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No podía creerlo. Lo había pensado muchas veces mas la realidad era difícil de digerir. Por un lado, para empezar, no podía imaginarse a Doc Greene muerto. No obstante, Horlick, que estaba allí cuando llegó Sweeney, le confirmó la noticia.

—Sí, Bline recibió una llamada desde el hospital. Envió a dos policías para interrogar a Greene y hacerle firmar una confesión. Esto fue imposible. Doc estaba casi inconsciente. Tampoco hubiese podido firmar con los dos brazos rotos, entre otras cosas. Además, por lo que he oído, pronunciaba frases incoherentes. Yo llegué aquí antes de que se lo llevaran.

—¿Por qué tan de prisa, Horlick?

—Suerte, chico. Estaba ya de camino. Para la edición de mañana, como continuación a tu artículo de hoy, Walter quiso que me entrevistase con Yolanda Lang, preguntándole si alguna vez había visto la estatuita. En caso contrario, que debía ser lo más probable, debía preguntarle cuál fue su reacción al ver la foto, aparte de cuál había sido la suya cuando el Destripador la atacó en el portal. Ya sabes, esa clase de preguntas. Por eso, llegué casi al mismo tiempo que la ambulancia.

—¿Yolanda está arriba?

—No, huyó con el perro, después del accidente. Seguramente, otro shock…, o el susto. Probablemente se habrá escondido en alguna parte… Bah, ya aparecerá. Ahora me largo con lo que he conseguido sube arriba y procura obtener más detalles. Bline está allí.

Horlick se marchó State Street abajo, en tanto Sweeney se abría paso por entrar la multitud de curiosos agrupados frente al portal de la State, al sur de la Chicago Avenue, el mismo portal al que Sweeney había mirado unas noches antes para ver a una mujer desnuda y a un perro con aspecto de lobo. Ahora la multitud era mayor, a pesar de que no había nada que ver en el vestíbulo. Sweeney se dirigió un policía que custodiaba la entrada. Su carnet de periodista le facilitó el ingreso al zaguán y subió corriendo hasta el tercer piso.

El apartamento de Yolanda Lang se hallaba en el lado norte del pasillo, en el que se abrían cuatro puertas. No necesitó comprobar el número porque la puerta estaba abierta y el apartamento lleno de policías. Por lo menos, eso parecía, porque cuando Sweeney entró vio que únicamente se hallaban allí dos agentes, aparte de Bline.

El capitán se le aproximó.

—Sweeney, si no estuviese tan contento le rompería la cara. ¿Cuánto hace que estaba enterado del asunto de la estatua?

—No me acuerdo exactamente, capitán.

—Ya lo sé… Bueno, tenemos al Destripador, sin que haya podido cometer su último crimen, a pesar de que poco le ha faltado. Esto lo soluciona todo. Incluso estoy dispuesto a invitarle a un trago. Dejaré aquí a uno de los muchachos para esperar la vuelta de Yolanda Lang, puesto que deseo asegurarme de que está bien cuando regrese.

—¿Acaso puede estar herida?

—Físicamente, no le ocurre nada. El criminal no llegó a tocarla con el cuchillo. El perro saltó antes. De todos modos es probable que sufra de shock, quizá peor que la otra vez. Naturalmente, no es de extrañar.

—¿Mató Diablo a Greene?

—Lo mordió pero no lo mató. Doc consiguió, no sé cómo, al parecer, frenar al perro atenazándolo por la garganta. Sin embargo, cayó por ese ventanal y esto sí lo mató. Debió retroceder, embestido por la bestia, tropezaría con el repecho que, como ve, está muy bajo, y…

Bline había señalado el abierto ventanal. Sweeney fue hacia él y se asomó. Dos pisos más abajo se veía un patio con el suelo de cemento. Estaba lleno de objetos rotos y desperdicios, arrojados allí por la gente de la casa.

—¿Dónde está la estatuita? —se interesó Sweeney.

—Casi toda en el patio. Encontramos bastantes pedazos para identificarla. Doc debía sujetarla todavía cuando saltó por ahí. Tal vez intentó golpear con ella al perro. El cuchillo también estaba en el patio. Sí, debía de tener la estatua en una mano y el cuchillo en la otra. No sé cómo consiguió el perro salir indemne. Es posible que Greene lo sujetara por la garganta sin actuar demasiado de prisa con el cuchillo. Además, un perro como Diablo es temible en una pelea.

Sweeney volvió a mirar hacia el patio y experimentó un escalofrío en la espalda.

—Acepto su copa, Bline —murmuró—. Y le pagaré otra. Vamos, salgamos de aquí.

Se dirigieron a la esquina de State con Chicago, el mismo bar donde habían efectuado la llamada la noche del primer ataque contra Yolanda. Bline pagó la primera ronda.

—Lo sé todo, menos lo que sucedió —se quejó Sweeney—. ¿No podría iluminarme un poco?

—¿Quiere que se lo cuente todo o únicamente lo de esta tarde?

—Lo de esta tarde.

—Yolanda estaba sola en el apartamento —empezó Bline—, a eso de las tres… menos unos minutos, creo. Lo sé porque tenía a uno de mis agentes estacionado ahí delante a fin de vigilar la casa. Incluso subarrendamos el apartamento fronterizo al de Yolanda con ese propósito. Allí también tenía a un agente constantemente, menos cuando ella se hallaba en el club. Por la mirilla de la puerta, el agente podía distinguir la puerta de la joven.

»A eso de las tres, mi hombre vio subir a Doc Greene con una caja de zapatos bajo el brazo. Llamó a la puerta de la muchacha. Esto no tenía nada de particular. Doc ya la había visitado otras veces, por lo que a mi agente no le extrañó. De haberse tratado de un desconocido, Garry…, que es el que a esa hora estaba de servicio, habría salido al descansillo, empuñando su pistola.

—¿Visitaba Greene a Yolanda por negocios? —quiso saber el periodista—. Me refiero a las otras ocasiones.

—No lo sé ni me importa —Bline se encogió de hombros—. No pertenezco a la brigada del vicio. Sólo iba detrás del Destripador. Pensé que, con sus férreas coartadas, Doc Greene no resultaba sospechoso. Bueno, estaba equivocado. ¿Sospechaba usted realmente de él, Sweeney, o se dedicaba a pincharle porque no le gustaba?

—No lo sé, capitán. Bien, ¿qué ocurrió?

—Yolanda abrió y le dejó entrar. Llevaba unos cinco minutos dentro del apartamento, cuando empezó el jaleo. Garry oyó gritar a la joven, ladrar al perro y chillar a Greene, todo en el mismo instante. Naturalmente, abrió la puerta del apartamento donde estaba y atravesó el descansillo. Empujó la puerta de Yolanda, pero estaba cerrada, con un pestillo al menos. Iba a disparar contra la cerradura cuando se abrió la puerta.

»Dice que fue Yolanda quien la abrió. Por lo visto, salió corriendo, con el rostro tan blanco como el papel, con la mirada extraviada. Garry comprendió que acababa de ocurrir algo espantoso. Sin embargo, Yolanda no mostraba manchas de sangre en el vestido ni en el cuerpo. Por consiguiente, no estaba herida. Garry intentó detenerla con la mano libre, pues tenía la pistola en la otra. El perro, entonces, se abalanzó contra él y Garry se vio obligado a soltar a la joven para proteger su garganta. Diablo le arrancó un pedazo de tela de la manga, sin llegar al brazo. Yolanda estaba ya bajando por la escalera, por lo que el perro abandonó afortunadamente a Garry, lanzándose tras ella. Por tanto, mi agente no tuvo que matar a Diablo, como hubiese hecho si el animal continúa atacándole. Como Yolanda parecía estar bien, aparte de su aspecto asustado, Garry entró en el apartamento. No había nadie. Ni siquiera Greene. ¿Dónde podía estar? De repente, oyó un quejido procedente del patio, se asomó… Allí se hallaba Greene, tendido en el suelo.

»Rápidamente, Garry me llamó, después avisó a una ambulancia… Cuando llegamos, Greene todavía estaba con vida, aunque en estado preagónico. Murmuraba palabras sin sentido. Bueno, las pocas que podía articular.

—¿Por qué fue Greene al apartamento de Yolanda? —preguntó Sweeney.

—¿Cómo razona un maniaco homicida, Sweeney? ¿Cómo puedo saberlo? Supongo que fue su artículo sobre la estatua lo que le espoleó. Él la tenía, quizá Yolanda lo sabía… Naturalmente, tan pronto como la joven viera la foto en el Blade, lo habría denunciado. Por ello, fue a verla con la caja de zapatos y Mimi dentro, dispuesto a matar a Yolanda. En fin, no sé.

»Lo cierto es que tenía la caja en una mano. Y el cuchillo en la otra cuando el perro salvó a su ama, atacando al Destripador. Oh, le pegó unos buenos mordiscos. Seguramente, Doc saltó al querer huir del animal, aunque es más probable que retrocediese y el salto fuese completamente involuntario.

—¿Qué le habrá sucedido a Yolanda?

—Otro shock, claro. Es fácil que esté dando vueltas, en un estado próximo al histerismo, pero está bien protegida. No creo que tarde en volver. De lo contrario…, bah, no será difícil localizar a una dama con un perro como Diablo. Todavía hay un policía a la puerta de la casa. Bien, he de ir a informar. Hasta la vista, Sweeney.

Al salir Bline, Sweeney pidió otra copa. Otra, otra y otra más. Cuando salió del bar era casi de noche. Volvió al apartamento de Yolanda. El policía seguía en la puerta. Sweeney le preguntó por la muchacha. No había regresado.

Deambuló por la Clark Street, entró en un restaurante irlandés y pidió una langosta. Mientras la cocían entró en la cabina telefónica y llamó a Ray Land, el detective privado de Nueva York.

—Aquí Sweeney, Ray. Ya puedes dejar el trabajo.

—Me lo imaginaba, Sweeney. Lo oí por la radio mientras cenaba. Dijeron que han atrapado al Destripador de Chicago. Su nombre ya lo conocía. Por tanto, pensé que no debía seguir adelante con tu encargo. He trabajado un día, de manera que mañana te devolveré los cincuenta dólares sobrantes.

—¿Habías conseguido algo?

—Aún no. Era difícil, al cabo de dos semanas. Había una camarera que recordó que una mañana la cama de Greene no estaba deshecha, pero no se acordaba de la fecha exacta. Hoy tenía que interrogarla de nuevo, pues dijo que trataría de acordarse. ¿Quieres que te gire el dinero o te envío un cheque al Blade?

—Al Blade estará bien. Gracias por todo, Ray.

Acto seguido, llamó al capitán Bline al Departamento.

—¿Se sabe algo de Yolanda? —preguntó.

—Sí, Sweeney. Una cosa muy extraña —la voz del capitán sonó intrigada—. Estuvo en El Madhouse no hace mucho. Bueno, una media hora después de atacarla Greene. Le pidió dinero a Nick y se largó. Desde entonces no hemos sabido nada más.

—¡Maldición! —gruñó Sweeney—. ¿Cómo se comportó?

—Según Nick, estaba algo alterada, aunque no demasiado, teniendo en cuenta las circunstancias. Estaba pálida, eso sí. Nick no sospechó nada, ya que todavía ignoraba lo ocurrido. Yolanda tampoco habló de ello. Sólo quería dinero… Le dijo a Nick que deseaba comprar algo que era una ganga si lo adquiría inmediatamente. Nick se figuró que se trataba de algún abrigo de visón, o una prenda por el estilo. Alguien se lo habría ofrecido por unos cientos de dólares, Yolanda deseaba quedarse con la prenda y por eso se hallaba tan nerviosa.

—¿Cuánto le dio?

—El sueldo de una semana. Al fin y al cabo, tenía que cobrar mañana, por lo que a Nick no le importó adelantárselo un día.

—Muy raro…

—Sí…, de todos modos creo saber el motivo. Yolanda quiere estar escondida un par de días. Sufrió un shock tremendo, aunque temporal, por lo que huyó de su casa después de caer Greene por el ventanal. Naturalmente, si habló con Nick con bastante normalidad, debe de haberse recuperado casi por completo. Lo más probable es que no esté dispuesta todavía a enfrentarse con nosotros y con la triste realidad. Volverá dentro de unos días, tan pronto haya recobrado la calma. No querrá perder el contrato ni la publicidad que tanto puede ayudarla en su profesión.

—Es posible. ¿No la están buscando?

—No…, ¿para qué? Podríamos hallarla con gran facilidad mirando en los hoteles. Sin embargo, por lo que dijo Nick, Yolanda se encuentra bien, así que esto ya no es asunto nuestro. Si creyese que está dando vueltas en estado de desesperación o histerismo la cosa cambiaría.

—¿No regresó al apartamento en busca de ropa?

—No, el agente continúa allí, con orden de telefonear si vuelve. Supongo que necesitaba precisamente el dinero para comprar lo más imprescindible, sin tener que regresar al apartamento y tener que soportar nuestros interrogatorios, así como las entrevistas con vosotros, los periodistas.

—De acuerdo, capitán. Muchas gracias.

Regresó a su mesa en el momento en que también llegaba la langosta.

La devoró pensativamente. No supo exactamente qué idea le rondaba por la cabeza hasta que el crustáceo quedó reducido a su cáscara.

De repente, en aquel instante, supo qué era lo que pensaba y la idea le dejó aterrado.