17

Sweeney volvió la cabeza y se encontró los ojos de Doc Greene, ampliados como de costumbre, por los gruesos cristales de sus gafas, que los transformaba en amenazadores.

—Hola, Doc —sonrió Sweeney al verle—. ¿Qué va a tomar?

—Tengo mi bebida en aquella mesa. Como Nick ha reservado mi silla y otra más, puede acompañarme.

Sweeney cogió su vaso y siguió a Greene hasta una mesa del rincón. Nick permanecía al lado, de pie.

—Hola, señor Sweeney —saludó.

Se marchó apresuradamente por asuntos del negocio. Sweeney y Greene tomaron asiento.

—¿Alguna novedad? —se interesó Doc.

—Tal vez. No lo sé. Mañana publicaré una noticia sensacional. La más sensacional hasta la fecha.

—Aparte de la de los asesinatos…

—Más todavía.

—Supongo que es inútil preguntarle de qué se trata.

—Buena suposición, Doc. Bah, anímese. Dentro de doce horas la noticia estará en la calle.

—La aguardaré con impaciencia. Todavía estoy preocupado por Yolanda, de manera que espero que esa noticia pueda resolver el caso, o ayude a resolverlo.

Se quitó las gafas para limpiar los cristales y sin ellas Sweeney lo encontró diferente. Parecía cansado y realmente receloso. Cosa extraña: parecía humano. Sweeney casi deseó no haber enviado los cien dólares a Nueva York. Casi, nada más.

Doc Greene volvió a calarse los lentes y miró a Sweeney. Sus ojos eran de nuevo enormes. Sweeney pensó que los cien dólares estaban bien empleados.

—Mientras tanto, Sweeney —dijo Doc—, cuídese tanto como pueda.

—Lo haré. ¿Algún motivo especial?

—Sí, por mi tranquilidad —sonrió Greene—. Desde que la otra noche perdí los estribos y le amenacé de muerte, el capitán Bline no me pierde de vista. Es como mi sombra. Por lo visto, se tomó en serio aquella amenaza.

—¿Y no tiene razón el capitán?

—Pues, sí y no. Durante unos días, usted no me fue simpático, Sweeney, ésta es la verdad. Cuando pronuncié aquellas imprudentes palabras sentía lo que decía. Naturalmente, una vez sosegado, reflexioné y comprendí que había sido una tontería. Al amenazarle, hice lo único que le dejaba a usted completamente a salvo…, de mí, al menos. Si alguna vez desea matar a alguien, Sweeney, no lo anuncie delante de la policía, si desea llevar a cabo su propósito.

—¿Por eso quiere que me cuide?

—Sí, en beneficio mío. Bline me dijo, más aún, me prometió, que si tras aquella amenaza le ocurriera a usted algo, me arrestaría y haría que me enviaran a la silla. Aunque tuviese una sólida coartada, se imaginaria que había contratado a un asesino a sueldo. Por eso repito que si a usted le ocurre algo, soy hombre muerto.

—Doc —sonrió a su vez Sweeney—, casi estoy tentado a suicidarme, sin dejar ninguna nota.

—No, por favor. Claro que no creo que lo hiciera en ningún caso. Sin embargo, me tiene preocupado con lo de la gran noticia de mañana. A lo mejor se lo cuenta a alguien a quien no le interesa que eso se publique… En fin, ya entiende a qué me refiero.

—Sí, lo entiendo. No tema, es usted la primera persona de Chicago a la que se lo he contado. La otra persona que lo sabe se halla a centenares de kilómetros de distancia. Claro, ya sé que usted puede ir diciéndolo por ahí…

—No lo crea, Sweeney. Su seguridad se ha convertido en algo muy precioso para mí. Le he dicho por qué —movió lentamente la cabeza—. Mi asombro es el haber pronunciado aquella amenaza… delante de Bline. Yo, un psiquiatra de profesión… ¿Ha estudiado usted psiquiatría, Sweeney? Lo digo por la forma como me trató, haciéndome perder el control… Bueno, no pasará nada si a usted no le sucede ningún mal. De todos modos, hasta que todo esto haya concluido, estoy dispuesto a pagarle la mitad de lo que le cueste un guardaespaldas, si desea contratar uno. Tal vez a Willie… ¿Lo conoce?

—Sí, Willie es maravilloso. Pero dudo mucho que Harry Yahn quisiera desprenderse de él. No, gracias, Doc. Tanto si habla usted en serio como si no, correré el riesgo sin guardaespaldas. Y si contratara uno, no se lo diría a usted.

—Todavía no se fía de mí, Sweeney —suspiró melancólicamente Greene—. Bien, he de verme con un cliente de otro club. Cuídese.

Sweeney regresó al mostrador y pidió que le llenaran nuevamente el vaso. Bebió con suma lentitud, proyectando su artículo del día siguiente en el Blade. De esta manera fue matando el tiempo hasta la hora del segundo pase del espectáculo.

Lo vio y se dio cuenta de que existía una pequeña diferencia con el primero. Yolanda Lang llevaba una rosa roja prendida a la cintura de su túnica negra. Habían llegado sus rosas después del primer pase y antes del segundo. Yolanda se había prendido una.

Era todo lo que necesitaba saber Sweeney. Le pareció, aunque no con toda certeza, que los ojos de la joven le estaban contemplando con intensidad en el momento que Diablo se situaba a sus espaldas. Bah, esto no importaba. Lo que sí tenía interés para él era que Yolanda luciese la flor.

Terminado el espectáculo, y preguntándose si era tan buen psiquiatra como creía Doc Greene, no intentó ver a la artista ni hablar con ella. Habría policías a su alrededor. Probablemente también estaría Doc, recién llegado del otro club… Bah, era posible que, gracias al artículo de mañana, Yolanda estuviese más libre por la noche. Doc, bueno, ya no tendría que preocuparse por él.

Al menos, por el momento no tenía nada que temer de Greene, de esto estaba convencido. Doc le había pagado un seguro de vida al amenazarle.

No esperó el tercer pase. Mañana sería un gran día y ya era más de medianoche. Se marchó a la pensión, se acostó, leyó unos instantes y a las dos estaba dormido. El despertador le llamó a las siete y media. Era lunes.

Un día hermoso, resplandeciente. El sol brillaba pero no hacía demasiado calor para agosto. No había nubes en el cielo, y soplaba la brisa del lago. No estaba mal.

Se desayunó copiosamente y llegó al Blade a las nueve.

Colgó la chaqueta y el sombrero y, antes de que su jefe inmediato pudiera detenerle, se encaminó al despacho de Walter Krieg. Bajo el brazo llevaba un paquete conteniendo la pieza MCH-1.

Walter levantó la vista al percibir su entrada.

—Hola, Sweeney. ¿Has visto a Crawley?

—No. Deseo enseñarte algo.

Empezó a desenvolver el paquete.

—Está bien, después preséntate a Crawley. Hubo un robo de joyas anoche y queremos que tú te ocupes del asunto. Después…

—Hum… —gruñó Sweeney. Terminó de desenvolver el paquete y dejó a Mimi sobre el escritorio de Krieg.

—Mimi, te presento a Walter Krieg. Walter, le presento a Mimi, Mimi Chillona.

—Encantado. Bueno, llévate eso de aquí y…

—Hum… —repitió el periodista—. Tiene una hermana. Una sola hermana en todo Chicago.

—Sweeney, ¿qué bobadas estás diciendo?

—El Destripador —explicó Sweeney— tiene la hermana de Mimi. Nosotros tenemos una. Creo que vale la pena lo que me costó. Es decir, si quieres enviarla al departamento de fotografías y publicar hoy una foto de Mimi en primera plana.

—¿Dices que el Destripador posee otra igual? ¿Estás seguro?

—Por completo. Ah, si no te interesa iré a mi mesa y hablaré con Crawley —cogió la estatua y se dirigió a la puerta.

—¡Eh! —le gritó Walter Krieg.

Sweeney se detuvo.

—Walter —exclamó—, estoy harto de este asunto del Destripador. Será mejor que no me metas en él. Claro está, podría redactar el artículo para la primera edición de la tarde. Bah, si quieres te cedo a Mimi y haz que otro de los muchachos se entere de sus orígenes, por medio de Raoul Reynarde, claro. Así, podrás publicar el artículo mañana o pasado…

—Sweeney, deja de decir idioteces. Cierra la puerta.

—Sí, Walter. ¿Desde dentro o desde fuera?

Walter le miró con ojos centelleantes; Sweeney decidió que ya había bromeado bastante y cerró la puerta. Walter levantó el teléfono interior para hablar con Crawley. Cuando lo tuvo al habla le dijo que buscara a otro reportero para el caso de las joyas, ya que Sweeney quedaba asignado a una misión especial. Colgó y volvió a llamar, esta vez al departamento de fotografía. Satisfecho con la respuesta que le dieron, ordenó que alguien se presentase, inmediatamente, en el despacho.

Después, se volvió hacia el periodista.

—Deja esto aquí encima, antes de que caiga al suelo y se rompa.

Sweeney volvió a dejar a Mimi sobre el escritorio. Walter la contempló largamente. Acto seguido, trasladó su mirada a Sweeney.

—¿A qué demonios esperas? —gritó de pronto—. ¿Aguardas un besito? Vamos, ve a escribir el artículo. Eh, un momento. Hay tiempo para la primera edición de la tarde. Siéntate y cuéntame todo desde el principio. Quizá existan algunas perspectivas que otros pueden indagar mientras tanto.

Sweeney le contó casi todo lo que había hecho hasta entonces. Al menos, lo que pensaba publicar. Hubo una interrupción cuando entró un fotógrafo y se llevó a Mimi, con la expresa recomendación de Walter de no dejarla caer al suelo, porque, en tal caso, Mimi se rompería y él rompería la cabeza al responsable.

—Bien, lárgate —dijo cuando Sweeney terminó de contarle la historia—, y ponte a escribir. Lo único que lamento es que llamaras a los de la Ganslen y se lo contases también. A la policía no le gustará. Querrán que haya una sola Mimi en Chicago el mayor tiempo posible. Una sola. Por mi parte, para que así sea, romperé la nuestra tan pronto esté lista la foto. Publica esto también. Ayudará al asunto. ¿Pero por qué diablos tuviste que llamar a la Compañía?

Sweeney se sintió incómodo. No deseaba nombrar a Charlie Wilson, diciendo que lo había hecho en beneficio suyo.

—Quise devolverles el favor que me hicieron cuando les llamé por primera vez —mintió Sweeney—, cuando me dijeron que sólo existían dos estatuitas en Chicago. Sin esto…

—Bien —le atajó Walter Krieg—. Les llamaré mientras redactas el artículo. Ah, pon que la estatua es de la Ganslen Art Company de Louisville. Yo haré que no envíen representantes ni muestras de Mimi a Chicago ni en toda esta región. Ya les inundarán con peticiones telefónicas, tan pronto salga la noticia en el diario. ¿Por quién he de preguntar?

—Por el gerente, Burke.

—Está bien. Hablaré con Burke, le diré que acepte todos los pedidos que quiera, pero que no los envíe por el momento. También le recordaré lo de la marca en la base de la figura. Esto no lo menciones en tu artículo. Y tráemelo cuando esté terminado. Lo examinaré personalmente.

Sweeney asintió y se puso de pie.

—También llamaré a Bline —añadió Walter—. Si publicamos esta noticia sin advertirle no tardaremos en estar en la lista de indeseables de la policía con el número uno. Se lo contaré y le comunicaré que hoy mismo saldrá la noticia.

—¿Y si él la pasa a los demás periódicos?

—No lo creo. En caso de que lo hiciera, nosotros tenemos a Mimi y los demás no podrán publicar su foto. Sin ésta, el artículo no vale mucho. Sí, saldrá en la primera página, a cuatro columnas, con veinte centímetros de alto y…

—¿Pongo que la foto será en color o en negro?

—¡Lárgate de una vez!

Sweeney salió. Se sentó a su mesa y empezó a escribir. Mientras ponía una cuartilla en la vieja Underwood, pensó que Walter había tenido varias ideas buenas. No haría ningún mal notificarle la noticia a la policía por adelantado, ni que la Ganslen suspendiera por unos días los envíos de las copias de Mimi. Esto tampoco perjudicaría mucho a Charlie Wilson. La noticia, de esto estaba seguro, serviría para atrapar muy pronto al Destripador.

Consultó su reloj, vio que todavía le quedaba una hora, y empezó a teclear. Sonó el teléfono. Era Walter.

—¿Tienes tiempo de sobra o quieres que venga alguien a cogerte el dictado?

—Tengo tiempo.

—De acuerdo. Mándame el artículo cuando esté listo. Mejor página por página. Te envío a un botones. Vamos, escribe sobre Mimi.

Sweeney escribió sobre Mimi. Un minuto más tarde tenía al lado el botones anunciado. Este no le molestó. Ya estaba acostumbrado. Diez minutos antes de que la primera edición entrase en máquina, envió a Walter la última cuartilla.

Después, encendió un cigarrillo y fingió estar muy atareado para que Crawley no le ordenase ningún otro trabajo. Cuando pensó que la edición ya estaba en marcha y que Walter estaría libre, entró en su despacho.

—¿Te ha gustado Mimi? —preguntó.

—Ya no existe. Está rota. Mira en la papelera si no me crees.

—Prefiero no mirar. Me refería al artículo.

En aquel momento entró un botones con varias páginas frescas de la primera edición de la tarde. Todas pertenecían a la primera plana. Sweeney cogió una y estudió su contenido. Sí, allí estaba Mimi, algo mayor que el original. Un titular en grandes caracteres, dos columnas para el artículo, cuatro columnas para la foto. El nombre del periodista figuraba al pie de la página.

—Esto está muy bien —comentó Sweeney.

Walter gruñó, sin dejar de leer la página que había cogido.

—El artículo tampoco está mal —añadió Sweeney—. Gracias por felicitarme.

Walter volvió a gruñir.

—¿Puedo tener libre el resto del día? —inquirió Sweeney.

Esta vez, Walter no gruñó. Dejó la hoja y pareció a punto de estallar.

—¿Estás loco? Has disfrutado de dos semanas de vacaciones, llevas dos horas trabajando.

—Tranquilo, Walter. No vaya a rompérsete una arteria. ¿Cómo crees que conseguí la historia? Trabajando veinticuatro horas cada día, al menos durante tres. En mi tiempo libre. He venido con el artículo listo. Traje conmigo a Mimi. ¿Por qué? Porque trabajé hasta las cuatro de la madrugada, durmiendo sólo dos horas. Este es el porqué. Salté de la cama despierto sólo a medias…

—¡Cállate! De acuerdo, lárgate. Pero te aseguro que de todos los bribones que conozco…

—Gracias. En serio, Walter, me marcho a casa. Estaré en mi habitación descansando, sin desnudarme. Si sucede algo gracias a mi artículo, llámame. Vendré igual de pronto que si no me hubiera movido de aquí. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Sweeney. Si ocurre algo te llamaré. Ah, escucha…, ganando, perdiendo o empatando…, es un artículo excelente.

—Gracias. También gracias —agregó Sweeney— por permitirme volver después de mi… desaparición transitoria.

—De nada. La verdad, Sweeney, es que quedan pocos periodistas buenos. Tú…

—No sigas. Muy pronto estaré llorando a tu lado, delante de una jarra de cerveza, y llorar no nos hará ningún bien. Me largo.

Se largó.

Se llevó consigo un periódico de la primera edición para no tener que buscarlo por los quioscos. Se fue a casa en taxi, en parte porque tenía más dinero del que podía gastar, en parte porque, ahora, estaba realmente fatigado. Deseaba tumbarse en la cama. Además sabía que por el momento lo más inteligente era esperar.

La historia sobre Mimi conduciría a la detención del Destripador o no daría ningún resultado positivo. En el primer caso, posiblemente por la tarde o por la noche quedaría resuelto el asunto.

Si no se solucionaba, bien, nada se habría perdido. Volvería al Blade mañana a las nueve, seguro de que Walter lo asignaría al caso de los asesinatos. Tendría que olvidarse de Mimi y buscar otras pistas. Probablemente, debería empezar de nuevo, con más atención, desandando el camino anterior y recorriendo otro.

Ya en la pensión, se instaló cómodamente para leer su propio artículo atentamente. Walter Krieg había añadido una recapitulación de los tres crímenes anteriores (puesto que la historia de Mimi concernía únicamente a Lola Brent, que era la que la había vendido al Destripador), mas en realidad apenas había alterado la sustancia del artículo.

Leída la primera página pasó a la siguiente, donde concluía la noticia. Al terminar la lectura, dobló el periódico y la dejó junto con todos los demás que trataban el caso del Destripador.

Sentose en la cama, tratando de relajarse. No lo logró. Fue hacia el tocadiscos, que ahora sin Mimi le pareció desnudo, y se dispuso a escuchar la Cuarta Sinfonía de Brahms. Esto le ayudaría; sin embargo, no consiguió concentrarse, como otras veces.

A las dos estaba hambriento, pero no quiso arriesgarse a perderse la posible llamada telefónica, por lo que bajó a ver a la señora Randall, pidiéndole que le friese unas lonchas de bacon para un bocadillo.

Más tarde decidió que no le importaba un bledo que el teléfono sonase o no.

Cuando sonó, casi se ahogó al tragar apresuradamente un bocado que estaba masticando. Después, tropezó en su intento por subir de prisa la escalera. La llamada resultó ser para otro huésped que en aquel instante no se hallaba en la pensión.

Bajó de nuevo y se terminó el bocadillo.

Subió a su cuarto, puso un disco de Falla en el aparato y, mientras lo escuchaba, trató de releer las historietas cortas de Damon Runyan. No prestó atención ni a la música ni a la lectura.

Sonó el teléfono. Llegó junto al aparato en una fracción de segundo, cerrando de golpe la puerta de su habitación para que el volumen de la música no le impidiese oír la comunicación.

Era Walter Krieg.

—Bueno, Sweeney —dijo el redactor jefe—. Ve a la State Street. Ya conoces las señas.

—¿Ha ocurrido algo?

—Han cogido al Destripador. Escucha, en la última edición saldrá la noticia. Tenemos el titular y un boletín. Va a entrar ya en máquina… Poseemos pocos datos. Los principales, eso sí. Mañana publicaremos toda la historia, lo más completa posible. Ahora, con el boletín y los principales detalles, ganaremos por la mano a todos nuestros rivales.

—O sea que no hay prisa.

—Exacto. Ve allí, entérate de todo y mañana, con más tranquilidad, redactarás el artículo.

—¿Qué ha ocurrido? —repitió Sweeney, angustiadamente—. ¿Ha intentado atacar de nuevo a Yolanda Lang? ¿Está bien ella?

—Creo que sí. Sí, intentó atacarla. Diablo, el perro, ha sido quien la ha salvado, abalanzándose a su vez contra el asesino, como la otra vez. Sin embargo, ahora…

—¿Ahora qué?

—Ya te lo he dicho, maldita sea. Lo han atrapado. Todavía vive; probablemente no por mucho tiempo. Está en el hospital. No, no pierdas el tiempo. No podrás hablar con él. Saltó por una ventana… Sí, del piso de Yolanda. Buen trabajo, Sweeney. Este es el resultado de tu artículo sobre Mimi. No sólo poseía la figura, sino que la llevaba consigo.

—¿Quién?… ¡No me has dicho de quién se trata!

—¿De quién se trata? Claro que sabemos quién es. Greene, James J. Greene. El capitán Bline afirma que siempre sospechó de él. Ahora deja de sonsacarme. Vete allí y consigue un buen artículo.

El receptor de Walter Krieg resonó en el oído de Sweeney, que se quedó contemplando el suyo durante unos segundos antes de colgarlo.