14

Bughouse Square se estremecía bajo el calor de la noche cuando llegó Sweeney. Los bancos estaban llenos de cargamento humano, y había individuos durmiendo también sobre el césped. Sin recibir la brisa del lago, a causa de los edificios de la Dearborn Street, las hojas de los árboles estaban inmóviles y las hojas del césped no se ondulaban; el estremecimiento mencionado antes se debía a los inquietos movimientos de los que dormían o intentaban dormir porque no tenían otra cosa mejor que hacer.

El cuarto banco a la derecha de la avenida diagonal hacia el nordeste era el que ocupaba siempre God si estaba durmiendo allí. Estaba, y a Sweeney le pareció más aviejado y más astroso que la última vez que le viera. Tal vez ello se debía al contraste; el aspecto y el atavío de Sweeney eran esta noche muy distintos al de la última vez que había visto a Godfrey. Inconscientemente, juzgamos a los demás comparándolos con nosotros mismos, y dos personas que hayan comido cebolla no huelen el aliento uno del otro.

Sweeney no intentó oler el aliento de God, sino que lo sacudió por el hombro, primero con delicadeza y luego con más fuerza. God parpadeó y levantó la mirada.

—¿Qué diablos pasa? —gruñó.

Sweeney sonrió.

—¿No me conoces?

—No, no te conozco. Lárgate o llamo a un guardia.

—¿Quieres un trago? ¿Lo necesitas?

—¿Si necesito el qué?

—Busca en el bolsillo derecho de tu chaqueta —le ordenó el periodista.

Godfrey se llevó la mano al bolsillo, asió algo, y no la movió. Su voz sonó un poco más ronca.

—Gracias, Sweeney —murmuró—. Desde la tarde no he probado una gota de licor. Ha sido una mañana espantosa. ¿Qué hora es?

—Las tres y media.

God quitó los pies del banco.

—Bueno, ¿qué tal te va, Sweeney?

—Bien.

God saltó del banco.

—Contempla la figura de la esquina de ese billete antes de que lo cambies —sonrió Sweeney.

God sacó la mano del bolsillo y miró el arrugado billete. Después, trasladó la vista a Sweeney.

—¡Un maldito capitalista, ya veo!

Volvió a meter el dinero en el bolsillo. A continuación, se marchó sin volver la vista atrás.

Sweeney, sonriendo todavía, le vio alejarse hasta que llegó a la calle; sobre todo para asegurarse de que nadie había visto ni oído nada. Nadie siguió a God, Sweeney se marchó en dirección contraria y cogió un taxi en la Chicago Avenue. Eran casi las cuatro cuando llegó a la pensión, mortalmente cansado. Sin embargo, antes de entrar en su habitación llamó desde el teléfono del pasillo a la Northwestern Station.

Sí, le dijeron, Brampton, en Wisconsin, estaba en la ruta de la Northwestern; el primer tren que llegaba hasta allí salía a las seis, o sea dentro de dos horas. ¿El tren siguiente?… No había ninguno más para Brampton hasta la noche. ¿A qué hora tenía la llegada a Brampton? A la una quince de la tarde.

Sweeney dio las gracias y colgó.

En su habitación contempló la cama con añoranza. No obstante, sabía que si se tumbaba para dormir sólo una hora antes de salir con rumbo a la estación, no podría levantarse cuando el despertador sonara.

Si cogía el tren de la noche, todo un día perdido, cuando tanto importaba el tiempo. Además era sábado y el lunes por la mañana tenía que presentarse en el Blade a trabajar. De todos modos, si Walter le asignase el caso del Destripador, tampoco permitiría un viaje a Brampton. Menos aún un viaje a Nueva York para comprobar allí la coartada de Greene. Bueno, a menos que ocurriera algo y se evitara el viaje. Por su cuenta, podría ir en avión el fin de semana, disponiendo así de su tiempo libre. Y con su dinero, que afortunadamente ya no constituía ninguna preocupación.

Una hora antes, añadidos sus cien dólares, llevaba en el bolsillo mil. Ahora, después de darle el billete a God, le quedaban todavía novecientos.

Si hubiese tenido sentido común, no hubiera llevado tanto dinero encima; mas, precisamente, lo que le faltaba era sentido común. Miró el reloj y suspiró. Miró a Mimi y soltó una maldición por considerarla tan importante como para desear conocer su origen y charlar con su creador, pese a la posibilidad de no dar con él.

Cogió la estatua y la volvió de cara a la pared para no oír su mudo chillido de terror. Pero, incluso de espaldas, todas sus líneas pregonaban el chillido.

Le molestaba tanto aquel grito, que por un momento contempló la posibilidad de la eutanasia. Pero aunque rompiera esa copia, quedaría otra Mimi en alguna parte lanzando el mismo chillido.

Cansinamente y con cautela, a causa de su dolorido abdomen, se desnudó. Se bañó, se afeitó y se puso ropas limpias. Decidió que no tenía que llevarse nada y partió hacia la estación. Llegaría demasiado temprano, lo que le permitiría tomar un par de copas. Con ellas en el cuerpo conseguiría dormir en el tren, de lo contrario estaría tan fatigado después de las seis que no lograría conciliar el sueño durante el viaje.

Habría pagado el doble por un pasaje en coche-cama, pero sabía que por ser diurno, el tren no llevaba literas; las empresas ferroviarias tienen la extraña idea de que los pasajeros sólo han de viajar horizontalmente por las noches. Tuvo que andar hasta la State Street, poco antes de amanecer, antes de ver un taxi. Dio las señas de un bar de la West Madison, que sabía estaba abierto, cerca de la estación. Necesitaba dos copas… y una tercera para el viaje. Después, recordó que se estaba reformando y renunció al frasco de whisky.

Llegó a la estación a las cinco quince esperando poder subir ya al tren. Así fue. Por suerte, el convoy llevaba un vagón con butacas, y en la ventanilla le vendieron un billete sin reserva, puesto que no estaba lleno.

Comprobó que era cierto. Eligió la butaca que le pareció más cómoda, se sentó y colocó el billete en la cinta del sombrero para que el revisor no tuviera que despertarle. Extendió las piernas, dejó el sombrero, con el billete, sobre la parte dolorida de su anatomía y se dispuso a dormir. El sombrero pesaba poco y no le hacía daño.

Y si se lo hacía no se dio cuenta porque se quedó dormido tan pronto como cerró los ojos. Los abrió un instante, dos horas más tarde, y vio que el tren salía de una estación. Era la de Milwaukee y estaba lloviendo. Cuando abrió de nuevo los ojos faltaban unos minutos para las doce, el tren se hallaba en Rhinelander y brillaba el sol. Se sentía terriblemente hambriento.

Fue al coche-restaurante y devoró la comida más copiosa que había visto en varias semanas. Terminaba su segunda taza de café cuando el tren entró en agujas en la estación de Brampton.

Saltó al andén, se dirigió a la estación y miró en el listín de teléfonos: no había ningún Chapman Wilson. Arrugó la frente y fue hacia la ventanilla de los billetes.

—Perdone, ¿sabe si en esta población vive un tal Chapman Wilson?

—¿Chapman Wilson?

—Sí.

—No he oído ese nombre en mi vida.

—Gracias.

Sweeney salió de la estación por la parte contraria a las vías y obtuvo su primera impresión de Brampton. Calculó que se trataba de una población de unos cinco mil habitantes. No le sería difícil localizar a Wilson, aunque no tuviese teléfono.

De pronto se encontró en la calle principal, en el distrito comercial, de unas… cuatro manzanas de edificios de longitud, que se iniciaba inmediatamente a su izquierda. Entró en la primera tienda que halló al paso y preguntó por Chapman Wilson. No lo conocían. En la segunda, la tercera, la cuarta tampoco. Para no hablar de la quinta y la sexta.

El sexto portal era un bar y pidió un whisky antes de formular la pregunta. Cuando se lo sirvieron, preguntó. El whisky era bueno pero la respuesta no.

Sweeney maldijo en voz baja cuando el camarero se alejó. Quizá no había entendido bien al individuo de la Ganslen Art Company con el que había hablado por teléfono. No, lo dijo con claridad: «un tipo llamado Wilson, que vive en Brampton, Wisconsin. Modela en arcilla».

AI menos, estaba seguro de que era Chapman Wilson. ¿Habría interpretado mal lo de la población?

Llamó al camarero.

—¿Hay alguna otra ciudad en Wisconsin —le preguntó— que tenga un nombre que suene como Brampton?

—¿Qué…? Oh, ya comprendo. Veamos… Tenemos Boylston, cerca de Duluth.

—No suena igual.

—¿Stoughton? ¿Burlington? ¿Appleton? También está Milton, pero su nombre completo es Milton Junction.

Sweeney sacudió la cabeza con tristeza.

—Se ha olvidado de los Rápidos de Wisconsin y de Stevens Point —sonrió después.

—No suenan como Brampton.

—A esto me refería. Tome un vaso conmigo.

—Sí, gracias.

—¿Nunca oyó el nombre de Chapman Wilson?

—No.

Sweeney tomó un sorbo mientras reflexionaba profundamente. ¿Sería posible poder hablar por teléfono con alguien de Ganslen Art Company, de Louisville? Probablemente no un sábado por la tarde. Tal vez podría localizar al gerente…, ¿cómo se llamaba?… Burke. Sí, Burke era su nombre. Pero las probabilidades eran muy escasas.

Sweeney no se sintió muy orgulloso de sí mismo, durante algún tiempo, porque fue el camarero el que le salvó el día.

—¿A qué se dedica ese Chapman Wilson? —inquirió.

—Es escultor. Pintor y escultor.

Durante unos segundos no sucedió nada.

—¡Vaya, condenado me vea! —exclamó de repente el camarero—. Usted se refiere a Charlie Wilson.

Sweeney le miró fijamente, con el vaso a la altura de sus labios.

—No se detenga, amigo. Siga.

—¿Que siga?

—Sí, vamos a beber otra copa. Y hábleme de Charlie Wilson. ¿Modela estatuitas?

—Exacto —rió el camarero—. Es ese tipo. El Loco Charlie.

Sweeney se cogió del borde del mostrador.

—¿Cómo ha dicho? ¿El Loco Charlie? ¿Loco… con una navaja?

—¿Una navaja? Oh, se refiere a cómo empezó la cosa… Fue un cuchillo, no una navaja.

—¿Hubo una rubia? —preguntó Sweeney, con exaltación—. ¿Una rubia muy guapa?

—¿La joven? Sí, señor, era ambas cosas. La cosa más bonita de la ciudad. Hasta que él la atacó con el cuchillo.

Sweeney cerró los ojos y contó hasta dos lentamente. Era demasiado hermoso para ser verdad. Y había estado a punto de regresar a Chicago.

Era demasiado hermoso para ser verdad; en la vida no ocurren esas cosas.

—¿Fue atacada, como en el caso del Destripador?

—Sí, como en esos casos de Chicago que dicen por radio.

—¿No estará hablando, por casualidad, de una pequeña figura negra? ¿Se refiere a una mujer de carne y hueso que fue atacada aquí?

—Sí, una rubia, como la radio dice que son esas víctimas de Chicago.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace tres años. Cuando yo era sheriff.

—¿Cuando usted era sheriff?

—Sí. Lo fui hasta hace dos años. Después compré este bar, y como no podía ocuparme de todo no me presenté a las elecciones de hace dos años.

—¿Y usted se ocupó del caso de ese Destripador?

—Sí.

—Me siento orgulloso de conocerle —afirmó el periodista—. Me llamó Bill Sweeney.

El otro alargó su manaza a través del mostrador.

—Encantado de conocerle. Mi nombre es Henderson.

Sweeney estrechó la mano.

—Sweeney —repitió—, del Blade de Chicago. Usted es el hombre que necesitaba, sheriff.

—Ex sheriff.

—Oiga, amigo, ¿no podríamos conversar en privado si no es molestia por su trabajo?

—Pues, no sé. Como es tarde de sábado…

—Le compraré una botella del mejor champán que tenga y nos la repartiremos mientras charlamos.

—Bueno…, supongo que mi mujer podrá cuidar esto mientras tanto. Vivimos arriba. Nos repartiremos medio litro de Haig and Haig. El champán que tengo aquí no es muy bueno y además tendría que enfriarse.

—De acuerdo, que sea Haig and Haig —aprobó Sweeney.

Dejó un billete sobre el mostrador.

Henderson lo metió en la caja registradora y le devolvió a Sweeney unas monedas. Cogió un frasco plateado de la estantería, se lo metió en el bolsillo de atrás del pantalón y dijo:

—Vamos. Llamaré a Ma.

Se dirigió hacia una puerta del fondo del local que daba a una escalera. Desde allí gritó:

—¡Eh, Ma! ¿Puedes bajar unos minutos?

—Voy, Jake —respondió una voz, y unos instantes después una mujer alta y esbelta bajó por la escalera.

—Éste es el señor Sweeney, Ma, de Chicago. Tenemos que charlar un rato arriba. ¿Puedes quedarte aquí?

—De acuerdo, Jake. Pero no empieces a beber. Estamos a sábado y todavía no es de noche.

—No tocaré una gota, Ma.

Guió a Sweeney por la escalera hasta la cocina.

—Aquí estaremos bien y tenemos los vasos al alcance de la mano. ¿Quiere mezclar el whisky con algo?

—¿Haig and Haig? No sea ingenuo, sheriff.

—Bien —sonrió Henderson—, siéntese. Traeré vasos y abriré el frasco.

Volvió con un par de vasos y un sacacorchos; descorchó el frasco y vertió dos raciones de whisky en los vasos.

—Por el crimen —brindó Sweeney, levantando el suyo.

—Por el crimen —repitió Henderson—. ¿Cómo van las cosas por Chicago?

—Madurando —respondió el periodista—. Pero hablemos de Brampton. Primero, asegurémonos de que ese Chapman Wilson del que hablo y su Loco Charlie son la misma persona. Dígame algo de él.

—Se llama Charlie Wilson. Es pintor y escultor. Supongo que obtiene su dinero principalmente de esas figuras que modela. Las vende a varias empresas dedicadas a la venta de figuritas y objetos de regalo. Cosas artísticas. Creo que no vende muchos cuadros.

—Sí, es el mismo —asintió Sweeney—. Probablemente usa el Chapman como nombre profesional; suena mejor que Charlie. ¿Está muy loco?

—En realidad, no. Claro, cuando está sereno sólo es un poco…, ¿cómo diría?, un poco excéntrico. Sin embargo, bebe como un cosaco, y cuando está repleto de alcohol, he tenido que echarle de aquí media docena de veces. Especialmente porque buscaba pelea —Henderson sonrió—. Y sólo mide metro sesenta y pesa cincuenta y nueve kilos. Cualquiera podría tumbarle, y quizá incluso matarle. Siempre esta armando bronca y buscando jaleo cuando está bebido. Un verdadero idiota.

—¿Saca mucho de su trabajo?

—Oh, no. Dudo que gane quinientos pavos al año. Vive en una especie de cabaña, al borde de la ciudad, donde no querría vivir nadie. Sólo le cuesta unos dólares al mes. Y es un individuo tan orgulloso como un pavo real; se considera un gran artista.

—Tal vez lo sea.

—Entonces, ¿por qué no gana más con su profesión?

Sweeney abrió la boca para mencionar a Van Gogh y Modigliani y algunos otros grandes artistas, que ganaron mucho menos de quinientos dólares al año; de repente recordó con quién estaba hablando y también que el tiempo apremiaba.

En cambio, preguntó.

—¿Y Charlie Wilson vive aquí solo? ¿En Brampton?

—Sí, ¿por qué no? Es inofensivo.

—Sigamos con el asunto de ese Destripador. ¿Qué tiene Charlie que ver con él?

—Le disparó.

—¿Charlie al Destripador o al revés?

—Charlie contra el Destripador.

—Pero el Destripador huyó, claro.

—No, diablo. Lo dejó seco. Lo mató con una carabina desde una distancia de dos metros. Le abrió un agujero por el que pasaba una mano. Lo único bueno que ha hecho Charlie en su vida. Por algún tiempo fue el héroe de la ciudad.

—Oh —exclamó Sweeney, sintiéndose desilusionado. Un destripador muerto no podía ayudarle mucho. Tomó otro trago del whisky—. Bien, empecemos por el otro extremo. ¿Quién era ese Destripador?

—Se llamaba Pell, Howard Pell. Un maniaco homicida que se fugó del asilo del condado, a unos treinta kilómetros de aquí. Veamos. Sí, fue hace cuatro años. Me equivoqué cuando dije que ocurrió durante el primer año de mi segundo mandato como sheriff. No, fue hace cuatro años, tal vez unos meses más. Sí, ahora estamos en agosto y creo que fue en mayo.

—¿Y qué sucedió?

—Ese Pell se fugó del asilo. Mató a dos guardianes con sus propias manos. Era muy alto, muy corpulento, parecía un oso. Mucho más recio que yo. Todavía no había callado la sirena de alarma cuando detuvo un taxi y el maldito conductor le dejó subir. Era un tal Rogers. Pell subió al taxi y mató a Rogers. Lo estranguló.

—¿No utilizó ningún cuchillo?

—Todavía no lo tenía. Pero lo conseguí poco después. Ese Rogers también vendía utensilios de cocina. Otra de sus aficiones era la talla en madera. El cuchillo que le servía para dicho tallado era muy grande, de unos treinta centímetros de largo por tres de ancho, afilado como el que más. No sé qué buscaba Pell en el taxi, mas lo cierto es que encontró el cuchillo. Su vista le entusiasmó. Lo probó sobre Rogers, a pesar de que ya estaba muerto. ¿Desea conocer los detalles?

—No, gracias —rechazó Sweeney—. En cambio, sí deseo llenar de nuevo el vaso. No mucho.

—Perdone —disculpóse Henderson, sirviéndole—. Bien, descuartizó a Rogers y arrojó su cuerpo fuera del coche. No todo de una vez, claro.

Sweeney estremecióse ligeramente y bebió unos dedos de whisky.

—Esto sucedía a las ocho de la noche y a aquella misma hora, en el asilo, hallaron muertos a los dos guardianes y descubrieron que Pell se había fugado. Me llamaron al momento, así como a los sheriffs de los otros condados, a la policía y a los guardias libres de servicio, para que recorriésemos los campos de los alrededores del manicomio.

Henderson bebió y se limpió los labios con la manga.

—No tardaron mucho en descubrir los restos de Rogers. Las huellas del taxi contaron lo sucedido. De esta manera supieron que Pell conducía un coche. Regresaron al asilo y me telefonearon, como a los demás, para darnos la noticia, por la que establecimos barreras y controles en los caminos y las carreteras. Sin embargo, ese monstruo de Pell nos engañó. Sí, se había encaminado hacia Brampton, mas al llegar a los alrededores de la ciudad dejó el taxi en un camino vecinal. Después de eso, cruzó los campos a pie y pasó entre nosotros. Eso a pesar de que el jefe de policía de Brampton y yo teníamos bien vigilados todos los caminos. En realidad, todo estuvo bloqueado quince minutos después de recibir la llamada del asilo.

—Buena labor —ponderó Sweeney.

—Sin embargo, no sirvió de nada, porque pasó a pie. Al día siguiente hallamos las huellas por donde había venido en coche, y por donde había continuado a pie. Sí, descuartizó a Rogers dentro del taxi y tuvo que conducir él mismo, de manera que quedó cubierto de sangre. Incluso tenía sangre en el pelo, en la cara y en los zapatos, estaba totalmente empapado. Y con este aspecto, empuñando el cuchillo en la mano, fue como se presentó ante Bessie cuando la muchacha se estaba duchando.

—¿Quién es Bessie?

Era. Bessie Wilson, la hermana menor de Charlie. Tenía unos dieciocho años, quizá diecinueve. Vivía con su hermano porque estaba bastante enferma. Hasta entonces no había vivido en Brampton, ya que tenía un empleo en St. Louis, como encargada del guardarropa de un night club o algo por el estilo; pero se puso enferma, se despidió y vino para estar junto a Charlie; sus padres murieron hace más de diez años. Cuando vino, ella ignoraba la situación financiera de su hermano, que no podía ser peor, de lo contrario no habría venido; sin embargo, por las cartas que él le escribía debió pensar que Charlie nadaba en la abundancia. Trueno, al estar enferma necesitaba cuidados, mas lo que le ocurrió aquí no la ayudó en absoluto. Quizá hubiese sido preferible que muriese en el acto.

—¿La atacó ese Pell?

—Sí… y no. En realidad, no le puso ni una mano encima, pero la muchacha se volvió loca y falleció poco después. La cosa ocurrió así: la cabaña de Charlie no es más que una habitación grande que él utiliza para vivir y trabajar a la vez, y allí es donde vivían los dos hermanos. Hay otra choza no muy lejos, una especie de cobertizo, donde Charlie puso una ducha, en un rincón, una ducha de fabricación casera. Eran ya más de las ocho y media cuando la hermana, Bessie, decidió tomar una ducha. Salió hacia el cobertizo, en bata y con zapatillas. Y debió de ser por aquellos instantes cuando Pell se aproximó campo a traviesa, manteniéndose apartado de la población. Entonces la vio entrar en el cobertizo y encerrarse allí. Con el cuchillo en la mano, abrió la puerta de un tirón.

—¿No había una aldaba en la puerta?

—Ya le dije que Pell era fuerte como un oso. Abrió la puerta con tanta fuerza que la arrancó de sus goznes. Bessie estaba allí, desnuda, a punto de dar el agua para la ducha. Pell dio un paso al frente, blandiendo el cuchillo. ¿Quiere otro vaso?

—Buena sugerencia —jadeó Sweeney.

Henderson llenó los dos.

—No se la puede censurar por enloquecer —prosiguió el ex sheriff—. Estaba enferma y se enfrentó con aquella visión de pesadilla. Un tipo de casi dos metros, con casi cien kilos de peso, con el uniforme del asilo y con sangre en el pelo y en el rostro, acercándose con un cuchillo enorme en la mano. ¡Dios mío!

Sweeney logró formarse una idea de la visión. Veía a Mimi.

Tomó un sorbo de whisky.

—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó.