7

La reluciente navaja se hallaba delante de la garganta de Sweeney. Ascendió hasta su barbilla y la arañó ligeramente, llevándose el jabón y los pelos y dejando una tez limpia y suave. La navaja volvió a descender.

—Fíjese, por ejemplo, en ese asunto del Destripador —siguió diciendo el barbero. Limpió la navaja en un papel de seda y reanudó su labor—. Tiene a toda la ciudad en un puño. A mí me fastidió anoche.

Sweeney lanzó un gruñido como interrogando.

—Llevaba una navaja. Tengo en casa una piedra de afilar muy buena, una Swatty, y de cuando en cuando me llevo al piso una de éstas para afilarla con tranquilidad. Siempre la coloco en el bolsillo interior de la chaqueta, de manera que sobresale un poco la parte superior y ¡maldito! si podría detenerme un toro furioso en la calle. Ah, pero no fue un toro quien me detuvo sino un poli. Menos mal que llevaba mis documentos encima. Si no llego a ser barbero me enchiquera ese tipo. Mucha gente, por lo visto, cree que el Destripador es barbero. Pero no lo es.

La navaja volvió a arañar.

—¿Cómo lo sabe? —se interesó Sweeney.

—La garganta. Un barbero que se volviera loco se dedicaría a cortar gargantas. Durante todo el día, la gente está debajo de él, con la garganta bien a la vista y la barbilla levantada, y no existe ni un solo barbero que no haya pensado alguna vez lo fácil que seria hum… usted ya me entiende.

—Creo que sí —se amoscó Sweeney—. Oiga, no vaya a ocurrírsele hoy hacer una prueba, por favor.

—No, hoy no —sonrió el barbero—. En cambio, algunas veces uno se enfada y…

—Pues no se enfade hoy —rezongó Sweeney, encogiéndose ligeramente en el sillón.

La navaja volvió a arañar.

—Una de las tres fulanas que mató —continuó el barbero—, trabajaba a una manzana de aquí. En el bar de la esquina.

—Lo sé —admitió Sweeney—. Ahora voy hacia allí ¿Conocía usted a la muchacha?

—La vi en el bar lo bastante para reconocerla cuando miré su foto en el periódico. Pero no suelo ir a esa clase de cafeterías a menudo. Es imposible con lo que gano. Te dejan seco antes de que te des cuenta, con los cinco o diez pavos de tanto por ciento, más lo que has tomado. No es que no sepa gastarme cinco o diez pavos por algo más que un rato de conversación. Ah, ya hablo bastante durante el día. ¡Hay que ver la de charlatanes que se sientan en estos sillones!

Colocó una toalla caliente sobre la cara de Sweeney y le friccionó el rostro.

—Además, supongo que el Destripador utiliza un cuchillo y no una navaja. Sí, es posible utilizar una navaja como ésta, pero me imagino que no serviría para dar una cuchillada tan larga como las que él hace. Para poder empuñarla bien, hay que poner esparadrapo en el mango. Por otro lado resultaría muy difícil de llevar. Y si alguien la viese, sería fatal. Creo que debe usar una especie de cortaplumas, una cosa que pueda llevar legalmente. Un cuchillo importado de antes de la guerra con una hoja de acero auténtico, de ésas que pueden afilarse en casa sin compromiso alguno. ¿Corte de pelo?

—No.

—¿Qué cree que usa? ¿Un cuchillo o una navaja?

—Pues… —gruñó Sweeney, saltando del sillón—. ¿Qué le debo?

Pagó y salió al sol de agosto. Caminó una manzana hacia el oeste, según la dirección que indicaba el periódico.

La fachada del bar era resplandeciente, con tubos de neón rojizos bajo la luz solar, proclamando que aquello era El rincón de Susie. Las ventanas hexagonales impedían ver el interior, a causa de las cortinas negras, mas en ellas se veían unas fotografías de cuerpos femeninos no muy castos. Si uno quería observar el interior, había un vidrio en forma de diamante en la mitad superior de la puerta.

Sweeney no miró. Empujó sencillamente la puerta y entró.

El ambiente era fresco y oscuro. No había clientes. Un camarero permanecía detrás del largo mostrador, y dos chicas, una con un vestido rojo, y la otra con uno blanco y lentejuelas de oro, estaban sentadas en unos taburetes, al otro extremo de la barra. No tenían bebidas ante sí. Los tres miraron a Sweeney al abrirse la puerta.

El periodista eligió un taburete del centro del mostrador y depositó un billete de cinco dólares sobre el mismo. El camarero se aproximó presuroso. Una de las chicas, la del vestido rojo, comenzó a bajar de su taburete, mas el camarero llegó antes, y Sweeney le pidió un whisky de centeno con soda antes de que la muchacha estuviese a su lado.

—Hola.

—Hola —contestó Sweeney.

—¿Estás solo?

Sweeney asintió.

—¿Me invitas?

Sweeney volvió a asentir. El camarero ya la estaba sirviendo. Luego, se alejó. La del vestido rojo le sonrió a Sweeney.

—Me gusta que hayas entrado. Esto —añadió la muchacha— está totalmente muerto desde que llegué hace una hora. Tú no tienes la pinta de los tipos que vienen por aquí. ¿Quieres que nos sentemos en un reservado? Me llamo Tess, de manera que ya nos hemos presentado. Anda, vamos a un reservado y Joe nos traerá unas…

—¿Conocías a Stella Gaylord?

Tess enmudeció mirándole fijamente.

—¿No serás otro de la bofia, verdad? Esto está lleno de polis desde que sucedió lo de Stella.

—Entonces la conocías. Bueno, no, no soy de la bofia. Soy periodista.

—Oh, uno de esos. ¿Puedo tomar otro trago?

Sweeney asintió y el camarero, que no estaba lejos, se acercó para servir a Tess.

—Háblame de Stella.

—¿Hablarte…? ¿De qué?

—De todo lo que sepas. Como si yo nunca hubiese oído hablar de ella. Y en realidad, así es. No me ocupé de su caso. Cuando la mataron, yo estaba de vacaciones.

—Oh… ¿Y ahora si te ocupas de su muerte?

Sweeney lanzó un suspiro. Tendría que satisfacer la curiosidad de la muchacha antes de que ella complaciera la suya.

—No para el periódico. He de hacer unos artículos para una revista especializada en casos criminales. Bueno, tan pronto esté solucionado el caso. Las buenas revistas sensacionalistas no publican nada sobre casos sin solucionar. Quiero acumular la mayor cantidad de datos para cuando llegue el momento.

—Ya… Por una cosa así deben pagar bastante, ¿no? ¿Cuál será mi parte, hermano?

—Una copa —respondió Sweeney, llamando al camarero—. Escucha, amiguita, hablaré con unas cincuenta personas que conocieron a Stella Gaylord, a Dorothy Lee y a Lola Brent, y con los polis que trabajan en estos casos. Pero si a cada uno de ellos he de darle una tajada de lo que yo saque, suponiendo que se solucione el caso y yo cobre por los artículos, ¿qué me quedará a mí?

—No cuesta nada probar… —sonrió Tess.

—Pues no, jovencita. Sin embargo, si me ayudas a solucionar el caso, partiré contigo la pasta. ¿No sabrás, por casualidad quién mató a Stella?

—Hermano, si lo supiese —el rostro de Tess se endureció—, lo sabría ya la Policía. Stella era una buena chica.

—Háblame de ella. De todo. De su edad, de dónde venia, qué deseaba, cómo era…, de todo.

—No sé qué años tenía. Unos treinta, creo. Era de Des Moines, vino de allí hace unos cinco años, según me contó una vez. Cuando la mataron sólo hacía un mes que nos conocíamos.

—¿Fue cuando tú empezaste aquí, o ella…?

—Cuando yo empecé. Ella llevaba aquí un par de meses. Yo antes estaba en Halsted. Un local peor que éste por el aspecto, aunque se ganaba más pasta. Pero allí siempre había escándalos, y a mí no me gustan en absoluto. Me porto bien con la gente si la gente se porta bien conmigo. Nunca me peleo ni…

—Háblame de Stella —insistió Sweeney—. ¿Cómo era de aspecto? Vi su foto en el periódico; no era muy buena.

—Lo sé, también la vi. Stella era bonita. También tenía una buena figura. Había intentado ser modelo, pero para eso hay que tener buenas influencias. Tenía, como dije, unos treinta años, y el cabello tirando a rubio. Hubiera debido teñírselo, pero no quiso. Ojos azules. Metro sesenta, aproximadamente.

—¿Cómo era por dentro? —inquirió Sweeney—. ¿Qué deseaba sacarle a la vida?

—¿Qué deseamos sacarle las demás? —Tess se encogió de hombros—. Pasarlo bien, supongo. ¿Cómo puedo saber cuáles eran sus ambiciones? ¿Cómo sabemos cuáles son las de los demás? Vaya, me has hecho una pregunta muy graciosa. ¿Otra copa?

—Está bien —consintió Sweeney—. ¿Trabajabas aquí con ella la noche que la mataron?

—Sí, ya le conté a la policía todo lo que sé.

—Ahora cuéntamelo a mí.

—Tenía una cita. Para después de las dos. Aquí cierran a esa hora. Con un tipo que entró hacia las diez o la once y charló con ella una media hora. No le había visto nunca ni ha vuelto por aquí.

—¿La recogió a las dos?

—No, tenían que encontrarse no sé dónde. En el hotel del fulano, supongo. Esto —cambió de tono, mirando fieramente al periodista— no lo hacemos casi nunca. Pero a veces, si nos gusta un tipo, ¿por qué no?

—Claro, ¿por qué no? —concedió Sweeney—. ¿Ganáis mucho con el alterne?

—No lo bastante para vestir como tenemos que vestir. Ni para todo lo demás. Este no es un buen negocio; claro que los hay peores. Al menos, salimos con el hombre que queremos. Te advierto que tenemos de diez a veinte proposiciones cada día. Aunque —sonrió maliciosamente, mirando a Sweeney— no tan temprano como ahora. Tú has sido nuestro primer visitante hoy.

—Para una visita puramente profesional, no lo olvides —sonrió a su vez el periodista—. ¿Qué recuerdas del sujeto que estuvo hablando con Stella aquella noche?

—Prácticamente, nada. No me fijé en él. Cuando se marchó, Stella se me acercó. Bueno, yo en aquel momento estaba sola, y me dijo que debía encontrarse con aquel pájaro después de las dos. Luego, me preguntó qué opinaba yo del fulano. Pero sólo le había echado una ojeada cuando estaba sentado con ella y recuerdo haber contestado a Stella que me parecía un hombre corriente. Me parece que llevaba un traje gris. No era ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. De lo contrario, me acordaría. Quizá no le reconocería si volviese a verle.

—¿No tenía, por casualidad, una cara muy redonda con unas gafas de cristales muy gruesos?

—No, que recuerde, aunque tampoco juraría que no fuese así. Y te diré una cosa: nadie se fijó en él. Los polis ya lo preguntaron. Por tanto, no vale la pena que interrogues a George, el camarero, ¿sabes?, ni a Emmy, esa del vestido de lentejuelas. Los dos estaban aquí aquella noche y se acuerdan de ese individuo tan poco como yo.

—¿Tenía enemigos Stella?

—No, era una chica muy amable. Incluso a las que trabajábamos con ella nos caía bien, y esto es mucho decir. Vaya, para adelantarme a tu próxima pregunta, digo que no, no tenía ningún amigo formal ni vivía con nadie. Claro que alguna noche tenía una cita, pero vivir en serio, no vivía con nadie.

—¿Tenía familia en Des Moines?

—Sus padres murieron, me dijo en cierta ocasión. Si tenía más parientes, nunca habló de ellos. Sospecho que estaba sola en la vida.

—Vivía en West Madison, a unas tres manzanas de aquí. ¿Es un hotel o una pensión?

—Un hotel, el Claremore. Un tugurio. ¿Puedo tomar otra copa?

Sweeney chascó los dedos en dirección al camarero.

—Esta vez también a mí —dijo.

—Oye, Tess —continuó, echándose más atrás el sombrero—, me has dicho cómo era Stella, lo que hacía. Pero ¿cómo era por dentro? ¿Por qué trabajaba aquí? ¿Cuál era su meta?

La muchacha del vestido rojo levantó su copa y estudió su contenido. Después, miró a Sweeney con gravedad por primera vez.

—Eres un tipo muy divertido. Creo que me gustas.

—Estupendo…

—Me gusta incluso la forma con que has dicho esto. Sarcástico como un demonio, pero… Ah, no sé qué estoy diciendo. En este negocio, una conoce a toda clase de sujetos y… —se echó a reír y vació la copa—. Supongo que si un Destripador me liquidase, tú también querrías saber por qué me he metido en esto y lo que busco en realidad. Tú… ¡Oh, al infierno!

—Eres una chica magnífica —observó el periodista—. No te dejes abatir nunca. Me gustas…

—Oh, claro, seguro. Yo sé lo que soy. De manera que vamos a dejarlo. Te diré lo que deseaba Stella. Un salón de belleza. En una ciudad pequeña, muy lejos de Chicago. Anda, ríete si quieres. Pero para esto estaba ahorrando el dinero. Lo ahorró, trabajando de camarera, pero se cansó y lo dejó. Este trabajo le gustaba tan poco como a mí, tan poco como a todas nosotras, pero llevaba en esto un año, y con otro más tendría el dinero suficiente para que su sueño fuese una realidad.

—O sea que tenía algunos ahorros… ¿Quién los hereda?

—Nadie, que yo sepa —Tess se encogió de hombros—. A menos que se presente algún pariente. Mira, recuerdo una cosa. Stella tenía una amiga que es camarera o lo era cuando ocurrió aquello. En un restaurante que permanece abierto toda la noche en la State Street, al norte de la Chicago Avenue. Casi siempre iba a tomar un bocado cuando salía a las dos de aquí. Les dije a los polis que tal vez estuvo allí también aquella noche, como otras veces, antes de reunirse con el pájaro. O quizá se encontraron en el restaurante y no en el hotel o en otro sitio cualquiera.

—¿Sabes cómo se llama esa camarera?

—No —negó Tess—, pero conozco el restaurante. Es la tercera o cuarta puerta al norte de la Chicago Avenue, en el lado oeste de la State.

—Gracias, Tess —sonrió Sweeney—. Ahora será mejor que me largue —miró el dinero que había sobre el mostrador; era el cambio de los diez dólares que dejó antes: tres dólares y unos níqueles.

—Guarda esto debajo del colchón —le dijo a la joven—. Volveremos a vernos.

—Espera… —ella le puso una mano en el brazo—. ¿Lo dices de veras? ¿Volverás?

—Tal vez.

Tess suspiró y le soltó el brazo.

—De acuerdo, no volverás. Los chicos guapos nunca vuelven.

Cuando Sweeney salió a la calle, el impacto del calor fue como un bofetón. Vaciló un momento; luego anduvo hacia el oeste.

El hotel Claremore, desde la acera, era sólo un neón y una escalera poco grata. Sweeney subió los peldaños hasta el estrecho vestíbulo del segundo piso.

Un individuo corpulento, que llevaba por lo menos dos días sin afeitarse, estaba clasificando el correo detrás del mostrador.

—Completo —masculló al ver a Sweeney.

Volvió a ocuparse de las cartas. Sweeney se inclinó contra el mostrador y aguardó.

Finalmente, el conserje levantó la vista.

—Stella Gaylord vivía aquí —afirmó el periodista.

—¡Maldición! Otro poli u otro periodista. Sí, vivía aquí. ¿Qué hay con ello?

—Pues nada.

Sweeney volvió la cabeza hacia el oscuro corredor, de puertas a ambos lados, grandes desconchones en las paredes, y a la raída alfombra del tramo de escalones que conducía al otro piso. Aspiró el aire viciado de la atmósfera. Stella Gaylord, pensó, debió desear con toda su alma el salón de belleza para no vivir en un antro como éste.

Miró de nuevo al corpulento conserje para formularle una pregunta, mas no la hizo. Salió a la calle.

Por el reloj del escaparate de una tienda de bisutería del portal contiguo se informó que todavía faltaba una hora para su cita con Greene y Yolanda Lang en El Madhouse.

También recordó que tenía que comprar un reloj. Entró en la tienda y lo adquirió.

Mientras metía el cambio en su cartera, le preguntó al dependiente:

—¿Conocía a Stella Gaylord?

—¿A quién?

—Así es la fama —comentó Sweeney—. Olvídelo.

Ya fuera, detuvo un taxi y se dirigió a la State Street, al norte de la Chicago Avenue. La camarera amiga de Stella no estaba de servicio, pero quizá conseguiría su dirección y podría hablar con ella.

El restaurante se llamaba Dinner Gong. Dos camareras estaban detrás de la barra y un hombre en mangas de camisa, que parecía el propietario del local, se hallaba detrás de la caja registradora, situada en el mostrador del tabaco.

Sweeney compró unos cigarrillos.

—Oiga, soy del Blade —dijo—. Ustedes contrataron a una camarera que era amiga de Stella Gaylord. ¿Sigue en el turno de la noche?

—¿Se refiere a Thelma Smith? Se despidió hace una semana. Le asustó trabajar en este distrito después de lo ocurrido a Stella.

—¿No sabe su dirección, me refiero a la de Thelma?

—No, se fue de la ciudad, es todo lo que sé. Habló de irse a Nueva York, posiblemente esté allí.

—Stella estuvo aquí aquella noche, ¿verdad?

—Sí. Yo no estaba, pero sí estuve presente cuando la policía interrogó a Thelma. Les contestó que Stella entró aquí poco después de las dos, para tomarse un bocadillo y un café.

—¿No sabe si le confió a Thelma adónde iría al salir de aquí?

El propietario negó con la cabeza.

—Probablemente, a algún sitio próximo, o no habría venido hasta aquí desde la Madison por un bocadillo. Comía muy poco. La policía se imagina que estaba citada en la habitación de algún hotel cercano.

Sweeney le dio las gracias y salió del restaurante. Estaba seguro que no serviría de nada buscar a Thelma Smith. La policía ya la había interrogado. Y si su marcha de la ciudad resultaba sospechosa, también lo investigarían.

Mientras esperaba poder cruzar la Chicago Avenue, le vino a la memoria algo que no preguntó a Tess. Después de cruzar la calzada, telefoneó al Rincón de Susie desde el drugstore de la esquina.

—Soy el periodista que ha hablado contigo hace media hora, Tess. Acabo de recordar una cosa. ¿Te habló alguna vez Stella de una estatuita negra, la estatua de una joven, de unos quince centímetros de alto?

—No. ¿Dónde estás?

—Perdido en la niebla —fue la respuesta de Sweeney—. ¿No subiste nunca a la habitación de Stella?

—Sí, una vez, unos días antes de que…, antes de que muriese.

—¿Viste por allí alguna estatuita como la que digo?

—No, aunque sí había una en la mesita de noche. Una Madonna. Recuerdo que comentó que la tenía desde hacía mucho tiempo. ¿Por qué? ¿Qué pasa con esa estatua?

—Probablemente nada, Tess. Oye: ¿significa algo para ti «Mimi Chillona»?

—Conozco a varias chillonas. ¿Es un chiste?

—No, pero puedes ir preguntándolo si quieres. Gracias de todos modos. Nos veremos.

—Seguro.

Cuando salió del drugstore se dirigió a la Clark Street, en busca de El Madhouse.