No se apresuró. Le sirvieron el café. Lo bebió lentamente, cada vez más horrorizado ante sus pensamientos. De pronto, todo le pareció peor, porque dejó de pensar en ello. Ya no lo pensaba: lo sabía. Parte de ello era pura especulación. Sin embargo, cada pieza iba encajando en el rompecabezas sin duda alguna.
Pagó la cuenta y se encaminó a El Madhouse. Nick le vio al entrar y avanzó a su encuentro.
—Hola, Sweeney. Estoy preocupado. No sé dónde está ni si vendrá esta noche.
—También yo estoy preocupado —replicó Sweeney—. Oiga, Nick, ¿observó por casualidad si Yolanda tomó un taxi al salir de aquí?
—No, se fue andando en dirección norte.
—¿Cómo iba vestida?
—Con un conjunto verde, un vestido de día, vamos, sin sombrero ni abriguito. No llevaba chaqueta. Solamente el vestido. El perro iba a su lado, sin la correa. A veces lo lleva suelto y otras no. ¡Diantre, conque era Doc Greene! ¡Qué espanto!
—Sí.
—¡Y a usted lo amenazó de muerte! Ha tenido mucha suerte, Sweeney.
—Sí —repitió el periodista.
Salió, preguntándose si aquella suerte duraría mucho. Habían transcurrido cinco horas desde que Yolanda hablara con Nick. Era sorprendente, no obstante, que se hubiese dirigido al norte, alejándose del Loop, siempre tan concurrido. Allí habría sido imposible hallar su rastro.
Tenía suerte, sí. Una manzana al norte y al cabo de treinta preguntas, encontró a un vendedor de diarios que no se había movido del quiosco toda la tarde. Había visto a Yolanda Lang, seguro, pues la conocía. De vista, explicó. Pasó por delante del quiosco y dobló hacia Ohio Street.
Sweeney dobló hacia Ohio Street.
No era difícil. Una maravillosa rubia con un vestido verde, llevando al lado un perro que parecía un fugitivo de alguna novela de James Oliver Curwood. Dos manzanas más allá encontró a dos personas que la habían visto.
A la tercera manzana, sin abandonar Ohio Street, acertó el pleno. El dueño de un estanco no solamente había visto a la muchacha con el perro, sino que vio cómo entraba en un edificio del otro lado de la calle.
—Aquel de allí, donde pone «Habitaciones amuebladas».
Sweeney entró en el edificio.
En el vestíbulo vio un timbre con un cartelito: «Llamar a la encargada».
Sweeney llamó a la encargada.
Era una mujer gorda y desaliñada. Tenía muy mal aspecto. Era indudable que las palabras no solucionarían nada, dado que no pertenecía al grupo de las personas asustadizas. Sweeney sacó la cartera. De la misma extrajo un billete de veinte dólares, de forma que la mujer distinguiese la cifra del ángulo superior.
—Quisiera hablar con la joven que ha alquilado una habitación esta tarde. La que llevaba el perro.
La mujer no vaciló en coger el billete. Desapareció por el escote de su vestido, dentro de una pechuga tan voluminosa que Sweeney se preguntó si sería capaz de hallar un billete allí sin registrar a fondo.
—Alquiló una habitación del segundo piso… Es la puerta que cae frente a la escalera.
—Gracias —murmuró Sweeney.
Extrajo otro billete, con la misma cifra. La mujer alargó la mano, mas él retiró el dinero.
—Siento curiosidad por conocer todos los detalles —dijo—. Lo que ella habló con usted y lo que ha hecho desde que llegó.
—¿Para qué quiere verla? ¿Quién es usted?
—Está bien, no importa.
Se dirigió a la escalera, guardándose el billete de veinte dólares en la cartera.
—Eh, aguarde… —le gritó al instante la mujer—. Vino a última hora de la tarde, pidiendo una habitación. Le dije que no aceptábamos perros. Ella respondió que pagaría algo más si yo hacía la vista gorda. Añadió que el perro sabía comportarse muy bien. Bueno, le di la habitación. No llevaba equipaje. Ni siquiera chaqueta o sombrero.
—¿Dijo cuánto tiempo pensaba quedarse?
—No lo sabía. Aunque sí dijo que pagaría toda una semana, aun cuando no estuviese tanto tiempo.
—¿Cuánto le dio?
La mujer vaciló.
—Veinte dólares.
Sweeney la miró con odio «Bruja, pensó, acabas de vender a Yolanda por otros veinte dólares»
—Salió, dejando el perro en la habitación. Cuando regresó iba cargada con varios paquetes. Después bajó a pasear al perro, atado a una correa. Al llegar, el perro iba suelto a su lado. Ah, se había disfrazado. Llevaba una peluca negra, unas gafas con montura de concha y un vestido diferente. Apenas pude reconocerla.
—¿Era una peluca o un teñido?
—Un tinte no se seca tan de prisa.
—¿Puede decirme algo más?
La mujer meditó unos momentos y al fin negó con la cabeza. Sweeney sacó el segundo billete, sosteniéndolo con cuidado para que su mano no rozase la de la mujer. Contempló cómo se lo metía en el pecho y se dijo que por cuarenta dólares no se atrevería a meter la mano allí dentro para recuperarlos.
La mujer, al observar la expresión de odio del periodista, dio un paso hacia atrás.
Estupendo, porque Sweeney no deseaba rozarla para dirigirse a la escalera. Estaba a la mitad del primer tramo, cuando la oyó cerrar la puerta. Por cuarenta dólares, le tenía sin cuidado lo que el recién llegado hiciera con la joven. Sweeney se arrepintió de haberle entregado el dinero; de todos modos, le hubiese sacado la información. Se avergonzó de sí mismo por haber emprendido el camino más fácil.
Se encontró delante de la puerta del segundo piso, frente a la escalera, y dejó de pensar en la mujer que quedaba abajo, seguramente contemplando con avaricia los dos billetes.
Tabaleó ligeramente sobre la puerta.
Dentro se oyó un movimiento. La puerta se abrió unos centímetros. Unos ojos muy grandes le miraron a través de unas gafas de concha, por debajo de una mata de pelo negro. Aquellos ojos, sin las gafas, ya los había visto antes, bastantes veces. Le habían mirado desde el otro lado de una puerta de cristales una noche que ahora se perdía en el tiempo, en la State Street. Le habían contemplado a través de una mesita de El Madhouse. Se habían cruzado con los suyos desde el escenario del night-club. En este momento le miraban desde la cara de una estatua negra que chillaba en silencio, que chillaba tanto en silencio como la modelo había chillado estridentemente al ser atacada.
—Hola, Bessie Wilson —murmuró Sweeney.
Aquellos ojos se abrieron más y la joven jadeó. Sin embargo, retrocedió y Sweeney pudo entrar en la pieza.
Era una habitación pequeña, mal amueblada. Una cama, un tocador y una silla, mas Sweeney no se fijó en el mobiliario. La estancia la llenaba el animal, y aunque la encargada lo había mencionado varias veces, a pesar de que también él pensó en Diablo, y que gracias a la bestia acababa de encontrar a Yolanda, no se había percatado aún de que estaría allí.
Sí, Diablo estaba presente. Agazapado, listo para saltar a la garganta de Sweeney. El sonido que surgía de lo más profundo de la bestia era el más ominoso, el más espantoso que Sweeney oyera jamás. Peor que los ladridos de aquella noche.
—¡Quieto, Diablo! —le ordenó Yolanda—. ¡Vigílale!
Cerró la puerta.
Sweeney sintió su frente perlada de sudor. Le corrió un escalofrío por la espalda.
En su necesidad por resolver el problema había olvidado completamente el peligro que tal solución representaba para él.
Miró fieramente a Yolanda Lang, a Bessie Wilson.
Incluso con la peluca negra y las gafas, resultaba extraordinariamente hermosa. Su única prenda visible era una bata, los pies estaban descalzos. La bata tenía una cremallera por delante.
Sweeney se preguntó si… Comprendió que no tenía tiempo de preguntarse nada. Al contrario, tenía que hablar, que decir algo.
—Finalmente lo he sabido, Bessie —explicó—, aunque me faltan unos detalles. El doctor o psiquiatra del sanatorio cerca de Beloit, el que se interesó por tu caso después de… de lo que te sucedió en Brampton, debió de ser Doc Greene, ¿verdad?
Se hubiese sentido mejor si ella contestara…, aunque fuese para exclamar, por otro lado inútilmente, que no sabía de qué hablaba Sweeney… Pero no habló.
Se quitó las gafas y la peluca, dejándolo todo sobre el tocador, junto a la puerta. Sacudió la cabeza para que su cabello le cayese suelto sobre los hombros. Le contempló con gravedad…, en un mutismo absoluto.
Sweeney tenía seca la garganta. Necesitó aclarársela antes de continuar.
—Tuvo que ser Greene, tanto con este nombre como con otro. Se enamoró locamente de ti. Locamente. Tanto que abandonó su carrera para estar contigo. ¿O se metió en algún lío y tuvo que abandonarla a la fuerza?
»¿Sabías que le escribió una carta a tu hermano diciéndole que habías muerto? Pues lo hizo. Charlie te cree muerta. Greene, en realidad, había firmado los documentos necesarios para que te diesen de alta, y abandonó su trabajo para traerte a Chicago.
»Debió creer que te curaría hasta donde podías ser curada. Aunque no se dio cuenta de que nunca sanarías por completo. Se imaginó, probablemente, que en su calidad de psiquiatra sabría controlarte. Supongo que lo intentó y que lo logró…, hasta que algo que él ignoraba te hizo recaer en tu,… enfermedad. Era un personaje muy inteligente, Yolanda. Estoy seguro de que fue él quien imaginó tu danza con el perro. Una danza excelente, realmente buena. Durante unos días me pregunté por qué no te buscaba contratos mejores… En realidad, no podía arriesgarse a que subieras a la cúspide de la fama. Deliberadamente, te mantuvo en un segundo plano, con la misma deliberación con que ocultó sus verdaderas relaciones contigo, como médico y paciente, convirtiéndose en un agente artístico auténtico, incluso con otros clientes.
Sweeney volvió a aclararse la garganta, deseando que ella dijese unas palabras.
No lo hizo. Se limitaba a mirarle. El perro también le miraba con sus amarillentos ojos, dispuesto a saltar a la menor palabra o señal de su ama…, o al más pequeño movimiento por parte de Sweeney.
—Y estuviste bien —prosiguió el periodista—, hasta el día, hace unos dos meses, que entraste casualmente en la tienda de Raoul y le compraste la estatuita a Lola Brent. ¿Reconociste la figura, Yolanda?
Pensó que ella respondería a esta pregunta. Continuó callada. Sweeney respiró hondo y el perro empezó a gruñir por el movimiento de los hombros. Sweeney recuperó su inmovilidad. El perro cesó en sus gruñidos.
—Tu hermano Charlie modeló la estatua —continuó—, Bessie. Tú fuiste su modelo. La estatua expresaba perfectamente lo que sentiste cuando…, cuando ocurrió lo que fue causa de tu locura. Ignoro si te reconociste en la figura o si comprendiste que era obra de Charlie. Mas la vista de la estatua destruyó todo lo que Greene había hecho por ti.
»Con una diferencia, mejor dicho, una transferencia. Al verte a ti misma en la estatua, en calidad de víctima, te convertiste mentalmente en tu agresor. En el asesino con el cuchillo.
»Y la joven a la que le compraste la estatua era una rubia muy bonita, de modo que tu manía se concentró en ella. Saliste, adquiriste el cuchillo y aguardaste, con el arma en tu bolso, hasta que Lola salió en dirección a su casa. Como la habían despedido, la espera no fue larga. La seguiste hasta su hogar y la mataste…, como el destripador de Brampton te habría matado a ti, de no haber disparado Charlie. De modo que…
No había continuación al «de modo que…». La frase quedó flotando en el aire.
—Te llevaste la estatuita a casa, Bessie —prosiguió Sweeney, cansado de aguardar unas palabras de Yolanda—. ¿La transformaste en un fetiche? Algo por el estilo, supongo. Lo adoraste… ¿Bailaste una danza ritual con el cuchillo? ¿Qué hiciste?
Tampoco hubo respuesta. A Sweeney le pareció que aquella mirada tan fija, tan insistente, se tornaba vidriosa. Siguió hablando por temor a lo que sucediera cuando callase.
—Mataste otras dos veces. Cada una de ellas, a una rubia guapa. Cuando pasaron por la State Street, tú las observaste. Sospecho que en cada ocasión habías bailado la danza ritual con el cuchillo, delante de la estatua. Después, bajabas a la calle y cuando veías acercarse una rubia excitante, centrabas en ella tu locura. ¡Y matabas!
Hasta el tercer crimen no lo descubrió Doc Greene, o no comprendió que la mano asesina era la tuya. No sabía nada respecto a la estatua, pero de una manera u otra supo quién era el Destripador. Y esto le aterró. De salir a la luz toda la verdad, estaba acabado. La policía se limitaría a meterte de nuevo en una institución, mas a él… no sé exactamente en qué términos hubieran podido acusarle, aunque los cargos eran abrumadores. Por tanto, intentó una cosa desesperada. ¿Sabías que fue él quien te atacó aquella noche, Yolanda?
Si al menos ella contestara…
—Sí, Doc probó una curación heroica. Un tratamiento por shock. Pensó que si te atacaba tal vez se invertiría tu «fijación», que por lo menos volverías a padecer el grado de locura del principio. Cualquier cosa era preferible a ser una asesina. Probablemente creyó que de esta manera podría manejarte mejor.
»Por eso te atacó aquella noche en el portal. Naturalmente, no empleó un cuchillo ni una navaja normales, pues no deseaba hacerte ningún daño físico. Debió utilizar una cuchilla de afeitar, tal vez unida a un mango de madera bastante largo, con el propósito de causarte solamente un corte superficial. Siendo como era un psiquiatra carente de ortodoxia alguna, creyó que esto te devolvería la razón…, o a una locura más tranquila. Si hubiese conocido la presencia de la estatua en tu apartamento, se habría apoderado de ella mientras estabas en el hospital, y tu «fijación» hubiese desaparecido.
»Mas nada supo de la estatua hasta que hoy lo publiqué en el Blade. Debió temer que yo iba a revelarlo todo. Ahora comprendo por qué quiso hablarme, fingiendo interesarse por mi seguridad También deseaba que atraparan al Destripador, según él, para que tú estuvieras a salvo de otro ataque. Ah, Doc y yo nos divertimos mucho. Lamento que él…
Sweeney volvió a respirar profundamente.
—Pero al leer el diario de hoy, se enteró de la existencia de la estatua, comprendiendo que era la causa de tus turbaciones. Entonces decidió quitártela. Subió esta tarde a tu apartamento con una caja de zapatos vacía. No quería que le vieran entrando sin ningún paquete y salir con uno. No quería que el agente que vigilaba tu apartamento se preguntase qué había en el paquete. Jugó con su vida para salvar la tuya, y la perdió.
»Encontró la figura en tu tocador, o dondequiera que la guardaras, junto con el cuchillo. Cogió ambas cosas. Cuando comprendiste que iba a romper tu fetiche, hiciste que Diablo se abalanzara sobre él… y Diablo lo mató en realidad.
Sweeney miró al animal, deseando al instante no haberlo hecho. Volvió a fijar su atención en Bessie Wilson.
—Tú no sabías si había muerto o no en el patio, ni tampoco lo que podía haberle dicho a la policía, si estaba con vida. De modo que huiste. No, Doc no te acusó, Yolanda. En cambio, porque sabía que se moría, el muy imbécil se acusó de todo, confesando ser el Destripador. Debió pensar, o desear, que una vez rota la estatua, tú recobrarías la cordura, incluso sin él.
La miró con la intención apremiante de preguntarle:
«¿La has recobrado? ¿Vuelves a estar cuerda?»
No fue necesario porque la respuesta estaba patente en aquellos ojos.
Locura.
La mano derecha de Yolanda asió la cremallera de su bata, y tiró hacia abajo. La prenda cayó a sus pies, formando un círculo en torno a sus pies descalzos. Sweeney se quedó sin aliento, como aquella noche en el portal.
Alargando una mano detrás de sí, la joven abrió el cajón superior de la cómoda, buscando algo dentro. La mano reapareció empuñando un cuchillo, un cuchillo reluciente de unos quince centímetros.
Una sacerdotisa desnuda empuñando el cuchillo del sacrificio.
Sweeney estaba sudando. Empezó a levantar las manos, el perro gruñó, agazapándose antes de que el periodista pudiera moverse en absoluto. Volvió a quedarse inmóvil.
—No, Yolanda, no lo hagas —intentó conservar la voz baja y tranquila—. No quieres matarme, yo no soy rubio ni hermoso. No soy el prototipo de Bessie Wilson, a la que atacó un maniaco…
Vigilaba sus ojos. De repente se dio cuenta de que la joven no entendía una sola palabra de lo que decía, ahora que la conexión mental estaba completamente rota Yolanda dio un paso al frente, con el cuchillo en la mano, a punto de… Las palabras, el sonido de la voz de Sweeney detuvieron aquel avance. Las palabras, no lo que decía, no su significado, solamente el sonido.
Yolanda volvió a mover los pies, el cuchillo en alto. Sweeney retrocedió, casi sin moverse. El perro gruñó y se dispuso a saltar.
—Cuatro siglos y siete años atrás —fue recitando Sweeney—, nuestros antepasados llegaron a este continente, convirtiéndolo en una nación, concebida en libertad y dedicada a la propuesta de que todos los hombres al nacer somos iguales…
Yolanda estaba en una situación cataléptica, oyendo el sonido de la voz.
El sudor resbalaba por el rostro de Sweeney, por su frente, por sus axilas.
—Ahora estamos enzarzados en una gran guerra civil, sí, hum…, esta nación… No recuerdo nada más. Mary tenía una oveja… Su lana era blanca como la nieve…
Terminó con el cuento de Mary y la ovejita. Empezó a recitar el Rubaiyat. Después el soliloquio de Hamlet. Poco después, vio que podía repetirlo todo…, mucho más tarde, que podía retroceder muy lentamente hacia la pared que tenía detrás, hasta que logró apoyarse en ella.
No podía moverse más que medio centímetro a cada paso, en dirección a la puerta. Tampoco podía levantar las manos.
—Mucho después, oh, mucho después —su voz sonó tan cansada que la lengua apenas le obedecía. Sin embargo, continuó hablando. Si callaba solamente diez segundos, moriría.
Sweeney vio por la ventana del otro extremo de la habitación, que había anochecido. Muchos años más tarde un reloj dio la medianoche. Siglos después fuera empezó a amanecer…
—… debajo de un exuberante castaño —iba recitando con voz ronca—, se hallaba la herrería del pueblo. El herrero, un hombre corpulento, se encontraba debajo del exuberante castaño. Una rosa, por otro nombre, desperdiciaría su fragancia bajo el aire del desierto. Nuestros días pasados tenían bufones que también corrían a la muerte… Cuando partieron el pastel todos empezaron a cantar…
Le dolían todos los músculos del cuerpo. Se maravilló cómo, con lo mal que recitaba, con la incoherencia de lo que decía, podía mantener inmóvil a aquella muchacha, de pie, desnuda…, con el cuchillo en la mano. Catalepsia, claro, hipnosis, como se llame. Era difícil creerlo.
—¡Ay, pobre Yorik! —prosiguió Sweeney—. Yo lo conocí, Horacio. Un individuo muy gracioso, el más excelente, hum… El búho y la gatita fueron al mar, en una hermosa barca de color verde guisante…
Fuera se iba aclarando el día. Eran las nueve de la mañana cuando llamaron a la puerta. Una llamada autoritaria. Sweeney levantó la voz, luchando contra su ronquera, convertida en una espantosa afonía.
—¿Bline…? ¡Prepare la pistola! El perro saltará contra uno de nosotros.
El perro, gruñendo, se situó en la postura adecuada para vigilar a Sweeney y la puerta. Finalmente, ésta se movió, Sweeney continuó quieto, el perro saltó sobre Bline. Sin embargo, el capitán llevaba la chaqueta enrollada en su antebrazo, de modo que cuando el perro saltó, el cañón de la pistola de Bline se abatió de forma fulminante sobre su cráneo.
—La ratita subió hacia el reloj —iba diciendo Sweeney, con una voz que apenas llegaba al susurro—, el reloj dio la una… ¡Gracias al cielo por haber llegado al fin, capitán! Sabía que vería los agujeros en la historia de Doc cuando tuviese tiempo de examinarla atentamente. Comprendí que vendría en busca de Yolanda. Sí, capitán, tuve que hablar sin descanso, sin la menor tregua. Yolanda ni siquiera se enteraba de lo que decía, como ahora, antes de llevársela, no le miraba a usted. Sólo sabía que yo hablaba y hablaba… Hasta que usted pudo arrancarle el cuchillo de la mano…
Bline tenía el cuchillo. Sweeney, sin dejar de hablar, fue resbalando hasta el suelo.
Era ya tarde. Godfrey se hallaba en el banco de la Bughouse Square, con Sweeney sentado a su lado.
—Creí que estabas trabajando —observó el viejo.
—Sí. Pero hoy escribí una noticia sensacional. Walter me ha dado permiso sin sueldo, claro. Una semana, dos semanas, las que quiera.
—Estás afónico, Sweeney. ¿Pasaste la noche con aquella chica que te volvía loco?
—Por eso estoy afónico —sonrió Sweeney—. Oye, God, esta vez tengo dinero, mucho dinero, aunque he dejado algo en la pensión. Encima llevo unos trescientos pavos. ¿Quieres que nos emborrachemos por trescientos pavos?
God volvió la cabeza para contemplar a Sweeney atentamente.
—Cuando deseas algo con todo tu afán, lo consigues siempre, Sweeney. Pasaste la noche con esa dama. Te dije que lo lograrías.
Sweeney se estremeció. Sacó un frasco de whisky de cada uno de los bolsillos de su chaqueta y le dio uno a God…
FIN