Doc Greene avanzaba hacia ellos dando codazos para abrirse camino por entre los que salían al concluir el primer pase del espectáculo. Greene sonreía, iluminando aquel rostro redondo y mofletudo que Sweeney hubiese querido desfigurar.
Bline, al ver quién se acercaba, miró a Sweeney con enojo.
—¡Usted y sus malditas sospechas! —gruñó.
Tal vez tú, lector, seas de la misma opinión que el detective, cosa que no te censuraría. Sólo era un presentimiento, y ya es sabido lo cabezotas que son los irlandeses con los presentimientos; y si no lo sabías cuando empezaste a leer esta obra, deberías saberlo ahora. Una vez que tienen un presentimiento, nada ni nadie puede borrarlo de sus mentes Y aún menos en el caso de Sweeney. Naturalmente, existía una oportunidad, una gran oportunidad de descubrir si estaba o no equivocado. Si algún día Greene le clavaba un cuchillo en el abdomen, su presentimiento quedaría confirmado. Cabía la posibilidad de que ocurriese esto, si bien en aquellos instantes Doc Greene exhibía un grueso cigarro puro y no un cuchillo.
—Hola, Doc —le saludó Nick, levantándose—. He de irme. Hasta luego.
Doc le saludó con el gesto y le preguntó a Bline qué le parecía el espectáculo.
—¡Magnífico! —alabó el capitán—. Siéntese, Greene.
Guerney, al regresar, vaciló al ver su silla ocupada. Bline le llamó y le dijo que podía salir a tomar un poco el aire.
El policía se marchó muy agradecido.
Doc Greene le sonrió a Sweeney. Una sonrisa sin la menor simpatía.
—¿Debo preguntarle también si le ha gustado?
—No —expresó Sweeney—. Sé que está extorsionando a Nick, o mejor dicho, a Harry Yahn, por unos mil pavos.
—Yo no lo llamaría extorsión. Yolanda no podía bailar tan pronto, tras lo sucedido. Corro, por tanto, un riesgo con su salud. Naturalmente, se merece una gratificación, ¿verdad?
—¿Es para ella?
—Bueno, en calidad de agente suyo, me quedaré con una parte.
—¿Cuál es su tanto por ciento?
—Esto es asunto mío.
—Y un asunto bueno —gruñó Sweeney—. Doc, me gustaría hacerle una pregunta.
—A lo mejor la contesto.
—¿Cómo es que Yolanda trabaja en un local como éste? Usted podría conseguirle contratos mucho mejores.
—Ya lo sé. Pero ahora tenemos un contrato aquí, ya se lo dije. Yahn no nos permitiría romperlo. ¿Sabe lo que obtenemos en este local? Dos malditos centenares de dólares a la semana. Yo podría conseguirle a Yo unos mil, pero estamos atados aquí por otro mes. Claro que cuando esto termine…
—No me ha entendido —le interrumpió el periodista—. Quise decir por qué trabajaba aquí por esos doscientos semanales. Incluso sin tanta publicidad, debería estar en otro sitio, no en la Clark Street.
—Tal vez usted lo haría mejor que yo —repuso Doc Greene, separando las manos—. Es muy fácil decirlo, Sweeney. Claro que jamás podrá demostrarlo. Tengo a Yolanda bajo contrato.
—¿Por cuánto tiempo?
—Eso también es asunto mío.
—Opino —objetó Sweeney— que no ha querido buscarle mejores contratos por razones particulares.
—Opina usted muchas cosas. ¿Le gustaría que yo opinase a mi vez?
—Adivino su opinión —se le anticipó Sweeney al observar que Bline permanecía muy atento a la discusión—. Puedo incluso hacerle una sugerencia. Es posible que el Destripador no atacara a Yolanda. Es posible que todo fuese un acto de propaganda. Nadie vio cómo la asaltaba el Destripador. Tal vez usted lo inventó todo; Yolanda pudo hacerse ella misma el arañazo con una hoja poco afilada, y después tumbarse en el suelo hasta que alguien mirase por la puerta.
—¿Se tragó la hoja?
—Pudo meterla en alguno de los buzones. En el suyo, quizá. Estuvo de pie junto a ellos.
—No, Sweeney —interpuso Bline—. Registramos el vestíbulo, incluidos los buzones. No había arma alguna. Ni en sus zapatos, ni en su túnica. La registraron en el hospital No crea que no se nos ocurrió la posibilidad de que fuese un truco.
—Doc pudo estar allí y llevarse la hoja —insistió obstinadamente Sweeney—, con la misma facilidad con que podía hacerlo el Destripador con su navaja.
—Gracias, Sweeney —Doc se inclinó con ironía—. Por manifestar, por primera vez, que no soy el Destripador.
—De nada, Doc. Además, capitán, existe una posibilidad. Quizá ya se le habrá ocurrido, claro. La herida era muy superficial, no lo bastante para dejarla incapacitada. ¿Cómo sabemos que se la hizo en el portal?
Bline miró pensativamente al periodista.
—Bueno —continuó Sweeney—, pudo llegar a casa, subir al apartamento, rajarse el vientre con una navaja, guardarla, bajar al zaguán y tumbarse en el suelo hasta que la viese alguien.
—Ya pensamos en ello —asintió Bline—. Sin embargo, hay varios detalles en contra y uno de importancia. Detalles pequeños, como unos arañazos era la puerta trasera. Sí, claro, pudieron dejarlos adrede. De todos modos, hay que ser valiente y tener mucha disposición para cortarse uno mismo. De acuerdo, puede hacerse. Otra cosa: no podía estar segura, ni Doc Greene tampoco, de que usted estaría presente y escribiría el artículo. ¿O está usted complicado en el asunto?
—Seguro —sonrió Sweeney—. Por esto lo sugiero ahora. Doc no me pagó mi parte y ahora le denuncio. Bueno, ¿cuál es el detalle importante que demuestra que no fue un truco?
—El shock, Sweeney. Tardó más de doce horas en reponerse, y lo sufría realmente cuando llegó al hospital. Fue auténtico. Hablé con los médicos que la examinaron, y afirmaron que no se trataba de fingimiento alguno ni de drogas. Era una conmoción auténtica, repito, y puede creerlo bajo mi palabra.
—De acuerdo, fue sólo una idea —concedió Sweeney—. Me alegro de estar equivocado. Me habría convertido, de ser verdad, en un idiota por el artículo que escribí.
—Le contaré a Yo —intervino Doc Greene, socarronamente— lo que pensaba usted, lo que le ha sugerido a Bline. Seguro que experimentará más simpatía hacia usted.
Sweeney le miraba echando chispas por los ojos.
Greene sonrió y se inclinó más hacia la mesa.
—Lo que más me gusta de usted, Sweeney —proclamó—, es que sus reacciones son totalmente predecibles, primitivas, carentes de sutileza. Debería saber que no cometeré la torpeza de comunicarle a Yolanda sus torpes insinuaciones.
—¿Por qué no?
—Porque soy un hombre sutil y civilizado. Lo último que haría sería lograr que Yolanda se enfadase con usted, y menos todavía que reaccionase con ira. Las mujeres también son sutiles, civilizadas o no. Claro que esto usted no lo entiende. Sin embargo, hasta usted puede comprender que si yo desease poner a Yolanda en contra de usted, lo último que se me ocurriría es prevenirla en contra.
Bline le sonrió a Sweeney.
—Me gusta este duelo —murmuró—. Su turno, Sweeney.
—Preferiría discutir esto fuera —rezongó el periodista.
—El perfecto animal —comentó Greene—. Las tres cosas por las que los irlandeses son famosos: la bebida, las peleas y…, bueno, la tercera…, en el caso de Sweeney, se reduce al voyeurismo. E incluso por esto —añadió, inclinándose más sobre la mesa—, odio sus entrañas.
—Bien, la máscara ya ha caído —sonrió Sweeney—. ¿De veras es usted psiquiatra, Doc?
—Lo soy.
—¿Y honradamente no admite que no está usted cuerdo? No sé cuáles son sus relaciones con Yolanda, ni se moleste tratando de explicármelo, porque no le creeré. Pero su actitud hacia esa joven no es juiciosa ni normal. Como agente suyo permite que se quede desnuda delante de un auditorio que está con la lengua fuera. A lo mejor incluso le gusta; a lo mejor, padece usted un caso de voyeurismo invertido. Yo no lo sé, pero usted debería saberlo, siendo psiquiatra.
Bline paseaba su mirada de uno a otro, sin dejar de sonreír.
—Vaya, muchachos, yo soy el árbitro. El primero que pierda la calma hasta el punto de clavarle un cuchillo al otro, perderá el combate… y tal vez me lo lleve a la fresquera.
Ni Sweeney ni Greene lo miraron.
—Miles de hombres —declaró el periodista— deben de haber deseado a Yolanda e intentado conseguirla. Usted no puede haber reaccionado contra todos ellos como contra mí. Su adrenalina no habría soportado tantas tensiones. Por tanto, en mi caso hay algo diferente. ¿Sabe una cosa, Doc?
Greene estaba molesto, con los ojos hundidos. Pudiera haberse contado hasta diez antes de que respondiera, y cuando lo hizo sólo fue para decir.
—No, claro.
Parecía realmente intrigado.
—Entonces, le diré algo: es porque esos otros solamente intentaron conseguirla. Usted sabe que yo triunfaré.
Bline debió de estar vigilando el semblante de Greene, porque estuvo de pie antes que éste. Doc apartó con violencia la silla, mas no pasó adelante cuando el capitán de detectives le cogió del brazo; aunque Greene no le hizo mucho caso.
—Le mataré, Sweeney —silbó.
Se libró de la presa de Bline, dio media vuelta y se alejó.
Nick estaba ya junto a la mesa.
—¿Ocurre algo, caballeros? —preguntó.
—Todo va bien —le tranquilizó Sweeney.
Nick paseó su mirada de uno a otro y dijo amablemente:
—¿Les sirvo algo más?
—No, gracias —rechazó Sweeney—, al menos para mí.
—Yo tampoco quiero nada, Nick —dijo Bline.
—No habrá ninguna pelea, ¿eh?
—No, Nick —aseguró Bline—. En fin, sí, tomaré otro vaso, si puedo.
Nick asintió con la cabeza y los dejó. Bline se retrepó en su silla y contempló a Sweeney.
—Quería deshacerme de él, amigo. Bien, Sweeney, ha de ser más cuidadoso.
—Tiene razón, capitán. Honradamente, creo que no está totalmente cuerdo. Por esto le ataqué. Deseaba darle a usted una prueba.
—No dijo en serio lo de matarle a usted. No lo hubiese dicho delante de mí, si estuviera en su mente. Sólo trataba de asustarle.
—Ojalá estuviese seguro de esto. Si está cuerdo, bien. Pero, Destripador o no, me juego cualquier cosa a que está loco.
—¿Y qué hay de usted?
—Usted sabrá —repuso el periodista, frunciendo el ceño—. Tal vez esté loco, pero no del todo —se puso de pie—. Creo que ya tengo bastante por una noche. Me largo a casa.
—¿Tiene una buena cerradura en su puerta?
—¿No lo sabe? —preguntó Sweeney, enojado—. Pues debería saberlo. A menos que yo la dejase sin cerrar la otra noche, cuando se llevó usted mi navaja…
Bline también se levantó.
—Le acompañaré un par de manzanas. Así me airearé un poco.
Una vez en la calle, yendo hacia Clark, continuó:
—Si la pérdida de su navaja le asustó de veras, Sweeney, lo lamento. Este fue el motivo: envié a dos de mis muchachos en su busca, pues quería interrogarle. Fue el jueves por la noche, y les dije que también cogiesen su arsenal. No les ordené cogerlo si no estaba usted, pero se pasaron un poco. Uno de ellos, no diré cuál, es muy bueno abriendo cerraduras y siempre busca ocasiones para demostrar su destreza.
—Ya sé quién es. No necesita decírmelo.
—No sea tonto, Sweeney. Hay muchos hombres en el Cuerpo que saben forzar una cerradura.
—Pero sólo uno de ellos estuvo antes en mi habitación, y otro cualquiera hubiese tenido que hablar con la señora Randall antes de subir. Y estando ella en casa, no habrían podido entrar en mi cuarto. Por tanto, se trata del fulano que pienso. Y creí que era amigo mío.
—Olvídelo, Sweeney. Maldita sea, hombre, la amistad no cuenta cuando se persigue a un asesino. Ya le dije que usted nos resultaba muy sospechoso. Sweeney, es preciso que descubramos a ese monstruo antes de que elimine a más mujeres.
—¿En bien de la Humanidad o para no perder su empleo?
—Por ambas cosas; no sólo por mi empleo. Hace dos meses, cuando murió Lola Brent, yo no estaba metido en el asunto. Me dieron el caso a la segunda muerte, cuando sospecharon la existencia de un criminal psicópata. Contemplé en el depósito de cadáveres el cuerpo de Stella Gaylord, y luego el de la secretaria, Dorothy Lee… Le aseguro que no fue agradable.
Se detuvo un momento y miró fijamente al periodista.
—Usted presenció una parte del trabajo del Destripador…, el que falló. No le hubiese parecido tan gracioso de haber visto los verdaderos resultados, como yo los vi.
—Nunca dije que fuese algo gracioso.
—Entonces, me gustaría que usted y Doc Greene abandonasen ese pugilato que sostienen y dejasen de enredar más el asunto, acusándose uno al otro de ser el Destripador. Sí, fue él quien me lo dijo de usted, Sweeney, cuando hablé con él el jueves por la noche. Fue entonces cuando envié a mis hombres en busca de usted y su armamento. No sabía entonces que Greene me usaba como un monigote porque le odiaba a usted por motivos personales.
—Y si yo quiero que usted sospeche de él, pensará que lo hago por motivos personales, ¿verdad?
—¿No es por eso, en realidad?
—Por eso —suspiró Sweeney— y por un presentimiento.
—Bueno, siga con su presentimiento, si le gusta. Pero no espere que comulgue con usted. Las dos coartadas de Greene tal vez no son perfectas, pero para mí son bastante buenas, especialmente, como le dije, porque el asesino conocía a todas sus víctimas o no conocía a ninguna. Un loco puede matar a la mujer que quiere, pero pertenece a otra clase de locura el que sigue a mujeres desconocidas hasta sus casas y las mata después. Estoy seguro, y no soy psiquiatra, que un psicópata no realiza esas dos clases de crímenes.
Estaban cerca de la esquina de Erie; y Bline aflojó el paso.
—Usted tuerce por aquí. Yo volveré al club. Y procure mantenerse apartado de Greene. No quiero tener que llevármelos a los dos a la cárcel por alteración del orden, y si ustedes «se encuentran» esto es lo que ocurrirá.
Alargó la mano derecha.
—¿Amigos, Sweeney?
—¿No soy el Destripador? ¿Está seguro?
—Razonablemente seguro.
Sweeney le estrechó la mano y sonrió.
—También estoy ya razonablemente seguro de que usted no es un hijo de perra, capitán. Lo pensé, no obstante, al principio.
—No se lo reprocho. Hasta la vista.
Sweeney permaneció unos instantes en la esquina. Vio cómo Bline miraba a su alrededor y cruzaba diagonalmente la calle, lo que le alejaba de la dirección del club. Poco después, cuando le vio conversar con un hombre, lo comprendió. Esto significaba que Bline acababa de suprimir la sombra de Sweeney, a menos que fuesen dos los policías que le seguían. Para asegurarse, fingió doblar hacia el sur, a Erie y State, e introducirse en el portal de una tienda próxima a la esquina para ver si alguien iba detrás de él. No vio a nadie.
Mientras regresaba a Erie, en dirección a suspensión, fue silbando bajo. En su cuarto no le esperaba ningún Destripador. Sin embargo, allí estaba Mimi.
El número MCH-1 de la Ganslen Art Company de Louisville, Kentucky. Mimi Chillona.
La cogió, la sostuvo con delicadeza, y la figura le chilló, tendiendo hacia él los esbeltos brazos. Aquel chillido le recorrió a Sweeney la espina dorsal.
En algún lugar de Chicago había otra Mimi como ésta, y también tenía motivos para chillar. El Destripador era su dueño.
Sweeney tenía la Mimi número dos. ¿Y si el Destripador sabía que poseía el número uno?
No, el Destripador no podía saberlo. Al menos, no lo sabía, a no ser que el asesino fuese Raoul Reynarde, que le había vendido la estatuita, después de haber vendido Lola Brent la primera al Destripador y haber intentado sisar el producto de la venta. Y si Raoul era el Destripador, no le habría hablado de Mimi ni de… Diantre, si Raoul era el Destripador, toda la historia de haber vendido la Brent una Mimi podía ser falsa y haberlo contado sólo para desviar su atención… Pero Raoul también se lo habría contado a la policía. Naturalmente, era posible que se lo hubiese contado, y que no hubiesen hecho caso en absoluto de la declaración, al no relacionar la figura con la muerte de Lola. Al parecer, tampoco Raoul había relacionado ambas cosas. Incluso Sweeney hubiese podido hacer lo mismo de no haber adquirido la estatuita y haber oído el comentario del dueño de aquel restaurante donde entró con ella.
Dejó en su sitio a Mimi. Ojalá dejara de chillar, pero esto nunca lo haría. No es posible acallar un grito mudo.
No, decididamente la Policía nada sabía de Mimi; de lo contrario, Bline no hubiese estado sentado en el cuarto, sin darse cuenta de ella o al menos mencionarla. En algún momento la habría observado fieramente.
Y, claro está, le había hablado de Mimi a Doc Greene, y éste no había reaccionado. Aunque no lo creía, Doc podía controlar sus nervios hasta el punto de lograr que el papel no vibrara… No, si Greene era, a pesar de sus coartadas, a pesar de todo, el Destripador; quizá la pista de Mimi no fuese más que un callejón sin salida; quizá incluso el Destripador no había adquirido la figura en la tienda.
«Sweeney —se dijo a sí mismo—, no puedes comerte todo el pastel de una vez. Si Mimi es una pista que conduce al Destripador, Greene no es el asesino como tanto te gustaría que fuese.»
Suspiró alto.
Se sentó en la cama y empezó la tarea por la que había venido, leer todo lo referente al tercer crimen, el de Dorothy Lee. Estaba seguro de conocer ya muy bien a Stella Gaylord y a Lola Brent.
Cogió el Blade del 1 de agosto.
Naturalmente, no tenía que leer los detalles. Era el tercer asesinato del Destripador y mereció figurar en la primera página con grandes titulares, los mismos que utilizaban siempre en el Blade para anunciar una guerra o un armisticio.
EL DESTRIPADOR ASESINA A OTRA MUJER
Había una fotografía de Dorothy Lee a tres columnas, y Sweeney la estudió. Era rubia, como Lola, como Stella, como Yolanda, y decididamente bonita. Era una buena fotografía y, si era reciente, la joven probablemente no contaba más de veinte años. Los detalles no eran demasiado claros, como si hubiesen sacado una ampliación de un retrato pequeño, o, más probable todavía, como si la hubiesen ampliado de un retrato en sepia y no brillante. Fuese como fuese, Dorothy Lee había sido bastante atractiva, quizá incluso bella.
El artículo afirmaba que era muy guapa, mas esto lo hubiesen dicho aunque no fuera verdad, ya que no tenía cuarenta años ni los dientes postizos o los ojos bizcos.
También afirmaba que se llamaba Dorothy Lee, de veinticinco años, una rubia y guapa secretaria de un tal J. P. Andrews, director de ventas de la Reiss Corporation, de la Division Street, que Sweeney sabía se hallaba cerca de la Dearborn. Vivía, observó Sweeney sorprendido, en la Erie Street, a sólo una manzana de su pensión. Sólo a una calle de donde él estaba sentado, leyendo lo del crimen. «Dios mío —pensó—, ¿por qué no lo mencionó Bline? Bueno, tal vez creyó que ya lo sabía, puesto que me ocupo del caso.»
Quizá por esto, Bline había sospechado de él.
Antes de seguir leyendo, estudió un plano mental de Chicago y examinó la trayectoria de las cuatro hazañas del Destripador. Tres habían tenido lugar en sitios próximos, en el Lear North Side. Uno, el atentado contra Yolanda, a cinco manzanas de distancia; otro, el asesinato de la chica de alterne, en la entrada de un callejón de la Huron, entre las calles State y Dearborn, a unas cuatro manzanas; Dorothy Lee, a sólo una.
Cierto, el primer crimen, el asesinato de Lola Brent se había cometido en el South Side, a varios kilómetros de distancia, pero probablemente había empezado en el Near North Side, cuando el Destripador la siguió hasta su casa desde la tienda situada en Division Street, a sólo doce manzanas al norte. También podía haber seguido a Dorothy Lee desde la Reiss Corporation, ubicada en la misma calle.
Trazó unas X imaginarias en cada lugar del plano mental y prosiguió la lectura.
Encontró el cuerpo, unos minutos después de las cinco de la tarde, la señora Rae Haley, divorciada, que vivía en el apartamento contiguo al de la Lee. Al volver a casa a la salida del cine, la señora Haley observó lo que parecía un reguero de sangre, y que más adelante resultó serlo, que salía por debajo de la puerta del apartamento de la pobre Dorothy.
Naturalmente, era posible que la joven, a la que la señora Haley conocía como vecina, hubiese dejado caer un bote de tomate abierto o una botella de catsup. Sin embargo, era el tercer caso del Destripador, y la señora Haley, como todas las mujeres de Chicago, tenía al Destripador en su mente. No llamó a la puerta del apartamento por si abría alguien indeseable. E inmediatamente, corrió a su apartamento, se encerró en él y hasta pasó la cadena. Después, telefoneó al portero y le contó lo que acababa de ver.
David Wheeler, el portero de la finca, se metió un viejo revólver de servicio en el bolsillo y subió desde el sótano al tercer piso, que contenía cinco pequeños apartamentos, incluidos los de la señora Haley y Dorothy Lee. Con el revólver en la mano, llamó primero al timbre y después probó la puerta, que permanecía cerrada. Acto seguido, se agachó para examinar el reguero rojo y decidió que seguramente era sangre. David Wheeler había trabajado como ordenanza de un hospital y sabía cómo era la sangre.
Llamó al timbre de la señora Haley, y cuando ella quitó la cadena y entreabrió la puerta, le dijo que lo mejor sería avisar a la policía. Fue la misma señora Haley la que llamó, puesto que no se atrevió a abrir la puerta por completo ni siquiera al portero. Este estuvo de guardia en el descansillo hasta la llegada de los representantes de la ley. Derribaron la puerta del apartamento y encontraron a Dorothy Lee en el suelo, a un metro aproximadamente de la puerta cerrada.
Vieron que la cadena no había sido puesta y que la cerradura era de pestillo, que debió cerrarse automáticamente tras la marcha del asesino. No había motivos para pensar que hubiese salido por otro lugar. Las ventanas del apartamento estaban abiertas, pero ninguna daba a una escalera de incendios, y se hallaban a más de diez metros del pavimento del callejón.
La policía creía, por la posición del cuerpo, que el asesino apenas había entrado en el apartamento. Dorothy Lee todavía llevaba el sombrero (hacía calor y no llevaba abrigo), por lo que estaba claro que acababa de llegar a su casa. Creían que el criminal la siguió a su casa y que llamó al timbre tan pronto como Dorothy cerró la puerta.
Cuando ella abrió, el asesino entró y utilizó el cuchillo. Quizá Dorothy no tuvo ni tiempo de gritar; pero si lo hizo, nadie la oyó. La policía continuaba, decía el diario, interrogando a los vecinos para averiguar quiénes estuvieron en sus apartamentos a la hora del crimen.
Después de acuchillar a la joven, razonaba la policía, el Destripador salió al descansillo, cerrando tras de sí. Aparte del cadáver, no había rastro alguno de su presencia en el interior, que estaba aseado y en perfecto orden. El bolso de Dorothy se hallaba sobre una mesita, cerca de la puerta; dentro hallaron catorce dólares en billetes y suelto. No le habían quitado ni la sortija de ópalo ni el reloj de pulsera.
Dorothy Lee dejó su trabajo a las dos y cuarenta y cinco minutos, quejándose de dolor de muelas; el gerente le aconsejó ir a un dentista y gozar después de una tarde libre. Todavía no se conocían todos los movimientos de la muchacha hasta la hora de su muerte, pero la policía estaba visitando a todos los dentistas del Near North Side y del Loop, para averiguar en cuál de tales consultorios había estado la víctima. El forense que examinó el cadáver halló la prueba de que realmente había ido a ver a un dentista, ya que en una muela hinchada le habían colocado un empaste temporal.
Bien, si el empaste no alivió el dolor de muelas, el Destripador se había encargado de ello. Según el forense que examinó el cuerpo a las cinco y media, la joven llevaba muerta entre una y dos horas, o sea que había sido asesinada entre las tres y media y las cuatro y media. Probablemente, llevaba muerta al menos media hora cuando la señora Haley, a las cinco, vio la sangre que condujo al descubrimiento del crimen.
El artículo terminaba con declaraciones del jefe de policía y del capitán Bline, a cargo de la brigada especial encargada de descubrir al Destripador.
Sweeney cogió el diario siguiente y buscó nuevos datos.
Habían hallado al dentista, un tal doctor Krimmer, que tenía el consultorio en la Dearborn Street, a unas tres manzanas al sur de la Division. Al reconocer la foto de la muchacha en el periódico, llamó a la policía.
Dorothy Lee había estado en el consultorio hacia las tres, padeciendo un fuerte dolor de muelas. No tenía hora dada y era nueva paciente, mas como era obvio que sufría mucho, el odontólogo la atendió tan pronto como terminó con el enfermo que ya estaba en el sillón. Debían de ser unos diez minutos después de las tres.
Dorothy estuvo en el sillón sólo diez o quince minutos, pues el dentista le aplicó un tratamiento temporal que le alivió el dolor. La citó para la mañana siguiente. La joven le preguntó si podía ser por la tarde, puesto que trabajaba los sábados por la mañana y tenía la tarde libre, y con una cita para la tarde no perdería más horas de su trabajo.
El dentista la citó para las cuatro, que era la primera hora libre después del mediodía, aconsejándole que si durante el día la muela le dolía otra vez, fuese a verle de nuevo lo antes posible y él la aliviaría el dolor por más tiempo.
No recordaba la hora exacta de su marcha, pero pensaba que debió ser hacia las tres y veinte; con seguridad, no más de las tres y media.
Sweeney reflexionó sobre los horarios y comprendió que no modificaban la situación respecto a la hora del crimen. Dorothy pudo llegar a su casa a las tres y media si había cogido un taxi. Sweeney estudió de nuevo el plano mental y calculó las distancias. Si había ido andando desde la Dearborn a la State, y había tomado allí un tranvía hacia la Erie, podía haber llegado a su apartamento a las cuatro menos cuarto. De haber andado todo el camino, una distancia total de doce manzanas, habría llegado a casa a las cuatro o unos minutos antes. Suponiendo, claro, que no se hubiese detenido en alguna parte.
Leyó de prisa el resto de la noticia y no vio nada importante.
Cogió de nuevo el primer diario y estudió la fotografía de Dorothy Lee. Le parecía vagamente familiar…, lo que no era extraño si había vivido a sólo una manzana de distancia. Probablemente se habrían cruzado en la calle una docena de veces. Miró otra vez la foto y deseó haberla conocido. Naturalmente, en ese caso la hubiese considerado otra secretaria estúpida, vana y ególatra, que prefería Irving Berling a Bach, y las Confesiones románticas a Aldous Huxley. Pero la muerte violenta la había transfigurado y esas cosas no importaban. Quizá, en realidad, no importasen nunca.
Trató de concentrar su cerebro nuevamente en el problema que le preocupaba.
El Destripador.
Bline tenía, pues, razón respecto a la coartada de Doc Greene: no era perfecta pero era buena. Si la coartada le cubría, con la palabra de los abogados y el juez, hasta diez minutos después de las cuatro, a varios kilómetros de distancia, podía haber cogido un taxi hasta Near North Side a tiempo de seguir a Dorothy Lee si, y sólo si, ella se detuvo en alguna parte entre el consultorio del dentista y su casa. Mas esto no era probable. Salir corriendo del palacio de justicia…
«Maldito Greene», se dijo. Si al menos pudiera eliminar positivamente a tan antipático personaje, tal vez sería capaz de dirigir constructivamente sus pensamientos en otra dirección.
Se levantó y empezó a pasearse arriba y abajo, intentando meditar con claridad.
Consultó su reloj, vio que aún no era medianoche; la noche era todavía joven.
Tal vez pudiese eliminar muy pronto a Greene. Tal vez…, y esto era mejor, podría complicarle con toda seguridad. Con un pequeño robo, debidamente acompañado, quizá lo lograría.
Cogió la chaqueta y el sombrero, y salió del cuarto.