4

El individuo de cara de luna se sentó en el taburete contiguo al de Sweeney, y los dos hombres se contemplaron mutuamente.

—Escribió usted un artículo excelente respecto a…, a lo que sucedió anoche, señor Sweeney —alabó Greene.

—Me alegro de que le gustara.

—No he dicho que me gustara —replicó Doc Greene—. He dicho que era un artículo excelente. Lo cual es algo muy distinto.

—No entiendo. En este caso, ¿cuál es la diferencia?

Doc Greene apoyó los codos en el mostrador y entrelazó los gordezuelos dedos.

—Un hombre, señor Sweeney —explicó razonadamente—, puede disfrutar un poco con la descripción voluptuosa de una mujer; en otros casos, tal vez no disfrute leyendo sobre ello. Por ejemplo, si la mujer es su esposa.

—¿Es su esposa Yolanda Lang?

—No —negó el agente artístico—. Era sólo un ejemplo, recuérdelo. ¿Ha pedido algo?

Sweeney asintió. Greene llamó al camarero con un dedo. Aquél se acercó con la cerveza y el huevo batido para Sweeney, y puso un vasito delante de Greene.

Mientras el camarero llenaba el vasito, Sweeney sacó con extrema precaución una mano del bolsillo y apoyó las puntas de los dedos sobre la barra: Con cuidado, para que no se notase el temblor, empezó a pasear los dedos por el mostrador, sobre el borde, en dirección al vaso de cerveza.

Sus ojos vigilaban los otros tan enormes de Doc Greene.

La sonrisa había desaparecido del rostro del agente teatral. De pronto, sonrió de nuevo y levantó su vaso.

—¡A su mala salud, señor Sweeney!

Los dedos del periodista se engarfiaron alrededor del vaso de cerveza.

—¡A la suya, Doc!

Cuando se llevó el vaso a los labios, la mano estaba firme. Tomó un sorbo, dejó el vaso y sacó la otra mano del bolsillo.

El temblor había desaparecido.

—Quizá le gustaría que mi salud fuese de mal en peor, Doc —murmuró—. Si lo intenta, será un placer fastidiarle.

La sonrisa de la cara de luna se amplió.

—Claro que no, señor Sweeney. Cuando me hice hombre dejé de lado las niñerías, como dijo el gran bardo.

—La Biblia —rectificó Sweeney—, no Shakespeare.

—Gracias, señor Sweeney. Usted es, como temí al leer el artículo del Blade, un hombre inteligente. Y, como creo adivinar por su apellido, un irlandés obstinado. Si yo le ordenase, y con esto vamos a descender a la lengua vernácula, si yo le ordenase que dejara en paz a Yolanda, esto sólo serviría para volverle mucho más obstinado.

Levantó el dedo para que el camarero volviese a llenarle el vaso.

—Cualquier clase de amenaza resultaría tonta. Lo mismo que sería fútil indicarle la inutilidad de tratar de conquistar a… mi cliente. Como habrá observado, y sé que lo hizo, Yolanda no carece de atractivos. Ah, lo han intentado varios expertos en el arte amatorio.

—Se halaga usted, Doc.

—Tal vez sí, tal vez no. No estamos discutiendo mis relaciones con Yolanda.

Sweeney tomó un sorbo de cerveza.

—Me lo estaba preguntando —sonrió—. En realidad, ¿de qué estamos discutiendo? Creí entender que usted no me ha citado aquí para hablar de la publicidad de ninguna de sus clientes. Y ahora me dice que es inútil que intente algo que usted parece creer que está en mi mente. Bien, ¿por qué ha venido usted?

—Para conocer al señor Sweeney. Tan pronto como leí el artículo comprendí (bueno, soy un poco psiquiatra) que usted seria una espina en mi costado. En el artículo había un algo inefable. Lo mismo habría podido escribir Dante de Beatriz o Abelardo de Eloísa.

—Y también —agregó Sweeney— Casanova de la reina Ginebra, de haber vivido ambos en el mismo siglo, y haberla visto sin bragas. ¿Sabe, Doc? Le odio tanto que empieza a gustarme.

—Gracias. Me ocurre lo mismo con usted. Cada uno de nosotros admira la inteligencia del otro. O admirará usted la mía cuando me conozca mejor.

—Por el momento —observó Sweeney—, admiro su forma de hablar. Inmensamente. Lo único que odio de usted son sus entrañas.

—Y el Destripador nunca las expondrá a la vista del público —objetó Greene—. No es probable, porque este Destripador se dedica a bocados más tiernos —sonrió ampliamente—. ¿No es maravillosa la civilización, señor Sweeney? Dos individuos sentados juntos pueden insultarse mutuamente, amigable pero sinceramente, y gozar de la conversación. Si siguiéramos con la costumbre de uno o dos siglos atrás, uno de nosotros le habría cruzado el rostro al otro con el dorso de la mano, y uno de los dos moriría antes de que el sol estuviese alto sobre el horizonte.

—Una idea magnífica, Doc. Me gusta. Pero las autoridades se muestran muy severas con estas cosas. Bien, volvamos a Yolanda. Supongamos que usted supo leer entre líneas, en mi artículo. ¿Qué piensa hacer? ¿Piensa hacer algo, quizá?

—Naturalmente. Para empezar, pondré en su camino todos los obstáculos que pueda. Prevendré a Yolanda contra usted, no de manera obvia, claro está, sino sutilmente. Haré que le tome por un loco. En fin, usted lo es y lo sabe.

—Sí —concedió Sweeney—. Pero tal vez ella no haga caso de las palabras de un bastardo. Usted lo es y lo sabe, Doc.

—Su intuición me sorprende, señor Sweeney. En realidad, lo soy en el sentido literal de la palabra. Posiblemente, también en sentido figurado, pero esto no viene a cuento. O quizá debería confesar que existe una gran posibilidad de que yo fuese un hijo no deseado; lo único que sé es que me criaron en un orfanato. Ah, sí, yo me he hecho a mí mismo.

—Sólo usted podía hacerlo —le cumplimentó Sweeney.

—Ah, ahora es usted el que me halaga. No esperaba este cumplido. Además de poner obstáculos en su camino, le ayudaré.

—Ahora si que me deja patidifuso —confesó Sweeney.

Greene juntó las puntas de sus dedos formando una pirámide.

—Usted desea encontrar al Destripador —explicó—. Es natural que lo intente, primero porque es periodista, pero segundo, y más importante, al menos para usted, porque cree que eso le aproximará a Yolanda. Su intento le pondrá automáticamente en contacto con ella, quizá no tan en contacto como querría, pero sí le permitirá conocerla y hablar con ella. Asimismo, piensa que si descubre al Destripador, quedará como un héroe y Yolanda caerá en sus brazos, aunque sólo sea por gratitud. ¿Me equivoco?

—Siga hablando —le invitó Sweeney—. Aunque no hace falta que se lo diga.

—Exacto. Usted tiene dos motivos para buscar a ese monstruo. Yo tengo dos motivos para ayudarle. Uno —levantó uno de sus gordezuelos dedos—, si usted le encuentra, él puede clavarle un cuchillo en el vientre. Creo que esto me encantaría. También odio sus entrañas, señor Sweeney.

—Gracias de todo corazón.

—Dos —levantó otro dedo—, la policía piensa que ese tipo puede intentar matar a Yolanda. A pesar de que, y los periódicos lo han repetido, Yolanda no pudo ver con claridad a su asaltante, tal vez no quiera correr el riesgo y trate de acallarla para siempre. Esto no me encantaría.

—Lo comprendo —asintió Sweeney—. Y entiendo más su segundo motivo que el primero, o al menos me gusta más.

—No creo, por otra parte, que descubrir al Destripador le acerque más a Yolanda. De todos modos, es un albur que debo correr.

—Magnífico, Doc. Pero hay algo que… La fuerza policíaca de Chicago es muy superior a la mía personal. Sólo por curiosidad: ¿qué le induce a pensar que yo, sólo con mi honda[8], puedo tener más éxito que todo ese ejército azul?

—Que es usted un irlandés muy tozudo. Y porque es un poco brujo. Lo sospeché por un par de frases de su artículo, pero ahora lo sé con seguridad. Porque Dios ama a los locos y a los borrachos, y usted es ambas cosas —Tomó un sorbo de su vaso antes de proseguir—. También porque bajo su asqueroso físico, señor Sweeney, tiene un cerebro despejado, lo cual es otra cosa que supuse entonces y que ahora sé. Y con su tozudez y su ingenio, es capaz de ir a sitios impensados para la policía. Es como el tonto que encontró el caballo pensando que él lo era y reflexionando adónde iría si realmente fuese un caballo. No es que le compare con un caballo, señor Sweeney. Al menos, no por entero.

—Gracias. Soy un culo de caballo con un cerebro inteligente. Vamos, continúe.

—Podría hacerlo. En realidad, soy psiquiatra, señor Sweeney, aunque no lo practique. Una desdichada ocurrencia me obligó a suspender lo que habría sido mi último curso de internado. Se me ocurrió pensar que la satiriasis podía ser la receta lógica para la ninfomanía. Teníamos un paciente que padecía un estado muy avanzado de satiriasis, señor Sweeney, y supongo sabrá que esta condición es una exagerada morbosidad de la sexualidad masculina… Como decía, me tomé la libertad de introducir a dicho paciente en la sala de una ninfómana entusiasta y les dejé solos por un considerable período de tiempo. A mis superiores no les gustó el experimento.

—Lo comprendo —simpatizó Sweeney con dichos superiores.

—Ah, si se hubiesen enterado de los demás experimentos que allí llevé a cabo… Pero estoy divagando.

—Es verdad. De manera que usted me ayudará a encontrar al Destripador. Bueno, adelante, ayúdeme.

—No será mucha mi ayuda, lo siento —reconoció Greene, separando las manos—. Por supuesto, no tengo el nombre ni las señas de ese asesino en mi libreta de notas, listos para dárselos a usted.

—Quiero decir solamente que me encantará colaborar con usted, señor Sweeney, y por esto le daré todos los hechos y datos que poseo. Y como usted querrá hablar con Yolanda, permitiré que lo haga. Aunque quizá le cueste un poco, con la policía custodiándola.

Greene miró a su reloj.

—Por desgracia, ahora no me queda tiempo. Una cita de negocios. Y hay que cenar. ¿Podríamos vernos mañana por la tarde, señor Sweeney, hacia esta misma hora?

—No lo sé —frunció el ceño Sweeney—. A lo mejor, usted sólo me hace perder el tiempo. ¿De veras tiene algo sólido?

—Tengo a Yolanda —le recordó el agente teatral—. Mañana habrá salido del hospital. La traeré conmigo. Nos aguardará aquí, ¿verdad?

—Sí, les aguardaré aquí.

—Perfecto. Supongo que nos veremos muy a menudo, señor Sweeney. Por tanto prescindamos de las fórmulas de cortesía. No nos digamos adiós, hipócritamente. Ah, mis copitas corren a cargo de usted. Gracias por ellas, ¡y al diablo con usted!

Se marchó apresuradamente.

Sweeney respiró profundamente dejando salir el aire con lentitud.

El camarero se le acercó.

—Es un dólar y cuarto. ¿No quiere acabarse la cerveza?

—No, échala al fregadero. Ahora tráeme bromuro y whisky.

—¿Mezclado?

—No.

Dejó dos dólares sobre el mostrador.

—Vaya tipo ese Doc Greene —comentó el periodista cuando volvió el camarero con lo ordenado.

—Sí, es todo un carácter.

—Una cosa me extraña de él —añadió Sweeney—. Creo que su dentadura no es postiza, y me pregunto: ¿cómo un individuo como él puede conservar los dientes tantos años?

—Lo mismo les ocurre a sus ojos —rió el camarero—. Son los de un hipnotizador. Hay que tener muchas agallas para clavarle un dardo al Doc. Por mi parte, prefiero no tener nada que ver con él. Es curioso, pero las mujeres se vuelven locas por ese fulano. Nadie lo diría, ¿eh?

—¿Incluyendo a Yo? —se interesó Sweeney.

—No sé nada de Yo. Resulta muy difícil saber algo de ella.

Cogió los dos billetes, marcó en la máquina uno con ochenta, y dejó veinte centavos sobre el mostrador.

—Toma algo conmigo —le invitó Sweeney, añadiendo un cuarto de dólar a los centavos.

—Sí, gracias.

Skol —brindó poco después Sweeney, en sueco—. Oye, ¿quién dirige esto? ¿Harry Yahn todavía?

—Yahn es el dueño, o al menos de la mayor parte, pero no lo dirige. Ahora tiene otro local en Randolph.

—¿Un establecimiento como El Madhouse?

—No de la misma clase —sonrió ligeramente el camarero.

—Oh —exclamó Sweeney—. Debe ser un bar con un gran salón detrás, y un sujeto llamado Joe a la puerta… Seguro que puedes perder la camisa en ese salón.

—El sujeto de la puerta se llama Willie —murmuró el camarero antes de ir a servir a la rubia.

Sweeney vertió el bromuro entre los dos vasos y se tomó el suyo.

Después, saltó del taburete y salió a la claridad de la Clark Street. Se dirigió a Loop, andando lentamente, sin rumbo fijo intentando reflexionar sin conseguirlo. Conocía esta fase de su recuperación. Su mente estaba embotada y sus ideas eran fantasmas que se abrían paso por entre la espesa bruma. Sin embargo, sus sentidos empezaban a estar alerta; la bocina de un auto y el sonido de las campanas de los tranvías resultaban estridentes, y todo lo que veía quedaba bien destacado y enfocado: los olores, que ordinariamente no penetraban en su olfato, eran asquerosamente fuertes.

Tenía que comer pronto para restaurar sus fuerzas. Sólo la comida sólida disiparía la niebla, le libraría de la sensación brumosa y desvanecería el cansancio físico que comenzaba a penetrar hasta la médula de sus huesos.

El zumbido de las sienes, no obstante, continuaba insistiendo en su cabeza.

Pensó que sería agradable morir con sosiego, sin dolor, sin saber siquiera lo que sucedía; sólo dormirse y no despertar. Dormir también resultaría estupendo mas uno siempre acaba por despertar frente a las confusiones, las complicaciones y los mil problemas que periódicamente constituyen algo inmensamente insoportable, en cuyo momento hay que sumergirse en alcohol.

Hoy, pese a todo, no ocurría así. Lo que había tomado en El Madhouse no le hizo desear tomar otro trago. Tampoco le despejó el cerebro ni se lo nubló más. El sabor no era ni bueno ni malo.

Cuando llegó al puente se sintió mucho mejor.

Soplaba allí una leve brisa, y Sweeney se dedicó a la contemplación del río, dejando que el viento le azotase el rostro, aunque más que un azote era una caricia.

Cuando se volvió, vio que se aproximaba un taxi. Se subió e indicó las señas de su hospedaje.

Ya en su habitación, extrajo el último periódico de la pila que estaba en la cama y se sentó en la butaca. Buscó la noticia del primer crimen, el asesinato de la antigua corista, Lola Brent. Veinte centímetros en la segunda página, sin muchos detalles.

Nadie mencionaba a un Destripador. No era más que la noticia de una mujer de escasa importancia, a la que encontraron muerta en un callejón, entre dos edificios de la calle Treinta y Ocho. El arma asesina había sido una navaja o un simple cuchillo. El crimen tuvo lugar a la luz del día, entre las cuatro y las cinco de la tarde. No hubo testigos. Un niño que volvía a su casa desde un parque, descubrió el cuerpo. La policía buscaba al hombre que había vivido con Lola.

Sweeney cogió el diario siguiente. La noticia estaba más ampliada, incluso con dos fotografías. Una de Lola Brent, rubia y bonita. No aparentaba los treinta y cinco años que tenía, solamente unos veinte o algo más.

El otro retrato era del hombre arrestado por la policía, Sammy Cole. Su cabello era negro y rizado, con un rostro agradable, quizá lo normal en un estafador, que esto es lo que era. Negó haber matado a Lola Brent, aunque continuaba detenido bajo otros cargos.

El artículo del día siguiente era casi un refrito del anterior. La única novedad era que Sammy Cole había confesado varias operaciones fraudulentas llevadas a cabo por él. Los demás periódicos no aportaban nada inédito.

El asesinato de Lola Brent pasó al limbo, sin solucionar. No había ninguna referencia al mismo en los siguientes periódicos de dos meses antes. Sweeney sabía que tampoco la habría, al menos de importancia, en los diarios de las cinco semanas y media que él no tenía, o sea en el hueco entre el primer crimen y el realizado diez días atrás.

Cogió el periódico de diez días antes y lo hojeó rápidamente hasta llegar a la muerte de Stella Gaylord, la chica de alterne de la Madison Street. No trató de grabar los detalles en su cerebro, ya que deseaba concentrarse en cada uno de los crímenes por separado. Sólo buscaba alguna nota relacionada aún con la muerte de Lola Brent. La halló en el diario del segundo día, tras el asesinato de Stella Gaylord. Era la primera vez que se sugería la posibilidad de que ambos crímenes fuesen obra de un psicópata y que el último lo hubiera perpetrado la misma mano criminal.

La gran noticia del día siguiente era la idea anterior, junto a una descripción comparativa de las heridas infligidas a las dos mujeres. A ambas les asestaron una cuchillada horizontal en el abdomen, aunque el arma no fue la misma en cada caso. El cuchillo que mató a Lola Brent no estaba más afilado que cualquier otro normal, mas lo que había acabado con Stella Gaylord era, con toda seguridad, una navaja.

Sweeney hojeó el resto de los periódicos, buscando nuevos datos sobre el caso Brent. Su cerebro, en el estado neblinoso en que se hallaba, no podía concentrarse más que en un solo crimen. Una vez comprendido todo lo referente al primero, se dedicaría a estudiar el segundo, y así sucesivamente.

No había nada importante. La policía no estaba segura de que el asesino de Lola fuese el mismo que había matado a Stella Gaylord, y cinco días más tarde a Dorothy Lee. Aunque no existía ninguna duda de que las dos últimas muertes las había cometido la misma mano. Sweeney dejó a un lado el periódico, el más reciente, para reflexionar.

Ahora ya sabía todo lo publicado sobre Lola Brent, mas no le servía de nada. En realidad, ¿qué podía serle útil, aparte de tener una suerte loca, cuando se está buscando a un asesino que mata sin motivo aparente?

Sin motivo, claro, aplicable a la víctima en particular, y no a las mujeres rubias y bonitas. Sí, éste era un rasgo común. Las tres asesinadas, lo mismo que Yolanda Lang, eran rubias y hermosas.

Sweeney fue hacia el teléfono del pasillo y marcó un número.

—Sammy Cole —dijo cuando le respondió la voz que deseaba—, el tipo que vivía con Lola Brent, ¿continúa en la nevera de Chicago?

—Sí —contestó la voz del interpelado.

No mencionó su identidad porque todavía ostentaba el mismo cargo oficial, y nombrarle podría causarle algún conflicto. Sweeney le conocía y tal vez podría sonsacarle, aun cuando no es corriente que un periodista obtenga información de una autoridad oficial. De todos modos, a veces se consigue.

—Sí, aún lo tenemos dentro. Hubiésemos podido soltarle ya, pero aparte de lo de Lola, han salido varias cosas a la luz en contra de ese individuo.

—Me gustaría charlar con él. Esta noche.

—¿Esta noche? Oye, Sweeney, ¿no puedes esperar a las horas de visita de mañana? Son más de las siete y…

—Tú puedes arreglarlo —le cortó el periodista—. Cogeré un taxi y estaré ahí en menos que canta un gallo.

Y así fue como, media hora más tarde, Sweeney estaba sentado ante el escritorio del director de la cárcel, con Sammy Cole en una silla, no muy lejos de él. Estaban solos en el despacho. Sweeney reconoció sin dificultad a Cole por las fotos de los diarios hojeados poco antes. Conservaba el pelo negro, que llevaba demasiado corto para que se rizara. Su cara estaba terriblemente contraída por la furia, y no era tan agradable.

—Lo dije todo —rugió Sammy—, todo. Confesé mis asuntos porque me gustaría ver cómo fríen a ese canalla que mató a Lola. Existe la posibilidad de que el crimen tenga algo que ver con lo que ella hacía, ¿entiende? Por eso lo confesé todo. ¿Y qué es lo que he conseguido? Que me acusen de un montón de cosas y que el día que salga de aquí, si salgo, tenga que dedicarme a vender lápices por la calle.

—Sí, es muy duro —admitió Sweeney. Sacó de un bolsillo un bolígrafo y un sobre, y en el dorso del mismo garabateó: «¿Quiere un trago?», y se lo tendió a Sammy Cole.

—¡Jesús! —exclamó Sammy, con cierta irreverencia.

La exclamación hubiese sido ambigua para quien escuchase por una derivación telefónica, pero Sweeney sacó el frasco de whisky, lleno aún en sus dos terceras partes, que había comprado antes en el drugstore y se lo entregó a Sammy. Este se lo devolvió vacío y se secó los labios con el revés de la mano.

—¿Qué quiere saber? —preguntó.

—No lo sé —reconoció Sweeney—. Esto es lo malo, que no lo sé. Pero he de empezar por alguna parte. ¿Cuándo vio a Lola por última vez?

—Aquella mañana…, casi a mediodía, cuando ella se fue a trabajar.

—¿A trabajar? ¿Tan bajo había caído, Sammy?

—Pues… sí y no. Yo trabajaba en una cosa que podía producir millones. Estaba harto de las estafas pequeñas. Lo que hacía entonces nos hubiese llevado a Florida en invierno, en plan de ricachones. Puede reírse si quiere, pero estaba decidido a emprender el camino recto. Por Lola. A ella no le gustaban los enredos. Por eso quiso que siguiéramos comiendo mientras yo terminaba con… con lo mío.

—¿Estaba ella metida en ese gran negocio?

—No, era sólo mío. Teníamos otro negocio de poca importancia para que ella pudiera comprar bobaditas. Unos cien pavos por semana por unos cuantos días de trabajo. Por eso se fue aquella mañana.

—¿Adónde? ¿Qué trabajo era el suyo?

Sammy Cole volvió a limpiarse los labios y miró de soslayo, en dirección al bolsillo trasero del pantalón de Sweeney. Este movió negativamente la cabeza.

Sammy Cole suspiró.

—Una tienda de «souvenirs» de Division Street. La tienda de Raoul. Era su primer día allí, de modo que apenas sé más de lo que ella me contó, tras ir a ofrecerse para el empleo el día anterior, y lo poco que vi personalmente cuando estuve allí a las seis de aquella tarde. Esto formaba parte del… negocio. Ese Raoul es marica.

—¿Y esto qué tiene que ver con el, digamos, negocio de Lola, Sammy? A menos que usted llegase más tarde y él…

—Oh, no, nada de eso. Lo mencioné de pasada. Lo único que tenía que hacer Lola era trabajar de dependienta, vender objetos, a ser posible en una tienda donde todo tuviese un precio alto, nada de chucherías. Una tienda pequeña, a ser posible, donde se quedara sola cuando el dueño se marchara a comer o a algún recado. Entonces, ella sisaría una parte de lo cobrado; diez pavos, cincuenta, según el dinero ingresado en caja. La cosa sería doblemente segura porque ella no estaba fichada, ni yo quería que la pillasen en nada. Yo entraría más tarde en la tienda, a una hora fijada de antemano, y ella me largaría disimuladamente el dinero sisado. No debía llevar el dinero encima más de un minuto, sino guardarlo después de cogerlo, y sacarlo unos segundos antes de entrar yo, en mi condición de comprador. Era tan seguro como una montaña. Tan pronto como el dueño empezara a mirarla con suspicacia, Lola debía darse el piro; por otra parte, nunca debía trabajar más de unos cuantos días en la misma tienda. Luego, desaparecería de la circulación durante dos o tres días más… En fin, usted ya capta la intención.

Sweeney asintió.

—Y Lola consiguió el empleo en la tienda de Raoul el día antes de ser atacada. ¿Cómo…?

—Por un anuncio del periódico. Yo tenía muy buenas referencias para ella. Esto era mi especialidad. El empleo lo anunciaban los diarios de la mañana. Se presentó aquella tarde y tenía que empezar al día siguiente, a mediodía. En aquella tienda tienen abierto hasta las nueve de la noche, y ella trabajaría de mediodía a nueve, con una hora para merendar, de cuatro a cinco.

—¿Por qué no se citaron de cuatro a cinco, durante la hora del descanso?

Sammy Cole miró a Sweeney desdeñosamente.

—Usted no está en el ajo. Primero, tenía que salir llevando la sisa encima, lo cual era un peligro. Segundo, si el jefe la dejaba en libertad de cuatro a cinco, probablemente él se largaría después de esa hora. Por tanto, la mejor hora para que Lola vendiera algo de valor estando sola era entonces, o sea de cinco a seis. Si el jefe seguía fuera, tanto mejor; si había regresado o no había salido, Lola siempre podría pasarme el dinero. Yo entraría a comprar algo barato y ella me pasaría la pasta junto con el paquetito. Tan seguro como una montaña.

—¿Y usted llegó allí a las seis?

—Seguro. Lola no estaba y me imaginé que algo había fallado. Telefoneé al piso y contestó un guindilla, de modo que colgué al momento y no subí. Naturalmente, no me figuré la verdad de lo ocurrido pero supe que algo pasaba. Podían haberla sorprendido quedándose la pasta o algo por el estilo, de manera que era mejor que yo estuviese fuera del asunto para tratar de ayudarla. Diablo, yo estaba chalado por Lola. Hubiese cogido tela de cualquier parte para contratar a un abogado y sacarla con fianza. ¡Y todavía piensan que yo la maté! ¡Jesús!

—¿Cuándo se enteró de la verdad?

—Por los periódicos de la mañana. Estaba en un hotel. Creí volverme majara. Sólo pensaba en atrapar al hijo de puta que se la había cargado y convertirlo en hamburguesas, muy lentamente. Pero no sabía cómo buscarle sin tropezar con la poli, y en ese caso tampoco hubiera podido hacer nada, maldita sea. Por eso, preferí quedarme escondido hasta que la cosa se enfriara. Bah, supongo que estaba demasiado alterado y me descuidé. Me pillaron, y cuando salga de aquí, ese asesino ya se habrá muerto de viejo.

Sweeney pensó que era muy posible.

—Sí, Jesús, el buen Dios, sabe cómo odio a los guindillas, pero pese a esto hice por ellos lo que pude. Confesé mis culpas, sólo para ver si algo de lo que los dos hicimos tenía que ver con la muerte de la pobre Lola.

Sammy Cole se hundió más en la silla y suspiró.

—¿Tiene un pito? —preguntó después.

Sweeney le entregó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas.

—Quédese con esto. Oiga, Sammy: si no le hubieran atrapado, ¿qué habría hecho cuando la cosa se hubiera enfriado? ¿Por dónde habría empezado?

—Por el marica, por Raoul. Quizá tenga algo que ver con el asunto, quizá no, pero le habría arrancado los pétalos uno a uno hasta estar seguro.

—¿Qué ocurrió en aquella tienda? ¿La sorprendió Raoul escondiendo algún dinero? Debió despedirla si ella se marchó a casa, ya que la encontraron en un callejón próximo.

—No lo sé —repuso Sammy—. Los polis hacen preguntas, no las contestan. No me dijeron nada. Sólo sé lo que leí en los periódicos, y hace tiempo que no leo ninguno. Aquí dentro es posible conseguir diarios si uno tiene pasta, pero yo estoy seco.

Sweeney asintió, sacó un billete de diez dólares de la cartera y se lo entregó a Sammy.

—No me sacaría esta pasta, amigo, si estuviese mintiendo. Oiga, ¿no se quedaría Lola algún objeto de la tienda? ¿Alguna sortija o algo por el estilo? Algunas tiendas de «souvenirs» tienen muchos objetos pequeños de algún valor.

Sammy Cole negó con la cabeza firmemente.

—Le aseguro que no —dijo—. Se lo prohibí por completo. Es demasiado peligroso, y esos objetos, si luego los vendes, siempre dejan un rastro. Además, es difícil sacar por ellos más de veinte pavos. Nada, le prohibí que, ni siquiera para ella, se pringase con un anillo o unos pendientes.

—¿Cuál era el negocio que preparaba usted? ¿No puede estar relacionado con la muerte de Lola?

—No, imposible. No he dicho nada de eso, porque trabajaba con un amigo y no quiero complicarle la vida. Los polis no han podido sacármelo porque no soy ningún chivato. Además, no puede estar relacionado con lo de Lola porque ni el amigo que trabajaba conmigo ni el fulano para el que trabajábamos los dos conocían a Lola, ni siquiera sabían que existiese. Ni ella les conocía tampoco. Mire, yo estaba decidido a contárselo todo una vez estuviera el asunto en marcha, pero sin darle detalles ni citar nombres.

—Está bien, Sammy. Gracias. Supongo que no puedo ayudarle mucho, pero si algo está en mi mano, lo haré. Hasta la vista.

El estafador se sorprendió al estrecharle la mano. Sweeney salió del despacho del director de la prisión y saludó con un gesto de cabeza al guardián que permanecía en el corredor.

Por el reloj de pared supo que eran las ocho y cuarto. Se detuvo delante de la cárcel, mirando en ambas direcciones, hasta que divisó un taxi. Subió en él.

—Division Street —dijo—. Tendremos que buscar la tienda, pues no sé el número. Es una tienda de «souvenirs» de un tal Raoul.

El conductor se echó a reír.

—Conozco el lugar. Ese tipo intentó una vez propasarse conmigo. Es mariquita. Oiga, usted no será… —miró fijamente a Sweeney, calló un instante y añadió—: No, no lo es.

Concentró su atención en el volante.