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Gaspard reparó de nuevo en el diálogo, atraído por una asombrosa afirmación de Robín.

En sus dos siglos de existencia, el cerebro no había leído nunca un libro producido por una máquina de redactar.

La primera reacción de Flaxman fue de horror e incredulidad, como si Robín hubiera denunciado que sus colegas y él mismo estaban siendo condenados a la idiotez mediante una sistemática reducción de oxígeno. El editor, aunque admitía haber descuidado sus responsabilidades como albacea del Trust de Cerebros, prefería acusar de negligencia a los empleados de la guardería, por no haber proporcionado a los cerebros el más elemental alimento literario. Pero la enfermera Bishop montó en cólera. Lo que Flaxman interpretaba como negligencia había sido una norma, él tenía obligación de conocerla. La estableció Daniel Zukertort cuando organizó la guardería: los treinta cerebros sólo debían recibir el alimento intelectual y artístico más puro, y el inventor consideraba a las obras producidas por las máquinas redactoras como un producto corrompido. Tal vez algunos de tales libros hubieran sido introducidos clandestinamente por alguna antigua e irresponsable enfermera, pero en conjunto la norma había sido estrictamente respetada.

Robín confirmó las palabras de la enfermera Bishop, recordándole a Flaxman que sus compañeros y él habían sido escogidos por Zukertort por su afición al arte y la filosofía y su aversión a la ciencia, especialmente a la mecánica. De vez en cuando, ciertamente, habían sentido cierta curiosidad acerca de los libros producidos por las máquinas, lo mismo que un filósofo podía mostrar algún interés hacia los tebeos, pero aquella curiosidad no había sido nunca excesiva y la norma en cuestión no les había contrariado lo más mínimo.

Entonces Cullingham intervino para opinar que era una suerte que los cerebros no hubieran leído ni palabra de mecalingua. Así, sus creaciones serían mucho más lozanas, mucho más naturales. En vez de enviar a la guardería una biblioteca entera de literatura de máquina, Cullingham se mostró partidario de mantener la norma con más rigor que nunca.

La discusión se enconó a medida que Flaxman y Cullingham se empeñaban en imponer sus puntos de vista.

Completada su maniobra, Gaspard se plantó finalmente al lado de la enfermera Bishop, que se había retirado a un rincón de la oficina tan pronto como Robín empezó a hablar. En aquel lugar era posible susurrar sin ser oído y, para satisfacción de Gaspard, a la enfermera Bishop no pareció disgustarle su proximidad.

En su fuero íntimo, Gaspard admitió que se sentía poderosamente atraído hacia aquella encantadora joven, a pesar de su agresivo lenguaje. Con astucia nacida del deseo, trató de congraciarse con ella manifestando la simpatía que le inspiraban los cerebros de quienes ella cuidaba, y que estaban siendo objeto de tan materialista especulación. Cada vez más animado, murmuró largo rato acerca de la sensibilidad solitaria y los sublimes niveles morales de los cerebros frente a la tortuosa maniobra de los dos editores, los fraudes literarios de Cullingham, etcétera, y terminó diciendo:

—Creo que es una vergüenza que hayan de padecer todo esto.

La enfermera Bishop le miró fríamente.

—¿De veras? —susurró—. Pues yo no comparto su opinión. Creo que es una idea excelente y que Robín está ciego para no verlo. Esos mocosos necesitan hacer algo, necesitan saber lo que es la vida y recibir algún palo…

—¡Dios sabe cuánto lo necesitan! Creo que nuestros jefes obran con mucha nobleza. El señor Cullingham, sobre todo, es un hombre mucho más agradable de lo que yo creía. ¿Sabe una cosa? Empiezo a pensar que es usted realmente un escritor. Desde luego, habla como si lo fuera. ¡Sensibilidad solitaria! ¡Tiende usted a encerrarse en su propia torre de marfil!

Gaspard se sintió bastante ultrajado.

—Si cree que es tan buena idea —dijo—, ¿por qué no se lo da a entender a Robín ahora mismo? Supongo que él hará caso de usted…

La enfermera Bishop le dirigió otra mirada desdeñosa.

—Veo que es tan gran psicólogo como escritor. ¿Ponerme de su parte cuando todos están arguyendo contra Robín? No, gracias.

—Deberíamos discutir todo eso más a fondo —sugirió Gaspard—. ¿Qué le parece si cenamos juntos esta noche?, suponiendo que le permitan salir de la guardería.

—De acuerdo, si sólo se trata de cenar y de conversar —dijo la joven.

—¿De qué otra cosa podría tratarse? —preguntó Gaspard con fingida candidez, felicitándose de su propia habilidad.

En aquel preciso instante, el huevo interrumpió a Flaxman mientras éste disertaba sobre la deuda que los cerebros tenían contraída con la Humanidad, con un:

—Basta, basta, basta, basta. Escúchenme ahora.

Flaxman se calló.

—Quiero hablar; no me interrumpan —dijo la aguda voz—. Les he escuchado largo rato. He sido muy paciente, pero hay que ir al grano. Nosotros somos mundos separados, o peor aún, pues donde yo estoy no existe ni materia, ni arcilla, ni carne, ni nada. Yo existo en una oscuridad tal, que la del espacio intergaláctico es resplandeciente luz en comparación. Me tratan ustedes como a un niño precoz, y no soy un niño. Soy un viejo al borde de la muerte y soy un bebé en el útero materno… Los descarnados no somos genios, sino locos y dioses. Jugamos con locuras como ustedes con sus juguetes y más tarde con sus máquinas. Creamos mundos y los destruimos, en lo que ustedes llaman una hora. Su mundo no es nada para nosotros: un simple y despreciable esquema entre millones. A nuestra manera intuitiva y anticientífica, sabemos todo lo que ha ocurrido mucho mejor que ustedes, y no nos interesa un comino.

»Hace muchísimos años, un ruso escribió un relato acerca de un hombre que, por apuesta, se dejó encerrar solo en una confortable habitación durante cinco años; los tres primeros años pidió muchos libros, el cuarto año sólo pidió los Evangelios, y el quinto no pidió nada. Nuestra situación es la misma, multiplicada cien veces. ¿Cómo ha podido ocurrírseles que nos dedicaríamos a escribir libros para ustedes, a manejar las combinaciones y permutaciones de sus caprichos y sus odios?

»Nuestra soledad está por encima de su capacidad de comprensión. Es un estremecimiento perpetuo. Trasciende la de ustedes como la muerte por tortura lenta trasciende el cálido y agradable adormecimiento que dan los barbitúricos. Nosotros sufrimos esta soledad y alguna vez recordamos, permítanme decirles que con muy poco cariño, al hombre que nos puso aquí, al ególatra inventor-cirujano odiosamente genial que deseaba una biblioteca particular de treinta mentes cautivas para filosofar con ellas.

»En cierta ocasión, cuando aún tenía cuerpo, leí un relato de Howard Phillips Lovecraft, un escritor que murió demasiado pronto para sufrir la operación DPS, pero que tal vez le proporcionó a Zukertort la idea. Aquel relato. El susurrador en la oscuridad, era una fantasía sobre unos monstruos alados de color rosa procedentes de Plutón, que colocaban cerebros humanos en cilindros de metal, semejantes a nuestros huevos metálicos. Ustedes son los monstruos, ustedes, ustedes, ustedes. Nunca olvidaré cómo terminaba aquella narración. Hasta el final, y después de muchos incidentes conmovedores, el narrador no se da cuenta de que su amigo más querido le ha escuchado, indefenso, desde una de aquellas cápsulas de metal. Luego piensa en el triste destino de su amigo, y recuerden que es también el mío, y lo único que se le ocurre decir es: “Y todo ese tiempo ha estado en aquel cilindro brillante en la estantería…, pobre diablo”.

»La respuesta sigue siendo no. Desconécteme, enfermera Bishop, y lléveme a casa.