Sweeney se encaminó al Blade.
Esto puede tomarse como un chiste[5], si al lector no le molestan los chistes malos. El Blade. Si ya se ha dado cuenta, perdón por la insistencia. Tú, lector, lo has comprendido al momento, pero otros pueden no ser tan listos. Un libro lo lee gente de todas clases.
Algunas personas, por ejemplo, ven con sus ojos y exigen descripciones. Por esto, si a ti, lector, te interesa (a mí no), diré que William Sweeney medía metro ochenta de estatura y pesaba setenta y nueve kilos. Tenía el pelo color de arena, que ya retrocedía por delante y se aclaraba por la coronilla, si bien en su mayor parte seguía sobre el cráneo. Su rostro era algo afilado, recordando vagamente a un caballo, aunque en conjunto, para un ojo. Poco crítico, resultaba bastante agradable. Aparentaba unos cuarenta y tres años, lo que no es extraño, puesto que los tenía. Llevaba gafas con montura coloreada para leer y escribir, a pesar de que podía ver sin ellas a la distancia de metro o metro y medio. En realidad, hubiera podido trabajar sin ellas en caso de necesidad, pero si lo hacía por mucho tiempo acababa por dolerle la cabeza. Sin embargo, le convenía poder prescindir de las gafas porque iba a tener que hacerlo. Se hallaban en uno de sus bolsillos cuando empezó a beber continuamente dos semanas antes y sólo Dios (no Godfrey, claro) sabía dónde estaban.
Atravesó la sala principal del periódico y entró en el despacho del redactor jefe. Se sentó en el brazo del sillón situado delante del escritorio de Krieg y dijo:
—Hola, Walter.
Krieg levantó la vista, gruñó un saludo, concluyó la carta que estaba escribiendo y la dejó a un lado. Abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Lo diré por ti, Walter —sonrió Sweeney—. Primero: soy un malnacido por haberte abandonado y emborracharme sin tu permiso. Segundo: estoy despedido. No soportas a los tipos como yo. Tercero: soy un anacronismo. Los tiempos del periodista borracho han pasado de moda y un diario moderno es un negocio que se dirige como tal, y no una Front Page[6] de Hecht, a cargo de MacArthur. Necesitas hombres con los que puedas contar. ¿No es eso?
—Sí, malnaci…
—Calla, Walter. Ya lo dije por ti. Además, no pienso trabajar más en tu maldito periódico a menos que me contrates en firme. ¿Qué te ha parecido mi relato de un testigo visual?
—Bueno, Sweeney, condenadamente bueno. Fue una suerte inesperada que estuvieras allí.
—Dijiste que te lo contó un policía, pero yo no vi a ninguno conocido. ¿Quién fue?
—Tendrás que preguntárselo a Carey. Es él quien recibió la noticia. Mira, Sweeney, ¿cuántas veces piensas volver a las andadas? ¿O vas a decirme que ésta ha sido la última?
—Probablemente no. Volverá a suceder, aunque no sé cuándo. Tal vez no en un par de años. Tal vez dentro de seis meses. ¿De manera que no quieres que trabaje para ti? De acuerdo. Pero ya que no trabajo para ti, supongo que tengo un pequeño cheque por ese relato como testigo presencial. Te dejaré hacerme un último favor, Walter. Me das un vale para que lo cobre ahora en lugar de esperar al día reglamentario. Ese artículo vale cincuenta pavos, si Carey lo ha escrito tal como se lo dicté. Bien, ¿me das sólo veinte dólares y…?
—¡Ni un maldito centavo, Sweeney! —tronó el redactor jefe, con mirada llameante.
—¿No? ¿Y por qué no? Puesto que ya estás harto de ese asqueroso borrachín…
—¡Cállate! —casi rugió Walter Krieg—. ¡Condenado te veas, Sweeney! ¡Eres el tipo menos a propósito para que se le haga un favor! Ni siquiera me has dado la satisfacción de poder vocear mi enfado… Me has quitado las palabras de la boca y no he podido pronunciarlas. ¿Quién te ha dicho que estás despedido? Lo has dicho tú. El motivo de que no cobres por esa historia que has dictado por teléfono es que continúas en nómina. Has perdido dos días de sueldo, nada más.
—No lo entiendo —se asombró Sweeney—. ¿Por qué dos días? He estado sin venir dos semanas. ¿Por qué sólo dos días, Walter?
—Porque estamos a jueves, Sweeney. Empezaste a beber hace dos semanas, o sea que ya no viniste el viernes por la mañana. O el sábado. Pero te esperaban dos semanas de vacaciones. Quizá lo olvidaste; estabas en la lista de septiembre. Bueno, yo te hice el favor de cambiarlas, de forma que las empezaste el lunes de la semana pasada. Por consiguiente, todavía estás de vacaciones y no has de volver a trabajar hasta dentro de unos días. El lunes, para ser exacto. Aquí tienes —Walter Krieg abrió un cajón de la mesa y sacó tres cheques. Se los mostró al periodista—. Probablemente no te acuerdas, pero entraste intentando cobrar el último cheque. Entonces no quisimos entregártelo. Aquí lo tienes; uno con dos días de menos, y los otros de las dos semanas de vacaciones.
Sweeney los cogió, maravillado.
—¡Y ahora largo de aquí —rugió el redactor jefe—, hasta el lunes por la mañana que te presentarás a mí!
—Vaya, Walter —murmuró el periodista— apenas puedo creerlo.
—¡Pues no lo creas! Pero…, y no es broma, Sweeney, si esto ocurre otra vez antes de tus vacaciones del año próximo…, ¡quedarás despedido para siempre!
Sweeney asintió lentamente y se puso de pie.
—Oye, Walter, yo…
—¡Cállate y largo de aquí!
Sweeney sonrió débilmente y se largó.
Se detuvo ante el escritorio de Joe Carey.
—Hola.
Joe levantó la vista y respondió:
—Hola, Sweeney. ¿Qué quieres?
—Hablar contigo. ¿Has almorzado ya?
—No, iba a hacerlo… —consultó su reloj de pulsera— dentro de veinte minutos. Escucha, Sweeney, si lo que buscas es una invitación, estoy desplumado. La semana pasada mi mujer me obsequió con otro crío y ya sabes lo que es esto.
—No —sonrió Sweeney—, gracias a Dios no sé lo que es. Te felicito. Supongo que es un chico o una chica.
—Sí.
—Bravo. No, no se trata de ninguna invitación. Milagrosamente, soy solvente. Ah, Dios existe. ¿Te debo algo, por casualidad?
—Cinco. Hace dos semanas, el miércoles. ¿Lo recuerdas?
—Vagamente, ahora que lo dices. Bien, vámonos a comer al Kirby. Puedo cambiar un cheque allí y te devolveré tus cinco pavos. Me adelantaré y nos reuniremos en el local.
Sweeney cambió el menor de los cheques en la barra del Kirby, y se instaló en una mesa aguardando a Joe. La idea de comer le daba náuseas. Consumir algo sería fatal y estuvo tentado de pedir algún plato antes de que llegara Joe, porque verle comer a él todavía sería peor.
Pidió un plato de sopa, como el menor de los males. Sabía a agua de lavar platos. Sin embargo, logró tragarse más de la mitad, y en el momento en que llegaba Joe dejó el plato a un lado. Joe tomó asiento al otro lado de la mesa.
—Aquí tienes tu dinero, Joe, y gracias. Oye, antes de que lo olvide, ¿quién me vio en la State Street anoche? No reconocí a ninguno de los polis que estuvieron allí.
—Un agente llamado Fleming. Pete Fleming.
—Oh, ya me acuerdo —exclamó Sweeney—. Lo encontré en la Clark Street, antes de… Veamos: yo iba hacia el sur, y recorrí varios bloques de casas, y él debía de ir hacia el norte. Tal vez volvió sobre sus pasos y llegó a aquel portal…, pero no le vi allí.
—Probablemente, llegó cuando te marchabas. El coche que contestó a la llamada (los policías se llaman Kravich y Guerney) conectó la sirena durante el trayecto. Fleming, que hacia su ronda, siguió el rumor de la sirena y llegó después que ellos. Gracias por el dinero, Sweeney.
El periodista llamó al camarero y pidió café, junto con el menú para Joe Carey. Después, se inclinó más sobre la mesa.
—Joe, ¿qué sabes de ese asunto del Destripador? Esto es lo que quiero sonsacarte. Hallé algo en los archivos del depósito de cadáveres, pero tú sabes bastante más. Primero: ¿cuánto tiempo hace que actúa?
—¿No has leído los diarios estos diez últimos días?
—No, aparte de lo que decía el periódico de esta mañana sobre lo de Yolanda Lang, es decir, lo de anoche. Había referencias a otros asesinatos. ¿Cuántos?
—Aparte del ataque contra Yolanda Lang, dos o tal vez tres. Bueno, hubo uno hace unos dos meses en la zona sur, que podría deberse al mismo fulano. Una muchacha llamada Lola Brent. Existen semejanzas entre el suyo y los tres más recientes, incluyendo el asalto contra Yolanda, y la policía cree que podrían estar relacionados, aunque no están seguros. También hay algunas diferencias.
—¿Murió?
—Sí, lo mismo que las otras dos damas, aparte de esa Yolanda Lang. El perrazo la salvó. Pero esto ya lo sabes.
—¿Qué dicen de Yolanda Lang? —quiso saber Sweeney—. ¿Todavía está en el hospital?
—Suponen que esta noche podrán darle el alta. No quedó muy malherida. La punta del cuchillo apenas le atravesó la piel. Naturalmente, sufrió un shock. Nada más.
—También lo tuvimos otras personas…, contándome a mí —respondió Sweeney.
—No exageraste en tu relato, ¿verdad, amigo? —Joe Carey se pasó la lengua por los labios.
—Al contrario —rió Sweeney—, lo rebajé. Debías de haber estado allí, Joe.
—Soy un hombre casado. Además, la policía vigilará a esa Yolanda.
—¿Una vigilancia? ¿Por qué?
—Piensan que el asesino podría atacarla otra vez, creyendo que puede reconocerle. En realidad, no puede, o eso dice al menos. Un individuo bastante alto, con ropas oscuras… Esta es toda su descripción.
—No había luz en el vestíbulo —recordó Sweeney.
—Probablemente, el Destripador la esperaba junto a la puerta del fondo, al pie de la escalera, seguramente manteniéndola entreabierta. Oyó los pasos de la joven en el vestíbulo, y saltó adelante, atacándola. En ese momento el perro también saltó hacia el agresor y éste huyó por la puerta trasera, sin alcanzar de lleno a su víctima, para zafarse del animal.
—Es muy posible —concedió Sweeney—. Pudo ver a Yolanda recortada contra la luz del exterior, pero él era sólo una sombra para ella. Lo que interesa es: ¿tenía intenciones de atacar a Yolanda o a cualquiera que pasara por el vestíbulo?
—Las dos versiones son válidas —replicó Joe, encogiéndose de hombros—. Bueno, ella vive allí, y el Destripador pudo estar aguardándola, sabiendo que regresa a su casa después del último pase de su programa. Por otra parte, si estaba al corriente de sus movimientos, también sabría que siempre la acompaña el perro, y por lo visto lo ignoraba. Claro que pudo pensar que el animal la seguiría y que él conseguiría acuchillarla y correr hacia aquella puerta trasera antes de que «Diablo» lo atrapara. Mas, si tal es el caso, no calculó bien el tiempo.
—¿Todas las noches llega a casa a la misma hora?
—Generalmente sí. Trabaja en el último show de la una y media. Los sábados hacen otro pase más tarde, lo mismo que los domingos. Tampoco se dirige a su casa inmediatamente al salir de su trabajo, según ha afirmado. A veces se queda un poco más en El Madhouse, o sea el club nocturno donde actúa. ¿Lo conoces?
Sweeney asintió.
—En algunas ocasiones —prosiguió Joe Carey— se queda a tomar unas copas hasta que cierran a las tres. Otras veces tiene una cita y sale inmediatamente después de su actuación. Una individua como ésa nunca está sola si no quiere.
—¿Quién se ocupa del caso en el Blade?
—Horlick, pero el lunes empieza las vacaciones. No sé a quién le trasladará Walter el caso.
—Oye, Joe —dije Sweeney ávidamente—, hazme un favor inmenso. Deseo ocuparme de este asunto. No se lo puedo pedir a Walter, pero tú sí podrás hacerlo cuando hables con él. Dile que yo, como testigo ocular, estoy más informado que nadie y que, puesto que Horlick se marcha el lunes, y yo precisamente vuelvo entonces, puede dejar que me ocupe de los reportajes. Si tú se lo sugieres, Walter consentirá. Si se lo pidiera yo, a lo mejor se negaría, sólo para fastidiarme.
—Lo haré, Sweeney, pero… tendrás que conocer los detalles de los otros casos y ponerte en contacto con la policía. A propósito, han montado una especie de brigada especial para ese Destripador, que no se ocupa de nada más. El jefe es Cap Bline, de Homicidios, con varios hombres a sus órdenes. El laboratorio de lo criminal lo analiza todo…, aunque hay muy poco que analizar.
—Me pondré a trabajar ahora mismo —manifestó Sweeney—. Hasta el lunes estudiaré los archivos y hablaré con los de esa brigada.
—¿Por qué tanto afán estando de vacaciones? ¿Acaso te has formado ya una idea de quién es el asesino?
—Nada de eso —mintió el periodista—. Una revista sensacionalista me ha contratado para escribir sobre el caso, cuando se haya aclarado. Esas revistas no tratan de los casos hasta que están solucionados, pero me prometieron publicar varios artículos míos tan pronto como atrapen al criminal. Oh, al menos sacaré cien pavos… Joe, si hablas a Walter por mí y trabajo en el asunto desde dentro, tendré todos los datos cuando pillen a ese monstruo, y cuando cobre te daré el diez por ciento. Te embolsarás de veinte a cincuenta dólares.
—No tengo nada que perder y tampoco pensaba pedirte nada…
—De este modo estarás más persuasivo —sonrió Sweeney—. Para empezar, dime ¿cuáles son los nombres de las otras asaltadas, las que murieron? Dijiste que una se llamaba Lola Brent.
—Exacto. La de hace diez días, Stella Gaylord. Y hace cinco días murió Dorothy Lee.
—¿También eran artistas o coristas?
—La primera, Lola Brent, era una ex corista. Ahora vivía con un tal Sammy Cole. Los polis pensaron que él la había liquidado, pero ni pudieron probarlo ni hacer confesar a Sammy. Por tanto, lo encerraron y en los interrogatorios salieron a relucir unas estafas y todavía está en chirona. Por eso, si él se cargó a Lola no pudo matar a las otras dos ni atacar a Yolanda.
—¿Y las otras dos?
—Stella Gaylord era chica de alterne en la West Madison Street. Dorothy Lee era secretaria particular.
—¿Particular, hasta qué punto? ¿De las que vigilan sus períodos además de las comas?[7]
—No lo sé —manifestó Joe—. De esto no se dijo nada. Trabajaba para un alto cargo de la Reiss Corporation. No recuerdo su nombre. Además, por aquellos días, el tipo ése se hallaba en Nueva York en viaje de negocios.
Joe Carey consultó su reloj. Había terminado de comer.
—Bueno, Sweeney —añadió—, éstos son los puntos principales. No tengo tiempo para contarte más cosas. He de volver al Blade.
—De acuerdo. ¿En qué hospital está Yolanda Lang?
—En el Michael Reese, pero no podrás verla. Hay seis polis de guardia en el corredor. Horlick intentó entrar y no lo consiguió.
—¿No sabes cuándo volverá a actuar en El Madhouse?
—No. Su representante artístico podría decírtelo. Se llama Doc Greene.
—¿Qué clase de individuo es?
—Mira, Sweeney, he de volver a mi trabajo. Pregúntale a él qué clase de individuo es.
Joe Carey se levantó y Sweeney cogió la cuenta.
Yo pagaré esto. Pero antes dime dónde puedo localizar a ese Greene. A propósito, ¿cuál es su nombre de pila?
—No lo sé. Todo el mundo le llama Doc. Calla…, está en el listín telefónico. Lo hallarás allí. O te lo dirá el dueño del club. Greene es el que le proporciona todas sus artistas. Bien, hasta luego.
Sweeney se terminó el café, que ya estaba frío y le hizo estremecer de repugnancia, tras lo cual salió rápidamente del Kirby.
Estuvo parado unos segundos frente al restaurante, indeciso sobre sus próximos movimientos, y finalmente se encaminó al Blade. No entró en las oficinas de la redacción sino que fue a la administración para que le abonaran los cheques. Después, se dirigió al almacén y estuvo buscando entre los periódicos atrasados, empezando desde unos dos meses antes, hasta que halló el que daba la noticia de la muerte de Lola Brent. Lo compró, junto con los de la semana siguiente y los de los últimos diez días.
El paquete era voluminoso, a pesar de haber rechazado los de los domingos. Salió y cogió un taxi hasta la pensión.
Al llegar, llamó a la puerta de la señora Randall, pagándole los treinta y seis dólares que le debía, más dos semanas por adelantado.
Ya en su cuarto, dejó el montón de periódicos sobre la cama, volvió al pasillo y buscó los Greene en el anuario telefónico hasta que halló uno en el bloque Goodman, un tal J. J. Greene, agente teatral. Marcó el número y, después de una breve discusión con una secretaria, pudo hablar con J. J. Greene.
—Aquí Sweeney, del Blade. ¿Podría decirme cuándo darán de alta a su cliente en el Michael Reese?
—Lo siento, señor Sweeney; la policía me ordenó no dar ninguna información. Tendrá que preguntárselo a ellos. Oiga, ¿es usted el periodista que escribió ese relato, en calidad de testigo presencial, en el Blade de hoy?
—Sí, en efecto.
—Buen artículo. Y estupenda publicidad para Yolanda. Lástima que su contrato la obligue a trabajar tres semanas más en El Madhouse; de lo contrario, podría conseguirle contratos mucho mejores.
—Entonces, ¿volverá a actuar antes de tres semanas?
—En confianza, dentro de tres días. No fue más que el susto.
—¿No podría pasar por su agencia, señor Greene, y hablar con usted?
—¿Sobre qué? La policía me ha prohibido hablar con los periodistas.
—¿Ni siquiera sobre el tiempo, si nos cruzamos en la calle? No conozco a ningún agente artístico que no le guste charlar con los de la prensa. Tal vez incluso pueda hacer propaganda a sus otras clientes ¿Y qué mal puede haber en esto? ¿Acaso la policía tiene algo contra usted?
—No puedo invitarle a mi oficina —rió Greene—, a causa de ellos. Pero dentro de unos veinte minutos saldré, y generalmente voy a tomar una copa a alguno de los clubs de los que soy agente. Tengo la sensación de que hoy iré a El Madhouse. Si dentro de una media hora está usted allí, a lo mejor…
—Es posible que también yo me deje caer por ese club —sonrió Sweeney—. Gracias. Y, entre nosotros, ¿todavía sigue en el hospital la señorita Lang?
—Sí, pero no podrá visitarla.
—No lo intentaré. Hasta la vista.
Colgó el aparato y se limpió el sudor de la frente con un pañuelo. Volvió a su habitación y permaneció sentado, inmóvil, unos cinco minutos. Cuando creyó que había cesado el temblor, se marchó.
El sol apretaba de firme, obligando a la gente a caminar perezosamente. En la State Street entró en una floristería, y encargó dos docenas de American Beauties para Yolanda Lang, que debían ser enviadas al hospital. Después continuó sudando bajo el sol asesino, hasta llegar a El Madhouse, en la Clark Street, cerca de Grand.
No había ningún portero de voz persuasiva uniformado en la entrada a aquella hora de la tarde. Ni lo habría hasta el anochecer, momento en que se daría el primer show.
Los carteles sí estaban a la vista:
6 Actuaciones 6
YOLANDA LANG Y DIABLO
en
la famosa
danza de
LA BELLA Y LA BESTIA.
Naturalmente, también había fotografías. Sweeney no se detuvo a mirarlas.
Pasó del calor del sol a la fresca penumbra del bar exterior, separado de la sala del escenario, donde los precios eran más elevados.
Se detuvo parpadeando, a causa de la transición del resplandor de la calle a la oscuridad del local. Luego, miró hacia el mostrador. Sólo había tres personas. En el extremo más lejano, un tipo bastante bebido retozaba con una rubia excesivamente serena. Media docena de taburetes más acá, un hombre solo contemplaba su imagen en el espejo de marco azul situado detrás de la barra, con una botella de cerveza y un vaso delante. Estaba sentado como tallado en piedra. Sweeney comprendió que no era Doc Greene.
El periodista tomó asiento en un taburete, próximo a la entrada. El camarero se acercó.
—¿No ha venido Greene? —le preguntó Sweeney—. Doc Greene.
—Todavía no —el camarero repasó el limpio mostrador con un paño sucio—. A veces da una vuelta por aquí a esta hora, pero hoy no ha aparecido. Estando yo en el hospital…
—Yo… —repitió pensativamente Sweeney—. Me gusta. La da al nombre un acento sureño. La gente se vuelve hacia ella en el bar y le pregunta: ¿Qué vas a tomar, Yo?
—Buena pregunta —rió el camarero—. ¿Y usted qué va a tomar?
—Pues… —Sweeney se entregó a una honda reflexión. Tenía que comer algo, aunque fuese poco, hasta recobrar el apetito y poder contemplar un menú completo sin sentir náuseas—. Cerveza con un huevo batido.
En el umbral se hallaba un individuo con cara de luna. En la misma se dibujaba una amplia sonrisa, al tiempo que escrutaba todo el mostrador de una punta a la otra. Sus ojos, detrás de unos lentes de gruesos cristales, se detuvieron en Sweeney, y la sonrisa se ensanchó más.
Sus ojos, detrás de los lentes, parecían enormes.
Sin embargo, por raro que parezca, eran unos ojos vacuos y mortales: Como los de un reptil, ampliados un centenar de veces, y casi era posible esperar que una membrana nictitante cayese sobre ellos.
En su aspecto externo Sweeney no se alteró, pero sí se estremeció su espíritu. Casi por primera vez en su vida odiaba a un hombre a primera vista. Y le temía también. Era una extraña combinación de distintos ingredientes, ya que el odio (salvo en forma abstracta) era algo desconocido para William Sweeney. Tampoco es corriente el temor en la persona a quien le importa un ardite el resto de la Humanidad.
—¿El señor Sweeney? —inquirió el Cara de Luna, más afirmando que preguntando.
—Tome asiento, Doc —respondió el periodista.
Se metió las manos en los bolsillos rápidamente, porque tuvo el presentimiento de que iban a empezar a temblar.