—Bien —continuó Henderson—, yo me hallaba a dos manzanas de distancia y oí los gritos de Bessie, unos chillidos interminables, que me helaron la sangre. Transcurrieron unos cinco minutos antes de que llegara allí y, naturalmente, todo había terminado, pero la muchacha seguía lanzando alaridos, cada vez más estridentes. Charlie, al oír el primero, había cogido la carabina (tiene una porque va de caza, no tanto por pura diversión como nosotros, sino para tener algo que llevarse a la boca), y salió por la puerta trasera de la cabaña hacia el cobertizo. Antes de llegar, divisó a aquel individuo que, con un cuchillo en la mano, estaba plantado en la puerta, y más allá distinguió a Bessie acurrucada debajo de la ducha, cuya agua no había tenido tiempo de dejar correr, gritando hasta desgañitarse. Charlie echó a correr. Entre la cabaña y el cobertizo sólo hay unos cinco metros, y este último queda un poco a un lado, de manera que Charlie podía disparar contra Pell sin alcanzar a su hermana. Si, como digo, llegó corriendo y disparó, haciéndole un agujero a Pell por el que, repito, podía pasar una mano.
—Y Bessie Wilson se volvió loca —fue más una afirmación que una pregunta lo que hizo el periodista.
—Sí. Falleció unos seis o siete meses más tarde. Más loca que un cencerro. No en nuestro asilo, que es para incurables. Por algún tiempo, los médicos pensaron que Bessie tenía cura, por lo que la llevaron a un sanatorio particular próximo a Beloit. Hubo un gran revuelo sobre el caso, y uno de los médicos de allí se interesó por la pobre muchacha. Ensayó un tratamiento nuevo, pensando poder devolverle la salud, y se la llevó consigo como un caso de caridad. No sirvió de nada; Bessie murió unos meses después, seis o siete, no lo recuerdo con exactitud.
—¿Y Charlie? —inquirió Sweeney—. ¿Fue entonces cuando se volvió…, excéntrico o ya lo era antes?
—Como le dije, no está realmente loco.
—Sí, estaba un poco desequilibrado antes del suceso, y supongo que a partir del mismo está peor. Es un artista y serlo ya es un síntoma de locura, ¿no?
—Sí, es muy posible —concedió Sweeney para no entrar en profundas disquisiciones—. ¿Dónde está la cabaña?
—En Cuyahoga Street. A ocho manzanas al oeste desde aquí, casi a la salida de la ciudad. No sé el número, si es que lo tiene. Queda a una manzana y media al norte de Main Street, que es donde estamos, y hay muy pocas casas. La suya es la única de una sola habitación, pintada de verde. No puede perderse. ¿Otro vaso? Todavía queda whisky para otros dos.
—¿Por qué no? —aceptó Sweeney.
No había ningún motivo para el no, de manera que Henderson vertió el resto del frasco en los dos vasos.
El periodista se ensimismó en la contemplación del suyo. Menos de media hora antes, el asunto era terriblemente prometedor: había encontrado a un Destripador. El caso es que estaba muerto desde hacía más de cuatro años, con un agujero por el que Sweeney hubiese podido pasar la mano de haberlo intentado, cosa que jamás habría hecho, especialmente con un Destripador muerto cuatro años y medio antes.
Bebió un sorbo de whisky y miró a Henderson como si éste tuviese la culpa de su derrota.
De repente se le ocurrió una idea. Claro que no parecía muy plausible.
—¿Se halla ese Charlie Wilson —preguntó de sopetón— fuera de la ciudad?
—¿Charlie? No, que yo sepa. ¿Por qué?
—Me preguntaba si se habría marchado a Chicago…
—Oh, no, no puede permitirse el lujo de gastar tanto. Además, no lo ha hecho.
—¿No ha hecho qué?
—Cometer los tres asesinatos del nuevo Destripador. El nuevo sheriff, Lanny Pedersen, los comentó la otra noche en el bar. Naturalmente otro destripador, aunque fuese cuatro años atrás, y estuviese muerto, y le preguntamos a Lanny si creía posible que Charlie… si tal vez podía haber…, bueno, a causa de lo que vio entonces, haber imitado a Pell…, Lanny respondió que también se le había ocurrido esta idea, de manera que había interrogado a los vecinos de Wilson, los cuales le habían asegurado que aquél no había salido de la ciudad. Lo ven todos los días, porque sus trabajos de escultor los realiza casi por entero en el patio de su casa.
—Y ese Pell —conjeturó Sweeney, bebiendo de nuevo—, era el individuo contra el que disparó Charlie, ¿eh? Quiero decir que el disparo pudo dejar al muerto irreconocible…
—No, no le alcanzó en la cara. Tampoco hubo duda alguna al ser identificado, ni la hubiese habido de no llevar el uniforme del asilo mental. El disparo le dio en pleno pecho. Seguramente oyó los pasos de Charlie y dio media vuelta. Le hizo un agujero en medio del pecho por el que era posible pasar una mano.
—Gracias por todo —sonrió Sweeney, poniéndose de pie—. Supongo que debo batirme en retirada. Pensé que quizá sería posible relacionar su Destripador con el nuestro, mas no parece posible a causa de la coartada de Charlie y habiendo muerto los otros dos protagonistas del suceso. Además, usted ya pensó en ello antes que yo. Repito las gracias, amigo.
Aguardó a que Henderson lavase los vasos usados y a que escondiera el frasco vacío en el fondo del cubo de la basura, y descendió con él. Henderson relevó a su esposa en el mostrador. La mujer le dirigió una mirada recelosa y Sweeney tuvo la impresión de que las precauciones tomadas por el ex sheriff con los vasos y la botella eran inútiles. Aunque Ma no descubriese la botella, sabía que ambos habían estado bebiendo.
Sólo había cuatro parroquianos en el bar y Sweeney, antes de despedirse invitó a una ronda general. Para él pidió sólo una cerveza.
Volvió a la estación de ferrocarril y preguntó a qué hora había un tren para Chicago.
—A las once quince.
Consultó su reloj y comprobó que eran las cuatro treinta.
—¿No hay ningún aeródromo por aquí cerca donde pueda coger un avión para Chicago? —insistió.
—¿Un avión para Chicago? El sitio más cercano es Rhinelander. Allí podrá coger uno.
—¿Cómo llegaré hasta allí?
—En tren —respondió el empleado de la ventanilla—. El de las once quince. Es el primero que va hacia allá.
Sweeney soltó una palabrota. Adquirió un billete para Chicago en el tren de las once quince, con reserva para una litera. Llegaría a Chicago a primeras horas de la mañana del domingo, después de dormir la noche entera en el tren.
Se sentó en un banco de la estación, sin saber cómo mataría las siete horas y media que faltaban para la llegada del tren sin beber demasiado, si es que bebía algo. Y si lo hacia, probablemente no cogería el tren y perdería todo el domingo, que era su último día libre antes de reintegrarse el lunes a su trabajo en el Blade. Suspiró audiblemente y decidió que durante aquella especie de descanso podía ir a ver a Charlie Wilson, ya que para esto vino a Brampton. Así mataría esas horas.
Había perdido, no obstante, todo su entusiasmo. Cuando el sheriff le habló de un Loco Charlie llamado Wilson y de una rubia a la que había atacado un Destripador le pareció algo maravilloso. Era tan estupendo que el anticlímax le puso en el alma el anhelo de no haber oído hablar de Brampton, Wisconsin.
Sí, claro, aún le quedaba la pista de Mimi, pero debía seguir el rastro al revés, hacia delante y no hacia atrás, para descubrir al Destripador que poseía una copia suya. Haber seguido sus huellas hasta Brampton sólo le condujo a una coincidencia, que en realidad no era otra cosa que la confirmación de que la estatua de Mimi poseía un terrible atractivo para un Destripador. Esto era comprensible, puesto que, hasta cierto punto, Mimi era el resultado de la experiencia con uno, aunque desdichadamente no fuese el que estaba operando en Chicago.
Sí, hablaría con Chapman Wilson. Y si el escultor era un borrachín, una botella serviría para desatarle la lengua.
Compró la botella, un quinto solamente, en una licorería de la calle Mayor, y se dirigió a Cuyahoga Street. No le costó mucho encontrarla, gracias a las indicaciones de Henderson. Allí se alzaba la cabaña pintada de verde, rodeada de una cerca y el cobertizo detrás. No obstante, nadie contestó cuando llamó a la puerta, tras pasar la cerca que estaba abierta.
No forzó la puerta del cobertizo, mas cuando llamó tampoco hubo respuesta. De pronto, se dio cuenta de que aquella puerta sólo estaba entornada y que al empujarla únicamente podía cerrarse desde dentro. Sweeney al asomar la cabeza divisó un rincón escondido tras una cortina; obviamente era un retrete. En el rincón opuesto, sin cortina ni mampara alguna, estaba la tosca ducha descrita por el ex sheriff.
Una cuerda que colgaba al lado de la puerta servía como interruptor de la luz, procedente de una bombilla colocada en el centro del techo. Sweeney la encendió y vio en la pared fronteriza, entre la ducha y el retrete, el punto donde debió hacer impacto el disparo de la carabina. Ahora, habían aplicado encima un pedazo cuadrado de tela, sostenido por unos clavos.
Volvió la vista hacia la ducha y se estremeció al dibujarse en su mente una imagen de Mimi Chillona a escala natural, de piel suave y blanca en lugar de negra y reluciente. Allí, en aquella ducha había estado la verdadera Mimi, chillando, con sus esbeltos y ebúrneos brazos extendidos al frente en un gesto de desamparo y terror… Sweeney apagó la luz y cerró la puerta. No le gustaba la imagen mental de lo que había aterrado tanto a la muchacha. No era de extrañar que hubiese enloquecido.
Regresó a la cabaña y llamó otra vez. A continuación, se dirigió a la casa contigua y también llamó. Abrió la puerta un individuo que lucia unos bigotes en forma de manillar. Sweeney le preguntó si Charlie Wilson estaría fuera todo el día o regresaría pronto.
—Supongo que no tardará en volver. Vi que iba hacia el centro hará un par de horas. Siempre vuelve a tiempo de prepararse la cena. No le gusta comer en los bares.
Sweeney le dio las gracias y retrocedió hacia la cabaña. Eran las cinco y empezaba a oscurecer. Sweeney pensó que lo mismo daba esperar allí que en cualquier otra parte.
Se sentó en el escalón de madera y dejó su equipaje —la botella— a su lado, sobre la hierba, resistiendo el impulso de descorcharla antes de que llegase Charlie.
Serían las seis y en la plenitud del crepúsculo cuando llegó Charlie Wilson. Lo reconoció fácilmente gracias a la acertada descripción de Henderson: metro sesenta, unos sesenta kilos, no más. Sin embargo, parecía todavía menos pesado, posiblemente porque no estaba totalmente bebido. Por su manera de andar, no padecía, a pesar de su sobriedad exterior, de sequía interna.
Tendría, decidió Sweeney cuando Charlie estuvo más cerca, de veinticinco a cuarenta y cinco años. Era imposible fijarle una edad, ni siquiera aproximadamente. El cabello ostentaba un color pajizo, y lo llevaba alborotado. No usaba sombrero. Las ropas estaban bastante arrugadas y no debía de haberse afeitado al menos en dos días. Sus ojos estaban vidriosos.
Sweeney se puso de pie.
—¿El señor Wilson?
—Sí, el mismo.
La coronilla de su cabeza llegaba justo a la barbilla del periodista.
—Me llamo Sweeney —se presentó éste, extendiendo la mano—. Deseada hablar con usted respecto a cierta estatuita que modeló. La MCH-1 de Ganslen, una joven que chilla.
Charlie Wilson también extendió la mano, pero no estrechó la de su visitante. Aquella mano estaba fuertemente apretada, formando un puño que golpeó el estómago de Sweeney. El estómago, ya dolorido desde la noche anterior, gimió en silencio y trató de subir por el esternón.
Sweeney pronunció algo indescifrable y se dobló, de forma que su mentón quedó al alcance del puño de su contrincante. El puño de Wilson hizo impacto en aquella barbilla, obligando a su dueño a perder el equilibrio pero no a enderezarse. Nada habría podido enderezar al periodista en aquel momento. Nada en absoluto. En realidad, apenas experimentó dolor alguno por el segundo puñetazo ante la intensidad del de su estómago. Nadie nota la picadura de un mosquito si tiene atrapada la pierna en una trampa para osos.
Sweeney se tambaleó hacia atrás, siempre doblado sobre sí, y volvió a sentarse en el escalón de madera, con las manos agarradas a su diafragma. No le importaba que Charlie Wilson le pateara el rostro, con tal que no volviese a pegarle en el estómago. No le importaba nada de este mundo excepto proteger aquel órgano vital tan dolorido. Sin apartar de allí las manos, se inclinó de costado y empezó a vomitar.
Cuando se recobró lo suficiente y pudo levantar la vista, Charlie Wilson, con los brazos en jarras, le contemplaba con expresión asombrada. Su voz armonizó con aquella expresión.
—¡Maldito sea yo! ¡Le he dejado grogui!
—Gracias —logró articular Sweeney.
—¿Le he hecho mucho daño?
—No, casi nada. Me encuentro muy bien…, muy bien.
Vomitó otra vez.
—Oiga, no quise pegar tan fuerte. ¡Pero siempre me ocurre lo mismo cuando me peleo! Bueno, ¿quiere un trago? Dentro tengo algo de ginebra. Dentro de la choza, quiero decir, no dentro del cuerpo. Esto es whisky.
—¿Qué es whisky?
—Lo que tengo en mi cuerpo. ¿Le apetece un trago de ginebra?
Sweeney cogió el quinto de whisky que estaba al lado del escalón.
—Si quiere abrir esto…
Wilson abrió la botella utilizando borde dentado de una llave para levantar el celuloide protector y quitó el tapón con los dientes. Le dio la botella Sweeney y éste bebió un largo trago. Luego, le devolvió la botella al escultor.
—Vamos, beba también. Así iniciaremos una hermosa amistad. Pero ante dígame: ¿por qué la inició de forma tan contundente?
—Odio a los periodistas.
—Oh —exclamó Sweeney—. ¿Cómo supo que yo lo era?
—Es el tercero que viene en una semana ¿Y quién si no…?
Se interrumpió y sus ojos adoptaron una expresión intrigada.
—¿Decía «quién si no…»? —le instó Sweeney. De repente, cambió de tono—: Empecemos de nuevo, de manera distinta. ¿Usted es Chapman Wilson?
—Sí.
—Me llamo Sweeney. Mortimer Sweeney. Trabajo para la Ganslen Art Company, de Louisville.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Charlie golpeándose la frente con la mano.
—Una lamentación algo tardía…
—Lo siento de veras. Oiga, ¿aún no puede erguir el cuerpo? Perdone, abriré la puerta… No, será mejor que entre por detrás y abra desde dentro. Así podré ayudarle a andar.
Desapareció por detrás de la cabaña, con un aspecto mucho más sereno que a su llegada de la ciudad. Sweeney oyó una puerta que se abría, unos pasos, y el ruido de la puerta principal. Al abrirse, la puerta le pegó en la espalda.
—Lo siento —repitió Wilson—. Olvidé que se abre hacia fuera y que usted estaba en el escalón. Tendrá que procurar levantarse para que pueda abrir. ¿Podrá intentarlo?
Aunque con dificultad, Sweeney se puso de pie. No muy erguido, sólo lo bastante para hacerse a un lado y después entrar en la cabaña. Se dirigió al asiento más cercano, que era una silla de campaña sin respaldo, pero no le dio importancia puesto que prefería estar inclinado hacia delante.
Wilson encendió la luz: una bombilla en el techo, lo mismo que en el cobertizo. El escultor estaba fregando dos vasos en un fregadero, situado en un rincón. Al lado del fregadero se veía un montón de platos sucios, no había ninguno limpio en el escurreplatos. Por lo visto, Wilson solamente lavaba los platos cuando los necesitaba y no cada día, después de usarlos.
El escultor se aproximó a Sweeney con los dos vasos en la mano y vertió en cada uno de ellos una generosa ración de whisky.
El periodista tomó un sorbo y miró a su alrededor. Las paredes, en su totalidad, estaban cubiertas por telas colgadas, sin marco. Casi todas eran paisajes al estilo de Cézanne, muy del agrado de Sweeney, y algunos abstractos interesantes. El periodista no era suficientemente experto para saber si eran buenos cuadros o no, si bien con toda seguridad no eran malos No había ningún retrato ni figuras humanas.
En un lado de la habitación, un zócalo soportaba una estatuita de unos veinticinco centímetros de altura, representando un gladiador.
—No lo mire —le aconsejó Wilson, siguiendo la mirada de su visitante—. No está terminado y, además, es horrible.
Cruzó la estancia y tapó la figura de arcilla con un paño. Después, se sentó al borde de su camastro, cerca del periodista.
—No está mal —comentó éste—. Me refiero al gladiador. Aunque creo, no obstante, que su pasión es la pintura, y las estatuas la forma de hacer hervir el puchero. ¿Acierto?
—No del todo, señor Sweeney. Claro que si no perteneciese usted a Ganslen, diría que tiene razón. A propósito, ¿en qué Departamento trabaja?
Sweeney ya esperaba la pregunta. No conocía en absoluto la situación interior de la empresa de Louisville y, peor todavía, ignoraba hasta qué punto la conocía Wilson, que, posiblemente, podía haber estado allí y conocer la distribución de las oficinas.
—Soy viajante de la casa —dijo, no deseando comprometerse—. Pero cuando mi jefe supo que en este viaje tenía que pasar por Brampton me pidió que le visitara.
—Oh, ahora lo siento mucho más, señor, Sweeney. Yo…
—Tranquilo, no fue nada —mintió el periodista, metido ya en pleno embuste—. Pero dígame, ¿qué le ocurrió con los dos periodistas que vinieron a verle? ¿En qué periódicos trabajan y por qué le visitaron?
—Eran de los diarios de St. Paul. O quizá uno fuese de Minneapolis. Estaban interesados por la estatuita que usted mencionó, la MCH-1. Por esto le tomé a usted por otro reportero. Bien, ¿cuál es su interés, señor Sweeney, por esa estatua?
—Ante todo —repuso Sweeney—, pongamos en claro una cosa: ¿Qué querían saber esos periodistas respecto a la MCH-1?
—Por algo relacionado con el Destripador de Chicago —aclaró Wilson, frunciendo el entrecejo—. Deseaban presenciar una repetición de la muerte de aquel maníaco que asustó a mi pobre hermana, al que yo maté. Los dos sabían que yo había modelado aquella figura pensando en Bessie, por lo que supongo que antes de venir hablaron con el sheriff Pedersen.
Sweeney tomó un sorbo de whisky mientras reflexionaba frenéticamente.
—¿Había visto alguno de ellos la estatua o una foto de la misma?
—Creo que no. Lo que más les interesaba, según comprendí por sus palabras, era el nombre de la compañía a la que yo vendí la estatua. De haberla visto alguna vez, habrían conocido este dato porque debajo de la base está grabado el nombre.
—O sea, que el sheriff sabe que usted modeló la estatua pero ignora a qué casa la vendió.
—Exacto. Además, el sheriff tampoco ha visto la figura. Le cogí al sheriff un odio mortal la noche que me encarceló por conducta desordenada.
Sweeney asintió y experimentó un gran alivio. Los periódicos de St. Paul y Minneapolis no conocían la parte más sustancial de la historia de Mimi Chillona. Conocían sólo la parte inconsecuente, la que él había sabido de labios del ex sheriff, más importante, lo único que contaba: que el Destripador poseía una copia de la estatua. En aquellos rotativos ni siquiera tenían una foto de Mimi. Lo único que les interesaba era una repetición del caso de Wilson contra el maniaco homicida. Esto habría significado un par de buenas columnas para dichos matutinos, pero no habría llegado a la Associated Press ni a la United Press, cosa que hubiese desbaratado los planes de Sweeney.
Wilson se recostó contra la pared, situada detrás del camastro y cruzó las piernas.
—En definitiva, señor Sweeney, ¿por qué le envió aquí su jefe?
—Por algo que temo no vaya a servir de nada si a usted no le atrae la idea de hacer publicidad de esa figura y contar cómo se originó su modelado. La verdad es que esa pieza nos ha causado bastantes pérdidas. Fabricamos gran cantidad de copias, pero se venden con gran lentitud para justificar unas docenas más. Peor aún: en el almacén tenemos unas cien figuras todavía. Esa estatua no ha llamado la atención del público.
—Se lo advertí al señor Burke —asintió Wilson—, cuando se la quedó. Siempre sucede lo mismo: una figura gusta mucho o no gusta en absoluto.
—¿Cuál es su reacción ante este rechazo, como escultor y autor de la obra?
—No…, no lo sé, señor Sweeney. No debí hacerla y mucho menos venderla. Es demasiado personal. ¡Oh, Dios mío, de la manera que Bessie estaba allí, chillando, tal como la vi desde la puerta…! En fin, la visión quedó grabada en mi cerebro hasta que me vi obligado a darle vida para quitármela del pensamiento. Me estuvo atormentando todo el año pasado. Sí, tenía que pintarla o esculpirla, y como con la paleta en la mano no soy muy bien retratista, la convertí en estatua. Claro que una vez hecha debí destruirla.
»La terminé justo cuando me visitó el señor Burke en uno de sus viajes, y le gustó. No quería vendérsela, pero insistió, y como necesitaba el dinero, me dejé convencer. ¡Maldición, fue como vender a mi hermana; sí, eso fue en cierto modo! Me repugnó tanto esta idea que estuve borracho una semana, de manera que el dinero que saqué no me sirvió era absoluto.
—Comprendo sus sentimientos —asintió Sweeney.
—Le advertí al señor Burke que no quería ninguna publicidad por esa figura y me prometió que no le contaría a nadie la historia con el fin de vender más piezas. Por eso no entiendo por qué ha venido usted hablando de publicidad para la MCH-1.
—Bueno… —Sweeney se aclaró la garganta—, el señor Burke pensó que, teniendo en cuenta las actuales circunstancias, tal vez usted cambiaría de idea. De todos modos, ya veo que tiene usted la herida abierta, y, por tanto, no intentaré convencerle.
—Gracias, señor Sweeney, ¿pero a qué circunstancias actuales se refiere?
—A lo mismo que se refirieron los periodistas de St. Paul. En estos momentos tenemos en Chicago un Destripador en plena acción, que es noticia, gran noticia, no sólo local sino de costa a costa. Es una noticia como no ha habido otra desde los tiempos de Dillinger. Y ahora, con el hierro en caliente, podríamos vender cantidades inmensas de Mimis, si pudiésemos hacerle propaganda, anunciando esas figuras y afirmando que se trata de la auténtica imagen de una mujer atacada por un destripador. Que la estatua la modeló un escultor que presenció el hecho… e impidió su consumación. Mas para esto, tendríamos que publicar toda la historia.
—Entiendo. Naturalmente, esto significaría algún dinero más para mí. Oh, no, sospecho que no. No me gusta la idea de exponer de nuevo a Bessie a la curiosidad pública. ¿Otro vasito? El whisky es suyo…
—Nuestro —le rectificó Sweeney—. Charlie, me agrada usted. No pensé que llegara a gustarme después de su recibimiento tan… caluroso.
Wilson llenó de nuevo los dos vasos.
—Oh, repito que lo siento mucho. De veras. Creí que era usted uno de esos malditos periodistas, como aquellos dos, y decidí no soportar a otro pelmazo.
Volvió a sentarse, con el vaso en la mano.
—Lo que me gusta de usted —observó—, es que no desee obligarme a dar mi permiso para que la Ganslen haga propaganda de mi estatua. Si hablásemos de esto, quizá me convencería. Bien sabe Dios que necesito ese dinero…, y bien sabe Dios, asimismo, que cuando lo cobrase no me serviría de nada. Incluso con esos precios tan irrisorios que ustedes pagan por esas piezas, podrían vender varios miles con una historia como la de mi hermana. Y con tanto dinero…
—¿Cuánto dinero? —preguntó Sweeney, con curiosidad—. Burke no me contó cuál fue el trato entre ustedes.
—Lo de siempre. Lo de siempre para mí, claro. Ignoro qué precios les paga Burke a los demás proveedores, pero a mí, por cada pieza, me da cien pavos, con el derecho para la compañía de vender mil copias. A partir de las mil, según Burke, obtienen beneficios. ¿Es o no es así?
—Tal como usted dice, amigo Wilson —asintió Sweeney.
—De manera que si venden dos o tres mil copias de una pieza, yo puedo cobrar algo más en concepto de derechos…, cosa que no ha sucedido nunca. ¡Y que Dios me ayude si ocurriera…, en este caso! Si me emborraché durante una semana entera cuando toqué los derechos de la figura de Bessie por primera vez, seguro que con la pasta que recibiría por la venta de dos o tres mil copias más, ahora que mi hermana está muerta, gracias a la propaganda que se haría en su nombre, cogería tantas borracheras seguidas, que terminaría muriendo de delirium tremens. Y aunque yo no terminase así, el dinero sí se acabaría. Quedaría más arruinado de lo que estoy, y me odiaría el resto de mi vida.
Sweeney comprobó que podía sostenerse de pie con menos dificultad que antes:
—Estréchela, Charlie —dijo, ofreciendo su mano al escultor—. Me gusta usted.
—Gracias, y también usted me gusta a mí, Sweeney. ¿Otro trago? ¿De su whisky?
—De nuestro whisky. Sí, Charlie. Ah, oiga, ¿cuál es su nombre de pila, Chapman o Charlie?
—Charlie. Lo de Chapman Wilson fue idea de Bessie. Dijo que hacia más artista. Era una chica estupenda, Sweeney. A veces, un poco locatis.
—¿No lo somos todos?
—Yo, al menos, sí. Por ahí me llaman el Loco Charlie.
—En Chicago, seguramente me llaman el Loco Sweeney. ¿Vamos a beber por la locura? —propuso, levantando su vaso.
Charlie le contempló un instante con ojos ensombrecidos.
—Que sea a nuestra clase de locura, Sweeney.
—¿Qué diablos…? Oh, sí, claro. ¡A nuestra clase de locura, Charlie!
Chocaron los vasos y bebieron. Sweeney se acomodó mejor en su silla de campaña.
—La verdadera locura —observó Charlie, mirando su vaso vacío— es algo horrible, Sweeney. ¡Oh, aquel maniaco homicida, cubierto de sangre y con el cuchillo en la mano…! Todavía veo su rastro en mis pesadillas, aquel rostro que me miró al oír mis pasos detrás suyo… Y Bessie era tan buena chica… Verla rompiéndose a pedazos. Bueno, no pedazos porque esto implica una destrucción gradual. A causa de aquella terrible experiencia se volvió loca de remate al momento. Incluso tuvimos que sujetarla mientras recogíamos sus ropas. Sí, estaba desnuda cuando… Pero usted ya lo sabe. Ha visto la estatuita. Creo, creo que fue una bendición de dios que muriese, Sweeney. Mejor muerta que loca, completamente loca.
Dejó caer la cabeza entre sus manos.
—Fue muy duro —reconoció Sweeney—. Sólo tenía diecinueve años, ¿verdad?
—Veinte. Veintiuno cuando murió en el manicomio hace ya cuatro años. Y era buena. Oh, claro, no era un ángel. Era como un potrito salvaje. Nuestros padres fallecieron hace diez años. Yo tenía veinticuatro años, y Bessie quince. Una tía nuestra quiso que viviera en su casa, pero Bessie huyó a St Louis. Aun así, siempre estuvo en contacto conmigo.
»Y cuando cinco años más tarde se puso enferma, acudió a mí. Estaba… En fin, para decir la verdad, la espantosa experiencia con aquel maníaco la hizo abortar —Wilson levantó la mirada—. Por eso digo que fue mejor que muriese. A veces, la vida no es más que un infierno.
Sweeney se levantó y palmeó un hombro de Charlie.
—No piense más en ello, amigo.
Llenó los dos vasos y puso uno en la mano del escultor.
Como estaba de pie, aprovechó la ocasión para dar una vuelta por aquella especie de estudio y contemplar las telas expuestas en las paredes, examinándolas con más atención. No eran malas, no eran malas bajo ningún concepto.
—Estábamos muy unidos —reanudó Charlie la relación de sus recuerdos—, más de lo normal entre hermano y hermana. Nunca nos dijimos ninguna mentira. Ella me contó todo lo que hizo en St Louis, me habló de todos los individuos con los que había salido. Primero trabajó de camarera, y después como chica de conjunto en un music-hall. A esto se dedicaba cuando comprendió que estaba encinta y vino aquí. Y entonces aquel maldito loco…
—No hable más de ese asunto —casi le ordenó Sweeney, apenado.
—Aquel monstruo murió muy de prisa. Demasiado. De haberle disparado a las piernas y no al pecho, habría podido cogerle el cuchillo y… ¡Dios mío, tampoco lo hubiese hecho! —gimió, sacudiendo la cabeza lentamente. Tras una pausa, añadió—. Sin embargo, le abrí un buen boquete, lo bastante grande como para meter una mano dentro.
—Oiga, Charlie —dijo Sweeney suspirando y volviendo a sentarse—, no se atormente más. Hábleme de sus cuadros.
Charlie asintió con un gesto muy lento. Hablaron de pintura, de música y otra vez pintura. La botella de Sweeney quedó vacía y trataron de vaciar la de ginebra. Una ginebra horrible. Poco después, a Sweeney empezó a costarle enfocar la vista en las telas, a pesar de que conservaba su lucidez mental. Lo bastante, al menos, para darse cuenta de que lo estaba pasando muy bien, y que aquélla era la conversación más agradable que había mantenido en mucho tiempo. No lamentaba ya haber viajado hasta Brampton. Le gustaba Charlie, que poseía una marcada individualidad. Además, el escultor soportaba el licor notablemente bien. Tenía la lengua espesa, pero hablaba con sentido común.
En realidad, lo mismo que Sweeney, que, además, tuvo la sensatez de consultar el reloj de cuando en cuando. A las diez y cuarto, una hora antes de la salida del tren, le dijo a Charlie que debía marcharse.
—¿En coche?
—No, tengo una reserva para el tren de las once quince. Pero hay un buen trecho de aquí a la estación. Ha sido una tarde maravillosa.
—No tiene por qué ir a pie ni hacer auto-stop. Hay un autobús en la Main Street. Puede cogerlo en la esquina, a una manzana y media de aquí. Le acompañaré.
El aire fresco de la noche resultó muy agradable, y Sweeney sintió cómo se disipaban en su cabeza los vapores del alcohol.
Le gustaba Charlie y deseaba ayudarle. De repente vio cómo podía hacerlo.
—Charlie, creo que sé de qué manera puede usted ganar más dinero con la Chillona, bueno, con la MCH-1, sin propaganda. Sólo haremos publicidad de la estatura, sin meter para nada a su hermana en los anuncios.
—Si puede conseguirlo…
Estaban ya en la esquina de la Main Street y Charlie decidió quedarse allí hasta la llegada del autobús.
—Sí, puedo conseguirlo. Por lo de Chicago. Oiga, Charlie, yo sé algo que ignora todo el mundo y que le dará a usted un aluvión propagandístico sólo por la figura, sin tener que revelar cómo y por qué la modeló. Ni su nombre ni el de su hermana figurarán para nada.
—Si puede mantener a Bessie fuera de esto…
—Seguro, será fácil. Ni siquiera será la verdadera historia la que voy a publicar. Será sólo la crema pero la dejaremos fuera del pastel. Y en su beneficio, telegrafiaré con urgencia a la Ganslen, pidiéndoles que pidan más copias de la MCH-1. Oiga, Charlie, ¿ha estado alguna vez en Chicago?
—Hace un par de años. ¿Por qué?
—Cuando cobre esos derechos por las ventas de Mimi, vaya a Chicago y pasaremos juntos una velada. Le enseñaré la ciudad. Y nos emborracharemos. Si llega de día, llámeme al Blade, a la redacción. Si llega de noche, llame a…
—¿A la redacción? ¿Al Blade? ¿Es usted periodista?
—¡Dios mío! —se desesperó Sweeney.
No debió delatarse. Hubiese debido protegerse el estómago con las manos inmediatamente. Pero no lo hizo.
El puño de Charlie avanzó y Sweeney se dobló como un cortaplumas al cerrarse, en el mismo instante en que el otro puño del escultor le alcanzaba la barbilla. Mas, como la vez anterior, no sintió el segundo puñetazo.
—¡Hijo de perra! ¡Granuja! ¡Ojalá pudieras levantarte a pelear! —oyó que gruñía la voz de Charlie.
Nada estaba más lejos del ánimo de Sweeney, o mejor dicho, de lo que quedaba de su ánimo. Ni siquiera podía hablar. De haber abierto la boca algo habría salido. Y la verdad es que no hubieran sido palabras.
Oyó cómo Charlie se alejaba.