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Los ojos de Flaxman parecían vidriosos, tal vez ante la idea de haber sido burlado por treinta escritores descarnados en una época en que los escritores no pintaban nada, o tal vez ante el enigma de su propia personalidad, que le permitía considerar a treinta cerebros enlatados como horribles monstruos en un momento determinado, y como genios creadores comercialmente muy valiosos poco después.

Cullingham intervino de nuevo.

—Creo que este asunto del anonimato podremos discutirlo luego —dijo la mitad más silenciosa y tranquila de la sociedad Rocket House—. Puede que los propios cerebros reconsideren Su actitud cuando sepan que están en el umbral de una nueva fama literaria. Y si pese a todo prefieren mantener un estricto anonimato, el problema tiene fácil solución citando como autores a «Cerebro Uno y G. K. Cullingham, Cerebro Siete y G. K. Cullingham», etcétera.

—¡Cespita! —exclamó Gaspard en voz alta, con cierto espanto en la voz.

—Resultaría bastante monótono, en mi modesta opinión —observó simultáneamente Zane, sotto voce.

El editor alto y rubio se limitó a exhibir su sonrisa de mártir pero Flaxman, enrojeciendo de lealtad, rugió:

—¡Oigan! Mi querido amigo Cully ha programado las máquinas redactoras de la Rocket durante los últimos diez años, y va siendo hora de que se le reconozcan sus méritos literarios. Los escritores han robado la fama a los programadores de las máquinas redactoras por espacio de un siglo… como antes usurpaban el mérito de los editores. Debería ser obvio, incluso para un autorcillo de tres al cuarto o un robot con un bloque Johansson por seso, que estos cerebros necesitarán mucha programación, o adiestramiento, llámenlo como quieran. Y Cully es el único que puede hacerlo… ¡No quiero oír una palabra más!

Hubo un largo silencio, y luego intervino la enfermera Bishop:

—Discúlpenme, pero ya es hora de que Robín vea y oiga, conque voy a conectarlo, tanto si están preparados como si no.

—Estamos preparados —dijo Cullingham, conciliador.

Flaxman, frotándose la mejilla, añadió sin mucha convicción:

—Sí, supongo que estamos preparados.

La enfermera Bishop hizo un gesto indicándoles que rodearan todos a Flaxman, y luego apuntó el ojo-cámara en aquella dirección. Se oyó un leve ¡tune! cuando lo conectó en el enchufe superior del huevo plateado, y Gaspard se echó a temblar. Le pareció que había asomado al ojo-cámara, como un leve resplandor rojo. La enfermera Bishop conectó un micrófono al otro enchufe superior, y Gaspard contuvo el aliento, exhalando un ruidoso suspiro segundos más tarde.

—¡Adelante! —dijo Flaxman, no menos nervioso—. Conecte el altavoz del señor Robín. Se me pone la carne de gallina…

Se interrumpió y agitó una mano hacia el ojo-cámara.

—No ha sido mi intención ofenderle, amigo.

—También podría ser la señorita o la señora Robín —le recordó la muchacha—. Había varias mujeres entre ellos. Me parece que debe usted formular su propuesta, y luego conectaré el altavoz. Todo será más fácil así, créame.

—¿Sabía él adónde le llevaban?

—Desde luego, se lo dije.

Flaxman se acomodó frente al ojo-cámara, tragó saliva, y luego miró a Cullingham con aire indeciso.

—Hola, Robín —empezó sin vacilar éste, pronunciando las palabras muy despacio al principio, como si hablase como una máquina o quisiera hacerse entender por una máquina—. Soy G. K. Cullingham, socio en la Rocket House de Quintus Horacius Flaxman, que está a mi lado, y albacea oficial de la Sabiduría de los Siglos.

Siguió hablando, claro y persuasivo, de los problemas en que se veía el mundo editorial, y propuso que los cerebros se dedicaran a escribir en seguida. Soslayó la cuestión del anonimato, aludió muy de paso al problema de la programación («la colaboración editorial de costumbre»), expuso interesantes planes para la administración de los derechos de autor, y acabó con algunos comentarios muy sentidos sobre la gran tradición literaria y la defensa de la cultura a través de los siglos.

—Creo que está todo dicho, Flaxy.

El editor bajito y moreno asintió, impresionado todavía por la perorata.

La enfermera Bishop conectó un altavoz a la toma que quedaba vacía.

Durante largo rato el silencio fue absoluto, hasta que Flaxman no pudo más y preguntó con voz ronca:

—Enfermera Bishop, ¿hay algún fallo? ¿Acaso se ha estropeado? ¿O es que el altavoz no funciona?

—Funcionar, funcionar y funcionar —dijo el huevo al instante—. Eso es lo único que hago. Pensar, pensar y pensar. Mi-oh-yo-oh-yo.

—Ésa es su clave para un suspiro —explicó la enfermera Bishop—. Tienen altavoces que les permiten hacer ruidos de todas clases e incluso cantar, pero sólo les dejo usarlos los fines de semana y los días de fiesta. Siguió otro incómodo período de silencio, y luego el huevo habló muy rápidamente:

—¡Ay, señores Flaxman y Cullingham! Lo que ustedes proponen es un honor, un gran honor, pero es demasiado para nosotros. Hemos estado mucho tiempo alejados de las cosas, e ignoramos en qué se distraen las mentes carnales, o cómo proporcionar semejante distracción. Los treinta descarnados tenemos nuestra vida cotidiana, nuestras pequeñas preocupaciones, nuestras pequeñas distracciones. Nos basta con ello. Además, y al decir esto hablo en nombre de mis veintinueve hermanos y hermanas y en el mío propio, no ha habido desacuerdo entre nosotros sobre este tema durante los últimos setenta y cinco años. Por ello, agradezco mucho su atención, señores Flaxman y Cullingham, se lo agradezco muchísimo, pero la respuesta es no. No, no, no, no, no.

Su voz era monótona y resultaba imposible decidir si su humildad era sincera, irónica o ambas cosas a la vez. Sin embargo, el discurso del huevo terminó con la indecisión de Flaxman, quien se unió a su socio para bombardear al huevo con seguridades, argumentos lógicos, alegatos, consideraciones, etcétera. Incluso Zane Gort intercalaba alguna frase de estímulo de cuando en cuando.

Gaspard, que no decía nada y estaba pendiente de la enfermera Bishop, le susurró al robot en un aparte:

—Vaya cambio de chaqueta, Zane. Creí haberte oído decir que Robín te parecía anormal…, antirrobot, como tú mismo dijiste. Al fin y al cabo, es una máquina de pensar inmóvil. Como una máquina de redactar.

El robot meditó unos instantes.

—No —susurró—, es demasiado pequeño para producirme esa impresión. Demasiado efusivo, por decirlo así. Además es consciente, y las máquinas redactores nunca lo fueron. No, no es antirrobot, sino arrobot. Es un ser humano como tú. Puesto en una caja, desde luego, pero eso no cambia mucho las cosas. Tú también estás dentro de una caja de piel.

—Sí, pero la mía tiene ojos para ver —objetó Gaspard.

—También los tiene Robín.

Flaxman les dirigió una mirada severa, llevándose un dedo a los labios.

Cullingham afirmaba una vez más que los cerebros no tendrían que preocuparse de la clase de distracción que proporcionarían. El como jefe de redacción se encargaría de todo. Por su parte, Flaxman se refería en términos más bien exagerados a la estupenda sabiduría que los cerebros habían acumulado a través de los eones (sic), y a la necesidad de divulgarla, en forma de jugosos relatos llenos de acción, a un mundo de mortales capidisminuidos por la brevedad de sus existencias y el engorro de sus cuerpos. De vez en cuando, Robín defendía brevemente su postura, contemporizando en ocasiones, pero sin ceder realmente terreno en ningún momento.

En su lenta aproximación a la enfermera Bishop, Gaspard pasó a un palmo de Joe el Guardián, quien, después de recoger una pequeña cantidad de espuma del extremo de un lápiz, la estaba envolviendo en un papel para que no se pegara a su recogedor. Gaspard pensó que Flaxman y Cullingham distaban mucho de ser negociantes perspicaces y astutos como procuraban aparentar. Su fantástico proyecto de poner unos cerebros enlatados durante doscientos años a escribir novelas excitantes para los modernos, les definía más bien como locos soñadores construyendo castillos de arena tan altos que llegasen a la luna.

Pero si los editores podían ser tan soñadores, se preguntó Gaspard, ¿qué clase de autopistas fueron los escritores de otras épocas? La idea le pareció desconcertante, como el descubrir que el bisabuelo de uno era en realidad Jack el Destripador.