La estancia carecía de ventanas, iluminada sólo por el resplandor de media docena de pantallas de televisión colocadas, al menos aparentemente, sin orden ni concierto. Las imágenes que aparecían en las pantallas eran insólitamente agradables: estrellas, naves espaciales, paramecios, personas y simples páginas impresas. Casi todo el centro y una pared de la estancia estaban ocupadas por mesas donde se habían instalado las pantallas de televisión y algunos instrumentos. Las otras tres paredes estaban irregularmente atestadas de pequeños estantes fijados a diferentes alturas, sobre los cuales reposaban unos huevos de plata oscura, de tamaño algo superior al de una cabeza humana. Era una plata extraña. Hacía pensar en nieblas y claros de luna, hermosos cabellos blancos, monedas antiguas a la luz de las velas, alcobas de mujer, frascos de perfume, el espejo de una princesa, un antifaz de Pierrot, la armadura de un príncipe-poeta.
La habitación sugería rápidas secuencias de impresiones. En un momento dado era un criadero fantástico, una incubadora de robots sacada de un cuento de hadas, la madriguera de un brujo llena de infames trofeos, la exposición de un escultor en metal; y poco después parecía que los huevos plateados eran cabezas, inclinadas en silenciosa comunión, de alguna raza metálica.
Esta última impresión se acrecentaba porque cerca de la base de cada huevo, en el extremo más estrecho, había tres manchas oscuras, dos arriba y una abajo, que sugerían un rudimentario triángulo ojos-boca bajo una frente enorme y lisa. Vistos de cerca, aquellos puntos oscuros resultaban ser tres simples enchufes, la mayoría vacíos, aunque algunos tenían conectados cables eléctricos procedentes de otros instrumentos. Éstos eran de muy diversos modelos, pero al mirar con detenimiento la instalación, se descubría que el enchufe superior derecho del huevo estaba siempre conectado a una pequeña telecámara; el superior izquierdo, a una especie de micrófono u otro captador de sonido, y el inferior a un pequeño altavoz. Había excepciones: a veces, el enchufe inferior de un huevo estaba directamente conectado al superior izquierdo de otro huevo. Era como una comunicación de boca a oreja.
Una inspección aún más atenta habría revelado unas incisiones circulares muy finas en la parte superior de los huevos. Las incisiones formaban dos círculos concéntricos, y su disposición sugería que cada una de las coronas circulares podía desenroscarse.
Si alguien hubiera tocado uno de los huevos de plata (después de las naturales vacilaciones), al principio habría creído notarlo caliente, y no frío como suele ser el tacto del metal. En realidad, su temperatura era semejante a la de la sangre humana. Y si ese alguien tuviera las yemas de los dedos sensibles a las vibraciones, y las hubiera apoyado unos instantes sobre el liso metal, habría captado una leve y continua pulsación al mismo ritmo del corazón humano.
Una mujer de bata blanca apoyaba su cadera izquierda en el borde de una de las mesas, con el busto relajado y la cabeza inclinada, como si se tomara un breve descanso. Resultaba difícil calcular su edad en aquella penumbra y detrás de la mascarilla blanca, que sólo le dejaba al descubierto los ojos. Al costado, sujeta por medio de una correa, llevaba una gran bandeja que sujetaba también con la mano izquierda. En ella descansaban varios platos de cristal llenos de un líquido claro y aromático. Casi la mitad de ellos contenían unos pesados discos metálicos de periferia roscada. Esos discos tenían el mismo diámetro que las fontanelas pequeñas de los huevos de plata.
Sobre la mesa, cerca de la inclinada cabeza de la mujer, había un micrófono. Estaba conectado a un huevo algo más pequeño que los demás. En el enchufe-boca de este huevo podía verse un altavoz.
Estaban hablando; el huevo en tono zumbante y monótono, como si pudiera controlar las palabras pero no su entonación, y la mujer con acento cansado y casi tan monótono como el del huevo.
Mujer: Duerme, pequeño, duerme.
Huevo: No puedo dormir. Hace cien años que no he dormido.
Mujer: Entonces, hipnotízate.
Huevo: No puedo hipnotizarme.
Mujer: Puedes hacerlo si te lo propones, pequeño.
Huevo: Lo intentaré si me das la vuelta.
Mujer: Te di la vuelta ayer.
Huevo: Dame la vuelta. Tengo cáncer.
Mujer: Tú no puedes tener cáncer, pequeño.
Huevo: Si que puedo. Soy muy listo. Enchufa mi ojo y dale la vuelta para que pueda verme.
Mujer: Acabas de hacerlo. Demasiado a menudo no resulta divertido, pequeño. ¿Quieres mirar dibujos? ¿Quieres leer?
Huevo: No.
Mujer: ¿Quieres hablar con alguien? ¿Quieres hablar con el Número Cuatro?
Huevo: El Número Cuatro es un idiota.
Mujer: ¿Quieres hablar con el Número Seis?
Huevo: No. Déjame verte mientras te bañas.
Mujer: Ahora no, pequeño. Tengo prisa. He de alimentar a tus compañeros y marcharme en seguida.
Huevo: ¿Por qué?
Mujer: Negocios, pequeño.
Huevo: No. Ya sé por qué tienes prisa.
Mujer: ¿Por qué, pequeño?
Huevo: Tienes prisa porque vas a morirte.
Mujer: Supongo que me moriré algún día.
Huevo: Yo no moriré. Soy inmortal.
Mujer: Yo también soy inmortal en la iglesia.
Huevo: Pero no en casa.
Mujer: No, pequeño.
Huevo: Yo sí. Telepatíame algo, penetra en mi mente.
Mujer: Temo que la telepatía no existe, pequeño.
Huevo: Existe. Inténtalo. Basta proponérselo.
Mujer: Si la telepatía existiera, tus compañeros podrían utilizarla.
Huevo: Nosotros estamos en conserva, enlatados, pero tú estás fuera, en el ancho y cálido mundo. Inténtalo una vez más.
Mujer: No puedo. Estoy demasiado cansada.
Huevo: Podrías hacerlo si quisieras.
Mujer: No tengo tiempo, pequeño. Tengo prisa. He de alimentar a tus compañeros antes de salir.
Huevo: ¿Por qué?
Mujer: Negocios, pequeño.
Huevo: ¿Qué clase de negocios?
Mujer: El jefe me ha llamado. ¿Quieres venir, Media Pinta?
Huevo: Eso no son negocios. Es una lata. No.
Mujer: Vamos, Media Pinta. Podrás demostrar lo listo que eres.
Huevo: ¿Cuándo? ¿Ahora mismo?
Mujer: Casi. Dentro de media hora.
Huevo: Media hora es como medio año. No.
Mujer: Vamos, Media Pinta. Hazlo por mamá. El jefe pide un cerebro.
Huevo: Llévate a Robín. Se ha vuelto loco. Se divertirán con él.
Mujer: ¿Hasta qué punto está loco?
Huevo: Más o menos como yo. Anda, báñate. Tienes seis meses de tiempo. Quítate la ropa y enséñame lo que tienes debajo. A pelo, a pelo.
Mujer: Cambia el rollo, Media Pinta, o te doy un empujón.
Huevo: Adelante. Ojalá me caiga al suelo.
Mujer: Tú no te caerás, pequeño.
Huevo: Si caeré, mamá. Como Humpty Dumpty.
La mujer suspiró debajo de su mascarilla blanca, meneó la cabeza y se irguió.
—Mira, Media Pinta —dijo—. No quieres dormir, ni autohipnotizarte, ni hablar, ni dar un paseo. ¿Quieres mirar mientras alimento a los demás?
—De acuerdo. Pero enchufa el ojo en mi oído, es más divertido así.
—No, pequeño; eso es vicio.
Conectó una cámara de televisión al enchufe superior derecho del huevo, desenchufando al mismo tiempo su altavoz con un rápido tirón al cable. Apoyando en su cintura la bandeja, la mujer tocó otro huevo con las yemas de los dedos. Puso los ojos en blanco por encima de la mascarilla mientras calculaba la temperatura del metal y cronometraba las pulsaciones de la diminuta bomba a isótopos instalada en la fontanela grande. Luego apretó la pequeña con el pulgar y el índice de la otra mano y la hizo girar. La fontanela se alzó lentamente. La mujer la cogió cuando quedó completamente desenroscada y la metió en uno de los platos de su bandeja. Tomando otro disco, lo encajó en la fontanela abierta y se dirigió hacia el siguiente huevo, sin entretenerse en mirar cómo giraba el disco hasta quedar ajustado.
Había colocado todos los recambios de su bandeja cuando tintineó un sol-sol-do.
La mujer exclamó:
—¡Marchaos al diablo y dejadme en paz!