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—Gaspard —continuó la mitad más alta y más delgada de la Rocket House cuando logró dominarse—, es usted sin duda alguna el idealista más despistado que se haya colado en un sindicato conservador. Atengámonos a los hechos: las máquinas redactoras ni siquiera eran robots, no estaban vivas; hablar de asesinato es simple poesía. Fueron construidas por hombres y eran dirigidas por hombres. Sus arcanos eléctricos eran supervisados por hombres, yo mismo entre ellos, lo mismo que los escritores antiguos debían dirigir las actividades de sus propias mentes…, generalmente de un modo bastante ineficaz.

—Bueno, aquellos hombres tenían al menos mentes subconscientes —dijo Gaspard—. No estoy seguro de que las tengamos ahora. Desde luego, no son lo bastante fértiles como para diseñar nuevas máquinas de redactar y llenar sus bancos de memoria.

—Sin embargo, es un punto muy interesante —insistió Cullingham suavemente—, y conviene no perderlo de vista, al margen de los recursos que podamos arbitrar para hacer frente a la crisis literaria que se avecina. Muchas personas creen que las máquinas de redactar fueron inventadas y adoptadas por los editores porque la mente de un solo escritor ya no podía contener la enorme cantidad de materia prima necesaria para producir una obra de ficción convincente, puesto que el mundo y la sociedad humana habían llegado a ser demasiado complejos para que los comprendiera una sola persona. ¡Tonterías! Las máquinas redactoras fueron adoptadas porque eran más rentables desde el punto de vista editorial.

»A fines del siglo XX, casi todas las novelas eran escritas por un reducido número de editores importantes. Me refiero a que ellos proporcionaban los temas, las estructuras, los tratamientos estilísticos, los efectos clave; y los escritores se limitaban a poner el material de relleno. Naturalmente, una máquina que pudiera ser instalada en un lugar fijo era muchísimo más rentable que una bandada de escritores galopando de un lado a otro, cambiando de editores, organizándose en sindicatos y gremios, exigiendo porcentajes más elevados, teniendo neurosis y coches deportivos, amantes e hijos neuróticos, creando continuos problemas e incluso tratando de introducir absurdas ideas propias en las perfectas sugerencias narrativas del editor.

»De hecho, a tal punto eran más rentables las máquinas que los escritores, que éstos podían ser mantenidos como elemento decorativo… Pero los sindicatos de escritores tenían mucha fuerza, y se hizo inevitable pactar con ellos.

»Todo esto simplemente subraya mi argumentación principal: las dos componentes de la literatura son la vulgar rutina del oficio y la dirección o programación inspiradora. Estas dos actividades son por completo independientes, y es preferible que sean confiadas a dos personas o mecanismos distintos. En justicia, el nombre del genio directivo, que hoy recibe más el nombre de programador que el de editor, debería aparecer siempre junto a los del autor-figurón de la máquina redactora… Pero me he apartado del punto clave: o sea, que en último término todo depende de la capacidad directiva del hombre.

—Es posible, señor Cullingham —confesó Gaspard de mala gana—. Y admito que usted era un programador bastante bueno, si la programación es algo tan difícil e importante como usted dice… Cosa que sinceramente dudo. ¿Acaso no se crearon todos los programas básicos al mismo tiempo que las máquinas de redactar?

Cullingham meneó la cabeza y esbozó un encogimiento de hombros.

—De todas formas —continuó Gaspard—, siempre pensé que la Magistral Whittlesey IV había escrito tres bestsellers y una novela de ciencia-ficción sin ninguna programación. Tal vez eran ejemplares de promoción, me dirá usted, pero no lo creeré hasta que se me demuestre…

El tono amargo volvió a su voz:

—Y creeré que mis compañeros pueden escribir libros cuando los vea y llegue a la página dos. Han perdido meses enteros charlando, mas yo esperaré hasta que la inspiración descienda sobre sus «camas redondas» y las palabras empiecen a brotar…

—Perdone, Gaspard —intervino Flaxman—, pero ¿le importaría desconectar lo emocional y sintonizar lo positivo? Me gustaría conocer más detalles de la algarada en el Paseo. ¿Qué ha pasado con las propiedades de Rocket?, por ejemplo

Gaspard se irguió.

—Bueno —dijo con malhumor—, todas sus máquinas de redactar están destrozadas y sin la menor posibilidad de reparación. Eso es todo.

Flaxman chasqueó la lengua y meneó la cabeza.

—Horrible —le secundó Cullingham.

Gaspard miró alternativamente a los dos socios, con profunda e intrigada desconfianza. Aquellos débiles esfuerzos por aparentar contrariedad confirmaron su impresión de hallarse ante dos intrigantes dotados de una astucia poco común.

—¿Me han entendido? —dijo—. Voy a repetírselo. Sus tres máquinas de redactar han sido destrozadas: una por una bomba y las otras dos por un lanzallamas. —Sus ojos se desorbitaron al recordar la escena—. Fue un asesinato, señor Flaxman, un horrible asesinato. ¿Conocía usted a la que llamábamos Rocky? ¿La Fraseadora Rocky? No era más que un Cerebro Electrónico Cartoné Harper, reconstruido en 2007 y 2049, pero nunca me perdía un libro elaborado por ella… Pues tuve que presenciar cómo la vieja Rocky se retorcía entre las llamas. El nuevo fulano de mi antigua novia manejaba el lanzallamas.

—¡Vaya por Dios! El nuevo fulano de su exnovia —dijo Flaxman, logrando aparecer preocupado y sonriente al mismo tiempo. La serenidad de aquellos dos hombres resultaba asombrosa.

Gaspard asintió con violencia.

—¡El gran Hornero Hemingway, dicho sea de paso! —les gritó, tratando de provocar una reacción violenta—. Pero Zane Gort le calentó bien el trasero con el mismo tubo del lanzallamas.

Flaxman meneó de nuevo la cabeza.

—Mundo ruin —murmuró—. Gaspard, es usted un héroe. Los otros escritores están despedidos, pero nosotros le aumentaremos a usted el quince por ciento del sueldo base. Aunque no me gusta eso de que uno de nuestros autores robot haya lastimado a un humano. ¡Ese Zane! En su calidad de trabajador autónomo, tendrá que correr con las costas de cualquier demanda que sea presentada contra Rocket House. Está previsto en su contrato.

—Hornero Hemingway merecía los azotes que Zane le propinó —protestó Gaspard—. El muy sádico utilizó su lanzallamas contra la señorita Rubores.

Cullingham miró a su alrededor con aire desconcertado.

—Se refiere a la róbix de color rosa que Zane y él han traído aquí —explicó Flaxman—. Es una de las róbix que el nuevo gobierno utiliza para la censura… —Meneó la cabeza con ancha sonrisa—. Así pues, ahora la verdad desnuda es que tenemos un censor sin originales para su lápiz rojo. ¿No es el colmo de la ironía? Es un caso descojonante, desde luego. Creí que conocías a la señorita Rubores, Cully.

En aquel momento, resonó detrás de ellos una voz chillona y soñolienta:

—Objeción a desnudez de la verdad; corregir frase. Suprimir «descojonante». Sustituir «conocías» por «te habían presentado»… ¡Ay! ¿Dónde estoy? ¿Qué me ha pasado?

La señorita Rubores se incorporaba y hacía entrechocar sus pinzas. Arrodillado junto a ella, Zane Gort frotaba suavemente su chamuscado costado con una esponja húmeda: la fea mancha casi había desaparecido. Zane metió la esponja en una pequeña cavidad de su propio pecho mientras sostenía a la róbix con un brazo.

—Tranquilízate —dijo—. Todo va bien. Estás entre amigos.

—¿De veras? ¿Cómo puedo estar segura? —Se apartó de él, se palpó a si misma y cerró apresuradamente varias tapaderas—. ¿Qué has hecho conmigo? He estado tendida aquí, exhibiéndome. ¡Esos humanos me han visto con mis enchufes destapados!

—Era necesario —le aseguró Zane—. Necesitabas electricidad y otros cuidados. Has pasado un mal rato. Ahora debes descansar.

—¡Otros cuidados! —chilló la señorita Rubores—. ¿Qué pretendías al exhibirme a la lúbrica curiosidad de esos humanos?

—Señorita, le aseguro que somos unos caballeros —intervino Flaxman—. Ninguno de nosotros ha mirado… Aunque debo confesar que es usted una róbix realmente atractiva: si los libros de Zane llevaran sobrecubiertas, le pediría que posara para una de ellas.

—¡Sí, con mis portillos abiertos de par en par y mis orificios de engrase destapados, supongo! —exclamó la señorita Rubores, escandalizada.