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Cuando el último Compilador Harper quedó destripado y el último Antólogo Viking reducido a un armazón ennegrecido y empapelado de manifiestos, los escritores, ebrios de victoria, regresaron a sus diversos acuartelamientos bohemios, sus Barrios Latinos y Francés, sus Bloomsburies, Greenwich Villages y North Beaches, y llenos de felicidad se sentaron en círculos, a esperar la inspiración.

Pero la inspiración no llegó.

Los minutos se convirtieron en horas, las horas en días. Se prepararon y consumieron ríos de café, montañas de colillas se acumularon en los suelos de negro mosaico de áticos, buhardillas y desvanes que, según los arqueólogos, reproducían exactamente las residencias de los escritores de antaño. Pero todo fue inútil, y las grandes epopeyas del futuro —incluso los humildes relatos eróticos y las cotidianas epopeyas espaciales— se negaron a acudir.

Entonces, muchos de elfos, todavía sentados en círculos, aunque ahora menos felices, unieron sus manos con la esperanza de concentrar energías mentales. De esta forma esperaban provocar la creatividad, e incluso ponerse en contacto con espíritus de autores muertos que les proporcionarían, amablemente, todos aquellos argumentos que de nada podían servirles en el otro mundo.

Basándose en misteriosas tradiciones heredadas de aquella época oscura en que los escritores realmente escribían, casi todos habían creído que el escribir era un trabajo de equipo, donde ocho o diez individuos bien avenidos se reunían en lujosas estancias bebiendo combinados, «intercambiando ideas» (esto ultimo resultaba bastante cabalístico) y recibiendo de vez en cuando las tiernas atenciones de bellas secretarias. De esta forma concebían el escribir como una especie de deporte alcohólico de salón, con períodos de descanso en la cama, de donde nacían milagros.

También creían algunos que el escribir era cuestión de «manifestar el subconsciente». Esta versión del proceso era más parecida al psicoanálisis o a una prospección petrolífera (¡la varita del zahorí en busca del oro negro de los impulsos instintuales!), y hacía esperar que, en caso de apuro, la percepción extrasensorial o alguna otra forma de gimnasia metapsíquica podía sustituir a la creatividad. En ambos casos, el unir las manos en círculos parecía un buen recurso, puesto que proporcionaba la adecuada comunión física y favorecía la aparición de oscuras fuerzas psíquicas. En consecuencia, se practicó con profusión.

La inspiración continuó sin darse por aludida.

La realidad pura y simple era que ningún escritor profesional podía iniciar un relato excepto apretando el botón de puesta en marcha de una máquina redactora, y por maravilloso que pudiera ser el hombre de la Era Espacial, en su cuerpo no habían brotado aún botones. Sólo le quedaba rechinar los dientes envidiando a los robots, que en ese aspecto estaban mucho más dotados.

Muchos escritores descubrieron que eran incapaces de ordenar palabras sobre el papel o simplemente de formar las propias Apalabras. En aquella gran era de educación pictórico-auditivo-kinestésico-táctil-nósmico-gustativo-onírico-hipnótico-psiónica, habían prescindido de aquel arte casi arcaico. La mayoría de aquellos analfabetos compraron máquinas de interpretar, unos aparatos portátiles que traducían el habla a texto escrito, pero incluso con tales medios auxiliares, la gran minoría despertó a la triste realidad de que su dominio de la palabra hablada no excedía del básico simplificado o pichinglis solar. Podían beber el láudano opulentamente púrpura de la embriaguez oral, pero no crearlo dentro de sus mentes, del mismo modo que no podían elaborar ni miel ni seda.

En realidad, algunos de ellos —puristas tales como Hornero o Hemingway— nunca habían pensado en seguir escribiendo cuando destruyeron las maquinar de redactar. Suponían que sus compañeros menos atléticos y más estudiosos resolverían la peliaguda cuestión trabajando para ellos. Otros, en menor número, entre ellos Eloísa Ibsen, sólo ambicionaban convertirse en caciques del sindicato, barones de la edición, o aprovechados del caos que seguiría a la matanza de las máquinas de redactar, obteniendo provecho material, cargos o, al menos, emociones fuertes.

Pero la mayoría creyeron realmente que serían capaces de componer libros —¡grandes novelas!— sin haber escrito una sola línea en toda su vida. Éstos sufrieron muchísimo.

Al cabo de diecisiete horas, Lafcadio Cervantes Proust escribió con ímprobo esfuerzo: «Desviándose, deslizándose, girando eternamente, ascendiendo más y más en círculos cada vez más amplios…». Aquí se interrumpió.

Gertrude Colette Sand sacó la lengua por entre los dientes y escribió trabajosamente: «¡Sí, sí, sí, sí, Sí! —dijo ella».

Wolgang Friedrich von Wassermann gimió con angustia cósmica y anotó: «Érase una vez…».

Nada más.

Entre tanto, el intendente general de la Infantería del Espacio ordenó al furriel del planeta Plutón que racionara los libros impresos o grabados en cinta magnética; todo hacía suponer, radió, que el siguiente embarque sólo incluiría lectura normal para tres meses, en vez de para cuatro años.

Las entregas de nuevos títulos a los quioscos terráqueos fueron reducidas en un cincuenta, y luego en un noventa por ciento, para alargar la pequeña reserva de novelas aún sin distribuir. Las amas de casa consumidoras de un libro al día telefonearon a alcaldes y congresistas. Los primeros ministros, acostumbrados a leerse una novela policíaca por noche (y, con frecuencia, a extraer de ellas astutas ideas de estadista), contemplaban llenos de pánico el desarrollo de los acontecimientos. Un muchacho de trece años se suicidó «porque los relatos de aventuras son mi único placer y ahora dejarán de publicarse».

Los programas de televisión y las películas tuvieron que ser restringidos en la misma proporción que los libros, dado que también dependían de las máquinas redactoras para sus guiones. El aparato de distracción más reciente del mundo, la Máquina-Poema-de-Éxtasis-Multisensorial, que había superado ya la fase de planificación, no llegó a ser fabricado.

Los expertos en electrónica y los ingenieros cibernéticos informaron confidencialmente, tras un estudio preliminar, que tardarían de diez a catorce meses en tener a punto nuevas máquinas de redactar, y sugirieron que un estudio más detenido podría traducirse en un informe todavía más pesimista. Subrayaron que las primitivas máquinas de redactar habían sido diseñadas minuciosamente gracias a excelentes escritores humanos, cuyos análisis psicoanalíticos en profundidad habían proporcionado el contenido de los bancos de memoria. Y ¿dónde podrían encontrarse hoy escritores como aquéllos? Incluso los países con otras lenguas dependían casi por entero de traducciones del mecalingua anglonorteamericano para cubrir sus demandas de Literatura.

El engreído gobierno laborista de Angloamérica comprobó demasiado tarde que, si bien los editores habían sido obligados a hincar la rodilla, no tardarían en verse imposibilitados para atender al pago de las nóminas, y dejarían en paro a los veinte mil jóvenes de trece a diecinueve años que el Departamento de Población había planeado endosar a aquéllos como mecánicos semiespecializados.

Además, la relativa estabilidad social del Sistema Solar no tardaría en verse alterada, por falta de novedades en literatura de evasión.

El gobierno apeló a los editores, los editores a los escritores…, al menos para que inventaran nuevos títulos bajo los cuales reeditar algunos libros antiguos —aunque los psicólogos consultados advirtieron que, contra lo que opinaban los cínicos, aquella medida de urgencia no daría resultado—. Por algún motivo desconocido, el libro que producía gran deleite al ser leído por primera vez, era susceptible de causar fuerte irritación nerviosa a la segunda lectura.

Los proyectos de reeditar novelas clásicas del siglo XX y de épocas aún más primitivas fueron alentados ávidamente por algunos idealistas y otros chiflados, pero tropezaron con la irrefutable objeción de que los lectores, acostumbrados desde la infancia al mecalingua, encontrarían los libros de la época anterior a las máquinas redactoras (por excitantes e incluso atrevidos que hubieran resultado entonces) insoportablemente aburridos; o mejor dicho, por completo ininteligibles. La descabellada sugerencia de un despistado humanista, diciendo que todo pasaba porque el propio mecalingua era absolutamente ininteligible —un opio verbal carente de todo significado y que, en consecuencia, incapacitaba para la lectura de textos con cierto contenido— no fue tenida en cuenta, naturalmente.

Los editores prometieron a los escritores una amnistía total por sus desmanes, lavabos separados de los que usaban los robots y un aumento salarial del diecisiete por ciento si podían producir manuscritos de calidad equiparable a los de una máquina redactora del modelo más sencillo: la Plagiadora Hanover Mark I.

Los escritores volvieron a cruzarse de piernas en sus círculos, enlazaron las manos, contemplaron mutuamente sus pálidos rostros y se concentraron con más afán que nunca.

Nada.