacto—. Gracias por la cena y la charla. A veces, incluso la conversación más estúpida resulta difícil de mantener, especialmente cuando yo estoy de por medio. Consuélese pensando que lo ha intentado, al menos. No, no me acompañe hasta la puerta; estamos muy cerca y podrá verme entrar desde aquí.

Se detuvo un momento antes de salir y agregó:

—Ánimo, Gaspard. A fin de cuentas, ¿qué encantos tiene una mujer, que no tenga también el mecalingua?

La pregunta quedó flotando en el aire de la noche hasta que la joven desapareció. A Gaspard le fastidió, sobre todo porque le recordó que no había comprado el periódico de la noche, y ahora no estaba de humor para buscar un quiosco abierto. Luego empezó a preguntarse si la observación de la joven había significado que, para él, las mujeres y los productos de las máquinas redactoras no eran sino medios para evadirse momentáneamente.

El taxi susurró:

—¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?

Pensó que tal vez fuera mejor regresar a pie a casa. Sólo había diez manzanas de distancia. El paseo podría sentarle bien. Estaba terriblemente desalentado, empapado de fría soledad. ¡Maldición! ¿Por qué no había aceptado que Zane Gort le diera la dirección de aquel prostíbulo robótico, o lo que fuese? Sintió una tremenda fatiga, como si hiciera siglos que no dormía; pero su desaliento superaba al cansancio. Incluso las caricias mecánicas de una róbix le habrían sentado bien, en aquel estado.

—¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?

Ahora el tono era más apremiante. Podía tragarse su orgullo y llamar a Zane. Al menos, los robots no aprovechaban las desgracias ajenas para decir: «Ya te lo advertí». Y además, no había que tener en cuenta la posibilidad de que estuvieran durmiendo. Sacó su teléfono de bolsillo y murmuró la clave de Zane.

—¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?

La respuesta llegó al instante, en un tono almibarado que le recordó el de la señorita Rubores:

—Le habla el contestador automático. El señor Gort ha salido. Está pronunciando una conferencia en el Club Nocturno de Tejedores de Mentes Metálicas sobre el tema La antigravedad en la ficción y en la realidad. Regresará dentro de dos horas. Le habla el contestador…

—¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?

Gaspard se apeó y echó a andar, evitando que el vehículo cerrase la concha, oscureciera las ventanillas y pusiera de nuevo el contador en marcha. Tener que pagar un suplemento tras el fracaso como conquistador, habría sido demasiado.