1

Nadie sabe nunca lo que hará un irlandés borracho.

Sobre ello pueden hacerse muchas conjeturas; sí, muchísimas conjeturas.

Incluso puede hacerse una lista, según el orden de probabilidades. Las más previsibles son fáciles de adivinar: puede pedir otro trago, iniciar una pelea, pronunciar un discurso, coger el tren… La lista puede alargarse un poco más: puede comprar pintura verde, talar un álamo, bailar una danza regional, cantar «Dios salve al Rey», robar un oboe… La lista podría alargarse indefinidamente con actos cada vez menos probables, hasta llegar a la culminación de la improbabilidad: que adopte una resolución y se aferre a la misma.

Sé que esto último es increíble, pero sucedió. Un individuo llamado Sweeney lo hizo en Chicago en cierta ocasión. Tomó una resolución y tuvo que abrirse paso entre sangre y café para mantenerla, pero lo consiguió. Tal vez, según las reglas civilizadas, la resolución no fuese muy buena, mas esto no tiene nada que ver con lo que aquí interesa. De lo que se trata es que, realmente, sucedió lo que digo.

Pero ahora, como la verdad es una cosa esquiva, tenemos que dar un leve rodeo. La verdad jamás encaja por completo dentro de una pauta definida. Es como… bueno, la pauta empieza así: «un irlandés borracho, llamado Sweeney…», si es que esto significa algo. La verdad nunca es tan sencilla.

Su verdadero nombre era Sweeney, aunque sólo tenía cinco octavos de irlandés y estaba solamente tres cuartos borracho. Naturalmente, esto se acerca tanto a la verdad como otra verdad cualquiera, y si el lector no está de acuerdo con esta declaración, mejor será que abandone la lectura de este libro. En caso contrario, quizá llegue a lamentarlo porque esta historia no es agradable. En ella se habla de asesinatos, de mujeres, de licores, de juego y hasta de prevaricación. Antes de empezar el relato propiamente dicho, ya hay un asesinato, y otro al final. En realidad, la historia empieza con una mujer desnuda y termina con otra mujer desnuda, lo cual constituye un buen principio y un final excelente; pero todo lo que sucede en medio no es agradable. No señor, no lo es. No dirá el lector que no le he advertido, y si pese a esta advertencia continúa leyendo, entonces tenemos que volver a referimos a Sweeney.

Sweeney estaba sentado en un banco del parque, aquella noche de verano, al lado de God[1]. A Sweeney le gustaba God, aunque este gusto no fuese compartido por mucha gente. God era un individuo alto, flaco, con una barba corta, muy enmarañada y manchada de nicotina. Su nombre completo era Godfrey; he dicho su nombre completo puesto que nadie, ni siquiera Sweeney, sabía si se trataba de su nombre de pila o de su apellido. Era un poco chiflado, pero no mucho. En todo caso, como la mayoría de los tipos de su edad que viven en la parte norte de Chicago y pasan el tiempo, cuando es bueno, en la Bughouse Square. La Bughouse Square tiene otro nombre[2], menos apropiado. Está situada entre Clark Street y Dearborn Street, justo al sur de la biblioteca Newberry; bueno, ésta es su ubicación horizontal. Verticalmente hablando, se halla más cerca del infierno que del cielo. Quiero decir que está bien alumbrada por las farolas pero muy a oscuras a causa de las sombras de los hombres derrotados que pasan en sus bancos la noche entera.

Eran las dos de la madrugada y la Bughouse Square estaba en silencio. Los oradores improvisados habían desaparecido, y los paseantes nocturnos, ansiosos de gozar del fresco después del calor del día, se habían metido ya en la cama. Los que quedaban dormían sobre el césped o en los bancos. Tenían fuertemente anudados los zapatos para que no se los robasen durante su sueño. En cambio, no les preocupaba en absoluto que alguien pudiera quitarles el dinero del bolsillo: allí no había dinero que robar. Por esto dormían tranquilamente.

—God —murmuró Sweeney—, me gustaría echar otro trago.

Echó su maltratado sombrero un poco más atrás de su desaliñada cabeza.

—También yo —asintió God—, pero algo menos malo.

—Sí, suele ser fatal —se quejó Sweeney.

—Cierto, Sweeney —sonrió God—, suele ser fatal.

Sacó un estropeado paquete de cigarrillos del bolsillo, le dio uno a Sweeney y encendió otro para sí.

Sweeney chupó el suyo con avidez. Después, contempló la dormida figura que roncaba en el banco que tenía delante y levantó la vista hacia la bien iluminada Clark Street. Tenía los ojos un poco borrosos por la bebida; aquellas luces tenían un halo, aunque él ya sabía que no era así en realidad. No soplaba la más leve brisa. Sentía calor y estaba sudado como el parque, como la ciudad. Se quitó el sombrero y se abanicó con él. Después, sus tres cuartos de borrachera le impulsaron a mirar fijamente aquel sombrero. Tres semanas atrás era nuevo; lo compró cuando todavía trabajaba en el Blade. Ahora parecía la cosa más indigna de la tierra: lo había pisado un auto, había rodado hasta una alcantarilla, y él mismo se había sentado encima, aplastándolo con el peso de su cuerpo. Sweeney se sentía en el mismo deplorable estado que su sombrero.

—¡Dios! —exclamó.

Naturalmente, no hablaba con Godfrey. En realidad, no hablaba con nadie. Volvió a cubrirse la cabeza con el sombrero.

—Ojalá pudiera dormir —añadió, poniéndose de pie—. Voy a dar una vuelta. ¿Me acompañas?

—¿Y perder el banco? —God no quería dormir sobre el césped—. No, Sweeney, procuraré dormir. Hasta la vista.

Se volvió del otro lado y descansó la cabeza en el hueco de su brazo.

Sweeney gruñó una despedida y se alejó hacia Clark Street. Trastrabillaba un poco, pero no mucho. Caminó bajo la noche, por Clark Street, hacia el sur y pasó por la Chicago Avenue. Dejó atrás varias tabernas, ansiando tener el dinero para un buen vaso.

—¡Hola, Sweeney! —le gritó un policía, al cruzarse con él.

—¡Hola, Pete! —correspondió el joven sin detenerse.

Recordó una de las teorías de Godfrey y se dijo que el viejo bribón estaba en lo cierto: es posible conseguir cualquier cosa si la deseas con tesón. Le hubiese podido sacar a Pete unas monedas o incluso un pavo, si tan grande hubiese sido su afán de beber. Tal vez mañana sí lo necesitaría por encima de todo.

Por el momento no hacía falta, aunque se sintiera como una cuerda de violín demasiado tensa. ¿Por qué no habría parado a Pete? Necesitaba un trago; necesitaba otros seis tragos, o al menos media pinta. Después, se sentiría mucho mejor y dormiría. ¿Cuándo había dormido por última vez? Trató de hacer memoria, mas estaba todo borroso en su cabeza. Fue cerca de la Huron, debajo del El[3] y era de noche, pero no la noche anterior ni la otra… ¿Qué hizo ayer?

Pasó el Huron, el Erie. Pensó que si se acercaba al Loop tal vez hallaría a algunos muchachos del Blade en el bar de Randolph y le prestarían algo. ¿Era allí donde se había emborrachado aquella vez? ¡Maldita la niebla de su cerebro! ¿Hasta qué punto estaba bebido? ¿Hasta qué punto se hallaba en condiciones? ¿No estaría presentable en el bar de Randolph?

Buscó un escaparate que pudiera reflejarle. Lo encontró. Se contempló con detenimiento y decidió que no estaba mal, que aún no había llegado muy lejos. Tenía el sombrero abollado, no llevaba corbata y el traje estaba lleno de arrugas, cosa natural, pero… Se aproximó más al escaparate y deseó no haberlo hecho, porque desde tan cerca se vio tal como estaba en realidad. Los ojos enrojecidos, una barba al menos de tres días, posiblemente de cuatro, y la horrible suciedad del cuello de la camisa. Una semana antes era una camisa limpia. También distinguió las manchas del traje.

Apartó la vista y reanudó el paseo. Sabía que no podía presentarse ante sus antiguos camaradas del periódico en tal estado. Antes de estar tan bebido, sí, cuando todavía estaba en buenas condiciones. O quizá más adelante, cuando estuviera tan borracho que ya nada le importara. Con la convicción de que esto sucedería inevitablemente unos días más tarde, empezó a maldecir mientras andaba, odiándose, odiándolo todo y a todo el mundo por tener que odiarse a sí mismo.

Atravesó Ontario Street. En tanto caminaba, juraba en voz alta, mas sin darse cuenta de lo que hacía. Pensó: «El Gran Sweeney camina a través de la noche», y trató de desechar todos sus pensamientos, aunque sin conseguirlo. Mirarse al escaparate había sido nefasto, pero todavía era peor, reflexionando en ello, que pudiese olerse, oler el hedor que se escapaba de su cuerpo trasudado. No se había cambiado de ropa desde… ¿cuánto hacía que su patrona se había negado a darle la llave de su habitación? Ohio Street… Condenación, tenía que dejar de ir hacia el sur o pronto llegaría al Loop, de manera que torció hacia el este. ¿Adónde iba? ¡Bah, qué importaba! Tal vez andando mucho se cansaría y podría dormir. Sin embargo, era preferible no alejarse demasiado de la plaza por si sentía sueño de repente.

Diantre, haría cualquier cosa por un trago… excepto, tal como se sentía esta noche, tal como estaba, buscar a un conocido.

Alguien venía por la acera en dirección contraria. Era un muchacho muy elegante, que llevaba una llamativa chaqueta deportiva a cuadros. Sweeney apretó los puños. ¿Qué probabilidades tenía si paraba al chico, seguramente homosexual, se apoderaba de su cartera y corría hacia algún callejón? Nunca lo había intentado y sus reacciones eran muy lentas. Demasiado lentas. El mariquita, andando por el bordillo de la acera, estaba ya lejos antes de que Sweeney se decidiese.

Pasó lentamente un coche. Era de la policía, con dos agentes en su interior. Vaya, de buena se había librado. Intentó caminar en línea recta, aparentando estar sereno, mas de pronto se dio cuenta de que continuaba lanzando maldiciones. Se detuvo casi en seco. Sería espantoso que lo arrestasen ahora y que tuviera que enfrentarse con una mañana sin bebida. El coche patrulla pasó sin aflojar la marcha.

Titubeó al llegar a la esquina de la Dearborn y decidió ir hacia el norte por la State Street, de modo que anduvo una manzana hacia el este. Pasó un tranvía traqueteando, con un estruendo como si fuese el fin del mundo. Pasó también un taxi vacío, en dirección sur, y durante un segundo Sweeney pensó pararlo y bajar hacia Randolph, diciéndole luego al taxista que aguardase un momento hasta que consiguiese algún dinero. Bah, el taxi no se detendría aunque le hiciese señas, debido a su mal aspecto. Además, ya estaba lejos.

Dobló hacia el norte por la State Street. Pasó el Erie, el Huron. Se sentía mucho mejor. No demasiado, pero sí un poco. Superior Street. «Superior Sweeney», se dijo. «Sweeney andando en la noche, a través del tiempo…»

De repente se dio cuenta de la multitud agrupada delante del portal de un edificio de apartamentos, a media manzana de distancia.

No era una multitud. Sólo una docena aproximadamente de personas, la clase de personas que pueden encontrarse en la North State Street a las dos y media de la madrugada. Estaban mirando por las puertas de cristal el vestíbulo del inmueble. Allí parecía oírse un ruido muy raro que Sweeney no consiguió situar. Era como los gruñidos de un animal.

Sweeney no apretó el paso. Probablemente se trataba de un borracho tumbado en tierra, inconsciente (o muerto), y allí estaría hasta que llegara una ambulancia a recogerlo. Posiblemente, yacía en medio de un charco de sangre, porque de no ser así no se habría reunido aquella docena de individuos a contemplarlo. Los borrachos eran algo muy corriente en aquella parte de Chicago. La idea de ver sangre no le fascinaba a Sweeney. En su época de periodista ya había visto bastante. Como la vez en que corrió detrás de los polis, hacia el salón de billares de la Townsend Street, donde los cuatro contrincantes peleaban a navajazos…

Dio un rodeo en torno al grupo sin mirar siquiera por encima de los hombros. Casi había pasado cuando le detuvieron tres cosas: dos eran sonidos y la tercera el silencio.

El silencio era el silencio de la muchedumbre… si a doce personas se las puede llamar muchedumbre, aunque se supone que sí cuando todos están apretujados delante de un portal de metro y medio de anchura. Uno de los sonidos era la sirena de un coche patrulla que se aproximaba, a menos ya de una manzana de distancia, bajando por la Chicago Avenue hacia el norte, a punto ya de doblar la esquina de la State Street. Quizá, pensó Sweeney, lo que había en el vestíbulo de aquella casa era un corpus delicti[4]. Si éste era el caso, no sería inteligente alejarse de la escena de un crimen al llegar la policía.

Al momento, te cogen y te asan a preguntas. Es mejor quedarse entre el grupo y que sean los agentes quienes te ordenen largarte. Entonces, tienes derecho a hacerlo. El otro sonido era la repetición del que oyó primero, aunque ahora lo oía con más nitidez, por encima de los murmullos de la gente y la sirena policial: era el gruñido de un perro.

Sumadas todas estas razones, nadie podía censurárselo, ¿verdad? Menos aún cuando todo le impulsaba a hacerlo: Sweeney retrocedió hasta el portal y miró a través del grupo.

No pudo ver nada, exceptuando la espalda de aquella docena de personas. Tampoco oyó nada, salvo los gruñidos del animal y el ulular de la sirena, detrás suyo. El coche patrulla doblaba ya la esquina.

Quizá fuese aquella sirena, quizá el gruñido del perro. Lo cierto fue que algunos de los que formaban el grupo empezaron a apartarse. Sweeney, entonces, divisó la puerta de cristal, y también el vestíbulo. No con mucha nitidez, porque dentro no había luz. Sólo la procedente de las farolas de la calle, que alumbraban escasamente la escena interior.

Primero divisó al perro porque estaba cerca de la puerta, mirando a la calle. ¿Un perro…? En Chicago tenía que ser un perro; de haber estado en el bosque habría podido ser en realidad un lobo, un lobo enorme y terriblemente amenazador.

Permanecía de pie, con las patas rígidas, a medio metro de la puerta, con el pelo del lomo erizado, y el belfo hacia atrás, enseñando los colmillos que parecían medir dos centímetros de longitud. Sus ojos amarillos centelleaban.

Sweeney se estremeció cuando su mirada tropezó con aquellos ojos. De repente, parecieron mirar fijamente a los suyos; ojos de color amarillo pálido, llenos de cansancio, un cansancio rojizo y legañoso.

Aquella visión, sin embargo, le serenó, obligándole a dirigir la vista al suelo del vestíbulo, detrás del perro. Era la figura de una mujer, caída boca abajo sobre la alfombra.

La palabra figura era la más adecuada. Sus blancos hombros resplandecían, incluso en aquella penumbra, por encima de un vestido de noche, de seda, sin hombreras, que moldeaba las bellas curvas de su cuerpo, al menos las curvas visibles de una mujer caída boca abajo. Sweeney, al verla, contuvo su alcohólico aliento.

No podía verle el rostro, porque la rubia cabellera con una melena estilo paje quedaba hacia él, aunque estuvo seguro de que la cara era muy hermosa. Tenía que serlo. Las mujeres no poseen cuerpos tan preciosos sin unos rostros todavía mejores.

Le pareció que aún se movía. El perro volvió a gruñir, con un sonido bajo que contrastó con el chirriar de frenos del coche patrulla, al detenerse junto a la acera. Sin volverse a mirar, Sweeney oyó las portezuelas del auto al abrirse y el ruido de unos pasos. Una mano en el hombro de Sweeney le obligó a apartarse con poca amabilidad, y una voz perentoria preguntó:

—¿Qué sucede? ¿Quién ha telefoneado?

La voz no se dirigía a Sweeney en particular, por lo que no respondió ni se volvió.

Nadie contestó.

Sweeney se tambaleaba un poco a causa del empujón, aunque recobró rápidamente el equilibrio. Todavía veía el interior del portal.

El agente de uniforme que estaba al lado de Sweeney llevaba ya una linterna en la mano, y con un clic envió un rayo de luz al vestíbulo. La luz incidió en los ojos amarillentos del animal y la cabellera rubia de la mujer; incidió en la blancura de sus hombros y en el resplandor blanco de su vestido.

El policía que sostenía la linterna silbó prolongadamente y no hizo más preguntas. Dio un paso adelante y alargó la mano hacia el pomo de la puerta.

El perro dejó de gruñir y se agazapó para saltar. El silencio del animal fue peor que sus gruñidos. El policía apartó la mano de la manija de la puerta como si estuviese al rojo vivo.

—¡Al diablo! —gritó. Se llevó una mano hacia el interior de su uniforme pero no sacó la pistola. En cambio, volvió a dirigirse al grupo de mirones—. ¿Qué pasa aquí? ¿Quién telefoneó? ¿Esa mujer está enferma o bebida?

Nadie contestó.

—¿Es suyo ese perro? —volvió el agente a la carga.

Nadie contestó. Al lado del agente de uniforme azul se materializó otro de traje gris.

—Tranquilo, Dave —le aconsejó—. No hay que matar a ese animal, si podemos evitarlo.

—De acuerdo —asintió Uniforme Azul—. Bien, abre la puerta y encárgate del perro mientras yo me ocupo de la dama. Aunque en realidad no es perro sino un lobo… o un demonio.

—Bueno… —rezongó Traje Gris dirigiendo la mano hacia la puerta. El perro volvió a agazaparse y enseñó los dientes. Traje Gris retiró la mano.

—¿Quién hizo la llamada? —preguntó Uniforme Azul—. Tú la recibiste.

—El que llamó dijo que había una mujer tumbada en el vestíbulo de esta casa. No habló del perro. Fue un individuo que llamó desde el bar de la esquina norte; dio su nombre.

—Dio un nombre —rectificó Uniforme Azul cínicamente—. Mira, si estuviese seguro de que esa individua sólo está borracha, podríamos llamar a los de la Protectora de Animales para que se ocuparan del perro. Ellos sabrían cómo manejarlo. A mí me gustan los perros, y no quiero matar a éste. Probablemente, pertenece a la dama y piensa que la está protegiendo.

—¡Maldito lo que piensa! —rezongó Traje Gris—. ¡Claro que lo piensa! También a mí me gustan los perros, pero no juraría que éste lo sea. Bueno…

Traje Gris empezó a despojarse de la chaqueta.

—Está bien, enrollaré la chaqueta alrededor del brazo, tú abre la puerta y cuando este animal salte hacia mí, le atizaré con la culata de…

—¡Un momento! ¡La mujer se ha movido!

La dama se estaba moviendo. Por fin, levantó la cabeza. Se incorporó sobre las manos con dificultad (Sweeney observó que llevaba unos guantes blancos que le llegaban a los codos), y enderezó la cabeza de manera que sus ojos quedaron iluminados por la luz de la linterna.

Su cara era maravillosa. Sus ojos miraban deslumbrados, sin ver nada.

—¡Bebida como una cuba! —comentó Uniforme Azul—. Oye, Harry, aunque sólo le pegues con la culata de la pistola podrías matar a ese chucho y quizá se armaría la marimorena. Esa dama la armará, seguro, cuando se serene. Yo me quedaré aquí de guardia, mientras tú te largas a la comisaría y les pides que envíen aquí a los de la Protectora con una red o lo que haga falta.

Resonó un murmullo surgido de varias gargantas que hizo callar a Uniforme Azul como si alguien le hubiera puesto una mano en los labios.

Alguien dijo «sangre» en voz muy baja.

Muy débil, como entre sueños, la mujer intentaba levantarse. Consiguió ponerse de rodillas y se irguió hasta colocar rectos los brazos. El perro se movió al instante y Uniforme Azul soltó una blasfemia, sacando el arma de la pistolera cuando vio que acercaba su hocico al rostro de la mujer. Pero antes de concluir aquel gesto, Uniforme Azul vio que el animal empezaba a lamer el rostro femenino con una lengua larga y roja, al tiempo que parecía llorar.

De pronto, cuando los dos policías avanzaron de nuevo hacia la puerta, el perro se agazapó y gruñó otra vez.

La mujer continuaba incorporándose. Ahora, todos veían ya la sangre, una mancha de forma oblonga en la parte delantera de su blanco vestido de noche, más arriba del abdomen. Y, a la luz de la linterna que parecía la de una batería teatral, o los focos de un «show» de horror televisivo, también divisaron todos el corte de unos doce centímetros de longitud en el centro de aquella mancha.

—¡Jesús, Dios mío! —exclamó Traje Gris, demudado—. ¡El Destripador!

Sweeney se vio apartado a un lado cuando los dos policías se aproximaron más al portal. Se situó detrás de ellos y atisbó por encima de sus hombros, olvidándose de la idea de marcharse lo antes posible. De haberse ido en aquel momento, nadie lo habría observado. Mas no podía moverse de allí.

Traje Gris estaba con la chaqueta medio dentro, medio fuera del cuerpo, como congelado en el acto de quitársela. Se la puso y con el hombro rozó el mentón de Sweeney.

—¡Llama por radioteléfono pidiendo una ambulancia, y a Homicidios, Dave! Yo intentaré abatir al perro.

Su hombro rozó de nuevo la barbilla de Sweeney al sacar de su funda la pistola. De pronto, su voz sonó sosegada.

—Haz girar la manija, Dave. El perro tratará de saltar sobre ti y necesito sitio para poder acertarle. Creo que lo conseguiré.

Sin embargo, no levantó la pistola ni Dave alargó la mano hacia la puerta, debido a que estaba ocurriendo algo de lo más increíble que Sweeney no olvidaría jamás y que, probablemente, ninguna de las quince o veinte personas que estaban ya reunidas delante de aquel portal, olvidaría en su vida.

La mujer del vestíbulo apoyaba una mano en la pared, al lado de unos buzones y unos zumbadores eléctricos. Trataba de mantenerse erguida, pero todavía descansaba el cuerpo sobre una rodilla. El rayo de luz de la linterna iluminaba su maravillosa figura como los focos de un escenario, destacando la blancura del vestido, los guantes y la piel, así como la mancha de sangre. Todavía tenía la mirada desvaída. Sweeney pensó que había sufrido un terrible susto, puesto que la herida no podía ser muy profunda ni grave, o habría sangrado más, mucho más. La mujer cerró los ojos, se tambaleó un poco, finalmente logró sostenerse de pie.

Fue entonces cuando ocurrió lo increíble.

El perro retrocedió y levantó las patas delanteras detrás de su ama, si lo era, sin apoyarlas en ella. Sus colmillos parecieron abalanzarse a la espalda del vestido de noche, cogieron algo, y tiró de ese algo. Se trataba, lo descubrieron después, de una especie de pestaña de seda blanca unida a una larga cremallera.

El vestido cayó, convirtiéndose en un círculo de seda blanca a los pies de la mujer. Debajo del vestido no llevaba nada, nada en absoluto.

Durante lo que pareció largo tiempo, aunque seguramente no fueron más que diez segundos, nada ni nadie se movió. Nada sucedió, aparte de que la linterna tembló en la mano de Uniforme Azul.

Repentinamente, se doblaron las rodillas de la mujer, y empezó a deslizarse lentamente… no cayendo sino deslizándose como una persona demasiado cansada para sostenerse de pie, encima del círculo de seda dentro del que estaba.

En aquel instante ocurrieron varias cosas a la vez. Sweeney volvió a recuperar la respiración, en primer lugar. Uniforme Azul apuntó cuidadosamente hacia el perro y apretó el gatillo. El animal cayó, quedando tendido en medio del vestíbulo, Uniforme Azul entró y llamó a Traje Gris por encima del hombro.

—¡Avisa a la ambulancia, Harry! ¡Después, ata las patas del condenado perro! Creo que no lo he matado, sólo lo he rozado.

Sweeney se fue apartando del grupo sin que nadie le prestase ninguna atención y se encaminó por Delaware hacia la Bughouse Square.

Godfrey no estaba en el banco, aunque no podía hallarse muy lejos ya que aquél estaba vacío, y los bancos no se quedan mucho rato vacíos en las noches de verano. Sweeney se sentó para esperar la vuelta del viejo.

—Hola, Sweeney —dijo God con su voz cascada. Tomó asiento al lado del joven—. Tengo medio litro. ¿Quieres un trago?

Era una pregunta estúpida que Sweeney no se molestó en contestar. Alargó la mano. God tampoco esperaba una respuesta, sino que tendió el frasco. Sweeney tomó un largo sorbo.

—Gracias —murmuró—. Escucha, era bellísima, God. Era la mujer más hermosa que… —tomó otro trago más corto y devolvió el frasco—. Daría mi brazo derecho.

—¿De quién hablas? —se extrañó God.

—De la mujer. Iba yo por la State Street… —calló, comprendiendo que no debía hablar del caso—. Olvídalo. ¿Cómo conseguiste el licor?

—Saqué algunos cuartos a un par de tipos —suspiró el viejo—. Te dije que era capaz de conseguir bebida si lo deseaba ardientemente. Antes no lo deseaba tanto. Ah, sí, un hombre consigue lo que quiere si lo desea mucho, consigue cualquier cosa, lo consigue todo.

—¡Bobadas! —se burló Sweeney automáticamente. De pronto, se echó a reír—. ¿Todo?

—Todo lo que uno quiere —asintió God, dogmáticamente—. Es la cosa más fácil del mundo, Sweeney. Fíjate en los ricachos. La cosa más fácil del mundo. Cualquiera puede hacerse rico. Sólo tienes que desear tener dinero, desearlo más que cualquier otra cosa de este mundo. Concéntrate en el dinero y lo obtendrás. Si al mismo tiempo deseas algo más, no lograrás nada.

Sweeney volvió a reír. Empezaba a sentirse bien; aquellos dos tragos eran lo que le hacía falta. Haría hablar al viejo sobre su tema favorito.

—¿Y las mujeres? —inquirió.

—¿Qué quieres decir con eso de «y las mujeres»? —los ojos de God estaban un poco vidriosos. Se estaba emborrachando, y el acento bostoniano era más fuerte en sus palabras, como siempre que estaba bebido—. ¿Te refieres a conseguir una mujer en particular?

—Exacto —replicó Sweeney—. Supongamos, por ejemplo, que hay una mujer especial. Que me gustaría pasar la noche con ella. ¿Podría conseguirlo?

—Si lo deseas con todas tus fuerzas, claro que podrías, Sweeney. Si concentrases todos tus esfuerzos, directa e indirectamente, en ese objetivo, seguro. ¿Por qué no?

Sweeney soltó una carcajada.

Echó la cabeza hacia atrás, contemplando las oscuras hojas verdes de los árboles. La carcajada se transformó en una risita, se quitó el sombrero y empezó a abanicarse. Luego, miró el sombrero como si no lo hubiese visto nunca, y empezó a quitarle el polvo con la manga de la chaqueta para que volviese a parecer un sombrero. Trabajó con la absorta concentración de un niño al enhebrar una aguja. God tuvo que hacerle dos veces la pregunta antes de que la oyese. En realidad era una pregunta tonta, y God tampoco había esperado una respuesta verbal. Tendió el frasco.

Sweeney no lo cogió. Se caló el sombrero y se puso de pie.

—No, gracias, amigo —negó, guiñándole un ojo al viejo—. Tengo una cita.