Sweeney estudió el escaparate de la tienda de Raoul. Hacía como que contemplaba la colección de mercancías exhibidas, pero en realidad miraba el interior de la tienda. Dos parroquianas estaban allí dentro. Con Raoul, el propietario, el feminismo del local estaba al cien por cien. Nadie podía engañarse respecto a él.
Sweeney, en su examen del escaparate, vio que no estaba, como otros muchos, repleto de quincallas y chucherías baratas. Los objetos exhibidos eran pocos y todos buenos. Había perritos foo de China, aves religiosas de México, joyas de buen gusto aunque un poco llamativas, un par de candelabros de bronce de talla exquisita en su sencillez; todo lo que había allí era del gusto de Sweeney…, excepto, seguramente, los precios que no estaban a la vista. Su opinión sobre Raoul subió varios puntos.
Una de las parroquianas se quedó con algo y se marchó. La otra sólo daba vueltas, contemplando las estanterías, y Raoul, después de haberle ofrecido seguramente su opinión respecto a algunos objetos, se recostó con indolencia contra el mostrador.
Sweeney empujó la puerta y entró. Raoul, exhibiendo una sonrisa muy de propietario, avanzó a su encuentro. La sonrisa perdió todo su encanto cuando el periodista se presentó.
—Soy del Blade. Desearía hablar con usted sobre Lola Brent.
Pese a su disgusto, Raoul acompañó a Sweeney al fondo de la tienda, lejos de los oídos de cualquier presunta cliente.
—¿Cuándo consiguió Lola el empleo? —quiso saber Sweeney—. ¿El día antes?
—Sí. Vinieron varias chicas por lo del anuncio. Lo puse en su diario, el Blade. Lola traía unas referencias excelentes de una tienda de Nueva York. No sospeché que eran falsas. Iba bien vestida y poseía una personalidad muy atractiva. Además estaba libre y podía empezar a trabajar al momento. Le dije que viniera al día siguiente.
—¿Y vino a mediodía?
—Sí.
—¿Qué sucedió? ¿La atrapó usted robándole y la despidió?
—No fue eso exactamente. Ya se lo expliqué todo a la policía.
—Podría saberlo directamente por ellos —replicó Sweeney—, pero prefiero oír su versión, si no es molestia.
—Desde las doce —empezó Raoul, suspirando— hasta poco más tarde de las tres estuvimos los dos en la tienda. No había mucha clientela y pasé la mayor parte del tiempo dándole a conocer a Lola nuestras existencias, los precios y todo lo necesario para que pudiera desenvolverse bien aquí. Hacia las tres y cuarto, le dije que tenía que marcharme para atender un… ejem… un asunto personal. Estuve fuera algo más de media hora. Cuando volví le pregunté si había vendido algo y respondió que sólo había entrado una persona, y había adquirido un par de sujetalibros. Su precio era la única cantidad marcada en la máquina registradora. Pero, de pronto, observé que faltaba un objeto.
—¿Qué era?
—Una figurita, una estatuilla que valía veinticuatro dólares. Estaba en aquel estante —Raoul indicó el sitio exacto—. La estatuita había estado un poco ladeada y yo la dejé de cara poco antes de salir para mi… asunto personal. Poco después de regresar, observé que la estatua no estaba en su sitio. Bueno, en el estante había habido tres figuras iguales, y en aquel momento sólo había dos, bastante cerca una de la otra para que no se notara el hueco. Le pregunté a Lola si había movido la figurita y contestó que no.
Raoul volvió a suspirar ante el recuerdo.
—Naturalmente, era un momento embarazoso. Yo sabía que la joven no decía la verdad, porque tenía la seguridad de que la estatua estaba en el estante cuando me fui.
—¿No pudo alguien robarla de algún modo?
—Imposible. La figura media doce centímetros de alto y, aunque estilizada, sus brazos estaban extendidos al frente. Era un objeto difícil de ocultar bajo una chaqueta, y no cabía en ningún bolsillo. No era la clase de objetos que escogen los descuideros, se lo aseguro. Además, Lola Brent me dijo que sólo había entrado en la tienda una persona. No, no tuve la menor duda, señor. Ah…
—Sweeney. La acusó de haber vendido la pieza y guardarse la pasta, claro.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Le dije que no deseaba denunciarla, y que si me permitía registrarla completamente en la trastienda, le permitiría irse sin llamar a la Policía.
—¿Encontró el dinero?
—No. Cuando vio que realmente iba a llamar a la Policía a menos que confesase, y que en ese caso la dejaría marchar tranquilamente, admitió el robo. Tenía el dinero, un billete de veinte dólares y cuatro de uno, metido en lo alto de una media. Una caja de caudales muy femenina.
—Entonces, no tuvo que registrarla…, ¿o si lo hizo?
—Claro está que la registré. Yo había reparado en la falta de la estatua y ella confesó haberla vendido, pero, puesto que reconocía esta falta, ¿no era posible que hubiese vendido otras piezas, aparte de los sujetalibros? Yo no podía hacer un inventario en aquellos instantes. Y ella podía haber vendido algo por valor, supongamos, de cincuenta dólares y tener escondido el dinero en la otra media o en, bueno, en el busto.
—¿Era así?
—No. Al menos no le hallé dinero alguno, aparte de unos dólares en su bolso, que supuse eran suyos. No le gustó que la registrara, pero se mostró sensata cuando escuchó mis razones. Además, no era tan tonta como para pensar que yo desease hacerlo por algún motivo inconfesable, si comprende a qué me refiero.
—Comprendo a qué se refiere —sonrió Sweeney—. De manera que cuando ella se marchó debían de ser las cuatro.
—Sí. Por supuesto, no más de las cuatro y cuarto, aunque no comprobé la hora con exactitud.
—¿Se fue sola?
—Naturalmente. Y para anticiparme a su pregunta, no vi si alguien la aguardaba en la calle. Claro está, sabiendo que no era honrada, la seguí con la mirada hasta la puerta, pero no más allá. Ni siquiera me fijé en la dirección que tomaba. Sí, debió irse directamente a su casa, porque tengo entendido que la mataron en un callejón cercano, hacia las cinco. Debió de tener que hacer un transbordo y cruzar el Loop. Sí, tardaría casi media hora, si no más.
—A menos que tomara un taxi o alguien la acompañase en auto, claro. Lo del taxi no es probable, puesto que en el bolso apenas llevaba nada.
Sweeney asintió a estas palabras.
—Tampoco es fácil lo de acompañarla en auto. Su amigo tenía que entrar en esta tienda a las seis, por lo que es difícil que a las cuatro rondase ya por aquí.
—¿Tenía que entrar en la tienda? —Raoul enarcó las cejas.
—Sí, a recoger lo que ella hubiese sisado…
—¿De veras? Esto no me lo dijo la Policía.
—La Policía —sonrió Sweeney—, es muy poco charlatana. Por esto he preferido hablar con usted. A propósito, ¿cree que Lola Brent reconoció a alguno de los que entraron aquel día en la tienda, mientras estuvo presente?
—No, estoy completamente seguro de que no reconoció a nadie.
—¿Qué era la estatuita? Supongo que una figura femenina. ¿Vestida o desnuda?
—Desnuda. Sin nada encima, si comprende a qué me refiero.
—Creo que sí —asintió de nuevo Sweeney—. Algunas mujeres son más provocativas que otras cuando se hallan totalmente desnudas. Es un don que poseen.
—No quiero decir, señor Sweeney —Raoul levantó las manos en un gesto muy expresivo—, que la estatuita fuese pornográfica… Oh, no. Más bien era virginal, de una forma muy peculiar.
—Me intriga usted. ¿Cuántas formas existen de ser virginal? Creí saberlo todo, pero…
—Existen muchas maneras de expresar una sola cualidad —sonrió Raoul, doctrinalmente—. O de aparentarla. La virginidad, en este caso, se expresaba con el miedo, el horror, el odio. La virginidad… o quizá debería hablar de algo virginal…
—¿Cuál es la diferencia? —inquirió Sweeney. Acto seguido se contestó a sí mismo—. Aguarde, creo que le entiendo. Una es física y la otra mental. ¿No es eso?
—Exacto. Y ambas pueden coincidir o no. Muchas mujeres casadas son vírgenes, aunque no lo sean físicamente. Nunca han sido acariciadas realmente; sólo han experimentado el acto físico. En cambio, una doncella que sea virgo intactas puede no ser virgen si sus pensamientos…, ¿me entiende ahora?
—Sí, sí —manifestó Sweeney—. Pero nos estamos apartando de la figurita.
—No mucho. ¿Le gustaría verla? No la que vendió Lola, naturalmente, pero poseo un duplicado. Pedí dos y me gustaron tanto que tengo una en mi apartamento, que está a una manzana de aquí. Ya es hora de cerrar y… Oh, le aseguro que no tengo ningún motivo… ulterior, señor Sweeney.
—Gracias, mas no lo juzgo necesario. La estatuilla apenas puede tener nada que ver con el crimen.
—Claro que no. Pensé solamente que le interesaría de manera abstracta. Incidentalmente —sonrió Raoul—, se la conoce como la Mimi Chillona.
—¿Cómo?
—Una Mimi Chillona. Mimi, el nombre femenino.
—Oiga —exclamó Sweeney, súbitamente—, creo que he cambiado de idea. Me gustaría conocer a esa Mimi, señor… ¿Raoul?
—Reynarde, señor Sweeney, Raoul Reynarde. Si me perdona un momento…
Se acercó a la presunta parroquiana y le comunicó que era la hora del cierre. Sweeney siguió a la mujer hasta la puerta y esperó hasta que Reynarde hubo apagado las luces. Recorrieron una manzana y media de casas por Division Street, y después subieron dos tramos de escaleras hasta el apartamento de Raoul.
—No puedo pedirle que se quede mucho tiempo, señor Sweeney —se disculpó Raoul, cuando encendía la luz del vestíbulo—, porque, ejem…, espero una visita. Pero tenemos tiempo de tomar una copa. ¿Quiere un combinado?
—Sí, gracias. ¿Dónde está Mimi?
—Sobre aquella repisa.
La mirada de Sweeney, que había examinado el bien amueblado apartamento, excesivamente femenino, se concentró en una estatuita de unos quince centímetros de altura, colocada sobre la repisa de la chimenea. Atravesó el salón para estudiarla más de cerca.
De repente comprendió el significado de las palabras de Raoul. Decididamente, había una cualidad virginal en la estilizada figura desnuda, aunque esto sólo se comprendía después. «Miedo, horror y odio», había dicho Raoul Reynarde, y sí, todo estaba allí, no sólo en el rostro, sino en la retorcida rigidez del cuerpo. La boca estaba muy abierta, en un grito mudo. Los brazos, extendidos al frente, con las palmas hacia arriba, como deseando ahuyentar algo espantoso.
—Un objeto exquisito —comentó Raoul desde el otro lado de la estancia, donde estaba preparando las bebidas, sobre un mueble-bar de caoba—. Está hecha con un plástico nuevo, imitación del ébano. Una imitación perfecta. El brillo oscuro es exactamente igual al del ébano, se lo aseguro. Si esta figura fuese lo que parece, es decir, de ébano auténtico, valdría un montón de dinero. Ah —continuó, paseando la mano por el aire de la habitación—, casi todo lo que tengo aquí son cosas originales. No me gustan las imitaciones.
—No estoy de acuerdo —gruñó Sweene—. Por mi parte, prefiero una reproducción de Renoir que un original de una escuela de arte. Claro que es cuestión de gustos. ¿No podría conseguirme una de esas figuras?
—Su combinado, señor Sweeney —sonó la voz de Raoul a espaldas del periodista—. Sí, puedo conseguirle una Mimi Chillona, o eso creo. La compañía que las fabrica, una pequeña empresa de Louisville, Kentucky, debe de tener algunas todavía. Generalmente, las fabrican en serie. Si tanto le interesa, puedo venderle ésta. Aunque haya estado en la repisa de mi chimenea, sigue siendo virginal.
Raoul se echó a reír de su propio chiste.
—Oh, también puedo, si piensa que de este modo seria de segunda mano, llevarla a la tienda y vendérsela allí. La ventaja de ser comerciante, señor Sweeney, es que no necesito cansarme nunca de un objeto de arte o de una bagatela. A menudo, me traigo aquí objetos de la tienda hasta que me harto de ellos y los cambio por otros. Sí, creo que ya estoy harto de esa muñeca chillona. A su salud, señor Sweeney.
El periodista bebió distraídamente, sin apartar los ojos de la estatua, y vació el vaso de una sola vez.
—Antes de que cambie de idea, señor Reynarde… —dejó el vaso sobre una mesita y sacó de su cartera veinticuatro dólares.
—¿Cómo dijo que se llama? —preguntó—. ¿Es éste su nombre o en la compañía que las fabrican le dan otro?
—No sé si recordaré… —Raoul frunció los labios en concentración—. Oh, sí. El nombre procede de la misma compañía; aunque no es su nombre oficial. El viajante me contó que el número de catálogo es el MCH-1, y que alguien de la oficina, con un buen sentido del humor, decidió que MCH significaba Mimi Chillona.
—¿Quién hizo la estatua? Me refiero al original.
—No lo sé. La compañía es la Ganslen Art Company. Fabrican generalmente sujetalibros y figuritas pequeñas, a menudo a precios bastante bajos. ¿Le envuelvo la estatua?
—¿Ponerle bragas a Mimi? —rió Sweeney—. No. La llevaré desnuda por la calle.
—¿Otra copa?
—No, gracias, señor Reynarde. Mimi y yo nos vamos ya.
Cogió la estatuita con delicadeza.
—Oh, no, siéntese, señor Sweeney —le suplicó Raoul, tomando asiento a su vez en un sillón cargado de almohadones. Sweeney continuó de pie—. Una cosa me interesa, señor Sweeney, aunque no sea asunto mío, la verdad. ¿Es usted sádico?
—¿Yo?
—Usted. Lo pregunto a causa de la atracción que esta figura ejerce sobre usted. Esta figura es una orgía masoquista; en mi opinión, sólo puede atraer a un sádico.
Sweeney miró a su interlocutor fijamente antes de responder.
—No, no soy sádico. A pesar de ello, comprendo su pregunta, a la que no hallo respuesta. Tan pronto como vi esa estatua, supe que la deseaba, pero no tengo la menor idea del porqué.
—¿Le atrae como objeto de arte?
—No, en absoluto. Está bien, muy bien ideada; en cambio, creo que no es una gran obra artística.
—¿Quizá una asociación inconsciente? —insistió Raoul.
—Podría ser —admitió Sweene—. De todos modos, gracias. Ahora sí debo irme.
Raoul le acompañó a la puerta, inclinándose ligeramente al despedirse.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Sweeney se preguntó admirado por qué deseaba tanto aquella estatua. Y por qué, especialmente, le molestaba que Raoul hubiese querido enterarse del motivo. Miró la figura que llevaba en la mano y se estremeció…, mental, no físicamente. Maldición, Raoul tenía razón. La estatua no era bonita ni sensual; sólo podía gustarle a un sádico o a un individuo poseedor de alguna anormalidad. Y no obstante, él, Sweeney, había pagado veinticuatro dólares por llevársela consigo a casa. ¿Estaba todavía bebido?
No, no lo estaba. La niebla de su cabeza empezaba a aclararse definitivamente. Y a través de la bruma, casi tuvo un atisbo de lo que podía ser la asociación que Raoul había sugerido. De repente la niebla volvió a espesarse.
Bien, ya lo recordaría más adelante. Suspiró y empezó a bajar. En aquel instante, subía un jovencito regordete, muy guapo, con una cabellera rubia, muy rizada. Se cruzaron en el descansillo, y el muchacho miró con curiosidad la estatuilla que llevaba Sweeney, pero no hizo ningún comentario. Luego, llamó al timbre del apartamento de Raoul Reynarde.
Sweeney continuó bajando por la escalera.
Ya fuera, la noche resplandecía de luces y el aire era cálido y húmedo. Sweeney se dirigió por Division Street hacia Dearborn.
No sabía cuánto tiempo resistiría de aquella manera; cuánto tiempo aguantaría sin comer ni dormir. Volvía a experimentar la conocida náusea. Ah, la comida era un pensamiento irritante, mas era una molestia que debía aceptar, que tenía que tomar.
Forzosamente.
En la Chicago Avenue torció hacia el oeste y entró en un pequeño restaurante, instalándose ante el mostrador. Un camarero con un delantal blanco, que a Sweeney le recordó un cirujano, se aproximó por el otro lado del mostrador, aguardando la orden, y contemplando muy intrigado, al parecer, la estatuita negra que el periodista había dejado de pie frente a él.
—Mimi —dijo—, te presento a Joe. Joe, te presento a Mimi. ¿O no se llama usted Joe, Joe?
El camarero sonrió con cierta inseguridad.
—Casi. Me llamo Jack. ¿Qué le ocurre a esa damita?
—Chilla —explicó Sweeney. Por su parte, estaba a punto de gritar también—. Jack, ¿podría servirme algún plato especial?
—¿Cuál? Si lo tenemos, se lo serviré.
—Pan —contestó el periodista—. Dos rebanadas de pan, solo, sin mantequilla. No muy reciente, pero tampoco seco. Con la costra, ¿eh? En un plato blanco. Creo que podré comérmelo. El pan, no el plato, claro. ¿Tienen eso?
—Se lo preguntaré al cocinero. ¿Café?
—Solo. En una copa, por favor.
Cerró los ojos. Trató de concentrarse en algo que le hiciese olvidar los olores del restaurante, pero sólo consiguió concentrarse en ellos. Cuando oyó el sonido del plato y la copa de café sobre el mostrador, abrió los ojos.
Tomó un sorbo del caliente café y empezó a mordisquear una de las rebanadas de pan. No estaba mal. Podría tragársela.
Empezaba la segunda rebanada cuando regresó el camarero. Se inclinó contra el mostrador y volvió a contemplar la estatua.
—Esta figura te obsesiona cuando la miras. Te roba la voluntad. ¿Dónde la compró?
—Me tocó en una feria —mintió Sweeney—. ¿Qué le debo?
—Quince centavos. Oiga, ¿sabe en quién me hace pensar esa estatua? En el Destripador.
Sweeney estuvo a punto de dejar caer la copa de café. La dejó cuidadosamente sobre el mostrador.
El camarero no lo había observado.
—Quiero decir —continuó Jack—, en una mujer atacada por el Destripador. Ninguna mujer teme ser violada, la verdad. Pero perseguida por un tío loco, con un cuchillo en la mano, y si la acorralase en una esquina…
Sweeney bajó del taburete lentamente. Sacó de la cartera un billete de cinco dólares y lo puso sobre el mostrador.
—Guárdese el cambio, Jack —dijo, cogiendo con firmeza a Mimi por la cintura.
Un automóvil estuvo otra vez a punto de atropellarle al cruzar en diagonal la Chicago Avenue.
La niebla se había esfumado. Comprendió cuál había sido su presentimiento y por qué deseaba tanto a Mimi Chillona. Lo hubiera sabido cuando Raoul comentó que aquella figura sólo podía gustar a un sádico; lo hubiera sabido de tener la cabeza despejada.
Ahora estaba tan claro como la ginebra. Una hora o dos antes de morir acuchillada, Lola Brent había vendido una Mimi Chillona. El hecho de haber sisado en la venta no tuvo nada que ver con su muerte, pero sí el hecho de haberla vendido. El comprador era un sádico loco que la esperó fuera de la tienda y la siguió hasta su casa. Fue una suerte para él que la despidiera tan temprano y que la muchacha se dirigiese directamente a casa, donde pudo acorralarla en la estrechez del callejón. ¿Habría intentado matarla igualmente, a la hora de la merienda, si Lola hubiese continuado en su empleo?
Ahora la cabeza de Sweeney ya estaba despejada; en cambio, su cuerpo le dolía terriblemente. Apretó el paso. Ahora dormiría, tenía que dormir. Y tenía que llegar a la pensión antes de caer redondo sobre la acera.