—Gaspard —dijo Zane Gort severamente—, puedo perdonar que desconozcas a Daniel Zukertort, pero no a Sherlock Holmes, el más famoso detective literario de la época anterior a las máquinas redactoras.
—Eso justifica mi ignorancia —dijo Gaspard, risueño—. No soporto los libros de la época anterior a las máquinas redactoras. Me enturbian la mente.
Se puso repentinamente serio.
—¿Sabes una cosa, Zane? Voy a pasarlo muy mal durante mis ratos de ocio o a la hora de acostarme, si van a faltar nuevas obras de ficción salidas de las máquinas redactoras. No hay nada más que me interese de verdad. He estado leyendo toda la producción de las máquinas durante años enteros.
—¿No puedes releer las antiguas?
—No sirve. Además, una vez comprado y abierto el libro, el papel se oscurece y se desintegra antes de un mes… Lo sabes de sobra.
—Entonces, tal vez tendrás que ampliar tus aficiones —dijo el robot, clavándole la mirada de su ojo negro—. No son demasiado ortodoxos, ¿sabes? Por ejemplo, tú y yo somos amigos, pero apuesto a que nunca has leído nada de lo que yo escribo, ni siquiera una de mis novelas del Doctor Tungsteno.
—¿Cómo podía hacerlo? —protestó Gaspard—. Sólo se venden grabadas en bobinas destinadas al módulo lector de los robots. Ni siquiera pueden oírse en un magnetófono corriente.
—La Rocket House tiene ejemplares manuscritos asequibles a quien los pida —explicó fríamente Zane—. Tendrías que mejorar algo tus conocimientos de robolingua, desde luego. Aunque muchas personas consideran que no vale la pena molestarse.
—Si —fue lo único que a Gaspard se le ocurrió decir. Luego, para cambiar de tema—: Me pregunto por qué tarda tanto esa vieja enfermera… Tal vez sería mejor llamar a Flaxman.
Señaló un teléfono junto a las estanterías de libros.
Zane ignoró la pregunta y la sugerencia, y continuó:
—¿No te parece raro, Gaspard, que las novelas para robots estén escritas por seres vivos, como yo mismo, mientras los humanos leen historias escritas por máquinas? Un historiador podría ver en eso la diferencia entre una raza joven y una raza decadente.
—¿Te consideras a ti mismo…? —empezó a decir Gaspard, enfadado, pero se interrumpió a media frase. Había estado a punto de decir: «¿Te consideras a ti mismo un ser vivo cuando estás hecho de hojalata?». Lo cual habría sido, no sólo descortés e inexacto (los robots llevan tan poca hojalata como la mayoría de envases de hojalata), sino básicamente falso. Zane estaba mucho más vivo que nueve de cada diez humanos de carne y hueso.
El robot esperó unos segundos, y luego continuó:
—Para un observador imparcial como yo, está claro como el cristal que hay un mucho de vicio en la afición humana a esa clase de lectura. Cuando uno de vosotros abre un libro salido de una máquina redactora parece entrar en trance, como si hubiera tomado una gran dosis de droga. ¿Te has preguntado alguna vez por qué las máquinas redactoras no pueden escribir nada que no sea ficción, nada auténtico? Naturalmente, no me refiero a las autobiografías, ni a tratados de edificación moral, ¿te has preguntado por qué los robots no aprecian el mecalingua, por qué no les dice nada? Incluso yo lo encuentro incoherente, ¿sabes?
—¡Tal vez sea demasiado sutil para ellos…, y también para ti! —estalló Gaspard, exasperado por aquella crítica de su distracción preferida, y todavía más por el desdén que Zane demostraba hacia las máquinas que él reverenciaba—. ¡Deja de pincharme, Zane!
—Tranquilízate, viejo tejidos, no se te vaya a reventar una arteria —dijo Zane en tono conciliador, y volvió a dedicar su atención al libro negro.
Sonó el teléfono. Gaspard descolgó maquinalmente, vaciló, y luego se lo pegó al oído.
—¡Flaxman al habla! —ladró una voz—. ¿Dónde está mi cerebro? ¿Qué ha pasado con los dos gaznápiros que he enviado ahí?
Mientras Gaspard buscaba en su mente una respuesta adecuada, brotó del teléfono una serie de golpes, estampidos, aullidos y gemidos. Cuando cesó el jaleo hubo un momentáneo silencio; luego, una voz aguda dijo en tono cantarín de telefonista:
—Rocket House. Habla la señorita Jilligan, de parte del señor Flaxman. ¿Quién está al aparato, por favor?
Pero Gaspard reconoció la voz, gracias a una infinita serie de recuerdos íntimos. Era la de Eloísa Ibsen.
—Revólver Siete, de los Vengadores de las Máquinas Redactoras, hablando de parte del Dogal —respondió, improvisando rápidamente. Para disfrazar su propia voz, habló ronco, en tono de velada amenaza—. ¡Protejan la oficina con barricadas! La conocida nihilista Eloísa Ibsen se acerca con un grupo de escritores armados. Acabamos de enviar un Escuadrón de Venganza para que se las entienda con ella.
—Dé contraorden a ese Escuadrón de Venganza, por favor, Revólver Siete —replicó sin vacilar la voz de la «telefonista»—. La Ibsen en cuestión ha sido detenida y entregada al gobierno… ¡Eh! ¿No eres Gaspard? No le había dicho a nadie más lo del nihilismo.
Gaspard emitió una carcajada capaz de helar la sangre.
—¡Gaspard de la Nuit ha muerto! ¡Perezcan como él todos los escritores! —gruñó, y colgó.
Se volvió hacia el robot, que leía con avidez.
—Hemos de regresar a la Rocket House en seguida, Zane —dijo—. Eloísa… En aquel momento, la muchacha de la falda corta volvió a presentarse en la habitación llevando un enorme paquete bajo cada brazo.
—Cállense y ayúdenme con estos paquetes —ordenó.
—Ahora no tenemos tiempo —replicó Gaspard—. Zane, aparta tu pico azul de ese libro y escucha…
—¡Silencio! —rugió la muchacha—. ¡Si se me caen estos paquetes, les corto el cuello con un serrucho!
—De acuerdo, de acuerdo —capituló Gaspard, sobresaltado—. Pero ¿qué son? ¿Regalos de Navidad, o huevos de Pascua, tal vez?
Uno de los paquetes era rectangular y venía envuelto en papel a franjas rojas y verdes, atado con una cinta plateada. El otro tenía forma de huevo y estaba envuelto en papel dorado con grandes lunares de color púrpura, atado con una ancha cinta púrpura con un gran lazo.
—No; es el Día del Trabajo… para usted —le respondió la muchacha, entregándole el huevo—. Cargue con éste. Tenga mucho cuidado. Es pesado y muy frágil.
Gaspard asintió y miró con cierto respeto a la muchacha cuando recibió el peso. Habiéndolo transportado con un solo brazo, la joven debía ser más fuerte de lo que parecía.
—Supongo que esto es «el cerebro» que ha pedido Flaxman… —dijo Gaspard.
La muchacha asintió.
—¡Cuidado, no lo sacuda!
—Si es un mecanismo tan delicado, será mejor que no lo llevemos a la Rocket House ahora —dijo Gaspard—. Algunos escritores han iniciado otro jaleo allí. Acabo de recibir una llamada.
La muchacha pareció dudar unos instantes y luego meneó la cabeza.
—No, iremos ahora mismo y lo llevaremos con nosotros. Estoy segura de que en la Rocket House les hace mucha falta un cerebro. Me he tomado muchas molestias preparando este desplazamiento, y no pienso echarme atrás. Además, prometí enviarlo.
Gaspard tragó saliva, sin saber qué partido tomar.
—Oiga —dijo—, ¿acaso pretende que lo que hay dentro de este paquete está vivo?
—¡No lo incline demasiado! Y deje de hacer preguntas tontas. Dígale a su amigo de metal que coja este otro paquete. Son accesorios para el cerebro.
—Mira esto, Gaspard —exclamó Zane de pronto, irguiéndose y poniendo el libro negro ante los ojos de Gaspard—. ¡Robots judíos! ¡Es cierto! Los golems eran robots judíos, hechos de arcilla y accionados por medios mágicos, pero robots al fin y al cabo, ¡por san Carolo! Nunca había imaginado que nuestra historia se remontara…
Observó la situación que se había desarrollado mientras él estaba absorto con el libro, permaneció inmóvil varios segundos mientras procuraba serenar sus mecanismos, y luego tomó el paquete rojo y verde de manos de la muchacha diciendo:
—Disculpe, señorita. Estoy a su servicio.
—Y eso, ¿para qué es? —preguntó Gaspard. Se refería a una pequeña pistola que la muchacha había ocultado bajo el segundo paquete—. ¡Ah! Ya entiendo: usted será nuestra guardaespaldas.
—Ni hablar —dijo la muchacha con brusquedad, empuñando el arma—. Yo me limitaré a seguirle, señor. Y si deja caer ese huevo de Pascua, tal vez debido a que alguien trata de cortarle el pescuezo, le dispararé en la nuca, en el mismo centro del bulbo raquídeo. Pero no se preocupe, no sufrirá usted nada.
—De acuerdo, de acuerdo —se apresuró a decir Gaspard, mientras se ponía en marcha—. Pero ¿dónde está la enfermera Bishop?
—Vaya pensándolo mientras permanece atento a las pieles de plátano —dijo la muchacha.