La Rocket House se alza al final del Paseo de la Lectoría, lejos del punto donde la Calle del Sueño cambia su nombre por el de Callejón dela Pesadilla.
Antes de cinco minutos, desde que decidieron buscar ayuda y explicaciones en aquel lugar, Gaspard de la Nuit y Zane Gort subían con su camilla y su esbelta carga rosada por una escalera mecánica averiada. Gaspard iba ahora delante y Zane detrás, corriendo a cargo del robot el pesado trabajo de sostener la camilla por encima de su cabeza para que la señorita Rubores permaneciera en posición horizontal.
—Me parece que hemos hecho el viaje inútilmente —dijo Gaspard—. El corte de corriente ha alcanzado a esta zona. Desde luego, a juzgar por los destrozos de la planta baja, los escritores han estado aquí.
—Animo, socio —respondió Zane en tono optimista—. Si mal no recuerdo, la parte alta del edificio depende de otra central.
Gaspard se detuvo ante una puerta de aspecto vulgar y donde se leía «Flaxman», y debajo, «Cullingham». Dobló la rodilla derecha hacia arriba y apretó un pulsador situado a la altura de su cintura. Al ver que no ocurría nada golpeó furiosamente la puerta con la planta del pie. Se abrió de par en par, revelando una oficina amplia y amueblada con lujosa sencillez. Detrás de un doble escritorio, que era como dos medias lunas unidas —semejaba el arco de Cupido—, estaban sentados un hombre bajito y moreno, con ancha sonrisa de enérgica eficacia, y un hombre alto y rubio con leve sonrisa de eficacia deteriorada. Parecían disfrutar de una tranquila conversación. Extraña ocupación, pensó Gaspard, para dos hombres que probablemente acababan de sufrir un serio descalabro comercial. Ellos se volvieron hacia los recién llegados con cierta sorpresa —el hombre bajito y moreno se sobresaltó un poco—, pero sin dar muestras de disgusto.
Gaspard entró en la oficina sin pronunciar palabra. A una señal del robot, dejaron suavemente la camilla en el suelo.
—¿Crees que podrás cuidar de ella ahora, Zane? —preguntó Gaspard.
El robot, tras aplicar sus pinzas a un enchufe de la pared, asintió.
—Por fin tenemos electricidad —dijo—, es lo único que necesito.
Gaspard se acercó al doble escritorio. Mientras recorría aquella corta distancia recordó las impresiones de las últimas dos horas: los vociferantes escritores, los insultos de Eloísa, los petardos de Hornero y el puñetazo del gran gaznápiro. Y, por encima de todo, el hedor de libros quemados y de máquinas redactoras voladas con cargas explosivas. El resultado fue un tipo de emoción con el que no estaba familiarizado: la rabia. Aquello le pareció a Gaspard el combustible que había buscado toda su vida. Apoyó firmemente las palmas de las manos sobre el extravagante escritorio e inquirió con voz que distaba mucho de ser amistosa:
—¿Y bien?
—¿Y bien qué, Gaspard? —preguntó a su vez el hombre bajito y moreno, con aire distraído. Estaba garabateando sobre una hoja de papel gris plata, llenándolo de óvalos de bordes muy negros, algunos de ellos adornados con rizos y lazos como huevos de Pascua.
—Quiero decir que dónde estaban ustedes cuando esos hombres destrozaron las máquinas de redactar. —Gaspard dio un puñetazo en el escritorio. El hombre bajito y moreno se sobresaltó de nuevo, aunque no demasiado. Gaspard continuó:
—Mire, señor Flaxman. Usted y el señor Cullingham —señaló con un gesto al hombre alto y rubio— son la Rocket House. Para mí, eso significa algo más que propiedad o poder, significa responsabilidad, lealtad. ¿Por qué no estaban allí, luchando para salvar sus máquinas? ¿Por qué nos dejaron esa tarea a un robot leal y a mí?
Flaxman se echó a reír cordialmente,
—¿Por qué estaba usted allí, Gaspard? De nuestra parte, quiero decir… Ha sido muy amable y todo eso, ¡gracias! Pero me parece que ha actuado contra lo que su sindicato considera más beneficioso para su profesión.
—¡Profesión! —exclamó Gaspard, como si escupiera la palabra—. ¡Sinceramente, señor Flaxman, no comprendo que honre usted con el nombre de profesionales a esa pandilla de ratas, ni que se muestre tan magnánimo con ellos!
—Vaya, vaya, Gaspard… ¿Dónde está su propia lealtad? Me refiero a la de melenudo a melenudo.
Con un gesto brusco, Gaspard se apartó de la frente unos mechones oscuros y rizados.
—Cambie el disco, señor Flaxman. Sí, llevo el pelo largo, por lo mismo que llevo este hábito de monje italiano. Todo forma parte del trabajo, figura en mi contrato. Es lo que un escritor debe hacer; también por eso he cambiado mi nombre por el de Gaspard Delanuy. Pero no me engaño y no me considero un genio literario. Supongo que soy un tipo raro, un traidor a mi Sindicato, si usted quiere. Tal vez sepa que me llaman Gaspard el Chiflado. Lo cierto es que procuro atenerme a la realidad, y la realidad es que soy un simple aprietatuercas, un mecánico y nada más.
—Gaspard, ¿qué le ha ocurrido? —inquirió Flaxman con asombro—. Siempre le había considerado como un escritor normalmente pedante y feliz, no más inteligente que la mayoría, pero mucho más satisfecho… Y aquí está usted perorando como un fanático. Estoy ligeramente desconcertado.
—Pensándolo bien, yo también estoy desconcertado —convino Gaspard—. Supongo que por primera vez en mi vida he empezado a preguntarme lo que realmente me gusta y lo que no me gusta. Pero sé una cosa: ¡no soy escritor!
—Eso es lo más extraño —comentó Flaxman, animado—. Más de una vez le he dicho al señor Cullingham que, en su contraportada estéreo con la señorita Frisky Trisket, tenía usted más aspecto de escritor que muchas luminarias literarias de los últimos tiempos, más incluso que el propio Hornero Hemingway. Desde luego, no alcanza usted la fuerza emocional de la cabeza rapada de Hornero…
—¡Ni tampoco la debilidad intelectual de su trasero chamuscado! —exclamó Gaspard, palpando el chichón de su mandíbula—. ¡Ese gaznápiro es todo músculo!
—No subestime las cabezas afeitadas, Gaspard —intervino Cullingham, sin levantar la voz pero en tono incisivo—. Buda llevaba la cabeza rapada.
—Buda… y también Yul Brynner —gruñó Flaxman—. Cuando lleve usted en este negocio tanto tiempo como yo…
—¡Al diablo con el aspecto de los escritores! ¡Al diablo con los escritores! —Gaspard hizo una pausa después de aquel estallido, y su voz se suavizó—. Pero entérese bien, señor Flaxman: yo quería de veras a las máquinas redactoras. Me beneficiaba con su producción, desde luego, pero las quería por ellas mismas. Usted, señor Flaxman, era propietario de varias. ¿Alguna vez se dio cuenta de que cada una de esas máquinas redactoras era única, un Shakespeare inmortal, algo inimitable, y de que ése era el motivo por el que no se ha construido ninguna en los últimos sesenta años? No había que hacer otra cosa sino añadir a sus bancos de memoria las palabras nuevas, a medida que aparecían en el lenguaje, alimentarla con la trama de un libro debidamente estandarizado y luego apretar un botón para ponerla en marcha. Me pregunto cuántas personas se habrán dado cuenta de eso. Bien… no tardarán en descubrirlo cuando intenten construir una máquina de redactar sin que haya nadie que comprenda el aspecto creativo del problema, sin un verdadero escritor. Esta mañana había quinientas máquinas de redactar en el Paseo de la Lectoría, y ahora no queda ni una en todo el Sistema Solar. ¡Podían haberse salvado tres, pero ustedes no quisieron arriesgar sus pellejos! Quinientos Shakespeares fueron asesinados mientras ustedes permanecían sentados aquí, charlando. Quinientos genios literarios inmortales, únicos y absolutamente autosuficientes…
Se interrumpió al ver que Cullingham se reía de él, con una risa convulsiva que aumentaba de tono histéricamente.
—¿Se burla usted de la grandeza? —inquirió desconcertado Gaspard.
—¡No! —consiguió articular Cullingham—. Es que no puedo contener mi admiración ante un hombre capaz de atribuir a la destrucción de unas cuantas máquinas de escribir gigantes, neurasténicamente creativas, toda la grandeza del Crepúsculo de los dioses.