9

En el lavadero de su buhardilla-apartamento, tapizado en caucho sintético imitando nudosa madera de pino, Eloísa Ibsen untaba crema en el lastimado trasero de Hornero Hemingway.

—No aprietes, muñeca. Me duele mucho —advirtió el atlético escritor.

—Vamos, vamos, no seas chiquillo —replicó la caprichosa escritora.

—¡Aaah! Eso está mejor… Ahora el paño de seda, muñeca.

—En seguida. ¡Caray! Tienes un hermoso cuerpo, Hornero. Sólo de mirarlo noto… algo raro.

—¿De veras, muñeca? Mira, creo que podría beber un poco de leche caliente dentro de cinco minutos.

—Déjate de leche. Sí, de veras, me entra… algo. Hornero, vamos a…

Le murmuró la sugerencia al oído.

El robusto escritor se apartó de ella.

—¡Ni hablar, muñeca! Antes tengo que recuperarme de ese trauma. Esto le deja a uno sin fuerzas.

—Podríamos buscar una postura más cómoda para ti. En cuclillas, por ejemplo…

—En esa postura se pierde la energía tántrica. Y no vuelvas a echarme el aliento en el oído de ese modo, me has dejado sordo. —Hornero mulló la almohada y apoyó en ella su mejilla—. Además, no estoy de humor para eso.

Eloísa se incorporó y empezó a pasear nerviosamente de un lado a otro.

—Narices, eres peor que Gaspard. Él siempre estaba de humor, aunque sus recursos fueran limitados.

—Deja de pensar en ese mequetrefe —dijo Hornero, soñoliento—. Viste cómo le zurraba, ¿no es cierto?

Eloísa siguió midiendo el cuarto a grandes pasos.

—Gaspard era un mequetrefe —dijo, analítica—, pero tenía una mente astuta, o no habría sido capaz de ocultarme que era un esquirol. Y nunca lo hubiera sido, si no le hubiera parecido más conveniente que alinearse con el sindicato. Gaspard es holgazán, pero no está loco.

—La última muñeca que tuve solía servirme puntualmente mi leche caliente —observó Hornero desde la mesa de masaje.

Eloísa apresuró el paso.

—Apuesto a que Gaspard ha sabido por Flaxman y Cullingham que la Rocket House oculta un as en la manga para derrotar a los escritores… y a los demás editores. Por eso no se molestó en proteger sus máquinas de redactar. Apuesto a que el muy canalla está sentado ahora mismo en la oficina de Flaxman y Cullingham, riéndose de nosotros.

—Y la muñeca que me servía mi leche no andaba todo el tiempo de un lado a otro hablando a solas —comentó de nuevo Hornero.

Eloísa dejó de pasear y le miró.

—Bueno, supongo que ella no pasaba mucho tiempo en la cama contigo sacándote la energía tántrica. Desengáñate, Hornero, no pienso colgarme en un armario ni sentarme junto al fogón a calentar tus biberones, aunque esa última muñeca tuya de pelvis subdesarrollada lo hiciera. Cuando me posees a mí, Hornero, posees una mujer de cuerpo entero.

—Lo sé, muñeca —replicó Hornero con cierto acaloramiento—. Y tú un hombre de cuerpo entero.

—No sé… —dijo Eloísa—. Dejaste que ese robot amigo de Gaspard te azotara como si fueras un niño.

—Eso no es justo, muñeca —protestó Hornero—. Esos bichos de hojalata son capaces de matar al hombre más fuerte del mundo. Harían pedazos a Hércules… o a cualquier héroe de las antiguas películas.

—Supongo que si —dijo Eloísa. Se acercó a la mesa—. Pero ¿no te gustaría volver a zurrar a Gaspard, aunque sólo fuera por lo que te hizo el robot? Vamos, Hornero. Llamemos a los aprendices y asaltemos la Rocket House ahora mismo. Quiero ver la cara de Gaspard cuando aparezcas.

Hornero lo pensó un par de segundos.

—Ni hablar, muñeca —decidió al fin—. Debo cuidarme el físico. Volveré a zurrar a Gaspard dentro de tres o cuatro días, si quieres que lo haga.

Eloísa se inclinó hacia él.

—Quiero que lo hagas ahora mismo —exigió—. Nos llevaremos unas cuantas cuerdas, ataremos a Flaxman y a Cullingham y les asustaremos.

—La cosa empieza a interesarme, muñeca. Me gustan los juegos a base de atar a la gente.

Eloísa dejó oír una risita ahogada.

—A mi también —dijo—. Un día de éstos, Hornero, voy a atarte a esta mesa.

El robusto escritor frunció el ceño.

—No seas vulgar, muñeca.

—Bueno, ¿qué me dices de la Rocket House? ¿Lo hacemos o no?

Hornero habló enfáticamente:

—La respuesta es negativa, muñeca.

Eloísa se encogió de hombros.

—Bueno, si tú dices que no, es que no.

Reanudó sus paseos de un lado a otro del cuarto.

—Nunca confié realmente en Gaspard —se dirigió a una mancha de la pared—. Se drogaba con libros y sentía un afecto anormal hacía las máquinas. ¿Cómo puede una fiarse de un escritor que lee tanto y ni siquiera quiere escribir un libro por su cuenta?

—¿Y qué me dices de ti, muñeca? —intervino Hornero—. ¿Vas a escribir un libro? Si lo hicieras, yo podría echar una siesta.

—Ahora, no. Estoy demasiado excitada. Pero recuérdame que alquile una máquina de interpretar. Lo escribiré mañana por la tarde.

Hornero meneó la cabeza.

—No entiendo a los individuos que se creen capaces de escribir libros. Con las máquinas es distinto porque de ellas puede esperarse cualquier cosa. Pero yo me pongo en el lugar de otro, y, francamente, no lo entiendo. Por eso me pregunto: ¿Acaso creen que están construidos como las máquinas redactoras, llenos de alambres plateados, de relés y de descomunales bancos de memoria, en vez de antiguos y excelentes músculos? Eso estaría bien para un robot, pero en un hombre resulta morboso.

—Hornero —dijo Eloísa amablemente, sin dejar de pasear—, un ser humano tiene un sistema nervioso muy complejo y un cerebro con miles de millones de células nerviosas.

—¿De veras, muñeca? Un día de éstos tendré que refrescar mi memoria sobre todo eso. —Su rostro asumió una expresión más seria—. Hay muchas cosas en el mundo. Cosas misteriosas. Como ese empleo que me ofrecen siempre los Estibadores de Bahía Verde. En momentos como éste me siento tentado a aceptar.

—Recuerda que eres un escritor, Hornero —dijo Eloísa en tono de reproche.

Hornero asintió con una alegre sonrisa.

—Es cierto, muñeca. Y tengo un físico más espléndido que todos ellos. Al menos, así figura en las sobrecubiertas de mis libros.

Eloísa se dirigió de nuevo a la mancha de la pared mientras paseaba:

—Hablando de robots, uno de los vicios de Gaspard era su afición a los robots. Aficionado a los libros, aficionado a los robots, aficionado a las máquinas redactoras, aficionado a los editores, aficionado a las mujeres cuando tenía tiempo para ello. Aficionado también a adquirir conocimientos. Se drogaba con intelectualismos. Pero no concebía la acción por puro amor a la acción.

—Muñeca, ¿de dónde sacas tantas energías? —inquirió Hornero, quejumbroso—. Después de lo de esta mañana, deberías estar agotada. Yo lo estoy, incluso prescindiendo de mis lesiones.

—Hornero, una mujer tiene recursos de los que el hombre carece —dijo Eloísa con sensatez—. Especialmente una mujer frustrada.

—Sí, lo sé, muñeca. Tiene una capa de grasa que conserva el calor de su cuerpo durante la natación de fondo. Y su útero es más fuerte, centímetro a centímetro cuadrado, que cualquier músculo de un hombre.

—Puedes apostar a que sí, gallina —dijo Eloísa, pero Hornero estaba distraído.

—A menudo me pregunto… —empezó a decir, y se interrumpió.

—…, si no existe algún procedimiento para que la mujer haga toda la faena en la cama con su útero —terminó la frase Eloísa.

—Me estás tomando el pelo, muñeca —dijo Hornero, muy serio—. Mira, si te sobran tantas energías, ¿por qué no vas al cuartel general y te pones en contacto con «El Verbo»? El Comité de Acción tendrá alguna tarea para ti. En cualquier caso, puedes explicarles tus problemas. Yo necesito descansar.

—El Comité de Acción no es bastante activo para mi —dijo Eloísa—. Y, desde luego, no pienso compartir mis ideas acerca de la Rocket House con esos tahúres del sindicato. Sin embargo acabas de darme una idea —agregó mirando a Hornero fijamente a los ojos. Y empezó a desnudarse.

Hornero se volvió deliberadamente de espaldas, reuniendo fuerzas para soportar el impacto de un beso en la nuca. Pero el beso no llegó. De pronto, intrigado por un leve tintineo, se volvió de nuevo y vio a Eloísa vestida con unos pantalones grises muy holgados y un jersey de talle corto y manga larga. En aquel momento se estaba abrochando un pesado collar que despedía reflejos grisáceos.

—¡Eh! Nunca había visto eso —observó Hornero—. ¿Qué son? ¿Nueces de plata?

—No son nueces —respondió Eloísa secamente—. Son pequeños cráneos humanos de plata. Es mi collar de caza.

—Muy morboso, muñeca —criticó Hornero—. ¿Qué piensas cazar?

Eloísa respondió con malignidad;

—Niños. Niños varones de ochenta kilos, veinte kilos más o menos. He renunciado a los hombres. No te enfades, Hornero —se apresuró a añadir—, no me refiero a ti.

Se acercó de nuevo a la mesa.

—Hornero —agregó en tono solemne—, hay una cosa que debo decirte. Quería dejarte descansar para que te curases pronto y volvieras a ponerte en forma, pero temo que no va a ser posible. Me ha informado una fuente secreta pero digna de todo crédito que la Rocket House se dispone a producir libros sin máquinas de redactar. Sé de buena tinta que ahora mismo Flaxman y Cullingham están contratando a todos los escritores importantes de las demás editoriales para que firmen esos libros. Sólo tendrán sobrecubiertas los escritores de la Rocket House. ¿De veras quieres quedar al margen?

Hornero Hemingway se bajó de la mesa como un cohete.

—¡Dame mi traje de marinero mediterráneo! El oreado por el viento con sombreados violeta, muñeca —ordenó rápidamente el robusto escritor, cuyo ceño fruncido revelaba una profunda concentración mental—. Y mis viejos zapatos de lona de marinero. Y mi vieja gorra de capitán. ¡Date prisa!

—¡Pero Hornero! —protestó Eloísa, desconcertada por el inesperado éxito de su estratagema—. ¿Qué pasará con tu trasero abrasado?

El ingenioso maestro escritor explicó:

—En mi botiquín, muñeca, tengo un protector nalguero de plástico transparente, transpirable, flexible, de base adhesiva, precisamente diseñado para esta clase de apuros.