6

Era viernes por la mañana o casi mediodía. Sweeney se despertó y estuvo en la cama un rato, después, puso los pies en el suelo y permaneció sentado un poco más, al borde de la cama, tratando de aclarar su cerebro. Ya no le dolía la cabeza. Sin embargo, su cuerpo sí se resentía. La habitación parecía llena de una niebla invisible. De todos modos, logró concentrar la mirada en el despertador y vio que eran las once y media. Había dormido doce horas.

Encima del combinado radio-hi-fi, sobre la superficie fija del mismo, se hallaba la estatuita negra, de unos quince centímetros de altura. Era la figura de una joven desnuda, con las manos tratando de ahuyentar a un destripador, la boca abierta en un alarido eterno y mudo. Su cuerpo, que relajado habría sido bello, estaba sutilmente retorcido, paralizado por el terror. Sólo podía gustarle a un sádico. Sweeney no lo era. Se estremeció levemente y desvió la mirada.

Sin embargo, la vista de Mimi Chillona le desveló por completo. Le sacó de una pesadilla.

También le obligó a tomar un trago y recordar con nostalgia el embrutecido estado de no pensar cuando dos días antes se hallaba completamente ebrio: bueno, un día y medio antes. Ah, quizá fuese agradable volver a aquella situación.

¿Por qué no? Tenía mucho dinero ¿Por qué no salir ahora y tomar un vaso, otro vaso y…?

Por la ventana abierta penetraban oleadas de calor. Tenía el cuerpo sudoroso y respiraba con dificultad.

Se levantó, esbozando un gesto inconsciente como para alejar el calor y la niebla, y sacó un batín del armario. Salió al pasillo para ir al cuarto de baño, y mientras lo llenaba con agua fría, o casi fría, se sentó sobre el borde de la bañera.

Meterse en el agua acabó de despejarle. Respiró hondo y se sumergió completamente hasta el cuello, dejando que la frescura del agua le quitara el calor del cuerpo y aclarase la bruma de su cerebro.

El calor, pensó, es lo que el hombre desea, por lo que vive, por lo que trabaja, hasta que tiene demasiado, y entonces el frío es algo maravilloso y refrescante. La idea de permanecer siempre dentro de una tumba helada es horrible en invierno, pero en verano.

Todo esto eran divagaciones. Como pensar en Lola Brent, la ex corista que amaba tanto a un estafador, que aceptó convertirse en ladrona para ayudarle. Y le vendió una pequeña estatua a un hombre que después la comparó con ella.

Sweeney lanzó una maldición. ¿Qué le importaba a él que una inmunda ramera estuviese dos metros bajo tierra? Más pronto o más tarde habría estado allí, dentro de cinco, de quince años. La muerte es la enfermedad incurable con la que nacen los hombres y las mujeres, y se manifiesta antes o después. Un asesino no mata en realidad: se anticipa. Siempre mata al que ya amenaza, al que va estaba condenado a morir.

En realidad, no le hace daño a su víctima. Hace daño a los que la amaban y han de seguir con vida. El tipo que mató a Lola Brent le había hecho más daño a Sammy Cale que a ella.

Si él, Sweeney, odiase realmente a Doc Greene y quisiera hacerle daño un daño terrible.

De repente, se sentó dentro de la bañera. ¿Y si…?

No, era estúpido. Seguro, alguien que odiase mucho a Doc Greene y deseara hacerle mucho daño hubiera podido matar a Yolanda Lang, pero esto no justificaba los otros asesinatos: Lola Brent, Stella Gaylord, Dorothey Lee. Un ser humano (un ser humano cuerdo, si bien, ¿qué es la cordura?) no puede odiar simultáneamente a cuatro hombres y matar a sus amantes.

Además, esto no justificaba tampoco el sadismo ni a Mimi, y Mimi Chillona era la clave del asunto.

No volvió a sumergirse en el agua, sino que salió de la bañera y se secó con la toalla.

Al terminar esta operación vio cómo desaparecía por el desagüe la última gota de agua y se preguntó: «¿Acabo de cometer un asesinato? ¿Acaso una bañera, al vaciarse, no es una nueva entidad? Algo que en sí mismo tiene una existencia. La vida de un ser humano es análoga al agua de una bañera, que huye por la tubería de desagüe y torna al lago Michigan, después al océano, cuando se saca el tapón de la bañera.» Entonces, vaciar la bañera era un asesinato.

Borró las huellas de su crimen limpiando el baño y regresó a su habitación. Se puso unos calzoncillos y un par de calcetines. Con aquel calor, era suficiente hasta la hora de salir.

¿Y ahora qué? Stella Gaylord, la chica de alterne de la Madison Street. Era mejor llevar los casos cronológicamente. El asesinato de Lola Brent databa de dos meses atrás; el segundo, el de Stella Gaylord, había tenido lugar diez días antes.

Colocó el montón de periódicos sobre la silla, para poder alcanzarlos desde la cama, y se apoyó en la almohada, contra la cabecera del mueble.

¿Por qué no un poco de música?

Ah, siempre le ayudaba a concentrarse más en la lectura. Por un motivo que desconocía, recordaba mejor lo leído si percibía un fondo musical. De esta manera resultaba más vívida la lectura. La utilización de la música había sido descubierta ya por los directores cinematográficos.

Examinó los álbumes de discos, preguntándose qué armonizaría con el asesinato de una chica de alterne. Tal vez algo grande y misterioso. Vaciló ante La consagración de la primavera, de Stravinsky, y avanzó la mano. ¿Muerte y transfiguración, de Richard Strauss? ¿La Patética, de Tchaikowsky? No, demasiado triste, pese a su belleza. Su mano volvió a Muerte y transfiguración. Puso los discos y conectó el aparato. Después, se tumbó en la cama y cogió el primer periódico, de diez días atrás, el que publicaba la noticia del asesinato de Stella Gaylord. Estaba en la primera página, pero en una esquina inferior, en un artículo de diez centímetros apenas, a una sola columna, con el siguiente titular:

EL CUERPO DE UNA JOVEN

ACUCHILLADA EN EL ABDOMEN

ES HALLADO EN UN CALLEJÓN

Sweeney leyó el artículo y decidió que, respecto a los detalles importantes, igual hubiera sido publicar únicamente el titular.

Por fortuna, daban el nombre y la dirección de la difunta, en la West Madison Street, y el sitio donde tuvo lugar el crimen, a la entrada de un callejón de la Huron Street, entre la State y Dearborn. Encontraron el cadáver a las tres y media de la madrugada y, según el médico forense, la joven llevaba muerta menos de una hora.

Aparentemente, no le habían sustraído nada y, ante la mirada divertida de Sweeney, el artículo añadía que la víctima no fue atacada, refiriéndose a que no hubo violación.

Según la Policía se trataba de un maníaco criminal, y no se mencionaba, sin embargo, el asesinato de Lola Brent.

El diario del día siguiente contenía una fotografía de Stella Gaylord. Era una foto muy mala, por lo visto una ampliación de otra, y era posible adivinar que la muchacha era bonita, pero nada más. Publicaban más datos sobre Stella, incluyendo las señas del bar de la West Madison Street donde trabajaba al tanto por ciento del descorche. La vieron con vida al salir sola del bar, a las dos, una hora y media antes de ser descubierto su cadáver.

Por primera vez relacionaban el asesinato de la Gaylord con el de Lola Brent, sugiriendo que era posible que el mismo maníaco hubiese matado a las dos.

El periódico siguiente añadía algunos datos, mas sin noticias de interés.

Sweeney se levantó para desconectar el tocadiscos. La vista de la estatuita negra le recordó algo que debía hacer. Se puso el batín y salió al pasillo para llamar por teléfono.

Pidió larga distancia y le dieron el número de la Compañía Ganslen Art, de Louisville. Unos minutos más tarde estaba hablando con Ralph Burke, el gerente de la firma.

—Aquí, el Blade de Chicago —anunció Sweeney—. Se trata de un asunto relacionado con una de las estatuillas que ustedes venden, en conexión con la investigación de unos asesinatos. Es la pieza MCH-1. ¿La recuerda?

—Temo que tendré que consultar el catálogo.

—Tal vez esto le ayude. Es la figura de una joven aterrada, a la que alguien de su Compañía apodó Mimi Chillona.

—Oh, sí, claro ya me acuerdo. ¿Qué desea saber?

El periodista se sintió aliviado.

—¿Podría decirme cuántas han vendido, especialmente cuántas en Chicago?

—No vendimos muchas, eso lo sé. No es una figura muy popular. En realidad, ni siquiera la pusimos en nuestro catálogo. Probamos con una partida grande, doce docenas y nos han quedado casi todas. Le dimos a cada representante una muestra hace seis meses, y sólo vendieron algunas. Si quiere esperar un instante le diré cuántas se vendieron en Chicago. ¿O quiere volver a llamarme?

—Esperaré.

Antes de un minuto, la voz del gerente se volvió a oír.

—Ya lo tengo. Por suerte, llevamos una carpeta separada para cada pieza. Hubo… dos ventas en Chicago. Sólo dos, en una tienda cuyo dueño es un tal Raoul Reynarde. En conjunto, hemos colocado unas cuarenta, casi todas en las ciudades costeras del este y el oeste. ¿Necesita la cifra exacta?

—No, gracias —repuso Sweeney—. ¿Qué significa este número de serie, MCH-1?

—Las letras MCH, forman parte del número de serie nuestro, llevado en rotación. El número anterior fue MC, y el siguiente MD. El número 1 responde al tamaño y el acabado. Si se tratara de otras medidas y otros materiales, el número de serie sería MCH-2, MCH-3, etc. Pero en este caso no hay tal cosa. A menos que la primera vez nuestros representantes nos pasen pedidos de varias docenas, borramos el número de nuestra línea de compras y ni siquiera lo hacemos figurar en el catálogo. No deseamos perder dinero. Además, sólo vendemos cosas muy populares en varias medidas y estilos.

—¿Qué harán con el centenar aproximado de Mimis que les quedan?

—Nos desharemos de ellas el próximo año, en lotes combinados. Si un cliente pide, por ejemplo, una docena de figuras mezcladas, a gusto nuestro, se las vendemos a la mitad del precio que figura en nuestras listas; de esta forma nos deshacemos de los restos inútiles. Naturalmente, perdemos algo…, pero siempre es preferible esto a tirarlas definitivamente.

—Claro —concedió Sweeney—. ¿Recuerda quién le puso el nombre de Mimi Chillona a la pieza MCH-1?

—Nuestro contable. Tiene la manía de buscar nombres para todas las figuras; dice que esto le ayuda a recordarlas para su trabajo —el gerente se echó a reír—. En cierta ocasión, tuvo un gran éxito. Recuerdo que a nuestro número MA lo llamó Mamá Angela. Fue muy acertado.

—Estoy tentado de comprarles una —río Sweeney—. Bien, volviendo a Mimi. ¿Quién la dibujó, la esculpió o la modeló?

—Un individuo que se llama Chapman Wilson. Artista y escultor, vive en Brampton, Wisconsin. La modeló en arcilla.

—¿Y se la envió a ustedes?

—No, yo mismo la adquirí en Brampton. Yo mismo me encargo de las adquisiciones, para lo cual hago varios viajes al año. Tenemos diferentes artistas fijos, y es más práctico ir a sus estudios a ver qué tienen, y no que nos lo envíen aquí, porque si no interesa hemos de correr con el gasto de devolución. Hace un año que compré a Wilson la MCH-1, junto con otras dos piezas, que estamos colocando muy bien.

—Ese Champman Wilson… ¿modeló a Mimi del natural?

No lo sé, pregúnteselo a él. El original era de arcilla, del mismo tamaño que nuestras copias, sobre unos quince centímetros. Corrí el riesgo de comprarla porque no era una cosa corriente, aunque las cosas extraordinarias a veces no se venden. Es el riesgo que corremos en este negocio.

—¿Sabe algo de la personalidad de Champman Wilson?

—No mucho. Es bastante excéntrico; claro que casi todos los artistas lo son.

—¿Casado?

—No, al menos eso creo. No se lo diga, pero nunca he visto ninguna mujer a su alrededor.

—Ha dicho usted «excéntrico». ¿No podría ser también psicópata?

—No creo. Está un poco chiflado, nada más. Casi todo lo que hace es pura rutina… y se vende bien.

—Muchas gracias. Supongo que eso es todo lo que deseaba saber. Adiós.

Preguntó el precio de la conferencia a fin de abonárselo a la señora Randall y volvió a su habitación.

Se sentó al borde de la cama y contempló la estatuita negra. Tenía más suerte de lo que esperaba: sólo se habían vendido dos Mimis en Chicago. Y él estaba mirando una de ellas. Y la otra… quizá el Destripador la estuviese mirando ahora.

La suerte del irlandés, pensó. Llevaba un día y medio ocupado en el caso y poseía una pista que la Policía habría dado un brazo por tener.

Además, se encontraba ya en forma.

Casi sentía apetito y podría zamparse toda una comida.

Se puso de pie, colgó el batín en el armario y se desperezó estirándose casi sensualmente.

Se sentía bien. Le sonrió a Mimi.

«Muñeca, murmuró para sí, vamos por delante de la Policía, tú y yo. Lo único que tengo que hacer es encontrar a tu hermana.»

La pequeña estatuita negra gritó en silencio, y a Sweeney se le borró la sonrisa. En algún lugar de Chicago, otra Mimi también gritaba como ésta… con más motivos. Estaba en poder de un loco, dueño de un estilete. De alguien con una mente retorcida y una hoja afilada y recta.

De alguien que no quería que Sweeney lo encontrara.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Fue hacia el lavabo para mirarse al espejo. Se pasó una mano por la cara.

Sí, necesitaba un afeitado; por la tarde vería a Yolanda si Doc Greene cumplía su palabra; estaba convencido de que así sería.

Levantó una mano y la estudió: ya no le temblaba. Podría sostener la navaja sin cortarse. Cogió la bacía del estante y la llenó a medias de agua. Después, se jabonó el rostro con la brocha poco a poco, y acto seguido alargó la mano para coger la navaja. No estaba allí.

Dejó la mano inmóvil, a unos centímetros del estante, tan rígido como la chillona Mimi, hasta que inconscientemente la obligó a retroceder.

Se inclinó hacia delante y examinó, atenta e incrédulamente, la marca dejada por la navaja en la tenue capa de polvo.

Se quitó el jabón de la cara con una toalla mojada y se vistió.

Bajó. La puerta de la habitación privada de la señora Randall estaba entreabierta.

—Pase, señor Sweeney —le invitó ella.

El periodista se quedó en el umbral.

—Señora Randall, ¿cuándo quitó por última vez el polvo de mi cuarto?

—Pues ayer por la mañana.

—¿Recuerda si…? —iba a preguntarle si recordaba haber visto la navaja, mas de pronto comprendió que no debía hacerlo. Tanto si lo recordaba como si no, la marca tan reciente demostraba que la navaja seguía allí después de quitar el polvo. Cambió la pregunta.

—¿Entró alguien en mi habitación ayer por la noche o anteayer, después de irme?

—No, no que yo sepa. Anoche estuve en el cine. ¿Acaso le falta alguna cosa?

—No, nada de valor —respondió Sweeney—. Probablemente me lo llevé cuando estaba borracho, la última vez que vine. Humm… ¿Usted no ha entrado en mi cuarto desde ayer por la mañana?

—No. ¿Saldrá esta tarde, Sweeney? Quiero hacerle la cama, y si no va a salir, será mejor que la haga ahora.

—Me marcharé dentro de unos instantes. Gracias.

Regresó a su habitación y cerró la puerta. Rascó una cerilla y estudió minuciosamente la señal en el polvo. Sí, aquella forma era la de la hoja. Por tanto, la navaja estaba allí después de la limpieza. Debieron cogerla el día anterior por la tarde o la noche.

Se sentó en la butaca y trató de recordar si la había visto antes, bien la noche anterior cuando volvió con Mimi, o a primeras horas del día, al cambiarse de ropa. No pudo recordarlo. Claro está, tampoco la necesitaba, ya que se afeitó en casa de Goetz, con la maquinilla eléctrica.

¿Faltaba algo más? Fue al tocador y abrió el cajón de arriba, donde guardaba diversos útiles.

El contenido parecía intacto… De pronto, se acordó del cortaplumas, que guardaba allí.

Había desaparecido.

No faltaba nada más. En el cajón, bien a la vista, estaban los gemelos de oro, de un valor tres o cuatro veces superior al del cortaplumas. Y un alfiler con un circón que un ladrón vulgar habría tomado por un diamante. Sólo faltaba el cortaplumas. Y la navaja.

Miró a Mimi, y comprendió lo que sentía la estatua.