2

El amanecer fue diferente. Los amaneceres siempre lo son.

Sweeney abrió los ojos y vio que amanecía un alba calurosa, gris. Las hojas colgaban perezosamente de las ramas de los árboles sobre su cabeza, y la tierra era dura bajo su cuerpo. Le dolían todos los músculos. La boca sabía a algo impronunciable… impronunciable aquí; no para Sweeney, que lo mencionó y se pasó la lengua por los labios para humedecerlos. Tragó saliva unas cuantas veces, hasta tener húmedo el interior de la boca.

Se frotó los ojos con los peludos nudillos de sus sucias manos y maldijo a un pájaro que cantaba en un árbol próximo. Se incorporó y se inclinó adelante, con la cara entre las manos, los pelos de su áspera barba contra las palmas. Pasó un tranvía por la Clark Street, que no resonó tanto como un terremoto o las trompetas del Juicio Final. Al menos, no tan fuerte.

Despertar nunca es agradable; a veces incluso puede ser horroroso. Con la resaca acumulada de dos semanas de beber, es horroroso.

Pero lo mejor, sabía Sweeney, era moverse, no estar sentado y padecer, no volver a tumbarse sobre el duro suelo para dormir otra vez. Claro que es un infierno hasta que uno se orienta; mantenerse despierto y orientarse es muy doloroso, como una enfermedad hasta que llevas unos tragos bajo el cinturón. Entonces, ya todo está bien. ¿O no?

Sweeney se levantó y dejó que sus piernas trabajasen. Le transportaron fuera del césped hasta el trecho de cemento que era el sendero que conducía al banco donde Godfrey permanecía dormido, roncando quedamente. En el banco contiguo se hallaba el frasco de licor, vacío.

Sweeney empujó los pies del dormido y se sentó al borde del banco. Después, apoyó su barbilla en sus sucias manos y los codos en sus rodillas, pero no cerró los ojos, sino que los mantuvo bien abiertos.

Por fin había llegado al borde del precipicio. La dama y el perro. Nunca había estado tan alucinado por algo.

La dama y el perro.

No podía creerlo. Era una de esas cosas que jamás suceden. Por tanto, no había sucedido. Esta era la lógica del caso.

Levantó una mano ante sus ojos y vio que temblaba, bastante, aunque no más que en otros momentos como éste. Volvió a apoyarla en el banco y empleó la otra para levantarse. Las piernas todavía funcionaban. Así, le condujeron a través de la plaza hasta la Dearborn Street y por ella, como si fuese un dolor caminante y no un ser humano, a la Chicago Avenue. Unos frenos chirriaron cuando un taxi efectuó una brusca maniobra para no atropellarle al atravesar diagonalmente la avenida sin mirar a ningún lado. El taxista le increpó a gritos. Sweeney, sin hacerle caso, siguió andando por el lado sur de la Chicago Avenue hasta la State Street, donde torció hacia el sur.

Recorrió unos tres cuartos del bloque de casas y se detuvo delante del Portal. Lo contempló fijamente, y poco después se acercó más y atisbó por los cristales. Dentro estaba a oscuras, mas pese a ello logró distinguir una puerta al fondo del vestíbulo.

A su lado se detuvo un joven vendedor de periódicos con un montón de ellos al hombro y preguntó:

—¡Cáscaras! Es aquí donde ocurrió, ¿verdad?

—Sí —gruñó Sweeney.

—Conozco a esa tipa —afirmó el vendedor de diarios—. Le traigo el diario —asió la manija de la puerta—. He de entrar a dejar algunos.

Sweeney se hizo a un lado para dejarle pasar.

Cuando el muchacho salió, entró Sweeney. Dio unos pasos hasta llegar a la altura de los buzones. Aquí, donde él ahora estaba de pie, ella había caído. Miró al suelo y se agachó para observar algo con más detenimiento. Sí, allí se veían unas manchitas oscuras.

Se incorporó y fue hasta el final del vestíbulo. Abrió la puerta del fondo y se asomó al interior. Había un pasadizo de cemento que conducía al callejón de atrás. Nada más. Cerró la puerta y giró el interruptor de la luz, situado a la izquierda, al pie de la escalera. Se encendieron dos bombillas, una al pie de la escalera, y la otra también arriba, mas adelante, junto a los buzones. La amarillenta luz resultaba enfermiza bajo el gris matutino. Apagó y, al observar algo en el paño de madera de la puerta del fondo, se acercó a ella otra vez. En la madera había unos arañazos verticales, poco espaciados entre sí. Parecían recientes, como las señales de las uñas de un perro. Como si el animal se hubiese precipitado contra la puerta, tratando de derribarla.

Sweeney apagó de nuevo la luz y salió del edificio, llevándose consigo uno de los periódicos que el chico había dejado en algunos de los buzones. Dobló la esquina antes de sentarse en el peldaño de otro portal y desdoblar el diario.

Había un titular a tres columnas, con dos fotos: una de la joven y otra del perro. El titular decía:

EL DESTRIPADOR ATACA

UNA BAILARINA

SALVADA POR SU LEAL PERRO

El monstruo huye:

«No podría identificarle, afirma la víctima»

Sweeney miró las dos fotografías, leyó el artículo y volvió a concentrarse en las fotos. Ambas eran poses de estudio, sin duda alguna. Según el pie del retrato, el perro se llamaba «Diablo», y realmente lo parecía. En la foto no era posible ver el furor amarillento de los ojos, pero continuaba siendo un animal al que nadie querría encontrar es un callejón a oscuras. Seguía pareciendo más un lobo que un perro, y además, un lobo rabioso.

Sweeney pasó a examinar el retrato de la joven. El pie del mismo la identificaba como Yolanda Lang, lo que le hizo preguntarse cuál sería su verdadero nombre. Claro que al contemplar aquel semblante nada importaba cuál fuese. Por desgracia, la foto no enseñaba tanto de su cuerpo como lo que había visto Sweeney la noche anterior. Era un primer plano de cintura para arriba, en el que Yolanda lucía un vestido de noche sin hombreras, muy ceñido a su cuerpo para destacar sus senos, que Sweeney sabía eran auténticos y no a base de relleno alguno, así como el sedoso cabello rubio que le llegaba hasta sus delicados y blancos hombros. La cara también era hermosa. Sweeney no se había fijado mucho en ella la noche pasada, lo que no era censurable, teniendo en cuenta la situación.

No obstante, valía la pena contemplarla ahora que no tenía la oportunidad de mirar otras cosas. Era una cara grave y graciosa a la vez, o mejor dicho, gravemente graciosa. Excepto cierta expresión de los ojos. Naturalmente, la foto de un periódico no permite que uno esté seguro de los detalles menores.

Sweeney dobló cuidadosamente el diario y lo dejó a su lado, en el peldaño. En su rostro se dibujó una torva sonrisa.

Se levantó y regresó a la Bughouse Square.

God todavía roncaba en el banco. Sweeney lo zarandeó y el viejo abrió los ojos.

—¡Lárgate! —masculló, mirando soñoliento al joven.

—Soy yo —sonrió Sweeney—. He venido a decirte una cosa ¿Ves? No mentí.

—¿Mentir en qué?

—En lo que dije anoche.

—¡Estás loco!

—Tú no la viste —sonrió de nuevo Sweeney—. No estuviste allí. ¡Hasta la vista!

Atravesó el césped hacia Clark Street y se detuvo un minuto. Tenía un fuerte dolor de cabeza y necesitaba beber algo. Levantó la mano, vio que temblaba y se la metió en el bolsillo para no pensar en ello.

Echó por la Clark hacia el sur. El sol estaba ya bastante alto, iluminando las calles de este a oeste. El tráfico empezaba también a ser denso y ruidoso.

Pensó: «Sweeney andando a través del día.»

Estaba sudando y no sólo por el calor. Olía mal y lo sabía. Le dolían los pies. Su cuerpo era un puro dolor, un dolor horrible, de arriba abajo, de adentro afuera. «Sweeney andando a través del día.»

A través del Loop y hacia el sur, a Roosevelt Road. No se atrevía a detenerse. Torció por la esquina este a Roosevelt Road, anduvo otra manzana más de casas, y se detuvo ante el portal de un edificio de apartamentos.

Oprimió un botón y aguardó a oír el zumbido de la puerta al abrirse. Entró y subió por la escalera hasta el tercer piso. Una puerta del centro del descansillo estaba entreabierta; por la abertura se asomaba una cabeza calva. El rostro que estaba debajo de la calvicie miró a Sweeney, que se acercaba, y sus ojos adoptaron una expresión de enfado.

La puerta se cerró de golpe.

Sweeney apoyó una de sus manos sucias en la pared para no perder el equilibrio, a causa del cansancio, y avanzó hasta la puerta. Empezó a golpearla con fuerza. Golpeó durante más de un minuto y después se llevó una mano a la frente como para serenarse durante otro medio minuto. Se recostó contra la pared.

Finalmente, se enderezó y volvió a aporrear la puerta, con más fuerza aún.

Oyó los pasos que se aproximaban dentro del piso.

—¡Largo de aquí o llamo a la bofia!

Sweeney no dejó de golpear.

—¡Llama a la bofia, estúpido! ¡Nos llevarán a los dos a la «preve» y allí nos explicaremos!

—¿Qué diablos quieres?

—Abre y lo sabrás —replicó el joven, volviendo a golpear.

Se abrió una puerta del descansillo y se asomó el rostro asustado de una vecina.

Sweeney golpeó más todavía.

—Está bien, está bien —gruñó la voz del interior del apartamento—. Un segundo.

Los pasos se alejaron, regresaron y giró una llave en la cerradura.

Se abrió la puerta y el calvo se hizo a un lado. Llevaba un batín arrugado, unas zapatillas en chancleta y, aparentemente, nada más. Era un poco más bajo que Sweeney, pero tenía una mano metida en un bolsillo del batín, que abultaba bastante.

Sweeney pasó al interior y cerró la puerta con el pie.

—Hola, Goetz —dijo, plantándose en el centro de la habitación.

El calvo continuaba al lado de la puerta.

—¿Qué diablos quieres? —repitió.

—Dos papiros de diez —respondió Sweeney—. Ya sabes el motivo. ¿O he de decírtelo con más claridad?

—¡Que me pelen si voy a darte veinte pavos! —exclamó Goetz.

A pesar de su calvicie tenía el vicio de gritar siempre «¡Que me pelen!».

—Si te refieres todavía a ese maldito caballo, ya te dije que no cursé la apuesta. Te devolví tu dinero y en paz.

—Tomé mi dinero a cuenta —se indignó Sweeney—. Entonces no me hacía tanta falta la pasta como ahora. De modo que vamos a hablar del asunto. Me cantaste una y otra vez las excelencias de ese caballo. Sí, fue idea tuya. De manera que te di el dinero de la apuesta. El caballo ganó, las apuestas se pagaron cinco a uno, y luego me dijiste que no habías cursado la apuesta.

—¡Y no la cursé, así me pelen! Lo de Mike estaba ya cerrado y…

—Ni siquiera llamaste a Mike. Te quedaste con mi dinero. Si el caballo hubiese perdido… como esperabas, te hubieras apropiado de mis dos pavos. De forma que, cursada o no la apuesta, me debes veinte troncos.

—¡Nada de eso, Sweeney! ¡Lárgate ya!

El calvo sacó la mano del bolsillo del batín, empuñando una automática del 25.

Sweeney sacudió la cabeza con fingido pesar.

—Si se tratara de dos talegos me asustarías con este chisme… quizá. Por veinte pavos no vas a poner en tu ficha «asesino». Por esa cantidad no querrás tener a los polis husmeando por aquí. No, seguro que no… y apuesto lo que quieras.

Miró a su alrededor hasta que divisó unos pantalones colgados en el respaldo de una silla. Se dirigió hacia ellos.

—¡Maldito hijo de perra…! —exclamó el calvo, quitando el seguro de la automática.

Sweeney cogió los pantalones por las perneras y los sacudió. Sobre la alfombra cayeron unas llaves y varias monedas. Continuó sacudiendo la prenda.

—Algún día, Goetz, llamarás hijo de perra a uno que lo será, y ese día será el último de tu vida.

Del bolsillo trasero cayó una cartera y Sweeney la recogió rápidamente. La abrió y soltó un bufido. Dentro sólo halló un billete de diez y otro de cinco.

Sacó el primero, se lo metió en el bolsillo y tiró la cartera hacia el tocador.

—¿Qué pasa con ese truco del billar, Goetz? ¿Tan mal va la cosa?

—Te lo dije —masculló el calvo—. Los asuntos van mal. Bien, ya tienes tu dinero. ¡Lárgate!

—Tengo diez pavos —razonó Sweeney—. No me gusta dejar a un tipo, aunque sea como tú, sin un centavo. Cobraré los otros diez en materia. Un baño, un afeitado, una camisa y calcetines.

Sweeney se despojó de la chaqueta y se quitó los pantalones. Después, se sentó en el borde de la revuelta cama y se descalzó. Fue hacia el cuarto de baño y dejó correr el agua dentro de la bañera.

Salió poco después completamente desnudo, con un bulto de lo que había sido su camisa, sus calcetines y su ropa interior, y lo arrojó a una papelera.

El calvo seguía al lado de la puerta, y había guardado la pistola en el bolsillo del batín.

—No creo que ahora vayas a llamar a la policía, Goetz —sonrió Sweeney, gritando por encima del ruido del agua en la bañera—. Podrían pensar mal de los dos.

Volvió al cuarto de baño y cerró la puerta.

Estuvo largo tiempo en la bañera, después se afeitó a placer con la maquinilla del calvo que, afortunadamente, era eléctrica. Todavía le temblaban las manos.

Cuando regresó al salón-dormitorio, Goetz estaba en la cama, de cara a la pared.

—¿Duermes, querido? —preguntó Sweeney con sorna.

No recibió respuesta.

Sweeney abrió un cajón del tocador y escogió una camisa blanca, de deporte, con cuello blando. Se la puso y comprobó que le estaba estrecha por los hombros y que el cuello no abrochaba, pero era una camisa limpia y planchada. Un par de calcetines del calvo también resultaron pequeños, aunque entraron en sus pies.

Observó su traje y sus zapatos con disgusto, pero tenían que servirle. Hizo lo que pudo con los cepillos, de ropa y de calzado, para adecentarlos. Se aseguró de que todavía tenía en el bolsillo del pantalón el billete de diez dólares, y se vistió.

Cepilló el sombrero, se lo puso y se detuvo al llegar a la puerta.

—Buenas noches, amigo, y gracias por todo. Ya estamos en paz.

Cerró la puerta sin hacer ruido y bajó a la calle, ya inundada de sol. Se dirigió a Dearborn Street, dejando atrás la estación del mismo nombre. En un pequeño restaurante, no lejos de allí, se tomó tres tazas de café y consiguió tragarse uno de los dos bollos que pidió. Sabía a pasta de libros, pero se lo comió.

Bajo la sombra del El, dos manzanas al norte, se hizo limpiar los zapatos y después esperó, temblando ligeramente, en un cuartito del fondo de la tienda, mientras le limpiaban y planchaban el traje. Necesitaba algo más que una limpieza rápida. Cuando se lo puso había mejorado mucho de aspecto.

Se contempló en el espejo de cuerpo entero del local y decidió que parecía otro. Todavía había círculos bajo sus ojos aún enrojecidos… Bueno, no tenía que ir a ningún concurso de belleza, aunque debía conservar las manos en los bolsillos hasta que desapareciera el temblor. Ahora ya tenía apariencia de ser humano.

Alisó el cuello de la camisa por encima del de la chaqueta, y esto mejoró más su aspecto.

Fue andando por el lado en sombra de la calle, para atravesar el Loop. Estaba sudando nuevamente, y se sentía otra vez sucio. Tuvo el presentimiento de que esta sensación le duraría largo tiempo, por muchos baños que tomase. ¿Por qué una persona cuerda ha de vivir en Chicago, durante una ola de calor? En realidad, ¿por qué vive la gente en Chicago? O mejor: ¿acaso vive alguien en Chicago?

Sweeney tenía la cabeza levemente embotada. Experimentaba unos zumbidos rítmicos en las sienes y detrás de los ojos. Tenía las palmas de las manos húmedas y pegajosas, pese al calor seco del resto del cuerpo; y por mucho que se las limpiase en los costados del pantalón, continuaban húmedas y pegajosas.

«Sweeney andando a través del Loop.» En Lake Street, otra vez bajo el El, entró en un drugstore y pidió otra taza de café y un doble de bromuro. Sentíase como un muelle enrollado demasiado tenso; se sentía como un claustrofóbico encerrado en un cuartucho; se sentía asqueroso. El café susurraba en su estómago como el agua en la bodega inundada de un barco, verdosa de algas, si es que las algas son verdosas. Las de Sweeney lo eran y culebreaban.

Cruzó el Wacker Drive, esperando que lo atropellara un coche, mas no fue así; atravesó el puente bajo el implacable calor del sol, y empezó a levantar un pie y bajarlo, a levantar el otro y bajarlo también, durante seis manzanas hasta la Erie Street. Después…, sin atreverse a parar, metió las pegajosas manos en los bolsillos del pantalón y se internó por un callejón situado entre dos edificios y penetró por un portal abierto.

Ya estaba en casa, si todavía lo era para él. Iba a enfrentarse con el peor momento del día. Sacó del bolsillo la mano derecha y tabaleó sobre una puerta del pasillo de abajo. Rápidamente, volvió a meter la mano en el bolsillo.

Resonaron lentamente unos pasos pesados y la puerta se abrió.

—Hola, señora Randall —saludó cortésmente Sweeney—. Yo…

—¡No, señor Sweeney! —le interrumpió con tono firme la mujer.

—Hum…, ¿acaso ha alquilado ya mi habitación?

—Pues, quiero decir que no puede entrar para llevarse algo con que poder seguir bebiendo. Ya se lo advertí dos veces la semana pasada.

—¿De veras? —inquirió el joven vagamente. No se acordaba… ¿o si? Pensándolo bien, una de las dos veces lo oyó como en sueños—. Sospecho que estaba muy bebido —reconoció, respirando hondo—. Bah, esto ya se acabó. Estoy sereno.

—¿Y qué hay de las tres semanas que me debe? —gruñó ella—. Treinta y seis dólares.

Sweeney sacó los billetes del bolsillo: uno de cinco y tres de un dólar.

—Es todo lo que tengo. Puedo darle ocho dólares a cuenta.

La patrona levantó la vista desde el dinero al rostro de Sweeney.

—Creo que dice la verdad en lo de estar sereno, Sweeney. Teniendo dinero, es raro que lo esté. Con ocho dólares podría empinar mucho el codo.

—Sí —asintió Sweeney.

La señora Randall se apartó de la puerta.

—Vamos, entre —cuando él la siguió a la salita, añadió—: Siéntese y guárdese el dinero. Lo necesitará más que yo, hasta que vuelva a las andadas. ¿Cuánto tiempo tardará?

Sweeney se sentó.

—Unos cuantos días —sonrió—. Cuando estoy sereno siempre saco algún dinero.

Metió las manos y los billetes en sus bolsillos.

—Hum, creo que perdí la llave. ¿Si tiene usted…?

—No la perdió. Yo me la quedé hace una semana, el viernes. Usted intentaba llevarse el gramófono para empeñarlo.

—Dios mío, ¿eso hice? —exclamó Sweeney, cogiéndose la cabeza con las manos.

—No se lo llevó. Yo le obligué a dejarlo. Y le pedí la llave. Tiene toda su ropa en el cuarto, excepto el abrigo y el impermeable. Debió de empeñarlos antes. Y la máquina de escribir. Y el reloj… a menos que los haya recuperado.

—No —Sweeney movió la cabeza con desesperación—. Todo se ha perdido. Gracias por guardar lo demás.

—¡Tiene usted un aspecto fatal! ¿Quiere una taza de café?

—Me está saliendo por las orejas —explicó Sweeney—, pero tomaré otra taza. Sin leche.

Contempló a la mujer mientras se dirigía a la cocina. Debería de haber más patronas como la señora Randall, pensó. Dura como un clavo por fuera (era preciso para regentar una pensión) y por dentro tan blanda como la mantequilla. La mayoría eran duras por dentro y por fuera. La señora Randall volvió con el café y Sweeney se lo bebió. Cogió la llave y subió por la escalera. Entró en su habitación, cerrando la puerta antes de empezar a temblar. Se quedó quieto hasta que pasó lo peor. Después, fue hacia el lavabo y vomitó, lo que le alivió bastante, aunque el sonido del agua corriente aumentó los zumbidos de su cabeza.

Cuando terminó le hubiese gustado tumbarse a dormir, mas no lo hizo; se desnudó, se puso un batín y salió al pasillo hasta el cuarto de baño. Se preparó un baño caliente y estuvo relajándose en el agua casi una hora antes de volver a su habitación.

Antes de vestirse otra vez, hizo un paquete con el traje que llevaba, la camisa y los zapatos que le había cogido al calvo, y los arrojó a un rincón. Se puso ropas limpias, incluyendo su mejor traje de verano. Se anudó una corbata de seda que le había costado cinco dólares y su mejor par de zapatos.

Acto seguido, arregló meticulosamente el cuarto. Puso en marcha el aparato de radio de su combinado radio-hi-fi hasta que dieron la hora entre dos programas. Entonces cogió el despertador de la mesita de noche y le dio cuerda.

Eran las once y media.

Sacó su sombrero de Panamá del armario y salió al pasillo.

Cuando empezó a bajar por la escalera, la señora Randall abrió la puerta de su habitación.

—¿Señor Sweeney…?

La mujer se inclinó sobre la barandilla y él levantó la vista.

—¿Si…?

—Me olvidé decirle que esta mañana temprano, hacia las ocho, preguntaron por usted por teléfono. Un tal Walter Krieg, del periódico en el que trabaja… o trabajaba.

—Supongo que está en lo cierto al decir «trabajaba» —sonrió Sweeney con amargura—. ¿Qué dijo? ¿Y usted qué le respondió?

—Preguntó por usted y contesté que no estaba. Dijo que si volvía antes de las nueve le llamara. Usted volvió más tarde, y la verdad es que ya no le esperaba… y me olvidé de darle el recado. No dijo nada más.

Sweeney le dio las gracias y salió. En el drugstore de la esquina compró cuarto de litro de whisky y se metió el frasco en el bolsillo trasero del pantalón. Luego, entró en una de las cabinas telefónicas, marcó el número del Blade y preguntó por el redactor jefe.

—¿Krieg…? —dijo al oír la voz de aquél—. Aquí Sweeney. Acabo de llegar a casa. Me han dado tu recado. Estoy sereno. ¿Qué quieres?

—Ahora nada. Es demasiado tarde, Sweeney. Lo siento.

—De acuerdo, es demasiado tarde y lo sientes. Pero ¿qué es lo que querías?

—La historia de un testigo ocular, si estás bastante sereno como para recordar lo que viste anoche. Un policía dijo que te vio hacia la hora en que encontraron a Yolanda Lang, por aquel distrito. ¿Lo recuerdas?

—Lo recuerdo más que bien. ¿Por qué es demasiado tarde? Has sacado una edición a la calle, pero la principal aún ha de salir y otras dos por la tarde. La edición local todavía no está en máquina, ¿verdad?

—Lo estará dentro de quince minutos. Si tardas más…

—No perdamos más tiempo —le atajó Sweeney—. Que se ponga un taquígrafo al aparato. Le daré media columna en cinco minutos. Pon a Joe Carey, que es bueno.

—De acuerdo, Sweeney. Espera.

Sweeney esperó, tratando de reunir sus pensamientos, hasta que oyó la voz de Joe. Entonces empezó a hablar de prisa.

Al terminar, colgó el auricular, apoyándose débilmente contra el cristal de la cabina. No le había pedido a Joe que Walter Krieg volviera a ponerse al teléfono. Bah, esto podía aguardar. Sería mejor ir a ver personalmente al redactor jefe.

Pero todavía no, todavía no.

Regresó a su cuarto de la pensión, colocó el frasco de whisky equilibrado en el brazo del cómodo sillón, con un vaso al lado. Colgó la chaqueta del traje y el sombrero en el armario; después se aflojó la corbata y el cuello de la camisa.

Se dirigió al tocadiscos y se agachó delante de los álbumes. Estudió los títulos. No hacía falta, claro. Sabía cuál iba a escoger: la Sinfonía 40 de Mozart.

Nadie habría pensado tales preferencias al ver a Sweeney. Era la pieza favorita del joven periodista: la Sinfonía número 40, en sol menor, K. 550. Colocó los tres discos en el aparato, tocó el botón de arranque para el primero, y se sentó en el sillón, disponiéndose a escuchar.

El primer movimiento: allegro molto.

¿Por qué he de describir más a Sweeney? Si el lector conoce la Sinfonía 40 de Mozart, la oscura angustia de la misma, el macabro impulso que hay detrás de su gracioso contrapunto, ya conoce a Sweeney. Y si la 40 de Mozart le suena a dicho lector como un alegre pero ligeramente aburrido minué, algo así como el fondo de una conversación, Sweeney será para el lector un periodista más de los que suelen emborracharse periódicamente.

Pero dejemos esto, pues lo que el lector opine y lo que opine yo no importa en absoluto en el gesto de Sweeney al descorchar el frasco y tomar un trago. Un buen trago.

Existen cosas extrañas y existen cosas más extrañas todavía. ¿Una de las más extrañas? Una caja de madera que contiene piezas de alambre de cobre y placas de metal, una media docena de espacios de una nada llamada vacío, y un cable negro que se inserta mediante un enchufe en otra pieza horadada de la pared, por el que fluye una cosa que llamamos electricidad porque ignoramos aún qué es. Pero fluye y así vive una materia inorgánica; disponemos una mesa, con un plato que gira haciendo a su vez girar un disco, en tanto una aguja araña sus surcos.

Una aguja baila en un surco y vibra un diafragma, haciendo vibrar también el aire que nos rodea. Y los pensamientos, las ideas musicales de un hombre muerto hace siglo y medio presionan sobre ti, que estás sentado a la luz junto a la sombra del alma de un hombre muerto hace mucho tiempo. Compartes las ideas de un atildado músico de corte, que vive en medio de un gran quebranto financiero, tal vez presintiendo cerca el fin de su vida, razón por la cual trabaja a gran velocidad, terminando en unas semanas la mejor sinfonía de cuantas escribió.

Sí, hay cosas extrañas. Y allí estaba Sweeney, tomando el segundo trago mientras el tercer disco caía sobre el plato y se iniciaba el segundo movimiento andante.

Lo bebió todo: el segundo trago y el tercer disco del álbum. Suspiró y se levantó del sillón; todavía le dolía la cabeza, lo mismo que el alma; en cambio, ya no le temblaban las manos.

Lavó el vaso y guardó el frasco de whisky, lleno aún más de la mitad. Dio vuelta a los tres discos, puso el aparato en marcha otra vez y se sentó para escuchar el resto de la 40.

Cerró los ojos hasta el fin del segundo movimiento y durante el minueto (alegreto y trío) del tercer movimiento, demasiado corto, que al terminar dio paso al que él esperaba: el amargo movimiento final, allegro assai: el poder y la melancólica gloria.

Después, Sweeney continuó sentado, en silencio, y unos instantes más tarde rió para sí, casi interiormente.

Ya estaba fuera, fuera de la bodega inundada del barco, completamente sereno. Hasta la próxima vez, que podía ser dentro de unos meses o de un par de años. Hasta que tuviese que expulsar de su espíritu toda la mugre acumulada a causa de los embates de la vida; hasta entonces podría ser un individuo normal y beber con normalidad. Sí, ya sé que los alcohólicos son incapaces de hacer esto, mas Sweeney no era un alcohólico; podía beber y bebía con regularidad y normalidad, y sólo de cuando en cuando se hundía en las fosas de la borrachera. También existe este tipo de bebedor, a pesar de que los titulares son siempre para los alcohólicos.

Sweeney estaba ya sobrio, estremecido pero no tembloroso. E incluso seguro de poder volver a trabajar, si comía un poco. En unas semanas se vería libre de deudas y volvería a su estado normal, pasara lo que pasara.

O…

—Sí, estoy sereno —se dijo. Pero esa absurda decisión o resolución o lo que diablos fuese…

¿Y qué? ¿Por qué no? Todo lo que desees. God tenía razón en esto: todo lo que desees si lo deseas ardientemente, si te concentras en conseguirlo. Cualquier cosa, como lograr un millón de dólares o algo mejor como pasar una noche con…, ¿cómo se llamaba? Sí, Yolanda Lang.

Rió de nuevo, cerró los ojos, meditó, recordó y contempló otra vez la increíble escena que había tenido lugar en el vestíbulo de aquel portal de la State Street.

Unos segundos más tarde dejó de reír.

«Sweeney, se dijo, estás buscando jaleo. En primer lugar, necesitarás dinero. Un periodista de centavo la línea no puede conquistar a esa muñeca. Además; tendrás que dar caza a un destripador. Y a lo mejor o a lo peor, puedes encontrarlo.»

Sweeney sabía que esto sería horroroso, porque experimentaba un verdadero terror, casi una fobia, por el frío acero, por el frío y afilado acero. Una hoja de acero afilada como una cuchilla de afeitar en las manos de un loco, de un maníaco homicida. Una hoja como una cuchilla de afeitar puede abrir un abdomen y desparramar las entrañas por una acera, donde ya no sirven de nada, Sweeney.

Seguro, pensó, y añadió: eres un maldito idiota, Sweeney.

Pero esto lo sabía desde hacía mucho tiempo.