Incluso en las cosas más pequeñas, la vida nos adormece sólo para darnos luego una dentellada con dientes de tigre, o golpearnos con su varita de arlequín. El vestíbulo de la Sabiduría de los Siglos había parecido el lugar más mohosamente tranquilo del mundo, una habitación olvidada por el tiempo, pero cuando a última hora de la tarde Gaspard volvió a ella para recoger a la enfermera Bishop, una figura demencial salió por la puerta interior, amenazando a Gaspard con un largo bastón de ébano en cuyo puño figuraban dos serpientes enroscadas, con notable realismo. El energúmeno gritó:
—¡Vade retro, Satanás de la prensa! ¡Por Hathor, Set y las garras negras de Bast, atrás!
Era la viva imagen de Joe el Guardián, incluso con sus pelos retorcidos en el lóbulo de cada oreja, pero usaba una barbicha blanca, tenía los ojos abiertos de par en par y, a juzgar por los vapores que perfumaban el aire, cada vez que abría la boca, aquel hombre había ingerido alcohol en abundancia.
El parecido con Joe el Guardián era tan grande que Gaspard, sin dejar de vigilar el bastón con las serpientes enroscadas, se dispuso a aprovechar la primera ocasión para tirar de la barba y comprobar su autenticidad.
Pero antes de poder cumplir su propósito salió la enfermera Bishop y empujó al viejo a un lado.
—¡Quieto, Zangwell! —ordenó con evidente disgusto—. El señor no es periodista. Ahora los periódicos los hacen los robots. Ésos son los que tiene que vigilar. Y no rompa ese caduceo: usted mismo suele decir que es una pieza de museo. Y mucho cuidado con el néctar; recuerde cuántas veces le he encontrado manteniendo a raya a elefantes de color rosa y expulsando de la guardería a faraones sonrosados. Vámonos, señor De la Nuit. Esta noche estoy de Sabiduría hasta aquí.
Su índice señaló la diminuta y suave barbilla.
Gaspard la siguió, obediente, murmurando cuan agradable sería poseer una muchacha, sobre todo si era tan deliciosamente atractiva, con toda la sabiduría concentrada en el cuerpo y la cabeza vacía.
—No creo que Zangwell haya tenido que expulsar nunca a ningún periodista —dijo la enfermera Bishop con una leve sonrisa—, pero no olvida que su abuelo lo hacía. ¿Joe el Guardián? ¡Ah, sí! Son hermanos gemelos. Los Zangwell han estado al servicio de los Flaxman durante generaciones. ¿No lo sabía?
—Ni siquiera sabía el apellido de Joe —dijo Gaspard—. A decir verdad, ignoraba que quedasen en el mundo sirvientes fieles a una familia durante varias generaciones. ¿Cómo hay que hacer para conservar un empleo el tiempo suficiente para merecer esa calificación?
La muchacha le miró fríamente.
—Son cosas que pasan cuando hay dinero y una misión, como el Trust de Cerebros, que abarca más de una generación. Una misión que incluso usted podría desempeñar.
—¿Procede usted de una larga línea de servidores familiares? —quiso saber Gaspard.
Pero la muchacha replicó:
—No hablemos de eso. También estoy harta de mí.
—Lo preguntaba porque es usted extraordinariamente atractiva para no ser más que enfermera.
—¿Qué viene a continuación de ese piropo? —inquirió la joven con sequedad—. ¿Que debería sacar partido de mi rostro y de mi figura para convertirme en escritora?
—No —dijo Gaspard, precavido—. Tal vez una estrella de la estereofotografía, pero nunca una escritora. Para esto último, hasta la muchacha más atractiva tiene que aparentar que lleva la ropa interior sucia.
La noche era oscura, salvo un rosado resplandor en el cielo, procedente de la iluminación pública de la propia ciudad y de algunos edificios que, como la Sabiduría de los Siglos, tenían suministro eléctrico auxiliar. Tal vez el gobierno pensaba que si no había demasiada luz, el público olvidaría la destrucción de las máquinas redactoras y no pediría explicaciones.
—Kaputt —dijo Gaspard—. ¿Cree que los cerebros rechazarán al fin la oferta de Flaxman?
La joven respondió con impaciencia:
—Lo primero que contestan ésos a cualquier pregunta es siempre no. Luego le dan vueltas y más vueltas a la cuestión, y… —se interrumpió—. ¡Le dije que no quería hablar de la Sabiduría, señor Delanuy!
—Llámeme Gaspard —dijo él—. A propósito, ¿cuál es su nombre de pila?
Al ver que no contestaba, añadió con un suspiro:
—De acuerdo, la llamaré enfermera y pensaré en usted como en la virgen de Nuremberg. Un taxi con luces de cruce azules y rojas se acercó derecho a ellos como una abeja tropical gigante. Gaspard silbó y el vehículo frenó, cansino. La parte superior de la concha transparente se levantó, ambos subieron y el techo volvió a cerrarse sobre ellos. Gaspard dio la dirección de un restaurante y el taxi se puso en marcha, siguiendo automáticamente la pista magnética que recorría el pavimento.
—¿No vamos a Palabras? —preguntó la joven—. Creí que todos los escritores se abrevaban en Palabras.
Gaspard asintió.
—Pero ahora estoy clasificado como esquirol. Palabras es prácticamente el cuartel general del sindicato.
—¿Hay alguna diferencia entre estar clasificado como esquirol y ser un esquirol? —preguntó la joven, con impaciencia—. Disculpe; en realidad me tiene sin cuidado. No me ocupo de política sindical.
—Nuestros empleos son muy parecidos —dijo Gaspard—. Yo soy, o mejor dicho era mecánico de una máquina redactora. Estaba a cargo de un gigante que producía una prosa más fluida y excitante que la de cualquier autor humano, pero tenía que manejarlo como a cualquier máquina no robótica…, como a este taxi, por ejemplo. Y usted tiene una habitación llena de genios enlatados, para manejarlos como si fueran bebés. Usted y yo tenemos algo en común, enfermera.
—Deje de adularme para tratar de ligar conmigo —gruñó la joven—. No sabía que los escritores fuesen mecánicos de máquinas redactoras.
—No lo son —admitió Gaspard—, pero yo al menos era más mecánico que cualquier otro escritor de los que conozco. Siempre observaba a los verdaderos mecánicos cuando atendían mi máquina. En cierta ocasión, aprovechando que habían dejado sus entrañas al descubierto, incluso traté de localizar algunos circuitos. La verdad es que las máquinas redactoras me entusiasmaban. Me gustaban, lo mismo que el material que producían. Estar con ellas era como contemplar la bandeja de cultivo donde se fabrica el medicamento que nos devuelve la salud.
—Siento no compartir su entusiasmo —dijo la enfermera Bishop—. Verá, yo no leo esa clase de obras, sino los libros antiguos que los cerebros escogen para mí.
—¿Cómo puede soportarlos? —inquirió Gaspard.
—¡Bah!, me las arreglo. He de hacerlo para mantenerme a diez años-luz de comprender medianamente a esos mocosos. —Sí, pero ¿es divertido?
—¿Y qué es divertido? —la joven golpeó el piso con el pie—. ¡Dios mío, este taxi casi no se mueve!
—Está recargando sus baterías —explicó Gaspard—. ¿Ve esas luces ahí delante? Las baterías volverán a estar cargadas una manzana más allá. Sería estupendo que se consiguiese aplicar la antigravedad a los taxis. Entonces podríamos ir volando a nuestro punto de destino.
—¿Por qué no pueden aplicarla? —preguntó la joven, como si fuera culpa de Gaspard.
—Es una cuestión de tamaño —respondió él—. Zane Gort me lo explicó hace días. Todos los campos antigravedad son de corto alcance, como las fuerzas que mantienen unido el núcleo atómico. Pueden poner a flote cohetes rastreros pero no naves espaciales, maletas pero no autotaxis. Si nosotros fuésemos tan pequeños como ratones o incluso como gatos…
—Los gatos tomando taxis no me divierten. ¿Es ingeniero Zane Gort?
—No, pero tengamos en cuenta que escribe relatos de aventuras para otros robots, relatos con mucha base científica según creo. Pero, como la mayoría de los robots más modernos, tiene un montón de ocupaciones: está pluriempleado. Estudia bobinas que le proporcionan nueva información las veinticuatro horas del día.
—A usted le gustan los robots, ¿verdad?
—¿A usted no? —preguntó Gaspard, en un tono de súbita aspereza.
La joven se encogió de hombros.
—No son peores que algunas personas. Sólo que me dejan fría, como los lagartos.
—Es una comparación estúpida. Y completamente inexacta.
—Para mí, no. Los robots tienen la sangre fría como los lagartos, ¿no es cierto? Al menos, son fríos.
—¿Espera acaso que desprendan calor sólo para complacerla a usted? Al fin y al cabo, ¿de qué le aprovecha la sangre caliente a la Humanidad, salvo para disculpar el mal genio y declarar guerras?
—También ha inspirado algunos actos valerosos, o románticos. ¿Sabe una cosa? Usted tiene mucho de robot, Gaspard. Es frío y mecánico. Apuesto a que le gustaría una chica que le insuflara electricidad, o lo que hagan los robots, simplemente apretando su «botón amoroso». —¡Pero los robots no son así! Son cualquier cosa menos mecánicos. Zane Gort…
El taxi se paró ante un local brillantemente iluminado. Un tentáculo dorado avanzó ondulándose como una serpiente amaestrada, ayudó a levantar la concha del vehículo y luego rozó el hombro de Gaspard.
Un par de bien dibujados labios rojos brotaron al extremo de la flexible cuerda de oro, abriéndose como una flor.
—Señores, permítanme recomendarles el Restaurante Interestelar Engstrand, la cocina del espacio —susurró el tentáculo.