Confucio es la forma latinizada de Kungfutzu (que significa «el maestro Kung»). Nació en el siglo VI a. C. y vivió durante la mayor parte de su vida en la región costera septentrional de China. El siglo VI a. C. fue, quizá, el más significativo en la evolución humana ya que el primer hombre de las cavernas inadvertidamente prendió fuego a su hogar. Además de ser testigo del nacimiento de Confucio, éste siglo también vio la fundación del taoísmo, el nacimiento de Buda y el inicio de la filosofía griega. Sigue siendo un misterio porqué estos acontecimientos cruciales tuvieron lugar en ese preciso momento, cuando la mayor parte de las civilizaciones se encontraban en distintos estados de desarrollo y máxime cuando no tenía contacto entre ellas. Alguna de las soluciones que se escribieron para explicarlo (como visitas de extraterrestres, actividad excepcional sobre la superficie del Sol, enfermedades cerebrales, etc.) tal vez indican que no hemos progresado mucho desde entonces.
Confucio nació en el 551 a. C. en el estado feudal de Lu, que ahora forma parte de la provincia costera septentrional de Shantung. Procedía de una larga línea de nobleza empobrecida y se dice que descendía directamente de los gobernantes de la dinastía Shang. Había sido la primera dinastía china, que duró más de seiscientos años, desde el siglo XVII al XII a. C.
Se dice que el pueblo chino realizaba una cerámica de color azul pintada con hermosas flores y utilizaba conchas de cauri rosa como moneda. Según la leyenda, a sus habitantes se les atribuye haber inventado la escritura china para poderse comunicar con sus antepasados por medio de mensajes grabados en los caparazones de las tortugas. Naturalmente, todas estas encantadoras tonterías fueron rechazadas por los historiadores más rigurosos. Hasta que los últimos descubrimientos arqueológicos han confirmado la existencia y un estilo de vida similar en una dinastía del segundo milenio antes de Cristo. Pero, por desgracia, entre los mamotretos que se conservan de caparazones de tortuga no se ha descubierto ningún mensaje de los primeros miembros de la familia de Confucio.
Lo que sabemos es que el padre de Confucio era un oficial militar de baja categoría y que tenía 70 años cuando nació Confucio. Cuando el filósofo tenía tres años, su padre murió y fue educado por su madre (curiosamente, de la docena más o menos de personajes que fundaron las filosofías y religiones más grandes del mundo una gran mayoría fueron educados en familias monoparentales).
Años después, Confucio recordaría que cuando tenía quince años sólo «estaba interesado en estudiar». Esta fue la base de su vida que posteriormente dividiría en varias etapas. «Cuando tenía 30 años comencé mi vida, a los 40 estaba seguro de mí mismo, a los 50 comprendí mi lugar en el vasto esquema de las cosas, a los 60 aprendí a dejar de discutir, y ahora a los 70 puedo hacer lo que quiero sin perturbar el desarrollo de mi vida». Es difícil separar lo que es auténtica autobiografía espiritual y lo que es una variante de Confucio sobre la sabiduría tradicional concerniente a las «edades del hombre». De cualquier forma, contiene muy pocas notas personales, o lo que consideraría un lector moderno muy poca «vida».
Aparte de su autoproclamado amor por el aprendizaje, poco se sabe de los primeros años de la vida de Confucio. Además de la habitual colección de historias más o menos creíbles que se acumulan alrededor de figura tan trascendente (pájaros encantados en los árboles, el perro favorito de su tío devuelto a la vida, cometas…). En ese momento, la dinastía Chou, de seiscientos años de antigüedad y que había llevado la civilización a China, estaba comenzando a desmoronarse. Era un periodo con ciudades-estado vasallas que intercambiaban alianzas y se declaraban la guerra casi cuando les daba la gana. Los señores de la guerra vivían como los señores de la guerra habían vivido siempre (masacres, hambrunas, orgías) y el resto de la población servía exclusivamente para que sus señores no se vieran obligados a realizar actividades más individuales (asesinato, inanición, depravación).
La miseria estaba muy arraigada, desde el punto de vista de la escala oriental tradicional, algo que no ha vuelto a verse desde la revolución comunista que, no obstante, se las arregló para conservar parte de las miserias tradicionales. Este sustrato de horrores cotidianos ejerció un profundo efecto en el joven Confucio. Iba a impartir una dureza y sentido práctico a su pensamiento, que pocas veces perdió. Confucio se dio cuenta rápidamente de que para que cesara ese inenarrable sufrimiento toda la noción de sociedad tendría que cambiar. La sociedad debería trabajar por el beneficio de todos sus miembros en lugar de ser utilizada únicamente como pretexto para los excesos de sus gobernantes. Confucio fue el primero en formular este cliché tan frecuentemente ignorado. No fue hasta doscientos años después cuando los antiguos griegos comenzaron a cuestionarse este punto. Pero, como ellos lo debatieron, rápidamente desarrollaron una sofisticada noción abstracta de Justicia. Confucio no tuvo la oportunidad de tratar tales asuntos durante sus años formativos, por tanto su pensamiento continuó siendo eminentemente práctico. Decidió que la noción de sociedad debía cambiar, pero no la sociedad misma. El gobernante debe gobernar y el administrador realizar sus cometidos al igual que el padre debe ser siempre un padre con respecto a su hijo. La revolución que Confucio enseñó era una revolución de actitud y de conducta: Debemos esforzarnos por cumplir nuestro cometido de la forma más virtuosa posible.
Pero Confucio se pronunció sobre este y otros asuntos relacionados lo que dio a sus seguidores mucho juego para la interpretación. Por ejemplo: «si una teoría se extiende es porque el cielo lo quiere», «es difícil ser un gobernante, pero tampoco es fácil ser un súbdito», «los hombres íntegros actúan de forma diferente», «conocer lo que es justo y no practicarlo es una cobardía».
Esta amplia y casi cohesiva falta de lógica que caracterizaba las enseñanzas de Confucio iba a demostrar la gran fuerza del confucianismo. Porque, en último término, no se puede demostrar que estaba totalmente equivocado, y si se piensa con el suficiente detenimiento siempre se puede encontrar algo en ellas que prácticamente da en el blanco. El confucianismo estaba destinado a compartir esta característica con la Biblia, así como con los textos sagrados de la mayoría de las creencias más duraderas.
A los dieciocho años, Confucio se casó y tuvo un hijo llamado Lieu (que significa «carpa grande»). Lieu estaba destinado a decepcionar a su ilustre padre y nunca se convertiría en el gran pez que había esperado. Confucio era pobre y para llegar a fin de mes tenía que aceptar numerosos trabajos, incluyendo el de empleado en un granero y el de guardián de una especie de zoo de animales sagrados. En su tiempo libre estudiaba historia, música y liturgia, gracias a lo cual adquirió rápidamente la reputación del hombre más sabio de Lu. Confucio era ambicioso. Esperaba conseguir una elevada posición en la administración para poner sus ideas en práctica. Sin embargo, no resulta en absoluto sorprendente que los hedonistas gobernantes no tuvieran ningún deseo de emplear a un aguafiestas de esta índole para gobernar sus dominios, y las solicitudes de Confucio nunca fueron más allá de la etapa de la entrevista (Confucio era un hombre muy serio que creía en la necesidad de compartir su vasto aprendizaje con el mundo, lo que no se puede considerar una técnica a imitar en las entrevistas de trabajo). Entonces, como ahora, todo el que no podía conseguir un trabajo en el área de su elección con frecuencia acababa enseñándolo. El estado de Lu se sentía especialmente orgulloso de sus diversas escuelas, donde se enseñaba etiqueta y rituales de la Corte a los futuros cortesanos. En estas escuelas trabajaban, por lo general, antiguos cortesanos que tenían gran conocimiento de las intrincadas normas de la Corte, pero que habían perdido su trabajo debido a alguna metedura de pata involuntaria. Lo que también pudo haber causado la pérdida de algunas posiciones más valiosas incluso que su salario. Confucio decidió fundar una escuela pero, con una diferencia, él enseñaría a los administradores políticos a gobernar.
Afortunadamente, Confucio tenía una personalidad atractiva que inspiraba confianza, y no le preguntaron nada sobre sus cualificaciones. Y pronto comenzó a reclutar alumnos. Parece que el método de su escuela fue muy similar al desarrollado por los antiguos filósofos griegos durante los siglos siguientes. El ambiente carecía de toda formalidad, el maestro conversaba con sus alumnos, a veces de pie y, a veces, sentado bajo la sombra de un árbol. Ocasionalmente el maestro impartía un discurso, pero la mayoría de las lecciones consistían en sesiones de preguntas y respuestas.
Las respuestas del maestro solían tener la forma de reflexiones: «Mandar a la guerra a un pueblo sin haberlo instruido es abandonarlo a su suerte», «el hombre superior es parco en hablar pero dinámico en obrar», «si no cambias tus defectos serás cada vez más imperfecto». Seguro que estas observaciones debieron haber parecido casi tan banales hace 2500 años como hoy. También se nos dice que Confucio no soportaba a los tontos: «si señalo una esquina de un tema, y el alumno no puede deducir las otras tres por él mismo, lo expulso». Tampoco había sitio para los cobardes en la escuela de Confucio. Por lo general tenía dos docenas de alumnos, desde príncipes a pobres. Las enseñanzas de Confucio que han llegado hasta nosotros no son todas banales: algunas son polémicas, otras opacas o enigmáticas e incluso las hay profundas. («El que no conozca el valor de las palabras nunca comprenderá a los hombres». «La vida perfecta busca dentro en sí misma, la vida vacía busca en los otros».) Se dice que sus observaciones contienen incluso una pizca del fino humor oriental, pero parece que este sentido del humor no llega a la mayoría de los oídos occidentales.
Confucio fue sobre todo un enseñante moral. Siempre era sincero y desconfiaba de la elocuencia. Su objetivo era enseñar a sus alumnos a comportarse adecuadamente. Si deseaban gobernar a otras personas, primero deberían aprender a gobernarse a sí mismos. Pero el verdadero núcleo de sus enseñanzas se encuentra en el ámbito familiar: la virtud significa amar al prójimo. Este sentimiento moral, el más profundo de la humanidad, fue articulado por Confucio más de quinientos años antes del nacimiento de Cristo. Y no fue concebido como un principio religioso. Confucio puede haber fundado una religión (el confucianismo), pero sus enseñanzas no fueron religiosas per se. En realidad, ni tan siquiera eran una religión, y este enigma chino ha contribuido ciertamente a su longevidad.
Hay todavía otra cuestión en esta paradoja. Las enseñanzas de Confucio quizá no hayan sido religiosas, pero él mismo sí lo era. O parecía serlo casi siempre. En otras ocasiones se mostraba evasivo. Sus enseñanzas en esta materia oscilan entre lo exagerado y lo enigmático. Nunca sabremos hasta qué punto estas actitudes fueron dictadas por la conveniencia personal o por la necesidad política.
Parece que Confucio creía que el universo contiene un poder para hacer el bien, lo que algunos pueden considerar como una fe de primer orden, aunque no se ha observado evidencia alguna que apoye tal optimismo. Confucio elogiaba al hombre virtuoso que vivía intimidado por el cielo, pero consideraba que la mayoría de las prácticas religiosas de su época era tonterías supersticiosas. Sin embargo, por otro lado, se deleitaba con los rituales y consideraba sus efectos sumamente beneficiosos.
En esto, como en muchas cosas más, Confucio compartía una sorprendente semejanza con Sócrates. En efecto, más de un gran orientalista ha comparado a Confucio con un Cristo socrático (además de vilipendiar a las tres mayores figuras de la historia, esta endeble calumnia contiene el habitual irritante parte de verdad).
El elemento clave de las enseñanzas de Confucio está simbolizada por el carácter chino ren, que significaba la combinación conceptual de magnanimidad, virtud y amor por la humanidad. Tiene una cercana proximidad con la noción cristiana de compasión y de amoroso cuidado (se dice que ren también incorporó el Zen en el budismo zen, aunque varios siglos después de la muerte de Confucio). Junto con ren, las enseñanzas de Confucio resaltan las cualidades complementarias del te (virtud) y del yi (rectitud). En la vida diaria destaca la necesidad del li (decoro) y la observancia de los ritmos tradicionales. Pero la observancia tenía que ser una participación significativa; cuando se convierte en mera formalidad, refleja una enfermedad espiritual, tanto en el individuo como en la comunidad. El objetivo de Confucio era producir Chuntzu (personas superiores) que vivirían una vida de armonía y virtud, libres de la ansiedad y la angustia.
Dicho esto, merece la pena observar que la noción central de Confucio del ren ha dado lugar a una variedad de interpretaciones. La misma palabra se ha traducido de diversas maneras, desde perfección moral a magnanimidad, desde humanidad a compasión, o incluso como simple altruismo.
El carácter chino para ren está formado por dos elementos, el elemento hombre y el elemento dos. Hombre + dos = Hombre para la humanidad. En otras palabras, el ren no está interesado en la moralidad espiritual individual sino en la conducta social o en el carácter moral demostrado en un marco social. Confucio lo simplifica en sus enseñanzas (o Lun Yu, también conocidas como Analectas). «Cuando fue preguntado por el significado de ren, Confuncio replicó: “Significa amar a los seres humanos”». «Hay cinco virtudes y todo el que las ponga en práctica es ren. Estas son respeto, tolerancia, honradez, diligencia ingeniosa y generosidad. Si un hombre es respetuoso, no será tratado con insolencia. Si es tolerante, vencerá sobre la multitud. Si es honrado, los otros le confiarán responsabilidad. Si es diligente e ingenioso, conseguirá resultados. Si es compasivo, será lo suficientemente bueno para ponerse al mando de otros hombres».
Confucio consideraba el ren como parte de la educación. En otras palabras, alguien debía enseñarnos esta conducta en lugar de aprenderla simplemente de la experiencia. En su época se consideraba la educación como una forma de aprender a comportarse, en lugar de adquirir un conocimiento específico. Confucio estaba de acuerdo con esta actitud. La adquisición de conocimiento era sabiduría, no ren. Esto último no sólo implicaba la moralidad sino también muchos valores tradicionales, especialmente la piedad filial, que era mucho más fuerte que el simple respeto hacia los padres y que implicaba asumir todo su sistema de valores y rituales tradicionales.
Ya en la época de Confucio las tradiciones de la moralidad China estaban bien desarrolladas. Los dos conceptos clave eran tao y te. Tao significa literalmente «la vía»; en el mismo sentido que Cristo utilizaba cuando decía «yo soy la luz y la vida». Un equivalente occidental mucho más familiar sería «verdad», aunque no contiene el elemento progresivo presente en el tao. Era vital para el bienestar individual que se adhiriera a la «vía». Pero, el tao no sólo se aplica a las personas, todo un Estado puede apartarse de la «vía».
La actitud de Confucio hacia el tao era sumamente ambivalente. Con gnómica ironía concluye: «Quien por la mañana capta la “vía”, al anochecer puede morir contento». Confucio soportaba de mala gana la religión que surgió de este concepto, el taoísmo, que representaba una interiorización que hacía que el individuo se retirase de la sociedad. Para Confucio, la moralidad tenía que ver con la implicación en la sociedad. Por otro lado, aprobaba la «vía» cuando se refería a las observancias de la moral tradicional. El ritual podía ser de gran ayuda a la hora de aprender ren.
El otro concepto clave de la moralidad china tradicional era el te. Generalmente se traduce como «virtud», pero también procede del término que significa «conseguir». Se consigue llegar a la virtud siguiendo la «vía». Pero, de nuevo, Confucio se muestra ambivalente. En uno de sus viajes, cuando estaba siendo perseguido por el célebre Huan Tui, y su vida corría peligro, Confucio expresó su ecuanimidad de la forma siguiente: «La virtud que da el cielo está en mí, ¿qué me puede hacer ese Huan Tui?». Lo que implica que recibimos nuestra virtud del «cielo». Confucio ha enseñado que recibimos del cielo nuestra capacidad individual para la virtud. Esta capacidad puede diferir de una persona a otra, pero depende de nosotros cultivar todo el potencial moral que llevamos dentro. Este cultivo de la virtud debería constituir nuestra principal preocupación y la imposibilidad de lograrlo es lo que preocupaba a Confucio. «El fracaso de cultivar la virtud, el fracaso de reflexionar sobre lo que he aprendido, la incapacidad de defender lo que sé que es correcto, la incapacidad de reformar mis defectos… esto es lo que me preocupa».
El te también podría desempeñar un ejemplar rol social. El orden público se mantenía bien por castigo o mediante el ejemplo. «Si el príncipe conduce al pueblo por medio de las leyes y lo mantiene bajo control mediante castigos, el pueblo se abstiene de hacer mal; pero no sabe lo que es la vergüenza. Si el príncipe dirige el pueblo con buenos ejemplos y lo mantiene en la unidad por el li el pueblo tendrá vergüenza de hacer el mal y será virtuoso». Esto parece optimismo en grado sumo. Y en el contexto de la China del siglo VI a. C., durante el problemático período de la dinastía Chou, cuando el país estaba gobernado por insignificantes y peleones dictadores y por señores de la guerra, este consejo parece una sublime incongruencia. No se conseguía nada con semejante curso de acción. ¿Facilitar el gobierno? ¿Una población contenta? ¿Y después qué?
Lo verdaderamente significativo de su actitud era su propia originalidad. El te era nada menos que un paso evolutivo hacia delante. La compasión y la nobleza, por ejemplo, eran novedades en un mundo de primitiva barbarie. Parecían imposibles. Su supervivencia necesitaría nada más y nada menos que un milagro, pero el milagro finalmente ocurrió, tanto en China (con el confucianismo) como en Occidente (con el cristianismo). Sin este elemento humanitario que surgía de la barbarie de las luchas intestinas, no sería posible el desarrollo de ninguna civilización humana (sólo hay que recordar los derramamientos de sangre y la crueldad de las civilizaciones mayas y egipcia que avanzaban sin este nuevo elemento emergente).
Es difícil explicar este «imposible» paso último en la sociedad humana, que fue articulado por primera vez y de forma general por Confucio. ¿Qué le llevó a proponer esta nueva humanidad? Sólo podemos hacer deducciones. Con la sabiduría que da la experiencia, nos damos cuenta de que era una forma de salir del fango de la barbarie y de alcanzar nuestro potencial como seres humanos. ¿Confucio se dio cuenta de esto de forma instintiva?
La respuesta parece obvia: Confucio debe haberse inspirado en su creencia en un dios, y en un dios benevolente, además. Pero, muy a pesar nuestro, Confucio era como mucho un agnóstico. Era un acérrimo defensor de la terapia del ritual pero, en lo que respecta a la creencia en Dios, en la vida después de la muerte o en cualquier tipo de metafísica, permanece claramente evasivo. Chi-Lu le preguntó: «¿Cómo podría servir a los espíritus de los muertos y a los dioses?» El maestro dijo: «Ni siquiera eres capaz de servir a los hombres, ¿cómo podrías servir a los espíritus?» «¿Puedo preguntarle acerca de la muerte?» «Si ni siquiera comprendes la vida, ¿cómo puedes comprender la muerte?»
Sin embargo, Confucio creía tácitamente en algo. No era algo trascendente, pero servía para el mismo propósito que cualquier otra religión. Creía en el propósito moral de la humanidad. Tenemos la obligación de hacernos cada vez mejores, de ser lo más humanos posibles, y de convertirnos en mejores seres humanos. Esta es la única forma significativa de vivir la vida. No hay recompensa alguna para el éxito en la vida más allá de la muerte, ni siquiera el castigo por el fracaso. Hay que emprender esta tarea por el propio bien, sin pensar en las consecuencias. Se podría considerar, incluso más de dos mil años antes de Darwin, una religión secular totalmente de acuerdo con la evolución. A su manera, era la expresión de la última nobleza de la humanidad: la búsqueda de la bondad únicamente por nuestro propio bien.
Este sentimiento tan elevado está muy bien pero, ¿cómo debemos comportarnos en realidad? Confucio era absolutamente práctico y su moralidad no elude la prescripción de exigencias de conducta para la vida diaria. Aconseja: «Domestica el yo» y «Lo que no desees para ti no lo impongas a los demás». Era una cuestión de actitud y coherencia. «Maneja tus asuntos públicos sin resentimiento, maneja tus asuntos privados sin resentimiento». Deberíamos dirigir nuestro objetivo a vivir «sin preocupaciones y sin miedo». Pero, ¿cómo conseguirlo? «Si en su introspección no encuentra motivos de pesar, ¿de qué tiene que preocuparse, a qué tiene que temer?»
Ante los ojos modernos se nos muestra como un importante defecto de la moralidad de Confucio. Nuestra moralidad tiende a reflejar los aspectos igualitarios de la sociedad, por tanto no debería resultarnos sorprendente que la moralidad de Confucio refleje la naturaleza primitiva y clasista de la sociedad china durante la dinastía Chou. Confucio consideraba la moralidad como una cuestión de clase. Los individuos que lograban su potencial moral se convertían en ren. Eran personas superiores: los miembros de la clase gobernante.
Las clases gobernantes siempre han creído que son superiores. Las clases gobernantes no necesitaban que Confucio les recordara esta verdad tan evidente. Por otro lado, no esperaban que los demás se comportaran como ellos. ¡El cielo lo impida! «Haz lo que digo, no lo que hago». La moralidad siempre se ha visto acosada por la cuestión de las clases. Resulta bastante fácil ser bueno cuando la sociedad está conformada para nuestro beneficio y protección, pero cuando las velas no están a nuestro favor nos sentimos menos inclinados a la bondad (una realidad que se refleja en las poblaciones carcelarias de todo el mundo).
Confucio quizá nos parezca un snob, pero su revolucionaria noción de moralidad intentó sortear la cuestión de las clases. El hombre superior puede ser de clase superior, pero si cualquier persona se comporta como la del hombre superior, no habrá ninguna diferencia entre los dos. Pero todavía hay mucho más, el hombre superior exhibe una conducta ejemplar en el sentido literal de la palabra. La moralidad del hombre superior tiene que servir de ejemplo (o no es un hombre superior). De esta forma, Confucio convierte la moralidad en algo universal que se aplica a todas las clases en todas las épocas.
Incluso así, hay restos de la distinción de clases en alguno de los consejos morales más prácticos: «El duque Ching de Chi preguntó a Confucio acerca del gobierno. Confucio le dijo: “Que el gobernante sea gobernante, que el súbdito sea súbdito, que el padre sea padre y el hijo sea hijo”. El duque dijo: “Excelente. Sin embargo, si el gobernante no es un gobernante, si el súbdito no es un súbdito, si el padre no es un padre, ni el hijo un hijo, ya no sería capaz de confiar en nadie nunca más, ni siquiera sabría dónde se va a celebrar mi próxima comida”». Algunos han detectado un elemento de ironía en las enseñanzas de Confucio, teniendo en cuenta la preocupación del duque por su estómago. Pero parece poco probable. La moralidad de Confucio quizá haya sido revolucionaria pero políticamente sigue siendo la de un recalcitrante conservador. Lo que no resulta extraño considerando la anarquía política y la miseria que vio a su alrededor. En esa época no sólo los «viejos carrozas» sentían la necesidad de volver a un «gobierno fuerte como los viejos tiempos»». Para Confucio los lejanos días de la dinastía Chou aparecían ante sus ojos como una edad de oro; habían sido días de gobierno firme, de logros culturales y estabilidad con el emperador que gobernaba sobre sus señores feudales. En la época de Confucio este sistema feudal estaba comenzando a fracturarse y los señores feudales se estaban convirtiendo en señores de la guerra. A sus ojos esta alternativa a la sociedad estratificada era simplemente anarquía.
Es más, para Confucio, un elemento fundamental de la sociedad moral no era la clase social sino el amor. Aquí merece la pena hacer un alto para comparar el confucianismo con cristianismo. Ambos suscriben que lo fundamental es el amor al prójimo; pero Confucio era lo suficientemente atrevido (u optimista) para sugerir que se podía extender de la persona a la sociedad en su conjunto. El cristianismo se quedó corto al prescribir para el Estado: «Dad al César lo que es del César». El cristianismo tuvo éxito al constituirse como la «moralidad de los esclavos» de un imperio corrompido, poniendo un gran énfasis en la persona y su salvación, así como en un amor desprendido hacia los demás, dentro del marco de la religión. Siglos después tales ideas se metamorfosearon en el marxismo, aunque en su mayor parte los gobiernos del occidente cristiano siguieron basándose en el pragmatismo en lugar de en los principios morales. El confucianismo, al adoptar las virtudes tradicionales chinas y al comprometerse con una moralidad pública, se convirtió en el sinónimo del modo de vida chino. Al pasar los años, su moralidad ejemplar y su amor por el prójimo evolucionarían muy lentamente al igual que la misma China. Y a pesar de su ferviente rechazo, se siguen reconociendo elementos del confucianismo en el marxismo maoísta. Incluso con reflujos marxistas el vínculo entre la autoimagen de China y el gobierno sigue siendo tan fuerte como siempre. A medida que China comience a absorber las ideas occidentales será cada vez más importante la comprensión de tales diferencias y similitudes culturales.
Confucio trata específicamente su filosofía política en el libro decimotercero de sus enseñanzas. Comienza dando consejos básicos muy sensatos. «Tzu Lu preguntó acerca del gobierno. El maestro dijo: “Incita a los hombres con tu ejemplo”. Tzu Lu le pidió más precisión. El maestro respondió “Nunca cejes en el empeño”. Cuando se le preguntó cómo gobernar, Confucio replicó: “Sé indulgente con los errores sin importancia y promueve a los hombres de talento”. “Pero, ¿cómo reconocer a los hombres de talento?”. El maestro dijo: “Promueve a los que reconozcas, a los que no reconozcas seguirán por su propio impulso”».
Pero el maestro pronto trascendió de tales banalidades. Cuando se le preguntó lo primero que haría si estuviera a cargo del gobierno, Confucio replicó: «Lo primero que haría con certeza es que rectificaría los nombres». «¿En serio? ¿Esto no es un despropósito?» «¡Qué ignorante eres! Cuando no sepas de algo es mejor permanecer callado». Después de molestar a su desafortunado discípulo, Confucio continuó esbozando su teoría lingüística del gobierno: «Si los nombres no son correctos, cuanto se dice no tiene objeto alguno. Cuando no tiene objeto alguno, nada se puede hacer correctamente. Cuando nada se puede hacer correctamente, los rituales se desorganizan y la música se vuelve discordante, y los castigos son desacertados. Cuando los castigos son desacertados, nadie sabe a qué atenerse. Por tanto, sea lo que se piense hay que ser capaz de comunicarlo. Y sea lo que se diga, hay que ser capaz de llevarlo a cabo. En lo que concierne al lenguaje, la precisión es de la mayor importancia. No hay que dejar nada que dé lugar a una mala interpretación». Todo esto está muy bien pero, ¿como principal prioridad? Es más, nos podemos preguntar qué tiene todo esto que ver con el gobierno.
Confucio persiste en este enfoque con relación a su siguiente tema. Cuando se le pregunta acerca de la práctica de la agricultura, ofrece una larga réplica que no tiene nada que ver con la agricultura. «Fan Chi pidió a Confucio que le enseñara a cultivar cereales. El maestro contestó: “No soy tan bueno como un viejo campesino”. A continuación le pidió que le enseñara jardinería. Confucio contestó: “No soy tan bueno como un viejo jardinero”. Cuando se marchó Fun Chi, el maestro exclamó: “¡Qué ignorante es este Fun Chi! Cuando sus superiores se dedican a los rituales, el pueblo no osa ser irreverente. Cuando se dedican a la justicia, el pueblo no osa ser desobediente. Cuando se dedican a la sinceridad, el pueblo no osa ser deshonesto. Cuando todo esto se practica, las gentes de los cuatro confines del mundo se acercan con sus hijos a la espalda, ¿Para qué quiere hablar de Agricultura?”»
Confucio parece entonces adoptar la postura contraria. Después de haber menospreciado la habilidad práctica, ahora resalta su superioridad sobre el refinamiento. «Piensa en un hombre que puede recitar los trescientos poemas del tradicional Libro de cantos. Se le designa para ocupar un puesto oficial, pero resulta ser un incompetente. Se le envía a una misión diplomática, pero demuestra ser incapaz de tomar la iniciativa. ¿De qué le sirven todos los poemas? El cultivo de la poesía no es diferente del cultivo de los tulipanes, ambos son igualmente inútiles para el cultivo del ren. Cuando alguien posee esta cualidad, todo lo demás viene por añadidura. Si el gobernante es recto, habrá obediencia sin necesidad de dar órdenes; pero, si no es recto, por mucho que mande no será obedecido».
Como gran parte de la doctrina de Confucio, todo esto es muy loable, pero en la práctica es una pura fantasía. La naturaleza humana es como es. La gente obedece a un tirano sediento de sangre con mucha más presteza que a un gobernante de buenas intenciones. ¿Por qué entonces éste loable consejo? Confucio estaba intentando mejorar el comportamiento de los abominables gobernantes de su época, y cualquier intento de mejorar estas cuestiones merece todo tipo de elogios. Pero, al elegir esa trayectoria, Confucio limita la relevancia de su consejo a una época determinada y a un lugar concreto.
Todos los consejos políticos comparten en cierto grado el mismo defecto, cuanto más pertinentes son más redundantes se vuelven. Comparemos sólo los consejos prácticos de Confucio con la otra gran obra de enseñanza política, El Príncipe de Maquiavelo. El deseo de cumplimiento político de Confucio habría sido irrelevante en la Italia del Renacimiento, muchos de cuyos gobernantes creían a pie juntillas que debían influir en sus súbditos con una conducta cultivada y ejemplar. Por el mismo motivo, El Príncipe hubiera sido redundante en las manos de cualquier señor de la guerra chino de la última dinastía Chou. Ese oportunismo sin escrúpulos y esa deshonestidad cruel eran inherentes en la sociedad china de la época, dado que constituyen los requisitos esenciales para cualquier gobernante Chou que deseara conservar su puesto de trabajo. Confucio solo estaba intentando rectificar el equilibrio a favor de una visión más civilizada.
Un aspecto básico del logro de Confucio fue su habilidad como educador. El propósito principal de su escuela era producir funcionarios que pudieran propagar sus ideas sociales y políticas: el cultivo de la conducta humana y de una sociedad compasiva. Siempre resaltaba que el logro del ren no era para beneficio del individuo sino para sociedad. «Se cultiva a sí mismo para que pueda llevar paz y felicidad a toda la gente». Esperaba que esos nuevos administradores consideraran su trabajo más como una vocación que como medio de ascenso personal. «Es vergonzoso hacer del salario el único objeto». El hombre recto no debería preocuparse por la pobreza.
A pesar de este respeto por el sistema de clases en política, Confucio no lo practicaba en su escuela. Creía en «la educación para todos sin tener en cuenta su clase». En su época la educación estaba confinada sólo a la clase superior, por tanto esta política de puertas abiertas proporcionó una excepcional oportunidad a muchos que de otra forma hubieran vivido una vida de monotonía y humillación. Como resultado, la mayoría de los alumnos de Confucio procedían de los extractos más humildes de la sociedad e iban a permanecer leales a su maestro durante toda su vida. De esta forma, Confucio fue responsable de una inyección de nuevo talento así como de nuevas ideas en el funcionariado civil de su región. Era totalmente consciente de lo que estaba haciendo. «Donde hay educación, no hay distinción de clases» (por desgracia, ante nuestros ojos de nuevo sigue siendo una loable fantasía).
Sin embargo, a pesar de este evidente igualitarismo, Confucio conservaba ciertos prejuicios. «No convienen al hidalgo las pequeñas habilidades sino las grandes responsabilidades. No conviene al villano las grandes responsabilidades, sino las pequeñas habilidades».
Confucio era un excelente profesor, y muchos de sus alumnos acabaron siendo administradores de gran éxito. Sabiamente, los alumnos de Confucio hacían caso omiso de sus principios menos prácticos tan pronto como entraban en el mundo real del gobierno. Defender esas ideas humanitarias y revolucionarias sólo les habría ayudado a tener un trabajo en el coro de niños. Sin embargo, esa primera generación de capaces administradores no olvidó a su gran maestro y formaron una especie de fraternidad masónica. Su educación ciertamente afectó a su forma de vivir tanto como a su actitud hacia el trabajo. Se sembró la primera semilla de un nuevo progresismo. Desde entonces, pocos creyeron que sus gobernantes eran descendientes divinos y que gobernaban por decreto del cielo. Entendieron que el Estado podía convertirse en una empresa cooperativa para beneficio de todos; y los nuevos administradores hicieron todo lo posible para disuadir a sus jefes de embarcarse en guerras sin sentido.
Entre los alumnos de Confucio había varios vástagos de familias influyentes, por lo general procedentes de otras provincias, pero finalmente algunos miembros curiosos de la familia gobernante de Lu comenzaron a asistir a sus charlas. De esta forma, Confucio conoció al futuro príncipe gobernante de Lu, Yang Hou (que no debe confundirse con Yang Hoo, que se convertiría en objeto de escarnio después de que su régimen se convirtiera en un tremendo desorden). Yang Hou se sentía impresionado por Confucio y cuando se hizo cargo del poder nombró al ya maduro filósofo ministro de crimen. Por fin Confucio podía poner en práctica sus principios.
Según todas las fuentes, Confucio tuvo un enorme éxito como ministro de crimen aunque parece que tuvo poco que ver con sus tan cacareados principios. Confucio estableció un reino de terror contra los criminales locales. «Mientras estuvo en activo, dejó de haber robos en la tierra de Lu», escribe su biógrafo H. G. Creel. Confucio fue incluso más lejos al instaurar la pena de muerte por «inventar ropajes inusuales»; y pronto la vida estaba tan organizada en la provincia que «los hombres caminaban ordenadamente por la derecha de la calle y las mujeres por la izquierda». Finalmente se decidió que ya era suficiente. Alguien sobornó al primer ministro con ochenta hermosas jóvenes para que se deshiciera de Confucio. El primer ministro que, evidentemente, no había disfrutado de las ventajas de la educación confuciana, se encontró incapaz de rehusar semejante oferta tan tentadora. Confucio fue cesado de su puesto, los hombres y mujeres de Lu volvieron a caminar por el mismo lado de la calle y comenzaron a llevar ropa de moda sin ser condenados a muerte por ello; y los delincuentes pudieron abandonar sus inadecuados empleos para continuar ejerciendo su verdadera vocación.
Como reconocimiento a sus servicios, Confucio fue ascendido a un puesto mucho más prestigioso con un impresionante título y salario. Sin embargo, pronto descubrió que sólo era una sinecura desprovista de toda autoridad. Volvió a dimitir de su puesto con disgusto. No estaba interesado en el trabajo si no podía decidir sobre importantes cuestiones de Estado.
Confucio tenía cincuenta años por entonces. Decidió organizar, con unos pocos discípulos, un viaje de peregrinación alrededor de China. Pero no era un peregrinaje en el habitual sentido espiritual. No tenía ningún destino sagrado y Confucio no buscaba ninguna iluminación. Su viaje, al igual que su filosofía, albergaba intenciones absolutamente laicas: iba a buscar trabajo. Y si no podía encontrar un trabajo, quizá podría encontrar un futuro gobernante para ejercer como su tutor y, al menos en algún lugar, poner en práctica sus principios. Pero obviamente se habían difundido las opiniones acerca de Confucio, y su peregrinaje en busca del Santo Grial del empleo iba a durar más de diez años. De vez en cuando se le pedía consejo, pero de nuevo ninguna oferta de empleo permanente fue más allá de la etapa de la entrevista.
Sólo podemos especular sobre los motivos del rechazo. Confucio era considerado el hombre más sabio de China. Había enseñado a muchos de los administradores más capaces y él mismo había ocupado un cargo oficial menor, sin aceptar un solo soborno o, incluso, sin traicionar a su jefe a sus enemigos. Tal excentricidad contribuyó a la creencia posterior de que Confucio había sido un personaje legendario y que nunca había existido. Obviamente había algo en Confucio: seriedad y ninguna disposición al compromiso, hábitos personales desagradables, o quizá una simple halitosis del alma. Nunca sabremos con exactitud qué es lo que tenía que no atraía a las clases gobernantes chinas. En mi opinión, después de estudiar sus escritos, es que le debieron encontrar terriblemente aburrido.
Incluso las aventuras de Confucio durante su década de viajero parecen haber adquirido ese característico halo de aburrimiento. Cuando visitaba el estado de Wei, celebró una audiencia privada con la hermana del gobernante, la conocida Nan Tzu, conversación que molestó profundamente a sus discípulos. Pero la historia ha censurado prudentemente qué es lo que tanto molestaba a los discípulos, y tampoco sabemos cómo había conseguido Nan Tzu su notoriedad, aparte de algún cotilleo inocente acerca de un incesto real. En la provincia de Sung, Confucio supo que alguien quería asesinarle, por tanto decidió llevar ropas que no llamasen la atención y así continuó su prosaico peregrinaje. En Sung dijo también que había conocido al gobernador local y que había hablado hasta altas horas de la madrugada con él, convenciendo finalmente a su anfitrión de que valía la pena seguir sus ideas acerca de cómo gobernar. La virtud y la administración competente, no la ambición personal, eran las claves para el éxito. La cruzada de Confucio había hecho otra conquista. Pero ni siquiera ese gobernante le ofreció trabajo.
Por entonces Confucio tenía ya 67 años. Sus coetáneos de menos valía estaban ya felizmente jubilados, mientras él intentaba iniciar su carrera profesional. Al final, los discípulos de Confucio que habían regresado a Lu decidieron que la única respuesta era invitar a su maestro a volver otra vez a casa. Para estos filósofos más prácticos era el momento de que Confucio abandonara para siempre la idea de poder ganarse el sustento. Confucio regresó debidamente casa y vivió los últimos cinco años en Lu. Fueron años muy tristes. Murió su discípulo favorito Yen Hui, y por primera vez en su vida Confucio cayó brevemente en la desesperación. «¡Ay! Ya no queda nadie que me entienda», dijo a los discípulos restantes. Se convenció de que su mensaje vital nunca llegaría a las generaciones venideras. Su hijo Lieu también murió. No se sabe prácticamente nada de la vida de él. Se dice que no tenía cualidades excepcionales pero la evidencia posterior indica lo contrario. Pocos siglos después, más de cuarenta mil personas en China afirmaban ser los descendientes de Confucio, lo que indicaría una actividad excepcional del único hijo del maestro.
Confucio pasó leyendo sus últimos años, corrigiendo y escribiendo comentarios sobre los clásicos chinos, el canon de obras que datan del período en que China salió de la antigüedad. (El Lun Yu —Enseñanzas de Confucio— se añadiría a ese canon antes de que fuera grabado en piedra a mediados del siglo III a. C.) Los libros clásicos chinos van desde el sublime Shi (Poemas, a veces conocido como el Libro de cantos), que incorpora material legendario con atemporales detalles diarios de la vida china más antigua, hasta el misterioso y siempre mal utilizado I Ching (El libro de los cambios) mezcla intrigante de jerigonza metafísica y de percepción psicológica. Este último libro comenzó su vida como libro de adivinación. Al igual que la astrología babilónica, que data de la misma época de la adolescencia de la humanidad, contiene un edificio de sabiduría gnómica construido sobre la más endeble de las bases.
La innegable naturaleza esotérica de I Ching resultaba vergonzosa para los estudiosos de Confucio, quienes insisten en la aproximación práctica a la filosofía del maestro. Incluso no se niega que Confucio pasó varios años de su vida leyendo este libro, y durante sus últimos años escribió un extenso comentario sobre él. Lejos de reírse de los con frecuencia fantásticos contenidos de I Ching, su comentario incluye directrices acerca de cómo utilizar la obra con propósitos adivinatorios lanzando pequeños palitos el aire e interpretando los dibujos que forman. Sin embargo, parece tan poco probable cómo descubrir que Hegel era, en secreto, un bailarín del baile clásico; pero incluso los filósofos deben tener sus hobbies y lanzar palitos al aire para descubrir quién va a ganar la carrera de las 2:30 en Shanghai, lo que me parece una actividad bastante inofensiva.
Confucio también pasó sus últimos años transmitiendo los aspectos fundamentales de su filosofía a sus discípulos. Las enseñanzas de Confucio contienen referencias a la epistemología, lógica, metafísica y estética (las categorías tradicionales de la filosofía) pero son sólo referencias pasajeras y no forman ningún sistema. Asimismo trasmite comentarios acerca el sabor del jengibre y de la longitud de los camisones, sin constituir por ello una teoría de la cocina ni de la moda. Pero si lo juzgamos desde la perspectiva de su periodo de ministro del crimen, parece probable que sí que tenía una teoría muy clara de la moda. Por tanto, pudo haber formulado teorías de cocina y de filosofía que no han llegado hasta nosotros.
Esta enseñanza e instrucción espiritual confuciana iba a conformar la educación básica de la clase mandarín que gobernaría la administración china durante más de dos mil años. Al igual que todas las jerarquías dominantes, terminó por fosilizarse. Confucio había previsto la necesidad de adaptarse a los tiempos. «Sólo los hombres de profunda inteligencia y los necios de mente más obtusa permanecen invariables». Pero la advertencia de Confucio era en vano. Quizás el destino de todos los funcionarios civiles sea ser gobernados por sabios o por idiotas.
En el año 479 a. C., a los 62 años, Confucio yacía en su lecho de muerte. Sus discípulos le atendieron durante su enfermedad. Sus últimas palabras fueron recogidas por su discípulo favorito Tze-Lu:
«El gran monte se hunde,
la viga maestra cede,
el sabio maestro se marchita como una planta».
Confucio fue enterrado por sus discípulos en la ciudad de Choufou a las orillas del río Ssu. El templo construido en ese lugar y los recintos circulantes fueron reconocidos como lugares sagrados. Durante más de dos mil años este sitio fue visitado por continuas oleadas de peregrinos. El reciente hiato de esta tradición durante la era comunista parece que ha finalizado: ha llegado el final de un breve lapso en una venerable tradición china establecida mucho antes del nacimiento de Cristo y de Sócrates.
Según las últimas palabras de Confucio, se puede deducir que era consciente de su grandeza pero no estaba seguro de que su mensaje le fuera a sobrevivir. Confucio estaba en lo cierto al preocuparse en este punto. El confucianismo ha sobrevivido durante cerca de dos milenios y medio pero su parecido con las enseñanzas originales del mismo Confucio a veces es difícil de detectar (de la misma forma que es difícil relacionar la Inquisición y la quema de herejes con el mensaje de quien pronunció el Sermón de la Montaña). Sin embargo, el mensaje de Confucio no fue totalmente desvirtuado por sus seguidores. Dos siglos después de su muerte, la dinastía Han estableció la primera gran etapa de la cultura china. Esta dinastía gobernó casi siempre siguiendo los principios de Confucio con resultados tan satisfactorios que la dinastía prosperó durante más de cuatrocientos años, superando a casi todos los demás imperios chinos y estableciendo un ejemplo cultural que las siguientes dinastías intentaron emular. En Occidente, Confucio iba a ser admirado por Leibniz y su racionalista contemporáneo Voltaire, que declaró: «Respeto a Confucio, fue el primer hombre que no recibió inspiración divina».
Un eco frívolo de las enseñanzas de Confucio se encuentra en el arte marcial del «kung fu», que se llama así en honor al maestro, pero que tiene tanto parecido con el origen de su nombre como la marca de pinturas Titán con este personaje mitológico. De forma similar, se pueden detectar ecos degradados de Confucio en la aberración del pensamiento chino que recientemente ha suplantado las enseñanzas del maestro. El culto a la personalidad del presidente Mao, el peregrinaje de la Larga Marcha de los comunistas y la veneración del Libro Rojo de Mao tienen un inequívoco parecido con el culto que se desarrolló alrededor de Confucio, su propio peregrinaje en busca de un trabajo político y la veneración del clásico Enseñanzas de Confucio. Pero todo esto probablemente no le hubiera preocupado demasiado. Como él mismo dijo: «Soy diferente. Tomo la vida como viene».