Las cuerdas son cosa antigua, pero siempre útil. Los socios Flaxman y Cullingham estaban atados con dos de ellas a sus sillones, pintorescamente empaquetados, entre cintas y papeles de los archivos saqueados, y burbujeantes montones de espuma contra incendios.
Gaspard hizo alto en el umbral y se limitó a contemplar aquel cuadro desolador mientras pasaba su carga, que ahora parecía de plomo macizo, de un dolorido brazo al otro. Durante el viaje había llegado a imbuirse de que la única razón, de su vida era cuidar del huevo envuelto en papel dorado y púrpura. Cuando dio un tropezón, la muchacha no disparó directamente contra él, pero abrasó el pavimento cerca de sus pies.
Cullingham, con sus pálidas mejillas desusadamente enrojecidas, sonreía con la serenidad de un mártir. Flaxman también guardaba silencio, principalmente porque la señorita Rubores, en pie a su espalda, mantenía la parte plana de su rosada pinza firmemente apretada contra su boca.
La róbix censora recitaba en tono meloso:
—Ojalá un alto poder condene al tormento eterno a todos esos escritorzuelos, hijos de mujeres de moral distraída, y que les den por donde amargan los pepinos. Blanco-Línea de puntos-Blanco-Blanco. Bueno, así resulta mucho más fino, señor Flaxman. Y opino que es más expresiva esta versión corregida, por mi.
La enfermera Bishop, ocultando su amenazadora pistola bajo la falda, sacó un par de alicates pequeños y empezó a cortar las ligaduras de Flaxman. Zane Gort, dejando con mucha precaución su paquete verde y rojo en el suelo, apartó a la señorita Rubores diciendo:
—Disculpe el exceso de celo de esta róbix al interferir en su libertad de expresión, señor. La pasión por cumplir la tarea asignada, en su caso la censura, es muy fuerte entre nosotros los robots. Y las descargas electrónicas, tales como las que ha sufrido su mente, intensifican su aplicación. Vamos, vamos, señorita Rubores, no estoy tratando de tocar sus enchufes ni de abrir sus escotillas y compuertas.
—¡Gaspard! ¿Quién demonios es Dogal? —preguntó Flaxman tan pronto como pudo desentumecer los labios y tragar saliva—. ¿Quiénes o qué son los Vengadores de las Máquinas Redactoras? Esa bruja de Ibsen hizo que sus esbirros me golpearan en la cabeza, creyendo que me negaba a decírselo.
—¡Ah! —dijo Gaspard—. Lo inventé en aquel momento de apuro, para ayudarle a usted asustándola a ella. Vendría a ser como una especie de Mafia de los editores.
—¡Se supone que un escritor no debe poseer facultades de invención! —rugió Flaxman—. Ha estado a punto de conseguir que nos liquidaran a todos. Esos matones de la Ibsen no se andaban con chiquitas… Eran dos autores de la serie B, que llevaban camisetas a rayas y tenían aspecto de verdaderos asesinos.
—¿Y Hornero Hemingway? —preguntó Gaspard.
—Iba con ellos, pero actuó de un modo raro. Llevaba su famoso atuendo de capitán, como si tuviera la estéreo a punto para grabar una epopeya del mar, pero tenía el trasero extrañamente abultado. Su actitud me pareció anormal, dado que tiene fama de ser muy bruto. No pareció demasiado entusiasmado cuando la Ibsen ordenó pasar a la acción. Sin embargo, disfrutó mucho atándonos y colaboró en el saqueo de la oficina. Menos mal que no guardaba en los ficheros ningún dato importante.
—Debió usted seguir mi truco de los Vengadores —dijo Gaspard—. Les habría asustado.
—¿Asustado? Me habrían arrancado la cabeza. Mire, De la Nuit; la Ibsen dice que usted ha sido un chivato de los editores desde hace años. No me importa que delante de ella haya alardeado de ser un esquirol…
—Nunca he alardeado… Nunca he sido…
—¡No haga vibrar ese huevo! —ladró la enfermera Bishop, dirigiéndose a Gaspard, mientras desataba a Cullingham—. El tono de su voz resulta estridente.
—Sólo quiero que comprenda que la empresa no tiene dinero para pagar sobornos retroactivos, y menos por espionajes imaginarios en el Sindicato de autores.
—¡Oiga, Flaxman! Que yo nunca…
—¡Le he dicho que no haga vibrar el huevo! Será mejor que me lo entregue.
—Tómelo y quédese con él —dijo Gaspard—. ¿Qué buscaba Eloísa, señor Flaxman?
—Nos acusó de tener medios para producir literatura sin máquinas redactoras, pero después de hablar por teléfono con usted se empeñó en averiguar quiénes eran los Vengadores. Gaspard, no vuelva a emplear su imaginación; es peligroso. La Ibsen me habría lastimado seriamente, a no ser porque prefirió dedicar sus atenciones al pobre Cully.
Gaspard se encogió de hombros.
—En fin, creo que mi truco de los Vengadores al menos la distrajo del verdadero objetivo.
—No quiero seguir discutiendo con usted —dijo Flaxman, rescatando el teléfono de entre un revoltijo de cintas en el suelo—. Voy a avisar para que limpien esto y revisen las cerraduras. No quiero que ninguna loca vuelva a atacarnos simplemente porque la puerta no cierra bien.
Gaspard se acercó a Cullingham, que estaba desentumeciendo sus recién liberados miembros.
—¿De modo que Eloísa también se metió con usted?
Cullingham asintió.
—Lo hizo, y de un modo francamente incomprensible —dijo—. Cuando sus esbirros terminaron de atarme, se limitó a mirarme y, sin pronunciar palabra, empezó a darme de bofetones en ambos carrillos.
Gaspard meneó la cabeza.
—Eso es un mal síntoma —sentenció.
—¿Por qué? Sí, resultó bastante doloroso y humillante, la verdad —dijo Cullingham—. Además, llevaba un horrible collar de cráneos de plata.
—Eso es mucho peor —afirmó Gaspard—. ¿Se acuerda de aquella contraportada en estéreo que ponen en sus libros…, Eloísa posando con seis o siete hombres?
Cullingham asintió:
—Está en casi todos los libros de la Ibsen publicados por la Protón. Los hombres nunca son los mismos.
Gaspard prosiguió:
—El hecho de que le abofeteara llevando puesto su collar de caza, como ella lo llama significativamente, demuestra que siente interés hacia usted. Se propone incluirle en su harén masculino. Y le advierto que, como recién llegado, tendrá que trabajar a destajo.
Cullingham palideció.
—Flaxy —le dijo a su socio, que estaba hablando por teléfono—, no te olvides de ordenar que instalen en seguida esa cerradura electrónica. Gaspard, creo que después de todo no sería mala idea formar una mafia de editores. Desde luego, vamos a necesitar un padrino con dientes de «bulldog».
—Al menos, mi improvisación asustó a Eloísa y a Hornero. Les asustó tanto, que emprendieron la huida —dijo Gaspard con cierto orgullo.
—¡Ah, no! —exclamó Cullingham—. Fue la señorita Rubores. ¿Recuerda a la mujercita vestida de negro que llegó aquí buscando a un marido y a un hijo desaparecidos a causa de una explosión? Pues la señorita Rubores se la llevó al lavabo de señoras para consolarla y tranquilizarla. La róbix regresó mientras Eloísa estaba abofeteándome. Le echó una mirada a Hornero Hemingway, empezó a vibrar, volvió a salir y regresó con un gran extintor a espuma. Eso fue lo que puso en fuga a los matones de la Ibsen. Flaxy, ¿qué te parece la idea de contratar a la señorita Rubores como guardaespaldas? Vamos a necesitar cuantos podamos conseguir. Sé que está programada para la censura, pero bien podría ejercer el pluriempleo.
—Comprendo que todo el mundo lo está pasando bien con esta conversación —intervino la enfermera Bishop, que abría sus paquetes sobre una esquina del escritorio—, pero yo necesito ayuda.
—¿Podría servirle la señorita Rubores? —inquirió Zane Gort desde el rincón donde estaba insinuándole algo a la róbix en voz baja. Ella se negaba obstinadamente a establecer comunicación directa de metal a metal con Zane—. Se ha ofrecido a ayudar, y creo que le sentará bien ocuparse en algo.
—Sería la primera vez que aplico la terapéutica ocupacional a una róbix —dijo la enfermera Bishop—. Pero al menos ella será mucho más hábil que cualquiera de ustedes, vagos y ególatras hombres animales o minerales. Apártate de ese montón de hojalata. Rosita, y ven aquí.
—Muchas gracias —se apresuró a decir la señorita Rubores—. Si algo he aprendido desde que fui fabricada, es que me avengo más con los seres de mi propio sexo, prescindiendo del material en que estén construidos, que con esos charlatanes de robots o esos despistados de hombres.