Sweeney alargó una mano que el detective aceptó sin mucho entusiasmo. Sweeney fingió no darse cuenta.
—Quería verle, capitán —dijo en cambio—, desde que supe que se encargaba del caso. Hay varias cosas que deseo preguntarle. ¿Vamos a mi habitación?
Bline le siguió escaleras arriba. Entraron. Se sentó en el sillón que le indicó el periodista, el de los muelles que chirriaban y que crujió bajo su peso.
Sweeney le imitó al borde de la cama, miró el tocadiscos y preguntó:
—¿Un poco de música mientras charlamos, capitán?
—No, diablo. Vamos a conversar, no a cantar dúos. Y soy yo quien hará las preguntas, Sweeney.
—¿Respecto a qué?
—Ya está preguntando… Oiga, supongo que no recuerda dónde estaba la tarde del ocho de junio, ¿verdad?
—No, no me acuerdo. A menos que trabajase. Y aún así, no recordaría si estaba en la redacción escribiendo o si andaba husmeando por ahí. A menos…, tal vez si mirase las últimas ediciones de aquel día y las primeras del siguiente, recordaría algo por los artículos que escribí.
—Usted no trabajó. No trabajó aquel día. Tenía fiesta. Lo comprobé en el Blade.
—Entonces, sólo puedo decirle lo que hice probablemente, que no es mucho. Es posible que durmiera hasta el mediodía y pasara parte de la tarde leyendo o escuchando música, y quizá que al anochecer saliera para jugar a las cartas y tomar unos vasos. O tal vez asistí a un espectáculo o a un concierto. Esto podría comprobarse, aunque no lo de la tarde, y supongo que es la tarde lo que le interesa.
—Exacto. ¿Y qué me dice del veintisiete de julio?
—Tampoco, lo mismo que el día que después nombrará, capitán. Me refiero al uno de agosto. Sólo Dios sabe dónde estuve esos dos días, exceptuando que estoy completamente seguro de que fue en Chicago. Que yo sepa, no he salido de la ciudad en dos semanas.
Bline soltó un bufido.
Sweeney sonrió.
—Ah, no, no soy el Destripador. Concedo que no sé dónde estaba ni lo que hacía cuando mataron a Stella Gaylord y a Dorothy Lee, pero sé que no maté a Lola Brent porque no estaba borracho, bueno, lo bastante borracho como para no recordar lo que hice en el mes de junio. Y sé que tampoco hice lo de Yolanda Lang porque recuerdo bien la noche del miércoles: empezaba a salir de la borrachera y mi cuerpo era un infierno. Pregúnteselo a Dios.
—¿Eh?
Sweeney abrió la boca y volvió a cerrarla. De nada serviría complicar a God en el asunto. Además, God tampoco podría asegurar nada en su favor para la hora en que habían atacado a Yolanda.
—Es un modo de hablar, capitán —añadió—. Sólo Dios puede probar lo que hice el miércoles por la noche. Pero anímese, si ese Destripador sigue actuando, procuraré tener una buena coartada la próxima vez.
—Sería una gran ayuda.
—Ahora, capitán, en serio, ¿por qué ha venido a interrogarme sobre mis coartadas? ¿Se lo insinuó algún pajarito? ¿Un tal Greene?
—Sweeney, sabe muy bien por qué estoy aquí. Porque usted estaba delante del portal en cuestión, en la State Street. El asesino pudo estar allí, mezclado con la gente. Tal como nos lo imaginamos, estuvo en la puerta trasera del vestíbulo y acuchilló a Yolanda cuando ésta se dirigía a la escalera. Pero falló por un par de centímetros, sólo la rozó. El perro saltó furioso y el atacante huyó cerrando la puerta sin poder realizar otro intento. ¿Qué hizo después?
—Usted ha hecho la pregunta —observó Sweeney—. Respóndala.
—Naturalmente pudo largarse a toda velocidad. Pero si siguió la norma de todos los asesinos psicópatas, saldría del callejón, daría vuelta a la manzana y se mezclaría con el grupo que se había reunido delante del portal cuando llegó el coche patrulla.
—También —añadió el periodista— pudo llamar a la policía desde el bar de la esquina.
—No —negó Bline con el gesto—. Hemos descubierto al autor de la llamada. Es un tipo que había estado en el bar junto con otros dos, desde varias horas antes. Se marchó de allí un poco antes de las dos y media y regresó unos minutos después. Les contó a sus amigos y al camarero que algo sucedía en el portal de una casa próxima, que había una mujer en el suelo y que un perro enorme no dejaba abrir la puerta ni entrar a nadie de manera que lo más sensato sería llamar a la policía. Esto es lo que hizo y después él y los otros dos, o sea los tres esta vez, fueron juntos a la casa en cuestión y estaban allí cuando llegó el coche patrulla. Hablé con ellos, con los tres… Bueno, conozco al camarero y supe quiénes eran los otros gracias a él. Dijeron que había una docena de personas frente al portal. ¿Es así?
—Más o menos. No más de quince, seguro.
—Pero los agentes, incluso después de comprobar que era uno de los trabajitos del Destripador, no tuvieron el suficiente sentido común para impedir que los mirones se dispersasen. De los doce o quince pudimos localizar a cinco. Si hubiésemos podido interrogarlos a todos…
—¿Quién es el quinto? —se interesó Sweeney—. Los tres que estaban juntos y yo sumamos cuatro. ¿Quién es el otro?
—Uno que vive en aquel edificio. Supongo que fue el primero que vio a la joven y al perro. Llegó a casa y no pudo entrar porque el animal empezó a saltar cada vez que él intentaba abrir la puerta. Otros transeúntes comprendieron que ocurría algo anormal y se detuvieron. Cuando el individuo del bar, el que nos llamó, llegó allí ya había unas siete u ocho personas. Y cuando volvió con sus compañeros, eran nueve o diez sin incluirlos a ellos.
—Probablemente, yo fui el trece o el catorce —dijo Sweeney—. Llegué allí un minuto antes de que se presentara el coche de la policía. Y voy a contestar a su siguiente pregunta: no, no me fijé en nadie más del grupo. No identificaría a ninguno… Sólo me fijé en lo que ocurría en el vestíbulo de la casa y en lo que hacían los agentes. Probablemente, tampoco les reconocería.
—No necesitamos que se les identifique —repuso Bline secamente—. Sin embargo, daría cualquier cosa por poder interrogar a toda aquella gente uno por uno. En vez de los cinco…, o los cuatro que ya están libres de culpa.
—¿Sin contarme a mí?
—Sin contarle a usted.
—¿Por qué está libre de culpa el tipo que vive en la casa? El que, según usted, fue el primero en ver a la mujer herida…
—Está razonablemente libre de culpa. Trabaja en un turno de noche, en el Journal of Commerce, en la Grand Avenue, es linotipista. No marcó la salida hasta las dos menos cuarto, y desde el sitio donde trabaja hasta su casa se tarda bastante. No hubiese tenido tiempo de dar la vuelta hasta el callejón, aguardar unos minutos, y después volver a la fachada del edificio. Además, posee una sólida coartada para los otros tres casos; los hemos verificado.
El capitán Bline frunció el ceño y miró hoscamente al periodista.
—De modo que de los cinco hombres que sabemos estaban en aquel grupo, delante del portal, usted es el único que no tiene ninguna coartada. A propósito, aquí tiene sus herramientas. Los del laboratorio no han encontrado ninguna pista.
Sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó a Sweeney. Sin abrirlo, supo que contenía la navaja y el cortaplumas.
—Podía habérmelo pedido, capitán. ¿Consiguió una orden de registro?
—No queríamos que se nos subiese a las barbas mientras investigábamos. En cuanto a una orden de registro, ¿importa eso ahora?
Sweeney abrió la boca y volvió a cerrarla. Estaba terriblemente furioso por lo ocurrido. La desaparición de los dos objetos le había hecho pasar muy malos momentos. Por otra parte, era conveniente, si no necesario, conquistar la amistad de Bline; la policía podía realizar ciertas cosas que a él le estaban vedadas.
—Pudo dejarme una nota —le reprochó sin alterarse—. Cuando eché en falta esos chismes pensé que quizá el Destripador quería hacerme pasar por él. Diga, capitán: ¿qué sabe de un tal Greene, Doc Greene?
—¿Por qué?
—Porque desearía que fuese el Destripador, nada más. Me contó que posee unas coartadas, ya comprobadas por ustedes. ¿Es verdad?
—Más o menos. No tiene coartada para lo de Lola Brent, y la que dio para el caso de Dorothy Lee dista mucho de ser perfecta.
—¿No es perfecta? Creía que en aquellos momentos estaba declarando ante un tribunal presidido por el juez Goerring.
—Las horas no concuerdan con exactitud. Su coartada le sitúa en el tribunal hasta las cuatro y diez minutos. A Dorothy Lee la encontraron muerta hacia las cinco, tal vez unos minutos después. El forense dijo que la víctima llevaba muerta una hora, y la examinó a las cinco y media, lo que sitúa el crimen a las cuatro y treinta minutos, aproximadamente, o sea veinte minutos después de terminar la coartada de Greene. Pudo cometer el crimen si cogió un taxi.
—Entonces, no existe tal coartada.
—A toda prueba, no —respondió Bline—. Pero hay algunos detalles… Dorothy salió de la oficina a las dos cuarenta y cinco para irse a casa porque no se encontraba bien; corrientemente, trabajaba hasta las cinco. Aunque Greene la conociera, y no hay pruebas de ello, no podía saber que ella estaría en casa cuando él saliese del tribunal. Esto sólo podía saberlo alguien que trabajase con la Lee.
—O alguien que estuvo en la oficina o la llamó por teléfono.
—Cierto, pero Greene no estuvo en aquella oficina. Y apenas tuvo tiempo para telefonearla y llegar a casa de la chica a las cuatro y media —Bline volvió a fruncir el ceño—. Usted está estrechando las probabilidades.
—¿Yo…? Supongamos que Greene la conociera… Pudo haberse citado con ella para recogerla en su apartamento después de las cinco. Pudo salir del tribunal un poco después de las cuatro e ir a casa de la muchacha a esperarla. Quizá, incluso, tiene una llave. Entró, sin saber que ella no se encontraba bien, y la halló dentro.
—Sí, es posible, Sweeney. Ya dije que la coartada no es perfecta. De todos modos tendrá que reconocer que lo que usted ha dicho no es muy probable. El Destripador la siguió a casa, tras verla por primera vez cuando ella salió de la oficina. Como seguramente siguió a Lola Brent cuando ésta salió de la tienda. No pudo estar esperando a Lola allí por dos motivos: no sabía que la despedirían y saldría temprano, Lola vivía con un hombre, Sammy Cole, y el Destripador tampoco sabía que no se tropezaría con el amante de Lola.
—Además —agregó Sweeney—, a Lola no la mataron en su apartamento sino en un callejón entre dos edificios. Es evidente que la siguieron. Lo mismo que a Stella Gaylord, hasta la entrada de un callejón. Aunque el Destripador no usa siempre la misma técnica. No siguió a Yolanda Lang hasta su casa, sino que la aguardó junto a la puerta trasera del vestíbulo.
—Ha estudiado bien este caso, ¿verdad, Sweeney?
—¿Por qué no? Es mi oficio.
—Según tengo entendido, todavía no le han asignado el caso. ¿O estoy equivocado?
Sweeney consideró la conveniencia de contarle al detective el cuento que les había dicho a Joe Carey y a Horlick, respecto al contrato con la revista sensacionalista, pero cambió de idea. Bline podía realizar una investigación y, al enterarse de la falsedad de la explicación, entrar en sospechas.
—No exactamente, capitán. En efecto, aún no me lo han asignado, pero al menos ya me dieron una misión sobre el crimen cuando mi jefe, Walter Krieg, quiso que escribiera un artículo sobre lo que había visto personalmente. Y debido a eso, creo que el lunes, al final de mis vacaciones, me pedirá que me ocupe de los casos de ese Destripador. Por esto me he interesado por los asesinatos y he formulado algunas preguntas.
—¿En su tiempo libre?
—¿Por qué no? Es un asunto apasionante. Si usted abandonase ahora su cargo, por cualquier motivo, seguiría investigando en estos hechos, ¿no es así?
—Supongo que sí —admitió Bline.
—¿Qué me dice de la otra coartada de Greene, la de Nueva York? ¿La han verificado?
—Usted desea complicar a Doc Greene sea como sea, ¿eh, Sweeney? —sonrió Bline.
—¿Le conoce, capitán?
—Claro.
—Pues éste es mi motivo. Hace un día y medio que le conozco, y pienso que el hecho de que todavía esté con vida es una buena demostración de que yo no soy el Destripador. Si lo fuera, Greene ya estaría muerto.
—Creo que esta aversión tiene dos direcciones —rió Bline—. Tampoco usted le cae muy bien a Doc. Y usted todavía vive. Bien, respecto a la coartada de Nueva York: le pasamos el caso a los de allí y estuvieron en el hotel donde él se hospedaba, el Algonquin. Se inscribió allí el veinticinco y se marchó el treinta.
—¿Esto fue todo lo que comprobaron? —Sweeney se inclinó hacia delante, con evidente extrañeza—. La muerte de la Gaylord tuvo lugar el veintisiete, y sólo hay cuatro horas de vuelo de Nueva York a Chicago. Pudo salir de la ciudad de los rascacielos al mediodía y regresar al día siguiente por la mañana.
—Hubiésemos investigado más —replicó Bline, encogiéndose de hombros—, de justificarlo algún motivo. Sea honesto consigo mismo y conmigo, Sweeney: ¿qué tiene contra Greene, aparte de la antipatía recíproca? Tampoco me es simpático, lo reconozco, pero esto aparte, conoce a una de las cuatro mujeres atacadas. Para mí, esto es casi una coartada perfecta.
—¿Cómo se atreve a decir tal cosa?
—Cuando cojamos al Destripador —razonó Bline—, le apuesto lo que quiera a que conocía a las cuatro jóvenes…, o a ninguna de ellas. Los asesinos, incluso los psicopáticos, Sweeney, siempre siguen esa norma. Ninguno mataría a tres desconocidas y a una conocida o amiga. Le pido que me crea.
—¿Ha comprobado…?
—¡Sí, demonio, lo hemos comprobado! Hemos hecho una lista lo más completa posible de todos los que conocían a cada una de las víctimas, y hemos comparado dichas listas. Sólo hay un nombre que aparece en dos de ellas, y probablemente se trata de una coincidencia.
—¿Quién es?
—Raoul Reynarde, el dueño de la tienda de objetos para regalos. El que despidió a Lola Brent el mismo día que la mataron También conocía ligeramente a Stella Gaylord, la chica de alterne.
—¡Caramba, no puedo creerlo!
—Vaya —sonrió el detective—, ya veo que lo conoce. Bueno, ¿por qué no? Muchos homosexuales tienen amistades femeninas. Además, ya he dicho que era una simple conocida, tanto según el propio Reynarde como los otros amigos de Stella, que también investigamos.
—Pudo conocer a las otras dos… Es difícil demostrar lo contrario.
—En uno de los casos, no. No pudimos interrogar, claro está, a Dorothy Lee. Sólo a sus amigas, y ninguna conoce a Reynarde. Pero se lo preguntamos a la dama del striptease, y Yolanda Lang no conoce a Raoul Reynarde ni de referencias ni por fotografía.
—¿Verificaron sus coartadas?
—Muy buenas en dos de los casos. Especialmente, la de Lola Brent. No pudo seguirla hasta su casa después de despedirla sin cerrar la tienda, y existen pruebas de que no la cerró.
—De acuerdo, Reynarde queda fuera —suspiró Sweeney, defraudado—. Todavía tengo a Greene.
—¡Sweeney, usted está loco! Lo único que sabe es que Doc no le gusta. En realidad, no hay nada contra él. La verdad es que usted resulta mucho más sospechoso que Greene y que cualquier otro.
—¿Yo?
—¡Naturalmente, usted! No posee ni la sombra de una coartada para ninguna de esas muertes. Está tremendamente interesado en todas ellas. El hecho de que esté usted psíquicamente desequilibrado…, o no sería un alcohólico empedernido. Y esto, en uno de cada cuatro casos, da una mente criminal, una mano criminal. No digo que sea una evidencia tan fuerte como para colgarle, pero es más de lo que tenemos contra nadie. Si usted no fuese…
—Si yo no fuese… ¿qué?
—Bah, olvídelo.
—Espere, ya lo tengo —exclamó el periodista—. Usted quiere decir que si yo no fuese reportero, probablemente me arrestaría y me freiría a preguntas. Pero sabe también que voy a escribir sobre este caso y que, como no podría tenerme detenido mucho tiempo, una vez en libertad haría que todos los lectores del Blade se riesen a placer de los errores del capitán encargado de atrapar al Destripador.
La carcajada de Bline no fue sincera.
—Esto es ir demasiado lejos, Sweeney —dijo—. Pero, hombre, ¿no puede darme alguna coartada que me permita borrarle de la lista de los sospechosos, que, por desgracia, se limita a usted, y no perder más tiempo? Debe de existir algún modo de demostrar dónde estuvo, al menos durante la perpetración de uno de esos crímenes.
—Ojalá pudiera, capitán —murmuró Sweeney tristemente. Miró su reloj de pulsera—. Mire, voy a hacer lo más que puedo. Le invito a una copa. En El Madhouse. El primer espectáculo empieza a las diez, o sea dentro de unos minutos. Ya sabe que Yolanda volverá a actuar esta noche.
—Yo lo sé todo. Excepto quién es el Destripador. Bien, Sweeney, ya pensaba dejarme caer por allí. Vámonos.
En la puerta, antes de dar vuelta al interruptor para apagar la luz, Sweeney miró la estatuita negra colocada sobre el tocadiscos, la esbelta figura desnuda, con los brazos extendidos para ahuyentar la inexorable maldad, con el eterno y callado chillido en sus labios. Le sonrió y le envió un beso antes de apagar la luz y seguir a Bline escaleras abajo.
Tomaron un taxi en la Rush Street. Sweeney le indicó El Madhouse al conductor, se inclinó hacia atrás y encendió un cigarrillo. Después miró a Bline, relajado, con los ojos cerrados.
—Capitán, usted no cree verdaderamente que yo sea el Destripador —afirmó el periodista—, de lo contrario no estaría tan tranquilo.
—¿Tranquilo? —la voz del detective era meliflua—. Estoy vigilando sus manos y dejo que usted piense que tengo los ojos entornados. Llevo una pistola en el bolsillo derecho de la chaqueta, o sea al otro lado de usted, con la mano dentro. Y podría disparar antes de que usted empuñase un cuchillo.
Sweeney soltó una carcajada.
Después se preguntó qué tenía aquello de gracioso.