Los dos vasos no le perjudicaron, aunque tampoco le hicieron ningún bien. Estaba sereno cuando salió del bar de Meaghan a la noche. A la noche solitaria, a la noche poblada. A la noche calurosa, a la noche helada. A la noche resplandeciente, a la noche oscura.
Tenía miedo y esto le irritaba. No le importaba tenerlo del Destripador. Aquel monstruo era lo Desconocido, lo Misterioso. Mas no le gustaba tener miedo de Harry Yahn, aun cuando fuera peligroso. No había nada misterioso en él, y las cosas que de Harry se ignoraban en general, la policía las sospechaba, tanto si podían probarse como si no.
Harry Yahn era un tipo duro, peligroso. Sweeney se repitió varias veces que no estaba asustado, porque el dinero que pensaba sacarle a Yahn era mínimo para un individuo de sus enormes ingresos.
Lo gracioso era que había pensado en Yahn como una posible fuente de ingresos antes de asaltar el despacho de Greene. Sweeney conocía algunos asuntillos de Yahn, de varios años atrás, que valdrían dinero para cualquiera que desease obtenerlo. Sin embargo, lo de ahora era mejor y más seguro, mucho más seguro.
No era un chantaje exactamente.
El neón proclamaba que aquel local era el «Tit-Tat-Toe Club». Sweeney respiró hondo y entró. Un bar ordinario, sólo moderadamente lujoso, no tan grande como el de Meaghan. En aquel momento únicamente se hallaban allí el camarero y media docena de parroquianos. Daba, no obstante, la impresión de ser la tapadera de otro negocio. Y lo era. Sweeney se dirigió al mostrador y lo adornó con un billete. El camarero se acercó solicito.
—Whisky —pidió el periodista—. Con soda —antes de que el camarero se retirase, añadió—: ¿Está Harry?
—¿Qué Harry?
—Me llamo Sweeney. Bill Sweeney. Me conoce.
El camarero sacó del estante una botella y un vaso. Mientras llenaba el último, murmuró:
—Llame a la puerta del fondo, al lado del lavabo. Si Willie le reconoce le dejará entrar.
—Willie no me conoce. Harry sí.
—Esto dígaselo a Willie. Hable y puede preguntárselo a Harry.
—De acuerdo. Toma uno conmigo.
—Gracias.
—Y deséame suerte.
—Seguro. Suerte.
—Gracias.
—¿De qué?
Sweeney rió, sintiéndose mejor. Fue en la dirección indicada y llamó a una puerta pesada. Se abrió unos centímetros y se asomó una cara con unos ojos, poco agradables, más arriba de la cabeza del periodista.
Bajo los ojos se veía una narizota, y bajo la nariz un par de labios muy gruesos que preguntaron:
—¿Sí?
La dentadura tenía varios dientes rotos.
—Willie Harris —dijo Sweeney—. No sabía que el Willie de esta puerta fuese Willie Harris.
—Sí. ¿Qué quieres?
—Al diablo, Willie. ¿No te acuerdas de mí? Hice el reportaje de tres de tus peleas cuando me dedicaba a los deportes. Bill Sweeney. Entonces, estaba en el Tribune.
La puerta se abrió un poco más.
—¿Sí? —repitió Willie.
«Está sonado», pensó Sweeney.
—Es natural que no te acuerdes de todos los periodistas que has visto en tu vida. Oye, Willie, quiero hablar con Harry Yahn. De negocios. No de juego. Me conoce. Dile que Bill Sweeney desea hablar con él. Bill Sweeney.
Willie entendería frases cortas como éstas.
—Sweeney —murmuró—. Iré a ver.
—Bill Sweeney. Recuérdalo, Willie, Bill Sweeney.
La puerta se cerró.
El periodista se recostó contra la madera y encendió un cigarrillo Había consumido dos centímetros del pitillo cuando se abrió la puerta por completo.
Willie se aseguró de que allí no había nadie más que Sweeney y gruñó:
—Está bien. Yahn hablará contigo.
Condujo a Sweeney por un estrecho pasillo hasta una puerta.
—Es allí. Adelante.
Sweeney entró.
—Hola, Harry —saludó.
—Hola, Sweeney. Siéntate —correspondió Yahn.
Harry Yahn, sentado ante su maltrecho escritorio que parecía comprado de segunda mano por diez dólares, parecía Santa Claus sin las barbas. Era gordo y sonreía, parecía contento y complaciente. Sweeney no se dejó engañar. Pero le agradó ver que estaban solos.
—Hace tiempo que no nos veíamos, Sweeney. ¿Sigues en el Blade?
—¿Leíste el artículo sobre Yolanda? —inquirió a su vez Sweeney.
—¿Cuál?
—El del testigo presencial durante la escena del portal. En el Blade.
—¿Lo escribiste tú? Lo hojeé, pero no me fijé en la firma.
Sweeney no quiso llamarle embustero.
—Sí, yo lo escribí —se limitó a decir—. Un buen artículo, aunque esté mal que yo me alabe…, ¿y por qué no, si hoy di se alaba todo el mundo?
—Lo sé, Sweeney, ese artículo no le ha hecho ningún daño a El Madhouse. ¿Dónde paras? Les diré a los chicos que te envíen un cajón de botellas de whisky.
—Gracias, pero ya no bebo. O casi. Tengo una idea mejor, Harry. ¿Por qué no dejas que me encargue de la publicidad del club, mientras Yolanda trabaje allí?
Yahn apretó los labios y miró fijamente al periodista.
—Habría sido mejor esta idea antes de que ocurriera… aquel suceso. Ya no necesitamos propaganda ahora. En el «Madhouse», según Nick, no cabe la gente. ¿A qué gastar más dinero? ¿Colgar la propaganda de las vigas? Además, sólo tenemos contratada a Yolanda por otras cuatro semanas y no firmará más.
Lanzó una larga carcajada antes de continuar.
—Tú tienes la culpa, Sweeney. Sí, debí pagarte por un buen artículo, pero lo publicaste rápidamente y ahora ya no me sirve Además, tenemos mucha publicidad aparte de la tuya. Y toda se la debemos al Destripador. La gente solamente acude al club a ver a Yolanda. Tu artículo nos cayó del cielo, claro. No, Sweeney, lo siento; ya tenemos toda la propaganda que necesitamos.
Sweeney se encogió de hombros.
—Era sólo una idea —dijo—. Entonces, tal vez será válida desde el otro extremo.
—¿El otro extremo?
—El extremo de Doc. Con un poco más de publicidad, y creo poder realizarla, Doc podría contratar a Yolanda por un sueldo muy superior en cualquiera de los clubs más grandes y lujosos que El Madhouse. Creo que en Chicago hay más de veinte. Podría conseguir dos, o tal vez tres mil por semana en lugar de doscientos. O de cuatrocientos cincuenta si tenéis que darle la gratificación de mil pavos por haber vuelto a trabajar tan pronto.
—Es una idea —Harry Yahn tenía los ojos entornados, como si estuviese aburriéndose. Agregó—: Si Yolanda consigue mantener la publicidad al mismo ritmo durante esas cuatro semanas, tal vez obtenga toda esa pasta.
—Lo vale ahora —observó Sweeney—. Estuve en el primer pase de esta noche en El Madhouse, Harry, y efectúe unos cálculos. Llenarás todas las noches durante cuatro semanas. A doscientas personas en cada show, tres sesiones por noche, son seiscientas personas. Seamos conservadores y prudentes; digamos que cada cliente paga cinco pavos y que sólo uno es de beneficio neto. Seiscientos pavos de beneficio por noche durante una semana suman cuatro mil doscientos dólares; por cuatro semanas son dieciséis mil ochocientos dólares.
—Ya hicimos buenos negocios antes de contratar a Yolanda —manifestó Yahn.
—Seguro, la mitad de lo que haréis las próximas cuatro semanas. Y con esa mitad, los gastos son más elevados. Digamos que tener atada a Yolanda las cuatro semanas próximas os dará diez mil dólares de beneficios, que no obtendréis de ninguna otra manera. ¿No es verdad?
—Demasiado alto. Veamos, ¿adónde quieres llegar?
—Sí, demasiado alto. Digamos que os valdrá siete mil pavos de beneficio. ¿Está bien siete mil?
Yahn había vuelto a cerrar los ojos sonriendo débilmente. Ahora parecía más un Buda dormido que un Santa Claus. Sweeney tampoco se dejó engañar: Harry Yahn no dormía ni contemplaba el Nirvana. No cuando el dinero, por miles, era el tema de la conversación.
—Espero que llegues a alguna parte —añadió beatíficamente.
Sweeney demoró su respuesta, deliberadamente, encendiendo un cigarrillo.
—Si yo me cuido de la publicidad de Yolanda y de Greene, en vez de hacerla para El Madhouse, le aconsejaré a mi buen amigo Doc que la contrate en otro local en lugar de esperar esas cuatro semanas. Claro que esto te costará siete mil dólares, Harry, y la verdad no me gustaría causarte este perjuicio, porque siempre te he considerado buen amigo mío.
—Yolanda está bajo contrato por cuatro semanas.
—¿Has leído el contrato? —sonrió Sweeney con calma.
Yahn abrió los ojos y miró a Sweeney, estupefacto.
—¿Representas a Greene en esto? —quiso saber—. ¿Te ha enviado para presionarme?
—No. Además nadie intenta presionarte, Harry.
Harry Yahn soltó un juramento.
—No trago, Sweeney —masculló—. Si hubiese algo en ese contrato que le permitiera a Doc llevarla a otro local, ya estaría atosigándome. En persona. ¿Por qué habría de enviarte a ti?
Sweeney se acomodó mejor en su butaca.
—No me dijo nada —admitió el periodista—. Todavía no sabe nada. Él y yo hicimos una apuesta sobre el sueldo que percibía Yolanda en El Madhouse y me enseñó el contrato, con la firma de Nick para ganar la apuesta. Y la ganó. Pero mientras yo tenía el contrato en la mano, lo leí. ¿Tú no?
—¿Dónde está el truco?
—Es muy sencillo. Debe tratarse de un contrato de El Madhouse, uno de serie, porque está lleno de cláusulas de escape para la parte de la primera parte, o sea El Madhouse. Pero también hay una cláusula de escape para la parte contratante de la segunda parte, sólo que en un caso corriente no valdría nada. Como verás, éste no es un caso corriente.
—¿Cuál es la cláusula?
—Una que ni valdría el papel del contrato para otra estrella, Harry. Dice que el contrato puede ser cancelado por la parte contratante de la segunda parte mediante el pago de la cantidad objeto de contrato, devolviendo todo el dinero recibido durante el tiempo de actuación y pagando otra cantidad igual a la que falta todavía hasta el término del contrato.
Sweeney chupó largamente el cigarrillo.
—El contrato de Yolanda era de siete semanas, tres ya pasadas y las cuatro que faltan, a doscientos dólares por semana. Doc la librará del contrato abonando siete veces doscientos dólares, o sea mil cuatrocientos dólares Y puede contratarla en otro establecimiento por dos mil a la semana durante cuatro semanas, de modo que él y la joven percibirán la diferencia de seis mil quinientos dólares. Tal vez más; pienso que conseguirían más de dos mil semanales con la propaganda actual, aunque yo no les ayudase.
Sweeney se inclinó hacia delante y aplastó la colilla en el cenicero del escritorio de Yahn.
—Lo malo —terminó— es que la ganancia de Greene sería tu pérdida.
—¿Greene ignora esa cláusula?
—Obviamente, sí. Supongo que leyó el contrato al firmarlo, pero esta cláusula no tuvo para él ningún significado especial entonces. Esa clase de cláusulas solamente adquieren valor cuando el contratado sube de categoría. Y las probabilidades normales de que suceda tal cosa son casi nulas. Greene cree conocer bien el contrato.
Sweeney se puso de pie.
—Bien, Harry, hasta la vista. Lamento no poder hacer un poco de publicidad para tu club.
—Siéntate, Sweeney.
Yahn pulsó un botón de su mesa y pareció habérsele pegado el dedo al mismo antes de que Willie abriese la puerta.
—¿Sí, jefe?
—Entra y cierra, Willie. Sólo quédate por aquí.
—¿Quiere que me cargue a ese tipo, jefe?
—Todavía no, Willie. No si se sienta.
Sweeney se sentó. Willie se quedó de pie, siempre atento. Mirando la cara del ex boxeador cualquiera hubiese dicho que hacia tiempo que no golpeaba a nadie y le faltaba esa diversión. Al menos, esto es lo que pensó Sweeney. Dejó de contemplar la cara del gorila, encendió otro cigarrillo, moviéndose con lentitud para no alarmar a Willie. Deseó parecer tan casual y tranquilo como quería.
Yahn levantó el teléfono de la mesa y marcó un número. Preguntó por Nick.
—Aquí Harry, Nick. Tú tienes en la caja fuerte el contrato de Yolanda Lang. Sácalo, métetelo en el bolsillo y llámame. Rápidamente. Hazlo todo en privado. Usa el teléfono del despacho de atrás y asegúrate de que nadie puede oírte. Y que nadie vea cómo sacas el contrato de la caja… De acuerdo.
Devolvió el teléfono al soporte y miró a Sweeney. Este no dijo nada. Nadie dijo nada. Al cabo de tres minutos sonó el teléfono.
—Dile que es el sexto párrafo, Harry —aconsejó el periodista—. Ganará tiempo.
Yahn habló brevemente y después escuchó.
—Está bien, Nick —dijo al fin—. Guárdalo de nuevo. Y no hables de esto con nadie. Sí, por esto he querido que lo leyeses. Ya hablaremos de esto mañana ¿Qué tal el local? —escuchó unos instantes y añadió—: Está bien.
Colgó.
—¿Qué tal el negocio? —se interesó Sweeney.
Durante un momento, Harry Yahn no miró a Sweeney. Después, lo hizo con rabia mal contenida.
—Bueno, ¿qué pides?
—Me imaginé que hacer publicidad para ti valdría unos novecientos pavos.
Harry Yahn ya no parecía un Buda ni un Santa Claus.
—¿Y si Greene vuelve a repasar el contrato? —preguntó.
—Puede ser —Sweeney se encogió de hombros—. Pero no tiene ningún motivo para hacerlo.
Harry Yahn enlazó los dedos sobre el estómago y estudió sus nudillos.
—Willie —dijo sin levantar la vista—, dile a Haywood que te dé novecientos pavos. Tráelos aquí.
Willie salió del despacho.
—¿Por qué novecientos dólares? —preguntó Yahn, lleno de curiosidad—. No es una cifra redonda.
Sweeney sonrió. Por dentro, la sonrisa era triste y esperó que por fuera resultara mejor.
—Creo que eres un hombre de cuatro cifras, Harry. He pedido lo justo. De haberte pedido mil, quizá no me los hubieras dado.
Harry se echó a reír; volvió a ser Santa Claus.
—Eres un hijo de zorra muy listo, Sweeney —exclamó. Se puso de pie y palmeó la espalda del periodista.
Willie entró con el dinero en la mano.
Se lo dio a Yahn y éste a Sweeney sin contarlo. Sweeney tampoco lo contó y se lo metió en el bolsillo.
—Acompáñale a la puerta, Willie —ordenó Harry—. Y déjale entrar siempre que venga.
Willie abrió la puerta y Sweeney salió al pasillo. Willie iba a seguirle pero Yahn lo llamó. WiIlie penetró en el despacho y reapareció casi al instante. Después, abrió la puerta del pasillo exterior.
En el momento en que Sweeney iba a avanzar, la mano de Willie, tan grande como las dos del periodista juntas, le agarró por un hombro y le hizo girar en redondo. La otra mano de Willie, convertida en un puño del tamaño de una pelota de fútbol, pero más pesada y más dura, se lanzó contra el estómago de Sweeney. Willie le soltó el hombro y el periodista se dobló sobre sí mismo y cayó. No perdió el conocimiento, pero no podía respirar y le dolía el estómago. El dolor era tan grande que deseó que el golpe le hubiese dejado sin sentido, especialmente si tenía que recibir más.
No fue así. Willie retrocedió.
—Harry —explicó— dijo que también te diese esto. Sólo uno, bien aplicado —añadió, como si Sweeney tuviese mucha suerte al recibir únicamente un directo.
Era evidente que Willie prefería seguir pegando. Sin embargo, se retiró al interior del despacho, cerrando la puerta.
Al cabo de unos instantes, Sweeney logró ponerse de pie y, todavía un poco encorvado, se dirigió al servicio. Estaba mareado y vomitó. Después, consiguió sostenerse mejor. Volvió a inclinarse, ahora bajo el grifo, y se pasó agua fría por la cara que, según el espejo, estaba tan blanca como la porcelana del lavabo.
Afortunadamente, había recobrado el ritmo respiratorio. Su abdomen le dolía tanto que no se atrevía a palparlo. Precavidamente, se aflojó dos agujeros del cinturón.
Se apoyó en la pared, sacó el dinero del bolsillo y lo contó: novecientos dólares justos y cabales y ningún billete falso. Tenía lo que había pedido, con algo más de propina. Sí, tenía la suerte de cara.
Metió el dinero en la cartera y, caminando como sobre huevos, atravesó el bar del «Tic-Tat-Toe Club». No miró al camarero ni a los parroquianos.
Afuera, respiró profundamente el aire fresco. Le dolía también el pecho. No miró hacia atrás para ver si alguien le seguía. Nada debía ya temer de Harry Yahn.
Sí, una suerte increíble. En cierto sentido, hasta el puñetazo en el estómago era buena señal Harry no se lo habría ordenado a Willie de haber tenido la intención de enviarle alguno de sus gorilas para que le trabajasen seriamente o lo liquidaran. En realidad, ni consideró mucho esto último…, no por novecientos dólares. Pero sí cabía la posibilidad de un buen masaje que lo mandase por unas semanas al hospital, cosa que echaría a perder todos sus planes. Ahora estaba razonablemente seguro de que Harry Yahn no volvería a acordarse de él. Durante unos días le dolería el cuerpo y tendría que dormir boca arriba, pero el daño no era permanente. Por menos le habían ocurrido cosas peores.
Pasó un taxi y lo llamó. Se dirigió al vehículo andando como un vejestorio. Hasta le dolió el gesto de abrir la portezuela.
—Vamos al lago —le ordenó al taxista—, y siga un rato hacia el norte. Me siento un poco mareado y necesito respirar aire fresco.
Entró y al cerrar la portezuela sintió el dolor por todo el cuerpo.
El conductor se volvió hacia atrás.
—¿Muy mareado, amigo? —preguntó—. No irá a mancharme el tapizado, ¿verdad?
—No estoy bebido, estoy sereno.
—¿Quiere que lo lleve a un médico?
—Tengo un dolor en el estómago, nada más —respondió Sweeney.
—Oh… —exclamó el taxista, poniendo en marcha el motor.
Condujo hacia el Bulevar Michigan y no tardaron en llegar al Lake Shore Drive. Sweeney se recostó en el respaldo del asiento. Empezaba a sentirse mejor, especialmente cuando llegaron al Drive y la fría brisa del lago penetró por la ventanilla.
El movimiento del taxi no le molestaba.
Con los novecientos dólares en el bolsillo podía sentirse mucho mejor. Un boxeador aguanta más, y, salvo los más famosos, por todavía menos dinero.
No estaba enfadado con Willie. Para empezar, Willie era un sonado, y se limitaba a cumplir órdenes…, aunque disfrutara cumpliéndolas y hubiera gozado pudiendo atizarle más. Sin embargo, eran precisamente los golpes los que dejaron en aquel estado a Willie.
Tampoco estaba enfadado con Harry Yahn. Al fin y al cabo, había sido un chantaje, y Harry no podía aceptarlo así como así, sin protestar a su modo.
—Supongo que hemos llegado ya bastante lejos —dijo al ver el Diversey Parkway—. Ya podemos retroceder.
—De acuerdo, amigo. ¿Se encuentra mejor?
—Creo que sí.
—¿Conozco a su contrincante?
—Si —asintió Sweeney—, seguramente. Mide casi dos metros y pesa dos toneladas.
—Entiendo, debe tratarse de Willie Harris. Le recogí a usted delante del «Tit-Tat-Toe».
—Olvide lo que he dicho —le aconsejó Sweeney—. Estaba bromeando.
—Está bien, amigo. ¿Dónde le dejo?
—En la Bughouse Square.
—¿En la Bughouse Square a estas horas? ¿Qué demonios va a hacer allí?
—Deseo comulgar con Dios.
El taxista no respondió. En realidad, no volvió a abrir la boca hasta que Sweeney le preguntó el importe del trayecto.