12

Cerró la puerta al salir dejando sola a Mimi, chillando en la oscuridad. Se detuvo junto al teléfono del pasillo y marcó el número de un hotel barato de la Clark Street. Dio el número de una habitación. Oyó la llamada y luego una voz iracunda.

—¿Ehlers? Aquí Sweeney.

—¡Al diablo, Bill! Iba a meterme en la cama. Estoy cansado. ¿Y cómo me llamas Ehlers en lugar de Jay?

—Esto es desde anoche.

—¿Qué?

—Desde anoche —pronunció el periodista con gran claridad—, cuando entraste en mi habitación sin un mandamiento.

—¿Eh? Oye, amigo, me dieron la orden, ¿sabes? ¿Y por qué te dijo Bline que fui yo?

—Bline no me dijo nada. Tampoco te dio esa orden.

—Oh…, vete al infierno —exclamó Ehlers—. Está bien, si quieres que me ponga de rodillas y te diga que me arrepiento…

—No. Se trata de algo peor que eso y más práctico. No te desnudes. Llegaré dentro de diez minutos. Cogeré un taxi.

Colgó el teléfono. Quince minutos más tarde llamó a la puerta de la habitación de Jay Ehlers.

—Adelante, Sweeney —dijo Ehlers, al abrir.

Parecía algo cohibido y al mismo tiempo beligerante. Se había quitado la chaqueta y la corbata nada más.

Sweeney tomó asiento al borde de la cama, encendió un cigarrillo y miró a su amigo.

—De manera que pensaste que yo podía ser el Destripador.

—No fue idea mía, Sweeney. Fue idea del capitán.

—Seguro, y a él no se lo censuro. Bline no me conocía, no ha sido amigo mío durante diez años o más. Te envió a ti y a tu compañero en busca mía y del armamento que encontrasteis. Yo no estaba en casa y tú tuviste la brillante idea de demostrar lo listo que eres con las cerraduras…, y me robaste la navaja y el cortaplumas. No seguiste las órdenes, las superaste. ¿Cuántas copas hemos tomado juntos en estos diez años, cuántas partidas de cartas hemos jugado, cuánto dinero nos hemos pedido el uno al otro? ¿Y aquella época en que…? ¡Diablo, no quiero recordar más cosas!

—Sí, me acuerdo de cuando impediste que me echaran —admitió Ehlers, con la cara roja como una amapola—. No tienes que recordármelo. Está bien, debí pensarlo dos veces. Pero dime, ¿esto conduce a alguna parte o sólo has querido poder sacarte la espina del pecho?

—Conduce a algo. Te daré la oportunidad de redimirte. Dejaré que abras una puerta para mí, la puerta del despacho de un hombre.

—¡Estás loco, Sweeney! ¿Qué puerta?

—La de Doc Greene.

—No puedo hacerlo, Sweeney. Estás loco.

—¿Estabas loco cuando abriste mi puerta? Lo hiciste por tu libre albedrío, sin ninguna orden ni mandamiento.

—Era distinto, Sweeney. Al menos, tenía unas órdenes, que quebranté, de acuerdo. Me dijeron que cogiera la navaja y cualquier otro instrumento cortante que tuvieras, para enviarlos al laboratorio. ¿Qué andas buscando en el despacho de Greene?

—Lo mismo. Sólo que no cogeré nada a menos que tenga manchas de sangre, y si lo atrapamos en algo, todo el mérito será tuyo.

—¿Piensas acaso que Greene es el Destripador?

—Espero averiguarlo, de una manera o de otra.

—¿Y si nos pillan?

—Nos habrán pillado. Ya procuraremos salir de ese lío.

Ehlers miró fijamente a Sweeney y movió negativamente la cabeza.

—No puedo, Sweeney. Perdería mi empleo por mucho que nos justificásemos. Y dentro de unos meses me ascenderán a teniente.

—Tú abre y no entres.

—¿Cómo dices?

—De lo contrario, dejaremos de ser amigos, Ehlers —añadió Sweeney, sin contestar la pregunta—. En cambio, si pierdes el empleo, no tardarás en figurar en la nómina del Blade. Hablaré muy bien de ti a Walter Krieg, a quien sea. Ha llegado la hora de que te redimas por lo que hiciste conmigo, y si no lo haces, juro por Dios que tiraré de todas las cuerdas que pueda, incluso en el departamento de policía, para destruirte.

—¿De veras? Maldita sea, tú no puedes…

—Puedo intentarlo. Empezaré mañana por la mañana, demandando al departamento de policía por haber irrumpido en mi habitación sin una orden judicial, estando cerrada la puerta, y también por un robo menor.

—No conseguirás nada —trató de reír Ehlers.

—Claro que no. ¿Pero no crees que los comisarios iniciarán una pequeña investigación para llegar al fondo del asunto? Se enfadarán con Bline, y Bline les dirá la verdad. Y te la cargarás tú para salvar la fachada del Departamento, con lo que también perderás el puesto. ¿Teniente? ¡Y un cuerno! Lo máximo que lograrás será que te envíen a medir las aceras, de ronda otra vez.

—Tú no harías tal cosa —gruñó Ehlers.

—Pensé que no habías asaltado mi habitación y me equivoqué. Tú piensas que yo no haría tal cosa y te equivocas.

—¿Dónde está el despacho de Greene? —Ehlers sudaba ligeramente, aunque podía deberse al calor.

—En el Bloque Goodman, no lejos de aquí. En realidad, sólo a unas manzanas. Conozco el edificio y te aseguro que no corremos ningún peligro. Sólo estaremos dentro unos quince minutos.

Comprendió que había ganado la partida y sonrió.

—Antes te invitaré a un trago —agregó—. Coraje de whisky, si te asusta más Greene que yo.

—Lo tuyo fue diferente, Sweeney.

—Claro que fue diferente. Yo era amigo tuyo. Greene no lo es. Vámonos.

Cogieron un taxi en la Clark Street, una vez que Ehlers hubo rehusado el whisky para después, lo cual le convino más al periodista.

El Bloque Goodman era un edificio viejo, de diez plantas, con oficinas para abogados, agentes teatrales y corredores de bolsa no demasiado prósperos; también era el cuartel general (y esto lo sabía bien Sweeney) de varios apostadores profesionales.

Sweeney pensaba que era la clase de edificio que permanecía abierto de día y de noche para aquellos de sus ocupantes que deseasen quemar aceite a medianoche. Efectivamente, vio que no se había equivocado. Él y Ehlers pasaron por delante, en la acera opuesta, observando que todavía había luz en diversas ventanas. También divisaron un ascensor, y el ascensorista de servicio que, sentado junto a la cabina del mismo, leía un periódico. Las puertas del ascensor estaban abiertas.

Continuaron andando. Ehlers preguntó:

—¿Vamos a probar si ese tipo nos sube en el ascensor? Podemos contarle un cuento bonito, pero después se acordará de nosotros.

Atravesaron la calle.

—Procuraremos no utilizar el ascensor —murmuró Sweeney—. Esperaremos, al menos un poco, fuera, sin que nos vea. Si llaman al ascensor desde arriba, podremos cruzar el vestíbulo y no nos verá.

Ehler aceptó el plan, y ambos aguardaron en silencio, fuera del edificio hasta que, felizmente, diez minutos más tarde, oyeron el zumbador de llamada y el ruido de las puertas que cerraba el ascensorista.

Sweeney miró el número de Greene en la lista del vestíbulo: el 411. Se hallaban en la escalera, entre los pisos segundo y tercero, cuando descendía el ascensor.

Subieron sin hacer ruido el resto de la escalera hasta el cuarto piso y hallaron el número 411. Por fortuna, no parecía estar ocupado ningún otro despacho de la planta. Ehlers no tuvo ninguna dificultad en utilizar su ganzúa. Abrió la puerta en siete minutos.

Ya dentro, encendieron la luz y cerraron la puerta. Más que un despacho era un pequeño cubículo. Un escritorio, un archivador, una alacena, una mesa, tres sillas.

Sweeney echó hacia atrás su sombrero y miró en torno.

—No tardaremos mucho —aseguró—. Siéntate, Jay, y descansa. Tú ya has hecho tu parte, a menos que tropiece con un cajón cerrado. En el archivador no hay cerradura.

El cajón inferior del archivador contenía un par de botines, un frasco medio lleno de whisky y dos vasos sucios. El cajón del centro estaba vacío.

El de arriba (el archivador sólo tenía tres) contenía la correspondencia. Por lo visto, Greene no hacia copia de sus cartas. A Sweeney le disgustó hallar que la correspondencia solamente estaba archivada en un orden cronológico aproximado. No había una carpeta separada para Yolanda. Hubiese deseado encontrar la prueba de que Greene la representaba de una manera especial. Pero al parecer no perdía mucho tiempo con el archivo, por lo que el periodista sólo cogió dos cartas al azar y las volvió a dejar en su sitio tras echarles una ojeada. Únicamente se enteró de que Greene trabajaba realmente como agente artístico y tenía otros representados, para los que buscaba contratos. Nunca, por lo visto, en clubs muy lujosos.

Dejó el archivo y probó la alacena. En un estante había cuartillas, cartas y sobres con membrete, un viejo impermeable colgado de un gancho y en el fondo la funda de una máquina de escribir portátil. Registró los bolsillos del impermeable y no encontró nada, excepto un pañuelo sucio y un par de entradas de teatro del mes anterior. Abrió el cajón de la portátil para asegurarse de que sólo contenía la máquina, como así era en efecto.

Se parecía mucho a la suya…, la que fue suya hasta que la vendió para poder beber. Era del mismo modelo; cuando la examinó más atentamente, vio que no era la misma, cosa que habría constituido un descubrimiento fascinante.

El cajón de la mesa sólo reveló un viejo hectógrafo; dos de las tres sillas estaban vacías y la tercera contenía solamente a Jay Ehlers, que le miraba con expresión de enfado.

—¿Has encontrado algo? —preguntó el policía.

Sweeney gruñó por toda respuesta y se concentró en el escritorio. Encima del mismo había un gran secante, una escribanía y un teléfono. Miró debajo del secante: no había nada. Probó los cajones.

Sólo estaba cerrado el superior de la parte izquierda.

—Amigo, esto es cosa tuya —le dijo a Jay.

Era el cajón que le interesaba. Registró los demás apresuradamente mientras el policía abría el otro. No había nada interesante en aquellos dos, aparte de una botella de whisky. Bien, ahora el que más le intrigaba.

Jay abrió el cajón y consultó su reloj.

—De prisa, Sweeney —gruñó—. Dijiste quince minutos y llevamos ya veintitrés.

Dentro del cajón había una carpeta y un abultado sobre con las palabras: «Contratos corrientes».

Sweeney miró primero la carpeta, y era más un diario que otra cosa; sin índice alguno, y sólo con varios recibos y facturas por orden cronológico. Pasó todos los papeles rápidamente, pero comprendió que no iba a conseguir nada; aparte del hecho, del cual ya no dudaba, de que Greene poseía un negocio auténtico como corredor de apuestas. Probablemente, las cuentas no serían rigurosamente exactas, mas esto se debería a la cuestión de los impuestos.

Abrió el sobre marcado como «Contratos corrientes».

Había una docena; a Sweeney sólo le interesó uno: el contrato entre el Madhouse, con Nick Helmos como gerente, y Yolanda Lang. El contrato le asignaba a la estrella doscientos dólares por semana; junto con la actuación de Diablo. Pero ni Yolanda ni el perro habían firmado. La firma era la de Richard M. Greene.

Sweeney enarcó las cejas.

—¿Acaso no sabe escribir? —preguntó.

—¿Quién no sabe escribir?

—No comprendo por qué no firmó el perro —comentó Sweeney.

—Oye, creí que buscabas una navaja o un cuchillo.

Sweeney suspiró. Lo que realmente buscaba era una estatuilla. Pero si Doc la tenía, estaría en su piso, en el hotel, o dondequiera que viviese, no en el despacho. Y, aunque descubriese a aquellas horas de la noche dónde vivía Doc, no asaltaría la vivienda junto con Jay Ehlers.

Además, ¿por qué no dejar de pensar en Doc y concentrarse en otros ángulos del caso? Un viaje a Brampton, por ejemplo; para hablar con el escultor, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Champman Wilson, que había modelado a Mimi. Existía la posibilidad, aunque remota, de descubrir una pista. No sabía cómo ni dónde. Tal vez, volviendo a Greene, fuese conveniente viajar a Nueva York para ver si su coartada, la única coartada sólida, lo era en realidad. La policía, posiblemente, sólo se aseguró de si estaba inscrito en el hotel. Sweeney dudaba de que hubieran llegado más lejos.

O, si tuviese suficiente dinero, podía ahorrarse el viaje, contratando a un detective particular de Nueva York para que indagara por él. El costo debería correr a cargo de Sweeney, ya que el Blade se negaría a hacerlo.

¡Maldito dinero! Todavía le quedaban cien pavos de los cheques que Walley Krieg le entregó, pero no tardarían en desaparecer, y faltaban aún diez días para cobrar otro cheque del Blade. No podía gastar, pues, mucho más en el Destripador o en Yolanda.

Oyó a Jay moverse con inquietud y volvió a examinar el contrato que tenía en la mano.

—Un momento, Jay.

Leyó de nuevo el contrato y frunció el ceño. Volvió a leer un párrafo para asegurarse de que realmente decía lo que él pensaba: así era. Metió el contrato dentro del sobre, junto con los demás, guardó el sobre en el cajón, y le pidió a Jay que cerrase.

—Bueno, ¿hallaste lo que buscabas?

—No, sí. No sé lo que buscaba, pero he hallado algo.

—¿Qué?

—Maldito si lo sé —respondió Sweeney.

No obstante, pensaba haberlo encontrado. Si le hacía falta, también hallaría algún dinero.

Jay gruñó al oír el clic.

—Vamos, larguémonos de aquí —murmuró—. Ya hablaremos de eso mientras tomamos un trago.

Sweeney apagó las luces. Esperó en el descansillo hasta que Jay hubo cerrado la puerta del despacho.

Descendieron silenciosamente al segundo piso. Allí, Sweeney se puso un dedo sobre los labios y apretó el pulsador de llamada del ascensor. Tan pronto como oyeron cerrarse las puertas de la cabina en el vestíbulo, bajaron y estuvieron en el primer piso cuando el ascensorista llegaba al segundo. Salieron del inmueble antes de que el aparato volviera a la planta baja.

—Comprenderá que alguien le ha gastado una jugarreta para salir sin ser visto.

—Claro está —asintió Sweeney—, pero no nos ha visto. Ni nos perseguirá.

No los persiguió.

Esperaron hasta haber doblado la esquina antes de detener un taxi. Sweeney le preguntó a Jay dónde quería echar el trago, y el policía sugirió el bar de Burt Meaghan. Se hallaba sólo a dos calles de su hotel y podría regresar andando.

En el bar de Burt, Sweeney se dirigió hacia el mostrador, pero Jay lo asió del brío y lo condujo a una mesa.

—Tenemos que conversar unos momentos en privado, Bill —susurró Jay.

Se sentaron. El policía estuvo contemplando a Sweeney hasta que el camarero sirvió las bebidas y se marchó.

—Está bien, Bill. Entré en tu habitación sin permiso, cosa que no debí hacer. También he entrado en un despacho para no contrariarte, de modo que estamos en paz. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Somos amigos?

—Amigos. Todo está olvidado.

—Está bien, empecemos desde aquí —propuso Jay—. Somos amigos pero dejaremos de serlo si callas ahora. Quiero saber la verdad; quiero saber por qué deseabas entrar en el despacho de Greene, qué buscabas allí y qué es lo que no encontraste. Soy policía, Bill, y trabajo en el caso del Destripador. Estoy a las órdenes de Bline, sí, pero trabajo en ese caso. Y quiero saber qué te traes entre manos. No puedo contarle a Bline ni a nadie que has asaltado el despacho de Doc porque me cogiste por los cabellos…, y me encontraría en la calle. A ti no puede ocurrirte nada, pero te juro que dejarás de ser amigo mío si no me lo cuentas todo.

—Es muy justo, Jay —asintió Sweeney—. Verás, tuve la sospecha de que Greene podía ser el Destripador. Sin motivo alguno, sólo un presentimiento y porque odio a ese tipo. Tal vez algo más que odiarle, creo que encaja en el papel. Psiquiatra o no, pienso que es un psicópata. Hace un par de horas, en El Madhouse, le obligué a bajar la guardia y me amenazó con matarme, delante del capitán Bline. Y con otros dos polis, Ross y Swann, sentados a la mesa. Naturalmente, yo le había provocado a propósito.

—¡Al diablo! ¿Qué tiene que ver esto con su despacho?

—Esperaba descubrir algo que me ayudase a aliviar mi mente, en pro o en contra, respecto a Greene. Pero, palabra de honor, Jay, no lo hallé. No hallé nada que indique que Greene podría ser el Destripador. Tampoco encontré nada que demuestre que no lo es, excepto la prueba de que realmente es lo que afirma: un agente teatral y promotor artístico.

—Continúa. ¿Qué encontraste?

—Algo que me interesa personalmente, Jay. Hallé el contrato de Yolanda y Diablo con El Madhouse. Y en el mismo hay algo que quizá me sirva. Aunque de forma ilegal. Tú no debes enterarte de esto.

—¿Ilegal, de qué modo?

—Para obtener algo que necesito a cambio.

—¿De quién?

—Del dueño de El Madhouse.

—¿Te refieres a Nick Helmos o a Harry Yahn?

—A Yahn. Nick es un hombre de paja.

Jay Ehlers frunció los labios y contempló un momento su vaso.

—Cuidado, Bill —le recomendó—. Harry Yahn es un hueso duro de roer.

—Lo sé. No lo morderé siquiera. Sólo lo bastante para mis intereses, sin que se vea obligado a echarme encima sus leones. Es duro pero también listo. No correrá riesgos por tan poco.

—Por mi parte, preferiría enfrentarme con el Destripador, Bill.

—También yo —sonrió el periodista—. Pero le sacaré a Yahn la pasta que me servirá para descubrir al Destripador.

—Estás loco, Bill.

—Lo sé. ¿Otro trago?

Ehlers prefirió ir a acostarse y se marchó. Sweeney estuvo un rato mirando la partida de pinacle. Luego se dirigió al mostrador para pedir otro whisky.

Los que había tomado en El Madhouse ya estaban olvidados y el que acababa de tomar no había sido suficiente. Un vaso más, tal vez dos, no le perjudicarían.

Tomó dos y no le perjudicaron.