8

Era tal como la imagen que Sweeney tenía grabada en la memoria, salvo que llevaba guantes. Sweeney le sonrió, ella le sonrió, y Doc Greene dijo:

—Se acordará bien de ella, Sweeney. No ha dejado de mirarla desde que se ha sentado.

—No le haga caso, Sweeney —rió Yolanda—. Su ladrido es peor que su mordisco.

—No le des tantas confianzas a Sweeney, cariño —sonrió Greene—. Ya sospecha que tuve unos antepasados caninos. —Miró fijamente al periodista a través de sus gruesas gafas—. Sí, muerdo. Y muerdo fuerte.

—Al menos —observó Sweeney, mirando a Yolanda—, me mordió los talones. No me gusta Doc.

—Oh, Doc es un buen chico, Sweeney. Acabará por gustarle.

—Mejor que no lo intente. Doc, ¿suele afeitarse con una navaja de barbero?

—Pues, sí, en efecto.

—¿Con la suya o también con la de otros?

Por detrás de las gafas, Doc estrechó los ojos ligeramente.

—¿Alguien ha cogido la suya?

—Su perspicacia me deja estupefacto, Doc —asintió el periodista—. Sí, alguien cogió la mía. Y un cortaplumas. Las únicas herramientas con filo de mi habitación.

—Sin contar su cerebro, Sweeney. El ladrón no se lo llevó. ¿O no estaba presente su cerebro en el momento del robo?

—Lo dudo. Debió de ser la noche en que salí o mientras dormía. Lo deduzco del hecho de que, cuando me miré al espejo por la mañana, no había ninguna línea roja en mi garganta.

—Está mirando en una dirección equivocada, Sweeney —observó Greene, moviendo lentamente la cabeza—. Nuestro amigo el Destripador tiene predilección por las tripas. ¿Se ha inspeccionado la suya?

—No específicamente, Doc. Pero lo hubiese observado cuando me duché.

Yolanda Lang se estremeció y echó su silla atrás.

—Tengo que dejarles, Sweeney. He de hablar con el maestro sobre mi nuevo número. ¿Vendrá a verme bailar esta noche? El primer pase es a las diez.

La joven le tendió la mano, sonriendo. Sweeney se la estrechó y sonrió a su vez levantándose.

—Encantado y todo eso que suele decirse. Yo. ¿O tengo que llamarla Yolanda?

—Prefiero lo último —rió ella—. Lo pronuncia muy bien.

Fue hacia el arco que separaba el bar del night-club. El perro, que había estado tendido al lado de la silla, la siguió. Lo mismo que los detectives que se hallaban en la mesa contigua.

—Esto parece un desfile —comentó Doc Greene.

Sweeney volvió a sentarse y trazó unos círculos sobre la mesa con el fondo del vaso. Al cabo de unos instantes levantó la vista.

—Hola, Doc. Me había olvidado de usted.

—¿Tiene ya alguna pista?

—No.

—Mi querido enemigo —suspiró Doc—, temo que no confía en mí.

—¿Debería confiar?

—Hasta cierto punto. ¿Hasta qué punto? Hasta el punto de que yo le aseguro que puede hacerlo. Bueno, en lo que respecta a encontrar al Destripador —se inclinó con los codos sobre la mesa—. En lo que respecta a Yolanda, no. En lo que respecta a usted, tampoco. En lo que respecta al dinero, menos aún…, aunque eso no tiene nada que ver con nosotros. Mas en lo que respecta al Destripador, sí. Estoy angustiado por Yolanda hasta que lo atrapen. Incluso preferiría que lo mataran a que lo atrapasen, porque se supone que la tocó.

—Con una hoja de acero —replicó Sweeney—. No con una mano caliente.

—Con lo que sea. Bah, esto es pasado. El futuro me preocupa. En estos momentos, dos detectives custodian a Yo constantemente. Hay tres turnos. Evidentemente, la custodia no durará siempre. Encuentre al Destripador, Sweeney.

—¿Y después?

—Después, ¡al infierno con usted!

—Gracias, Doc. Lo malo es que es usted tan honesto que no me fío de usted.

—Sweeney —volvió a suspirar Doc—, no quiero que pierda el tiempo sospechando de mí. La policía también lo hizo ayer, porque no pude dar cuenta de mis movimientos en la hora que el Destripador atacó a Yolanda. No sé dónde estaba, salvo que fue por el Distrito Sur. Me cité con una cliente, una cantante del Club Cairo, hasta medianoche, y quedé más que harto. Me largué a casa; no puedo decir cuándo porque no lo sé.

—Sí, esto sucede a menudo —admitió Sweeney—. Y ¿por qué he de creerle?

—Por la misma razón que la policía. Porque tengo dos coartadas muy sólidas para dos de los tres asaltos. Las comprobé, la policía las comprobó por lo que les dije… En realidad —continuó Greene—, no tengo coartada en el caso de Lola Brent, hace dos meses y no recuerdo dónde estaba. Pero me hablaron del segundo caso…, ¿cómo se llamaba la chica?…

—Stella Gaylord.

—Exacto. Fue la noche del 27 de julio, y yo me hallaba en Nueva York, por asuntos del negocio. Allí permanecí desde el 25 hasta el 30, y la noche del 27 estuve, por suerte, con unas personas altamente respetables desde la hora de la cena hasta las tres de la madrugada. No malgaste su tiempo preguntándome qué hacía con gente respetable. Sería irrelevante. La policía ya lo comprobó. Pregúnteselo al capitán Bline.

Greene hizo una pausa, tomó un sorbo de su bebida y prosiguió adelante con su propia defensa.

—El uno de agosto, o sea la semana pasada, en el momento en que esa secretaria, Dorothy Lee, fue asesinada, yo estaba aquí, en Chicago, pero en un tribunal, declarando en un juicio por ruptura de contrato contra un agente teatral. El juez Goering, el secretario del tribunal, el alguacil y los tres abogados (el mío y los dos del gerente), todos pueden probar mi coartada. Y ahora, si sigue creyendo que soy el Destripador, que maté en el primer caso y casi lo logré en el cuarto, con unas vacaciones durante el segundo y el tercero, obre a su gusto. Si sigue así se convertirá en un payaso de circo.

—De acuerdo, en eso tiene razón —reconoció Sweeney. Extrajo una hoja de papel en blanco doblada y un bolígrafo de uno de sus bolsillos—. Tomaré nota de sus coartadas. ¿Ha dicho el juez Goerring? ¿A qué hora?

—El juicio se vio a las tres y duró hasta algo después de las cuatro. Antes de que me llamasen, estuve conferenciando con los tres abogados más de media hora en una antesala del tribunal. Según los periódicos, Dorothy Lee salió viva de su oficina a las tres menos cuarto para irse a casa. La encontraron muerta a las cinco en su apartamento, y pensaron que llevaba muerta una hora. Vaya, Sweeney, no pude buscar una coartada mejor. La mataron exactamente mientras yo estaba en el estrado de los testigos, a tres kilómetros de distancia. ¿Le sirve?

—Me sirve —asintió Sweeney—. ¿Cómo se llaman los abogados?

—Es usted un tipo duro, Sweeney. ¿Por qué sospecha de mí, y no de Joe, el de la barra, o del otro camarero?

—Porque alguien entró anoche en mi habitación. Porque sólo se llevaron la navaja y el cortaplumas, y las navajas y los cortaplumas me recuerdan mucho al Destripador. Hasta anoche, muy pocas personas sabían que yo estaba interesado en esos casos. Usted, entre ellas.

—¿Cómo lo averigüé? —rió Greene de buen humor—. Leyendo el artículo del testigo presencial que usted escribió para el Blade. ¿Cuál es la circulación de su periódico? ¿De medio millón?

—Perdóneme —rezongó Sweeney—. Le invito por esto a una copa, Doc.

Bourbon solo, gracias. Veamos, ¿tiene ya alguna pista sobre el Destripador?

Sweeney llamó al camarero, pidió la bebida y después contestó.

—Nada en absoluto. ¿Cuáles son los nombres de los abogados, Doc? —insistió con el bolígrafo sobre la hoja de papel.

—Creí que era usted más como un Airedale, Sweeney, aunque ya veo que es un bull-dog. Mi abogado es Hymie Fieman, del Edificio Central. Los contrarios son Raenough, Dane y Howell. Dane, Carl Dane, creo que es su nombre completo, y un joven novato llamado Brady, que trabaja para ellos aunque no es miembro de la firma, fueron los que conferenciaron conmigo y estuvieron presentes en el juicio. El juez fue Goerring… G-o-e-r-r-i-n-g. Es republicano, de manera que no está en favor del Destripador.

Sweeney asintió, sonriendo.

—Me gustaría poder sacarme de encima la resaca y pensar con claridad —observó—. Estoy más nervioso que un gato.

Desdobló la hoja de papel y la alisó. Después, levantó la mano, con los dedos muy separados y colocó encima el papel. El leve temblor, ampliado, hizo vibrar los bordes de la hoja.

—No estoy tan mal como pensaba —comentó—. Claro que usted no lo haría mejor —miró a Greene—. Bien, le apuesto cinco pavos a que no.

—Jamás apuesto contra un hombre en su propio juego —objetó Greene—. Pero usted es un desgraciado, y yo tengo unos nervios como rocas.

Greene cogió el papel y lo equilibró sobre el dorso de su mano derecha, con los dedos separados. Los bordes vibraron ligeramente, aunque mucho menos que en la mano de Sweeney.

El periodista estudió el papel atentamente.

—Doc —murmuró de repente—, ¿ha oído hablar de Mimi Chillona?

La vibración de los bordes de la hoja de papel no se alteró.

—Creo que gano, Sweeney —sonrió Greene—. ¿Se rinde?

No había habido reacción, por ello Sweeney maldijo en silencio. El hombre que adquirió la estatuilla no debía conocer el apodo que la compañía le había puesto; Lola Brent, como nueva empleada, tampoco pudo decírselo.

—Es la estatuilla negra de una joven que chilla —insistió el periodista.

Doc Greene levantó la vista de la hoja de papel pero las vibraciones no aumentaron.

—¿De qué se trata? ¿Es un chiste?

—Lo era, Doc. Ha ganado la apuesta —Sweeney le entregó el dinero—. Vale la pena. Ha contestado a mi pregunta, y ahora creo en usted, seguro.

—¿Se refiere a Mimi Chillona y la estatuilla negra? No, no he oído hablar de tal cosa. ¿Una estatua de mujer chillando? ¿Una estatua llamada Mimi Chillona? ¿M-i-m-i?

—Exacto. No ha oído hablar de la estatua. No tengo por qué creerle necesariamente, Doc, pero sí creo en los bordes de la hoja de papel.

—Muy listo, Sweeney. Un detector de mentiras de confección casera… No, no es esto: un indicador de reacciones. Me quedo con sus cinco pavos, pero le invito a una copa. ¿Vale?

Sweeney asintió y pidió dos copas.

Doc volvió a acodarse en la mesa.

—Entonces, usted ha mentido. Tiene una pista. Vamos, cuénteselo a papá. Papá puede ayudarle.

—Bebé no necesita ayuda, papá. Papá se muestra demasiado ansioso por acuchillar a Bebé con una hoja afilada.

—Me subestima, Sweeney. Creo que podré pasar sin su ayuda. Y siento curiosidad. Tendré que satisfacerla.

—Pruébelo.

—De acuerdo —los ojos de Doc Greene parecían enormes, hipnóticos detrás de sus gafas—. Una estatuita llamada Mimi Chillona. Casi todas las estatuitas se venden en las tiendas de objetos artísticos y en las de «souvenirs». Una de las chicas atacada trabajaba, al menos trabajó un día, en una tienda de esa clase. Olvidé en cuál, de todas maneras los periódicos me lo dirán. Si voy a ver al dueño y le pregunto si ha oído hablar de una tal Mimi Chillona, ¿averiguaré algo?

—Le había subestimado, Doc —admitió Sweeney, levantando su copa.

—Y yo a usted, Sweeney, cuando casi creía que no tenía ninguna pista. A su mala salud.

—A la suya.

—¿Tengo que visitar a ese propietario de objetos de arte —preguntó Doc, después de beber—, y empezar desde allí, o me lo cuenta usted?

—Lo haré yo. Lola Brent vendió una estatuita de una joven desnuda y chillando antes de ser asesinada. Existen razones para creer que el Destripador fue su cliente, que la siguió al salir y que la mató. Es probable que la estatuilla aumentara sus insanos deseos, pues es un objeto que puede atraer a un psicópata.

—¿Le gusta a usted?

—No me gusta; en cambio la encuentro fascinante. Incidentalmente, está muy bien hecha. Y seguí la pista. A Chicago sólo han llegado dos. Yo tengo una. El Destripador posee la otra.

—¿Lo sabe la policía?

—No, estoy seguro de que no.

—Le diré una cosa, Sweeney: tiene la suerte del irlandés. A propósito, ¿lleva usted su suerte demasiado lejos o va pertrechado?

—¿Pertrechado?

—Si lleva una navaja o una pistola. En una palabra, si va armado. Si el Destripador, o quien sea, hubiese visitado mi casa y se hubiera llevado una navaja y un cortaplumas, llevaría toda mi artillería encima. Si el Destripador supiera dónde está mi choza, dormiría con una escopeta en las manos. ¿O ya lo sabe, Sweeney?

—¿Se refiere a…?

—Sí.

—¿Quiere mis coartadas? —sonrió el periodista—. No sé nada de lo que hice hace dos meses. Dudo que pudiera descubrirlo. En cuanto a los otros dos asesinatos, estuve borracho durante dos semanas. Sólo Dios sabe dónde estuve[9] y lo que hacía, y le juro que no estuve con Dios todo el tiempo. En cuanto a anteanoche, cuando atacaron a Yolanda, estuve en la escena del crimen hacia la hora en que se cometió, aproximadamente. ¿Qué tal mi serie de coartadas?

—He oído coartadas mejores —gruñó Greene—. En realidad, nunca he oído una peor. Sweeney, como psiquiatra, no creo que pertenezca usted al tipo del Destripador, pero puedo estar equivocado. ¿Es usted?

El periodista se puso de pie.

—Que me maten si se lo digo, Doc. En ese duelo de amabilidades entre los dos, es lo único que tengo sobre usted. Y dejaré que medite sobre ello. Si lo soy, gracias por advertirme respecto a lo de la escopeta de cañones recortados.

Salió del local. Empezaba el crepúsculo. No le dolía ya la cabeza y se sentía casi humano otra vez.

Fue por la Clark Street casi sin pensar adónde iba; en realidad, sin pensar en nada. Dejó libre a su mente y ésta le dejó libre a él, y ambos armonizaron magníficamente. Empezó a tararear una melodía y de pronto prestó atención para saber cuál era; resultó ser una Danza húngara de Brahms. Dejó de escucharla.

Contempló, en cambio, las secuencias que pasaban por su cerebro. Eran maravillosas. Yolanda sentada a la mesa, frente a él, aunque sólo fue durante unos minutos; Diablo, el perro, tan bien amaestrado como los del circo, enroscado a sus pies, con un vendaje incongruente en lo alto de la cabeza, como resultado del disparo efectuado por el policía a través del cristal de la puerta de aquel edificio. Sweeney admiró tanto la puntería del policía, o casi tanto, como la siguiente secuencia en su cerebro: el hermoso cuerpo de Yolanda, a la luz de la linterna del otro policía.

Suspiró y luego sonrió. Nunca se le había ocurrido pensar que una mujer fuese tan hermosa. Todavía no lo creía. Había aguardado con temor su encuentro con Yolanda en El Madhouse. Al fin y al cabo, estaba borracho la primera vez que la vio, ¿cuándo fue?… unas cuarenta y ocho horas antes. Sí, le habría desilusionado, aunque no sorprendido, verla de manera distinta. O igual de bella, pero hablando con acento barriobajero.

En cambio, era más hermosa de lo que recordaba. Sobre todo, la cara. Y aún más, aquel aire de misterio que, cuarenta y ocho horas atrás, él había creído consecuencia de las raras circunstancias del crimen. No, el aire de misterio seguía presente. Yolanda Lang tenía algo más que una cara y un cuerpo estupendos.

«Godfrey», pensó, «será mejor que tengas razón.»

Sonrió porque sabía que la tenía. Si uno desea algo ardientemente, siempre lo consigue.

Y él iba a conseguirlo.

Si se lo hubiese preguntado antes de conocer a Doc Greene, no lo hubiera dicho. Si Yolanda hubiese sido una cuarentona gordinflona, cosa que no era, Sweeney habría llevado a cabo su tarea sólo porque él y Greene se odiaban mutuamente. Aquel hombre le ponía la carne de gallina, casi literalmente.

Si al menos pudiera demostrar que Doc Greene era el Destripador.

Sin embargo, poseía dos coartadas y la policía las aceptaba. Además, Greene dijo que la policía se había interesado por él y que comprobaron las coartadas. Claro que esto era fácil de averiguar. Tenía que hacerlo.

Además, podía empezar ahora mismo.

Estaba atravesando Lake Street en dirección al Loop y continuó hacia Randolph. Al llegar allí, torció al oeste, hacia el bar, situado entre Clark y Lasall, donde solían reunirse los periodistas del Blade.

No había ninguno en aquel momento; por lo que pidió whisky que mezcló con soda, a fin de poder quedarse hasta que llegara alguno de sus compañeros.

—¿Crees —le preguntó a Burt Meaghan, que regentaba el establecimiento y estaba solo en aquel instante— que alguno de los muchachos vendrá esta noche a jugar al pinacle?

—Seria muy raro que no viniesen. ¿Dónde te metiste, Sweeney?

—Por ahí, por allá… Estuve borracho, por si no lo sabías. ¿Acaso no te cuentan estas cosas, Burt?

—Sí, ya lo oí. En realidad, la primera semana de tu… oscurecimiento, estuviste aquí varias veces. Pero no se te ha visto el pelo desde entonces.

—No creí que me echaras en falta. Oye, Burt, ¿conoces a Harry Yahn?

—Le conozco. Personalmente, no. Yo no me muevo por los círculos elevados. A dos manzanas de aquí tiene un local que regenta él mismo. Y también posee intereses en otros establecimientos.

—Yo he estado fuera del mundo —dijo Sweeney—. ¿Cómo se llama ese local que dirige?

—El nombre es Tit-Tat-Toe. Eso en la fachada, claro. ¿Quieres saber qué hay dentro?

—No me hace falta. Sé los gustos de Harry. Lo que pasa es que perdí la pista del sitio donde operaba.

—No hace mucho que inauguró ese local. Un mes, aproximadamente. Perdona, Sweeney.

Se alejó hacia el otro extremo del mostrador para atender a un cliente. Sweeney trazó unos círculos mojados con el fondo de su vaso sobre la madera y pensó que a lo mejor tendría que visitar a Harry Yahn. Esperaba no tener que hacerlo, porque meterse con Harry era tan saludable como cortarse las uñas con una sierra mecánica. No obstante, necesitaría dinero antes de que terminase el asunto. Todavía le quedaban unos ciento cincuenta dólares de los tres cheques, aunque no serían suficientes para lo que planeaba.

Alguien le tocó la espalda y dio media vuelta. Era Wayne Horlick.

—El individuo que precisamente quería ver —exclamó Sweeney—. Después hablan de la suerte del irlandés.

—Te cuesta diez pavos tener tanta suerte —sonrió Horlick—. Te cuesta diez pavos. Y me alegro de verte.

—¿De cuándo? —suspiró Sweeney.

—Hace diez días. Aquí. ¿No te acuerdas?

—Claro que sí —mintió el periodista. Pagó la deuda—. ¿Un vaso por los intereses?

—Eso nunca se rechaza, Rye.[10]

Sweeney apuró su vaso y pidió otros dos.

—El por qué deseaba verte, si eres curioso, es porque has estado trabajando en el caso del Destripador.

—Sí. Por lo menos, en los últimos acontecimientos. No sé quién se ocupó de lo de Lola Brent, hace un par de meses. A mí me encargaron del segundo, el de Stella Gaylord, y estoy en eso desde entonces.

—¿Alguna pista?

—Ninguna, Sweeney. Y de haber hallado alguna se la habría pasado a la policía, con sumo gusto. No quiero encontrarme con ese Destripador. Excepto cuando esté entre rejas, después de atraparle Bline. ¿Sabes que hay una brigada especial ocupándose de estos crímenes y que el capitán Bline está al frente?

—Carey me lo dijo. ¿Crees que lo cogerán?

—Seguro…, si continúa apuñalando a las damas ¿Has hablado ya con esa Yolanda?

—Sí, hace menos de una hora. ¿Por qué?

—Me figuré que lo harías —rió Horlick—, después de leer tu relato. Buen trabajo, amigo. A todos se nos hizo la boca agua. También la mía. Desde el otro día he intentado entrevistar a esa chica, sin ningún resultado. Me imaginé que tú sí lo conseguirías.

—¿Por qué? —quiso saber Sweeney con curiosidad mal disimulada—. No pregunto por qué te imaginaste que lo intentaría sino que lo conseguiría.

—Por el artículo que escribiste. Lejos de mi ánimo alabar lo escrito por un colega, Sweeney, pero tu artículo era casi un clásico del periodismo. Y, además, valía unos diez mil dólares de publicidad para la artista, aparte de la conseguida con el ataque sufrido por parte del Destripador. Doc Greene debe quererte como a un hermano.

—Seguro —rió Sweeney—. Como Caín amaba a Abel. Oye, Horlick, ¿hay algo en alguno de esos casos que no haya saltado a la letra impresa? He leído ya todo lo referente a Lola Brent y a Stella Gaylord; en cambio, no sé nada sobre la tercera víctima, Dorothy Lee.

Horlick reflexionó unos momentos y al final negó con la cabeza.

—No recuerdo nada, nada que valga la pena mencionar. ¿Por qué? ¿Estás realmente interesado? ¿Hasta mucho más allá de tu entrevista con esa reina del striptease? Oh, no necesitas decírmelo.

Sweeney decidió aferrarse a la mentira que había contado ya a Joe Carey.

—He de escribir unos artículos para uno de esos semanarios sensacionalistas, y el mejor modo de hacerlo es estar al corriente de todos los detalles, de forma que cuando atrapen al asesino, llevaré bastante delantera a los demás periódicos y revistas.

—Buena idea…, si llega a solucionarse el caso. Aunque se solucionará si ese tipo sigue pinchando. La suerte no le sonreirá siempre. Ojalá que Walter te asigne este caso. A mi no me gusta. ¿Quieres que hable en tu favor?

—No, gracias. Carey ya se ofreció a hablar por mí. Si tú le hablaras también, Walter entraría en sospechas, creyéndose que soy yo quien mueve los hilos. Bueno, ¿qué sabes de Doc Greene?

—¿Por qué? ¿Piensas achacarle los crímenes?

—Me encantaría. Ah, yo también le quiero como a un hermano. Me dijo que la policía sospechaba de él y que logró presentar dos coartadas muy sólidas en dos de los casos. Aseguró que se las aceptaron. ¿Sabes algo de eso?

—Naturalmente, eso debió de ser después de lo de Yolanda —objetó Horlick— lo sea en estos dos últimos días. No, Bline no me contó nada respecto a haber sospechado de Greene. Aunque supongo que habrán comprobado los movimientos de todos los relacionados con los cuatro casos, o con uno de ellos, por separado.

—¿Qué impresión te causó Greene, Horlick?

—Me altera la sangre. ¿Te refieres a eso?

—Eso es exactamente lo que me ocurre a mí —dijo Sweeney—. Y por esto voy a invitarte a otro trago. ¿Rye?

—Siempre Rye.

—¡Eh, Burt, un Rye para Horlick! Yo pasaré esta vez.

Realmente pasó y no permitió que Horlick invitara a otra ronda. Media hora más tarde regresó a su pensión.

La señora Randall le oyó entrar y abrió la puerta de la salita.

—Señor Sweeney, un caballero desea verle. ¿Debo decirle que…?

En el umbral se hallaba ya un hombre corpulento.

—¿William Sweeney? Me llamo Bline, capitán Bline.