No hay necesidad de describir lo que sentía Sweeney: era la tercera vez que le golpearon el estómago y ésta no fue diferente de las otras, excepto por la contundencia del impacto. Entrar en más detalles seria sádico, aparte de redundante. Ya basta con que él tuviese que lamentarse por tercera vez; ni tú, ni yo, lector, tenemos que repetirlo.
Con verdadero esfuerzo consiguió llegar al bordillo de la acera, donde se sentó, doblado sobre sí mismo, hasta que, unos diez minutos más tarde, oyó y vio el autobús que se acercaba; consiguió incorporarse, aunque no muy erguido, y subió al vehículo.
Permaneció sentado y doblado hasta que el autobús llegó a la estación. En el tren conservó la misma postura en la litera, tumbado de costado. No concilió el sueño hasta el amanecer, cuando el tren entraba en Chicago.
Al llegar a la pensión había pasado lo peor y logró dormir a pierna suelta. Se despertó por la tarde, a las dos y media para ser exactos. Por entonces, se encontraba razonablemente bien y pudo caminar totalmente erguido.
Era domingo, último día de sus vacaciones. Necesitaba ganar tiempo, por cuyo motivo a las tres ya estaba bañado y afeitado.
Salió, miró a derecha e izquierda de la Erie Street, de muy mal humor, y finalmente decidió ir hacia el este en busca de algunos datos sobre la muerte de Dorothy Lee que hubieran pasado inadvertidos a la Policía.
La suerte le acompañó por encontrar al portero de la finca y a la señora Rae Haley, la vecina que telefoneó a la Policía. Sin embargo, ninguno de los dos añadió nada a lo que ya sabía. Se le terminaron las preguntas a los quince minutos de interrogar al portero, que no había conocido personalmente a la señora Lee. Tardó una hora y media en escuchar todo lo que la señora Lee tenía que contarle, y al cabo de dicha hora y media conocía todo lo concerniente a Dorothy Lee, casi todo ello favorable, aunque no influía en ningún aspecto de la investigación.
Rae Haley, mujer de busto generoso, con el cabello rubio y quizá demasiado maquillaje para estar en casa un domingo por la tarde, resultó ser contratante de anuncios para un periódico rival; pese a esto, no se mostró reacia a hablar para el Blade o para Sweeney.
Había conocido muy bien a Dorothy, y ésta le resultaba sumamente simpática. Dorothy era «buena y callada» Sí, estuvo a menudo en su apartamento. Comían juntas con frecuencia, turnándose en hacer la comida, cada una en su piso, con lo que se ahorraban tener que guisar platos diferentes. Naturalmente, no siempre sino algunas veces por semana. Por eso conocía tan bien a Dorothy.
Mas, tal como suponía, Sweeney tropezó con una rotunda negativa cuando se interesó por la «estatuita negra». El apartamento lo alquilaban amueblado, y Dorothy únicamente había adquirido unos cuadros y diversas chucherías.
Claro que poseía un magnífico gramófono y bastantes discos, especialmente de música «swing». Sweeney, al oír esto, se estremeció interiormente.
Sí, Dorothy salía con muchachos; en conjunto, la señora Haley había conocido a cuatro o cinco, aunque ninguno «en plan formal». La señora Haley los había visto a todos y hasta sabía sus nombres, que había dado a la policía. No porque existiese ninguna posibilidad de que uno de ellos estuviese complicado en aquella «espantosa cosa» que le había ocurrido a Dorothy, pero la Policía había preguntado los nombres, insistiendo en ello. Al parecer, investigaron y ninguno podía ser sospechoso. Si hubieran detenido a alguno de ellos lo habría leído en la prensa, ¿verdad? Sweeney contestó que sí. La señora Haley afirmó que se trataba de unos muchachos encantadores, que cuando alguno de ellos acompañaba a Dorothy hasta casa, siempre se despedían en la puerta, sin subir. Ah, Dorothy había sido una buena chica.
Las paredes de los apartamentos eran como el papel de fumar y ella, la señora Haley, se habría enterado de haber subido alguno de los jóvenes. No prolongó la explicación, callando por delicadeza.
Esa pobre chica, pensó Sweeney, preguntándose si habría muerto virgen. Deseó que no fuese así, si bien no lo dijo en voz alta. Es excelente, meditó mientras la señora Haley seguía hablando, que una joven se conserve pura para el Señor Presunto Marido, pero es muy duro si el Señor Malvado la persigue con un cuchillo. Ni siquiera el prototipo de Mimi Chillona, la pobre Bessie Wilson, había tenido esa desdicha.
Sweeney también pensó, sin ningún motivo en particular, que le habría gustado Bessie Wilson; sí, ojalá la hubiera conocido. Maldición, le gustaba Charlie Wilson, a pesar de lo que le había hecho.
Un tipo quisquilloso, pero muy agradable cuando no se dedicaba a golpear estómagos.
Decidió que, de todos modos, le guardaría la promesa a Charlie y enviaría el telegrama al gerente de la Ganslen. Planeaba ya el telegrama, palabra por palabra, cuando se dio cuenta del sitio donde estaba y de que la señora Haley hablaba todavía, sin que él le prestase la menor atención. Escuchó lo bastante para comprender que no se había perdido nada interesante, y se despidió, rechazando una invitación para quedarse a cenar.
Bajó hacia el Loop, donde halló abierta una estafeta de la Western Union. Se sentó con el bolígrafo dispuesto y varios impresos en blanco. Rompió dos antes de dar forma al telegrama proyectado. Lo leyó dos veces, vio que faltaban un par de cosas y también lo rompió. Salió y se dirigió a una central telefónica donde pidió consultar una guía de Louisville y se la dieron. Por fortuna, Sweeney tenía buena memoria para los nombres y recordaba, de su primera llamada a la compañía Ganslen, el nombre y apellido del gerente. En la guía figuraba el número de su hogar.
Cambió unos dólares por níqueles y entró en una cabina. Unos instantes más tarde estaba hablando con el gerente y jefe de compras de la Ganslen.
—Aquí Sweeney, del Blade de Chicago —se presentó—. Hace unos días, señor Burke, hablé con usted sobre una de sus estatuitas, la MCH-1. Y usted fue lo bastante amable para decirme quién la había modelado.
—Sí, lo recuerdo.
—Para devolverle el favor, quiero decirle una cosa que les hará ganar mucho más dinero a ustedes y a Chapman Wilson. Únicamente le pido que mantenga esto confidencial hasta que el Blade lo publique mañana. ¿De acuerdo?
—Hum, ¿en qué he de estar de acuerdo, señor Sweeney? Por favor, sea más explícito.
—Quiero que no le cuente a nadie lo que le diré ahora, hasta mañana por la tarde. Mientras tanto, usted podrá actuar de acuerdo con mi información, con lo que ganará tiempo y dinero.
—Me parece justo.
—Bien, aquí va el informe. Usted vendió dos MCH-1 en Chicago. Una de ellas la tengo yo, y el Destripador posee la otra. Se ha enterado de los crímenes de nuestro Destripador, ¿verdad?
—¡Claro, Dios mío! ¿Quiere decir…?
—Exactamente. Mañana, el Blade publicará una fotografía de Mimi Chillona, de una anchura de cuatro columnas en primera página, si no estoy equivocado, y lanzará la verdadera historia a los cuatro vientos. Probablemente, esto servirá para atrapar al Destripador. Un amigo, la patrona, si vive de pensión, o cualquiera, podrá ver la estatuita en su habitación y llamará a la Policía. No transcurrirán dos meses sin que alguien la haya visto.
»Mas, tanto si lo atrapan como si no, la noticia tendrá resonancia nacional. Su compañía se verá incapaz de servir tantas Mimis como le pedirán, seguro. Por tanto, le sugiero que pida ahora mismo una gran abundancia de copias. Puede incluso pedir que trabajen en turnos nocturnos en la fábrica, el taller, o donde sea que las hagan. Yo, en su lugar, no vendería las cien copias que les quedan, sino que las enviaría rápidamente a los comerciantes del país, a fin de que les sirvan de muestra. Especialmente a los comerciantes de Chicago. Mande aquí un representante de su empresa con un camión cargado de estatuas, a ser posible esta misma noche.
—Gracias, señor Sweeney. Le agradezco infinito que me haya adelantado esta noticia.
—Aguarde —le interrumpió el periodista—, todavía no he terminado. Deseo que haga una cosa. Ponga una marca especial en cada una de las copias que vendan a partir de ahora, para que se diferencien en algo de la que posee el Destripador. Mantengan la marca en secreto para que ese monstruo no pueda duplicarla, pero díganselo a la policía cuando vayan a visitarles, cosa que sin duda harán al leer la noticia. De lo contrario, no me dejarán vivir por haberle llamado a usted a fin de que su empresa inunde Chicago de estatuas. Claro que a la larga comprenderán que les hago un favor. Si llegan más Mimis, el Destripador conservará seguramente la suya, mientras que si piensa que continuará siendo el único poseedor de la copia, es capaz de destruirla para no ser incriminado. Además, no estará enterado de lo de la marca puesta en las demás. Oiga, pongan la marca secreta en la esquina delantera del fondo de la base para que si alguien se fija en ella crea que es un defecto de fábrica.
—Sí, esto es muy sencillo.
—Yo marcaré también la mía. Ah, supongo que ustedes llevan un archivo y saben dónde se vendieron las primeras cuarenta. ¿No es cierto?
—Nuestros libros reflejan este dato.
—Bien, entonces si alguien poseía una Mimi sin marcar, será fácil seguirle el rastro y demostrar que no es la que adquirió el Destripador. Otra cosa.
—¿Sí?
—No publicaré nada sobre el origen de Mimi. Charlie… bueno, Chapman Wilson es muy sensible con respecto a lo que le ocurrió a su hermana, y la noticia ya es bastante sensacional sin mencionar esos datos. Al fin y al cabo, esto es historia pasada, mientras que nuestro Destripador es mucho más moderno. Chapman dijo que usted le prometió no usar la verdadera historia como propaganda y yo le suplico que cumpla lo prometido.
—Naturalmente, señor Sweeney. Y de nuevo, muchísimas gracias.
Después de colgar, Sweeney metió otro níquel en la ranura, pero el teléfono de Yolanda no contestó, por lo que recuperó la moneda. Era demasiado pronto para que la joven estuviese en el night-club, probablemente habría salido a tomar un bocado, en cuyo caso sería mejor no hablar con ella hasta mañana, cuando el Blade hubiera publicado la historia de Mimi. Quizá por entonces ya habrían detenido al Destripador y Yolanda se vería libre de la escolta policial.
Iría a verla bailar esta noche…, ¿pero le dejarían entrar?
Buscó el número del «Tit-Tat-Toe Club» y llamó. Una ligera discusión y el uso de su nombre hicieron que Harry Yahn se pusiese al aparato. Su voz tronó por el receptor.
—Hola, Sweeney, ¿qué tal te encuentras?
—Muy bien, Harry. Mañana publicaré un artículo sobre el Destripador. Más propaganda para Yolanda.
—¡Magnifico! Hum ¿Se referirá la noticia a alguien que conozco?
—No, a menos que sepas quién es el Destripador. ¿Lo sabes?
—No con ese nombre. Bien, ¿qué deseas? ¿Más pasta?
—No, gracias. Oye, Harry, eso ya pasó. Lo que quiero saber es si seguimos siendo amigos.
—Claro, Sweeney. ¿Tienes algún motivo para pensar lo contrario?
—Sí —sonrió Sweeney—, pero eso ya terminó, ¿verdad? Específicamente: ¿se me considerará persona non grata si voy a El Madhouse o al «Tit-Tat-Toe»… o tengo que llevar una armadura?
—Siempre serás bienvenido, Sweeney —rió Harry bonachonamente—. En serio, como has dicho, aquello pasó.
—De acuerdo. Sólo quería asegurarme.
—Eh…, ¿fue muy discreto Willie?
—Según él, supongo que sí. Deseaba asegurarme de que no habías advertido a Nick contra mí. Probablemente, si no hay peligro, iré esta noche a El Madhouse.
—De acuerdo. Nick ha de llamar pronto o le ordenaré que te reserve un sitio y no acepte tu dinero. Sin bromas, Sweeney, me resultas simpático. ¿No me guardas rencor?
—Al contrario, tengo para ti sentimientos muy tiernos. Aunque lo peor es que esos sentimientos me los han sensibilizado dos veces más desde la otra noche. Por eso he querido estar seguro de que puedo ir tranquilamente a El Madhouse esta noche. Bien, nada más, gracias por todo.
—De nada, Sweeney. Cuídate.
Después de colgar de nuevo, Sweeney respiró hondo y, a pesar de que todavía le dolía un poco el diafragma, comprobó que ya podía respirar libremente.
Fue en busca de más cambio; esta vez en abundancia. Con un níquel llamó a conferencias. Dejó que la telefonista de Nueva York buscase en la guía el número, pues estaba convencido de que Ray Land tenía teléfono en su casa. Ray había trabajado en la Brigada de Homicidios de Chicago, y en la actualidad dirigía una agencia de su propiedad en Nueva York.
Estaba en casa.
—Aquí Sweeney. ¿Te acuerdas de mí?
—Naturalmente. ¿Qué ocurre?
—Deseo que compruebes para mí una coartada. En Nueva York. —A continuación citó todos los datos, el nombre de Greene, el hotel y la fecha exacta—. Sé que estuvo inscrito en el hotel aquel día, el anterior y el siguiente. La policía lo comprobó. Lo que ahora necesito es descubrir, con toda seguridad, si realmente estuvo allí la noche del veintisiete.
—Lo intentaré. Hace unas dos semanas ¿Hasta dónde quieres que llegue?
—Tan lejos como puedas. Habla con todos los empleados del hotel que pudieron verle entrar y salir, con la camarera que limpió su habitación al día siguiente… En fin, todo lo que se te ocurra. La hora crucial son las tres de la madrugada. Si logras localizarle en las seis horas antes o después de ésa, asunto resuelto.
—Doce horas no son muchas. Tal vez averigüe algo. ¿Cuánto puedo gastar?
—Todo lo que quieras, siempre que sirva para algo. Dentro de lo razonable, claro. Te giraré cien dólares como anticipo. Si pasas de esa cantidad, aunque la dobles, no protestaré.
—Supongo que será suficiente, Sweeney. Cien dólares cubren dos días de trabajo y como se trata de Manhattan no habrá gastos extras. Si no tengo éxito en dos días, es probable que no lo tenga en toda la vida. ¿Por qué esas seis horas de margen?
—He de convencerme de que no estuvo en Chicago a las tres de la madrugada. Si cuentas el tiempo transcurrido entre ir y volver del aeropuerto, de abordar el avión y todo lo demás, tuvo que perder esas horas por lo menos. Quizá cinco horas sería más justo. Si puedes demostrar que estaba en el hotel a las diez de la noche o a las ocho de la mañana siguiente, quedaré convencido. Y por si acaso contrató a alguien para que le sustituyese, ahí van sus señas.
Acto seguido, Sweeney dio una descripción detallada de Doc Greene.
—Si no puedes comprobar la coartada en el hotel, prueba en el aeropuerto —añadió—, y si te hace falta, te enviaré una foto. Supongo que podría conseguirla. Llámame cuando hayas interrogado a los empleados del hotel. ¿Tienes bastantes datos?
—Me sobran. Esta noche pondré manos a la obra. Prefiero entrevistarme con los empleados del turno de noche.
Al salir de la central telefónica, Sweeney comprobó dos cosas: que oscurecía y que estaba hambriento. No había comprado ningún periódico dominical, y era posible que se hubiese perdido alguna noticia de interés. Encontró algunos en un quiosco, así como las primeras ediciones de dos diarios del lunes con la tinta todavía húmeda. Compró cuatro y se los llevó consigo a un restaurante.
Leyó mientras comía, pero no halló ninguna novedad. Todos los diarios mantenían vivo el interés por el Destripador, ya que la noticia era demasiado importante para dejarla morir en tan poco tiempo, mas ninguno aportaba nada nuevo a lo ya sabido.
Alargó el tiempo de la cena y continuó leyendo hasta las diez, aproximadamente. Abonó la cuenta y al salir del local de pronto se acordó del anticipo. Entró otra vez en el Western Union para girárselo a Ray Land.
Le quedaban aún setecientos dólares. Proyectaba, si era posible, gastar una parte de ese dinero con Yolanda. Ya tendría tiempo cuando los policías la dejasen en paz. Mientras tanto, podía mostrarse espléndido. Encontró abierta la floristería de un hotel y ordenó que mandasen dos docenas de rosas rojas a El Madhouse lo antes posible. Escribió, y rompió, tres tarjetas. En la cuarta puso únicamente «Sweeney» y la entregó a la florista.
Cogió un taxi, dio la dirección de El Madhouse, pensando que llegaría a tiempo de presenciar la primera actuación de Yolanda.
Lo consiguió. Nick había reservado una silla, según lo ordenado por Harry Yahn.
Después del espectáculo (el lector no querrá que vuelva a describirlo, ¿verdad?) se acercó al mostrador y logró hallar un taburete vacío. Sin embargo, tardaron más de diez minutos en servirle.
Empezó a beber y a reflexionar.
A menos que diese resultado la noticia de que el Destripador había comprado, y seguramente todavía tenía en su poder, una copia de la MCH-1, Sweeney continuaba dando palos de ciego. Esta era la única pista real encontrada: que el asesino de Lola Brent, dos meses atrás, era sin duda la misma persona que adquirió la estatuita cuyo importe Lola había intentado sisar. Sweeney no lo dudaba en modo alguno. Encajaba demasiado bien con el caso en general para tratarse de una coincidencia. Tenía que ser la verdad.
Por lo demás, no tenía nada. El viaje a Brampton resultó ser un callejón sin salida, un callejón poblado por un hombre bajito y desmedrado que gustaba de lanzar puñetazos a los estómagos doloridos, antes y después de emborracharse junto con su víctima. Peor todavía que los puñetazos era recibir la decepción después de haber oído hablar de un destripador, una rubia y un artista chiflado, de que los dos primeros habían muerto mucho antes y que el tercero poseía coartadas inamovibles. Y aunque Charlie no hubiese poseído tales coartadas, Sweeney no se lo imaginaba como el Destripador. Sí, el escultor tenía el genio muy vivo, pero no pertenecía a la clase de hombres que llevan encima un cuchillo.
Bien, mañana saldría la historia a la luz. Si una foto de la MCH-1, a cuatro columnas, en la primera página del Blade no provocaba algún suceso…
Suspiró y bebió otro sorbo de su whisky.
Alguien le palmeó en la espalda.