10

El Madhouse estaba lleno. A Sweeney le extrañó no haberlo pensado antes. Con la propaganda conseguida por Yolanda, especialmente gracias a él mismo, debía de haber comprendido que el local estaría abarrotado. Desde el bar vio cómo un empleado se negaba a dejar pasar más gente al interior. Detrás de la arcada que lo dividía distinguió más mesas de lo normal, todas ocupadas.

Un terceto, de no demasiada calidad, interpretaba una melodía, y una joven que parecía tener gravilla en la garganta, se esforzaba por entonarla, probablemente como primer número del espectáculo. Desde el bar era imposible divisar el escenario o plataforma, o lo que fuese.

Sweeney gruñó con disgusto, pero Bline lo asió por un brazo y lo arrastró hacia una mesa del bar, cuyos ocupantes se estaban levantando.

Una vez sentados, Bline explicó:

—Todavía es pronto para entrar en el club. El espectáculo acaba de empezar. Yolanda no aparecerá hasta dentro de unos cuarenta minutos.

—De todos modos, no podremos pasar —se quejó Sweeney—. A menos que… Yolanda me invitó para esta noche, y quizá haya reservado una mesa. Lo averiguaré. No se mueva mientras yo…

—Siéntese y cálmese —Bline le impidió levantarse—. Lleva usted un policía como escolta. Cuando yo quiera, entraremos, aunque tengan que colocar sillas en el techo para nosotros. Aunque no tendrán que hacerlo. Le dije a uno de mis muchachos que me reservase un puesto en su mesa, y supongo que habrá sitio para Otto.

Detuvo a un camarero que pasaba.

—Dígale a Nick que venga inmediatamente —le ordenó.

—Nick está muy ocupado —replicó el camarero, tratando de zafarse de la mano de Bline—. Esta noche, todos vamos de cabeza. Tendrá que esperar a que…

El detective soltó el brazo del camarero y le mostró su placa plateada.

—¡Dígale a Nick que venga!

—¿Quién es Nick? —quiso saber Sweeney, cuando el camarero desapareció entre la multitud.

—Nick dirige este local por las noches, para Harry Yahn —el capitán de detectives sonrió—. En realidad, no quiero verle, pero es la única manera de que nos sirvan de beber al momento. ¿Qué va a tomar?

—Whisky con hielo. Tendré que comprar una de esas placas. Es un buen sistema, si tiene éxito.

—Lo tiene —le aseguró Bline. Levantó la vista hacia un individuo recio, de cara simpática, que se acercaba a la mesa—. Hola, Nick. ¿Todo está en orden?

—Si no hubiese tantos polis en la casa —gruñó el recién llegado—, todo iría mejor. Cuatro policías en el club, y ahora ustedes.

—Este es Sweeney, Nick. Sweeney, del Blade. Viene conmigo. Habrá que buscarle una silla.

—¿Cliente de pago?

—Cliente de pago —replicó el periodista con solemnidad.

Nick sonrió, y Sweeney esperó que se frotase las manos. En cambio, alargó una hacia el periodista.

—Le invita la casa. Leí su artículo. Aunque también nos costará dinero.

—¡No es posible! —exclamó Sweeney—. Por Greene. Nos ha pedido más sueldo para Yolanda y, por consiguiente, un tanto por ciento más elevado para él —dio media vuelta y detuvo al camarero que pasaba, el mismo que había parado Bline—. ¿Qué van a tomar, caballeros?

—Whisky con soda para los dos —respondió el capitán.

—Que sean tres, Charlie, y de prisa —el camarero se marchó apresuradamente—. Sólo un momento, amigos. Cogeré una silla.

Fue en busca de una y se sentó a la mesa, al tiempo que llegaban las consumiciones.

—No entiendo —comentó Sweeney—, cómo puede pedir más dinero Doc Greene. ¿No está Yolanda bajo contrato?

—Sí, por cuatro semanas más, pero…

—Doc me dijo que faltaban solamente tres semanas —le interrumpió el periodista.

—Greene no diría la verdad ni por su madre, incluso en lo que carece de importancia, señor Sweeney. Si fuesen tres semanas él diría cuatro. Sí, Yolanda está bajo contrato hasta el cinco de septiembre, pero el contrato contiene cierta cláusula…

—Casi todos los contratos contienen cláusulas —observó Sweeney.

—Exacto. Esa cláusula dice que no ha de trabajar si se pone enferma o sufre un accidente. Y Greene hizo que los médicos del hospital firmaran un documento estableciendo que a causa del shock Yolanda no podrá trabajar en una o dos semanas.

—Y cobrando, naturalmente…

—No, sin cobrar. Pero fíjese el dinero que entra en caja trabajando ella. Mire cómo está esto hoy y cómo la gente se gasta la pasta. Pero como Doc Greene nos tiene cogidos, hemos tenido que ofrecerle a Yolanda uno de los grandes como gratificación si se olvidaba de lo ocurrido. Una gratificación…, ¡ja, ja! Así denomina Greene una estafa.

—¿Pero está ya bien Yolanda para bailar? —se interesó el periodista—. La verdad es que sufrió un shock. Yo vi su rostro en aquel vestíbulo y…

—Usted no mencionó el rostro en el artículo.

—Claro que sí. Antes de que el perro tirase de la cremallera. Oiga, Nick, ¿cómo es que no llevaba bragas ni sostén debajo del vestido? No se me ocurrió preguntarlo, pero a menos que hayan cambiado el reglamento, debería llevar esas prendas para bailar.

—¿No las llevaba? Bueno, no importa mucho. Creí, no obstante, que usted había exagerado en su artículo.

—No exageré nada. Yolanda no llevaba nada debajo del vestido —afirmó Sweeney.

—Es posible. Aquí tenemos un buen camerino con ducha, y el miércoles por la noche hizo mucho calor. Probablemente, ella se duchó después del último show y no se molestó en ponerse nada debajo, dado que iba directamente a su casa. O algo por el estilo.

—De ser «algo por el estilo», no habría estado sola —gruñó Sweeney—. La verdad es que nos estamos saliendo del carril. ¿No es muy pronto para que vuelva a bailar?

—No. Si sufrió un shock, ya lo ha superado. Y la herida sólo fue un arañazo. Llevará una tira adhesiva de quince centímetros de longitud, y esto es lo que nuestros clientes desean ver. Para eso han pagado —echó la silla hacia atrás y se puso de pie—. Bien, tengo bastante trabajo, así que deben disculparme. ¿Desean entrar ahora? Todavía falta media hora para que actúe nuestra estrella, pero el resto del espectáculo no está mal.

La voz de un show-man contando chistes les llegó desde la sala y tanto Sweeney como Bline movieron la cabeza negativamente.

—Cuando decidamos entrar le buscaremos, Nick.

—De acuerdo. En ese caso, haré que les sirvan otros dos whiskies.

Se alejó, dejando la silla en donde la había cogido.

—¿Sólo hace un número Yolanda? —le preguntó Sweeney a Bline.

—Ahora sí. Antes del suceso, bailaba dos veces. Un striptease como tercer número del show, y como final su especialidad con el perro. Nick me contó esta tarde que para que volviese a actuar tan pronto habían acordado suprimir uno de los pases, y naturalmente no podían eliminar el del perro. Es precisamente por ese número por lo que viene la gente.

Llegaron las bebidas. Bline contempló la suya un instante y después levantó la vista hacia el periodista.

—Tal vez estuve un poco rudo con usted esta noche, Sweeney. En el taxi, quiero decir.

—Me alegró lo que usted dijo.

—¿Por qué? ¿Para poder apabullarme desde el Blade con la conciencia tranquila?

—No, nada de eso. Por lo que he visto hasta ahora, no se merece ningún vapuleo. Y menos aún por la manera de llevar el caso. Ahora puedo callar cosas con la conciencia tranquila.

—No puede callarse ninguna prueba amigo —rezongó Bline, frunciendo el entrecejo—. De ningún modo. ¿Qué es lo que se calla? —se inclinó hacia delante súbitamente interesado—. ¿Vio alguna cosa en la State Street la noche del miércoles, que no puso en su artículo? ¿Reconoció a alguien, u observó a alguno de los mirones comportándose sospechosamente?

—No, capitán. En el artículo puse todo cuanto vi, solamente la verdad y nada más que la verdad. Me refiero a que si mientras me ocupo del caso para el Blade descubro alguna cosa que ustedes no han logrado averiguar, puedo guardarlo para mí, hasta completar el descubrimiento, y entonces pasárselo a usted para que le ayude a solucionar el asunto.

—Hablemos de eso ahora —decidió Bline—. Ahora y aquí. ¿Quiere darme su palabra de honor de que contestará honradamente a una pregunta?

—Si la contesto, lo haré honradamente. ¿No será, por casualidad, si soy el Destripador?

—No. Si lo fuese no aguardaría una respuesta honrada. Por tanto, le haré la pregunta bajo la presunción de que no lo es. Pero por Dios vivo, Sweeney, si no responde a mi pregunta, sea o no sea del Blade, juro que lo sentirá. Y lo mismo pasará si la contesta y averiguo que me ha mentido. La pregunta es: ¿sabe o cree saber quién es el Destripador? De vista o de nombre, ¿sospecha de alguien?

—Decididamente, no. A menos que sea Doc Greene y no tengo ni una pizca de motivo para creerlo, aparte de que me sea antipático.

—Está bien —Bline se echó atrás en su silla—. Tengo en este caso bastantes hombres a mis órdenes, y además, el resto de la fuerza nos presta cuanta ayuda puede. Si usted, solo, se entera de algo que no sepamos, es cosa suya. Probablemente, callando se encontrará con un cuchillo en las tripas; en ese caso es asunto suyo.

—Muy justo, capitán —reconoció Sweeney—. Y por tan amables palabras, especialmente lo del cuchillo, le perdonaré que me cogiese la navaja y el cortaplumas sin avisarme, y que casi me ensuciara en los pantalones cuando vi que no los tenía o por qué no dejó una nota.

—Deseaba ver su reacción. Si era usted el Destripador, y echaba en falta esos artilugios, probablemente se hubiese asustado más todavía, es posible que de este modo le hubiéramos atrapado. Mire, Sweeney, estoy dispuesto a creer que no es usted el Destripador.

—Muy amable, capitán; estoy seguro que esto se lo dice a todos sus sospechosos. A propósito, ¿por qué me estaban siguiendo mientras pensó que lo era?

—¿Se dio cuenta? Bueno, hoy si le hemos seguido. Ayer aún no. Pero ya le he quitado la sombra. Especialmente ahora, que lo sabe.

—Le sugiero que haga seguir a Doc Greene. Y dígame: ¿fue ese granuja el que me nombró como posible Destripador?

—Realmente, ya veo que se estiman mutuamente —sonrió Bline—. ¿Contesta eso a su pregunta? Bueno, ¿qué le parece si entramos a aguantar el chaparrón? Yolanda empieza dentro de diez minutos.

Hallaron a Nick y éste habló con el empleado que custodiaba la entrada al salón. La cantante de la voz más que afónica estaba actuando otra vez, mientras fueron abriéndose paso por entre las mesas que no contenían ninguna pareja sola, como observó Sweeney, pues todas estaban ocupadas al menos por cuatro personas, y algunas por cinco o seis. Unos doscientos espectadores se encontraban embutidos en una sala cuyo aforo no llegaba a la mitad de ese número.

Apenas habían empezado a abrirse paso cuando Sweeney sintió que por detrás le cogían del brazo. Se volvió. Bline inclinó la cabeza hacia él y tuvo que gritar para hacerse oír por encima de la música, si bien su voz no llegó más allá del periodista.

—Olvidé decírselo, Sweeney. Tenga los ojos bien abiertos. Estudie los rostros y vea si recuerda alguno perteneciente a alguien que aquella noche estuviese con usted frente al portal. ¿Entendido?

Sweeney asintió. Ahora avanzaba escrutando los rostros de los ocupantes de las mesas. Estaba seguro de no recordar ninguno de los que se hallaron con él aquella noche en la State Street, puesto que sólo había visto una serie de espaldas apretujadas, con el intento de atisbar dentro del portal. Pero podía probar, y la idea de Bline de que el Destripador podía encontrarse entre el público era razonable. Asimismo, era posible que el maldito monstruo quisiera ver actuar a su víctima.

Nick les condujo hasta una mesa en donde había ya tres hombres sentados una silla vacía, inclinada hacia la mesa.

—Enviaré un camarero con otro asiento —dijo el gerente del local—. Cabría aquí, si se estrechan un poco. ¿Lo mismo para beber?

—Siéntese, Sweeney —dijo Bline, asintiendo a la pregunta de Nick—. Antes de instalarme he de hablar con uno o dos de mis muchachos.

Sweeney cogió la silla y miró a los tres ocupantes de la mesa, los cuales escuchaban a la cantante afónica, sin prestar la menor atención a los recién llegados. Uno de ellos le pareció familiar; los otros dos no. Volvió la cara hacia la cantante. No tenía mala figura, pero la voz era muy desagradable.

Llegaron la silla y las bebidas, antes de que volviese Bline. Sweeney hizo correr la suya para dejar más espacio, y cuando regresó el detective, hizo las presentaciones.

—Sweeney, Ross, Guerney y Swann. ¿Alguna novedad, chicos?

—El tipo de aquella mesa —respondió el llamado Swann— se comporta de manera algo rara. Le he estado vigilando un rato. El del clavel en el ojal. Quizá sólo esté bebido.

Bline miró en la dirección indicada.

—No lo creo —masculló—. El Destripador no llamaría la atención vistiéndose de esta manera y llevando una flor. Tampoco creo que el Destripador se emborrache.

—Gracias por esta última frase —sonrió Sweeney.

Bline se volvió hacia él.

—¿Conoce a alguno de los presentes? —le preguntó.

—Sólo al que está sentado frente a mí, y que usted me ha presentado como Guerney. ¿Es uno de los agentes de aquella noche?

Guerney dejó de contemplar a la cantante al oír su nombre.

—Sí, yo fui el que disparó contra el perro.

—Buen disparo.

—Guerney es uno de los mejores tiradores del departamento —observó Bline—. Y también el que le acompañaba, Kravich. Está en el bar, vigilando a los que entran y salen.

—No me he fijado en él.

—Él si se fijó en usted. Le vi avanzar hacia nosotros, pero al reconocerme, retrocedió. De haber entrado usted solo, es posible que…

—No, chist… —le hizo callar Sweeney.

El presentador estaba en el escenario, pues era realmente un escenario, aunque pequeño, de unos dos metros de profundidad por cuatro de anchura, y anunciaba a Yolanda y su famoso número de la Bella y la Bestia. Sweeney quería escuchar las palabras del presentador.

No valía la pena, porque había abandonado su anterior humor y ahora se mostraba más bien patético. Sweeney intentó no escuchar las palabras referidas al valor de Yolanda «que acababa de abandonar el lecho del dolor para responder a la llamada del arte y a la demanda del público, para interpretar la más maravillosa, la más sensacional danza del mundo, con la colaboración del perro más valiente que existe, el perro que ha salvado la vida de su ama con peligro para la suya propia, que ha quedado herido y que sin embargo…»

Sweeney no pudo soportar tanta palabrería inútil.

—¿A quién presenta ese imbécil —le susurró a Bline—, a Juana de Arco?

—Chist…

Por fortuna, el presentador terminó su perorata unos cuarenta y cinco segundos más tarde. Nada dura eternamente, ni siquiera un animador cómico cuando tiene la ocasión, sin precedentes, de ponerse dramático.

Las luces disminuyeron de intensidad y todo el mundo calló. Era el silencio profundo conseguido al retener la respiración más de doscientas personas. Incluso fue posible oír el clic del interruptor al encenderse un foco al fondo de la sala, para lanzar un círculo de luz amarillenta sobre el lado izquierdo del escenario. Todas las miradas convergieron en ese círculo luminoso. Empezó a batir un tambor y aquel ruido rítmico hizo que los ojos de Sweeney abandonasen el círculo de luz para fijarlos en los músicos. Del terceto faltaban sus dos terceras partes. El pianista y el saxo no estaban ya en el escenario. El batería se encontraba ahora detrás de un solo timbal, con los palillos almohadillados, lejos del resto de sus instrumentos de percusión, disimulado en la oscuridad del resto del tablado.

El timbal marcó un lento crescendo y la luz del foco disminuyó. «Estupendo», pensó Sweeney, preguntándose si la idea de la presentación era de Yolanda o de Nick. Un ritmo sin música. Ni siquiera el más potente de los tambores puede igualar el sonido de un timbal al ser golpeado con palillos almohadillados. De pronto, se produjo un leve movimiento cerca del círculo luminoso, que volvió a aumentar de intensidad…, y Yolanda apareció, en el centro, completamente inmóvil.

Era muy bella. La imagen que Sweeney llevaba en su cerebro no era exagerada en absoluto. Ahora estaba seguro de que era la mujer más hermosa que viera en su vida. Y por el silencio de la sala comprendió que todos opinaban como él. ¿Qué hacía una joven como ella en un club barato, de la Clark Street de Chicago?

Yolanda llevaba una túnica semejante a la que él le vio en el vestíbulo de aquel edificio. Esta de ahora era negra y no blanca, y le sentaba mejor, según Sweeney, por el contraste del negro con la blancura de su piel. Esta tampoco tenía tirantes en los hombros, moldeando como la otra cada curva de su hermoso cuerpo.

Iba descalza y la túnica negra era la única prenda visible. Sin cintas, sin guantes, sin un bolero; no se trataba, por tanto, de un striptease como los demás, con el desprendimiento gradual de varias piezas de ropa; sería como un destello pasar bruscamente del negro al blanco absoluto.

El timbal aceleró el ritmo.

Yolanda estaba inmóvil como una estatua.

De repente, con tanta lentitud que apenas se percibía, empezó a mover la cabeza.

Todas las miradas siguieron aquel leve gesto. Y el público vio, como lo veía ella, una forma agazapada en la penumbra del lado opuesto del escenario. Era Diablo, el perro; sólo que ya no era un perro. Era un auténtico diablo. Estaba agazapado, con las mandíbulas entreabiertas, mostrando sus blancos colmillos, y aquellos amarillentos ojos que destacaban en la oscuridad.

El timbal bajó de tono, hasta tornarse casi inaudible. Y en medio de aquel silencio, el perro aulló con fuerza. Era el mismo sonido, exactamente el mismo, que Sweeney oyera dos noches antes. Aquel aullido hizo que un escalofrío recorriese su espinazo, lo mismo que le había ocurrido entonces.

Todavía medio agazapado, el perro avanzó un paso hacia la mujer. Aulló otra vez y se dispuso a saltar.

Se produjo un movimiento súbito al otro lado de la mesa, y Sweeney apartó los ojos del drama del escenario. En el mismo instante, vio cómo la mano de Bline se alargaba a través de la mesa y asía el brazo de Guerney.

En la mano del policía había una pistola.

—¡Maldito loco! —gruñó Bline en voz muy baja—. Esto forma parte de la danza. El perro está amaestrado. No le pasará nada a Yolanda.

—Por si acaso —murmuró Guerney—. Por si la atacaba. Le acertaría antes de que llegase a la garganta de la joven.

—Guárdate la pistola, idiota, o te romperé la crisma.

La pistola volvió lentamente a la funda, pero Sweeney observó, por el rabillo del ojo, que la mano de Guerney continuaba sobre la culata del arma.

—No temas, esto forma parte del acto. Claro que el perro saltará sobre ella —refunfuñó aún Bline.

La mano de Guerney se apartó de la pistola pero continuó cerca de la sobaquera. Sweeney volvió a concentrarse en el escenario, y en aquel instante se oyó un alarido entre el público. Había sido una de las espectadoras.

El perro iba a saltar, ¡saltó!

Pero la danzarina también se hizo a un lado y Diablo no la acertó y pasó al otro lado. Se dio vuelta rápidamente, se agazapó de nuevo, y ahora Yolanda se hallaba en el centro del escenario cuando el animal volvió a saltar. No obstante, la joven ya se había apartado.

Sweeney se preguntaba si aquel juego duraría indefinidamente, mas no fue así. El perro, como convencido de que era inútil saltar, se agazapó en medio del escenario, dando vueltas al tiempo que ella bailaba a su alrededor.

Yolanda sabía bailar; bailaba bien, aunque quizá no de manera superlativa; con gracia, si bien carente de significado. Diablo, sin aullar ya, daba vueltas, siguiendo con sus pupilas amarillas todos y cada uno de los movimientos de la danza.

De repente, colocándose al lado de la Bestia, la Bella cayó de rodillas y colocó una mano sobre la cabeza del animal, que aulló si bien tolerando la caricia.

El timbal aceleró el ritmo. En el mismo instante, Yolanda se irguió graciosamente, de cara al público desde el centro del círculo luminoso que gradualmente empezó a disminuir, y el perro se situó detrás de su ama. A continuación, se enderezó en toda su altura y abalanzándose hacia delante, asió con sus dientes el asa de la cremallera de la túnica y tiró hacia abajo.

La túnica negra, como la otra blanca, cayó formando un círculo a los pies de la Bella. Yolanda era muy hermosa, pensó Sweeney, pese a ir demasiado vestida con un sostén transparente, de malla, diáfano como el rocío matutino, que acentuaba la hermosura de sus voluptuosos senos; y un slip que, a la luz menguante del foco, tal vez no existiese, pero era preciso tomar como artículo de fe. Yolanda, aquella noche, llevaba algo más. Una ancha tira adhesiva de unos quince centímetros de longitud, en el vientre, justo debajo del ombligo. El contraste de negro de la cinta contra la blancura de la piel hacía que pareciese más desnuda que dos noches atrás, en que Sweeney la viera sin nada encima.

El timbal fue callando lentamente. Yolanda levantó los brazos, elevando con ellos los pechos, y separó los pies; el perro, detrás de ella, se colocó entre las piernas de la Bella y se quedó quieto, como llevándola encima, con la cabeza levantada para desafiar tal vez a cualquiera que se atreviese a aproximarse a lo que ahora custodiaba.

—Cancerbero guardando la puerta del Infierno —susurró Sweeney.

—¿Quién? —preguntó Bline.

El timbal calló, la luz se apagó y cuando las luces se encendieron de nuevo, el escenario estaba vacío.

El espectáculo había concluido. La gente aplaudía con loco entusiasmo, pero Yolanda no salió siquiera a saludar ni una sola vez.

—¿Le ha gustado? —preguntóle Bline a Sweeney por encima del estruendoso aplauso.

—¿Ella?

—La danza.

—Probablemente es algo simbólico, aun que ignoro qué simboliza. Supongo que el coreógrafo tampoco lo sabe. Si es que hay un coreógrafo. Más bien creo que esto sea obra de Doc Greene. Es una danza bastante loca, y bastante buena, como para que se deba a su fina mano italiana.

—Greene no es italiano —objetó Bline—, sino alemán en parte.

Sweeney no tuvo oportunidad de responder porque Guerney había estado vigilando a la gente y Bline le miraba con poca simpatía.

—Maldito idiota —repitió—, por menos de un centavo te obligaría a entregar la pistola y andar por ahí sin armas.

—No pensaba disparar, capitán —tartamudeó Guerney, enrojeciendo hasta la raíz del cabello—, a menos que…

—A menos que el perro saltara sobre Yolanda. Y saltó dos veces. Santo Dios, esto habría sido una horrible mancha para el Departamento.

Sweeney se apiadó del pobre detective.

—Si hubiese matado a ese perro, Guerney, yo lo habría aprobado —dijo.

—No habría servido de nada —gruñó Bline—, a menos que le hubiese buscado un puesto como vendedor callejero del Blade.

Nick salvó a Guerney de mayores recriminaciones, apareciendo junto a la mesa.

—Caballeros, les servirán una ronda. ¿Qué tal el espectáculo? El perro está bien amaestrado, ¿eh?

—Diablo ha demostrado más control dadas las circunstancias —repuso Sweeney—, del que yo hubiera tenido.

—Opino lo mismo —empezó a sonreír Guerney, mas vio la mirada de Bline y comprendió que seguía en desgracia—. Bueno, tengo que ir a ver a un tipo… No, perdonen, voy al lavabo.

Se levantó y desapareció por entre las mesas.

—Me quedaré un momento hasta que vuelva —dijo Nick, tomando asiento en la silla vacante—. ¿Observó algo durante el show, capitán?

—Yo —se adelantó Sweeney—, todo lo que no cubría el slip. En realidad, me gustaría ver a Yolanda sin nada encima, no como la vez anterior.

—¿Cómo? —Nick miró al periodista con cierto asombro—. Pensé que, según su artículo…

—Guantes —explicó Sweeney, moviendo la cabeza con pesar—. Llevaba unos guantes largos.

—Este individuo, Nick —masculló Bline—, tiene una mente retorcida. ¿Preguntaba si había observado algo extraño durante el espectáculo?

—Sólo esto, quiero decir —manifestó Nick—. En el momento en que Yolanda se queda allí, de cara al público, desde el centro del escenario, cuando la luz disminuye… Claro que no voy a modificar la danza ahora que la gente acude aquí en tropel; tal vez vendrían igual si Yolanda interpretara Anne Laurie con un traje de submarinista, mas por el momento no pienso alterar nada. Sin embargo, estoy preocupado. No quiero que la maten, y si el Destripador viniese, gozaría de la gran oportunidad.

—¿De qué modo?

—La sala está casi a oscuras y si ese tipo decidiese arrojar un cuchillo al vientre de Yolanda, seria muy difícil precisar la procedencia del lanzamiento.

Bline reflexionó unos segundos y después sacudió la cabeza.

—Es algo muy remoto, Nick. A menos que sepa tirar bien el cuchillo, y hay un millón de probabilidades en contra, ya que se tardan varios meses en aprender. Tampoco creo que el Destripador llegue nunca a emplear una pistola. Esa clase de asesinos se sirven siempre del mismo tipo de herramienta, y aún creo menos que quisiera despachar a su víctima en medio de la multitud. El mayor peligro que corre Yolanda se halla en sus desplazamientos desde aquí a su casa y viceversa, por la noche. Pero ya nos ocupamos de esta contingencia.

—¿Por cuánto tiempo?

—Hasta que atrapemos al Destripador, Nick. Al menos, mientras trabaje aquí, o sea que no tiene por qué estar inquieto.

—¿Hará que alguien registre su piso antes de que entre ella?

—Oiga, Nick —Bline arrugó la frente con cierto enojo—, no le cuento a nadie las precauciones que adoptamos. Especialmente con un periodista sentado aquí, que podría publicarlo en su diario, de forma que se enterase también el asesino.

—Gracias —se sulfuró Sweeney—, por cambiar lo de presunto Destripador por presunto periodista chivato. La sugerencia de registrar el piso de la Bella antes de que entre ella no está mal, si no han adoptado ya esta medida. Si yo fuese el Destripador y deseara matar a Yolanda, no volvería a intentarlo en la calle, sino que me metería debajo de su cama a esperarla. Oiga, ¿duerme Diablo en la misma habitación que su ama?

—Esto no puede publicarse, Sweeney —gruñó Bline con dureza—. Todavía no.

—Respecto a lo de arrojar el cuchillo —intervino Nick—. ¿Y si ese monstruo supiese hacerlo?

—Aquí viene —anunció Sweeney—. Pregúnteselo a él.