Y así fueron pasando los días y los meses de agosto y septiembre, días cálidos y brumosos cuyos vientos lánguidos traían ráfagas polvorientas y sofocantes de las cercanas colinas de granito. Mary realizaba sus tareas como una sonámbula, tardando horas en hacer lo que antes le ocupaba unos pocos minutos. Sin sombrero bajo el sol implacable, cuyos rayos potentes y crueles se derramaban sobre sus hombros y espalda, embotándola y aturdiéndola, a veces se sentía como si tuviera magulladuras por todo el cuerpo, como si el sol la hubiera desollado, convirtiendo su carne en hinchada y sensible envoltura de sus «dolientes huesos». Solía marearse y entonces enviaba al boy a buscar el sombrero. Poco después, aliviada, como si hubiera hecho un prolongado esfuerzo físico, en vez de atarearse entre las gallinas sin verlas, se desplomaba en una silla y permanecía inmóvil, con la mente en blanco; pero saber que estaba sola en la casa con aquel hombre era como un peso en su subconsciente. Se mantenía tensa y controlada en su presencia y le hacía trabajar todo lo que podía, sin perdonarle una mota de polvo o un vaso o plato mal colocado, siempre que creía verlo. El recuerdo de la exasperación de Dick y su advertencia de que no toleraría más cambios de criados, un reto que por falta de vitalidad se sentía incapaz de desafiar, la obligaba a vivir tensa entre dos pesas inamovibles; por lo menos, así se sentía, como si estuviera en suspenso y fuera el campo de batalla de dos fuerzas beligerantes. Sin embargo, no habría podido explicar qué clase de fuerzas eran ni cómo las mantenía a raya. Moses se mostraba indiferente y tranquilo, como si ella no existiera, aunque obedeciendo sus órdenes; Dick, antes tan poco exigente y fácil de contentar, se quejaba ahora continuamente de su mala organización, porque no paraba de reñir al boy con su voz nerviosa y estridente cuando una silla estaba colocada un centímetro más allá de lo debido, y no se daba cuenta de que el techo estaba cubierto de telarañas.
Permanecía ajena a todo, excepto a lo que llamaba su atención inmediata. Su horizonte se reducía a la casa. Los pollos empezaron a morirse y murmuró algo sobre una epidemia hasta que recordó que no les había dado de comer durante una semana. Y, sin embargo, había recorrido los gallineros como de costumbre, con un cesto de cereales en la mano. Guisaron las escuálidas aves muertas y se las comieron. Asustada de sí misma, realizó un esfuerzo para concentrarse en lo que hacía, pero al cabo de poco tiempo volvió a ocurrir lo mismo; no se había percatado de que los abrevaderos estaban vacíos. Las aves yacían sobre la tierra requemada, agonizando por falta de agua. Entonces dejó de preocuparse. Durante semanas vivieron de pollos y gallinas, hasta que los gallineros quedaron vacíos. Los huevos se agotaron, pero no los encargó a la tienda porque costaban demasiado dinero. Su mente estaba en blanco la mayor parte del día: empezaba una frase y se olvidaba de terminarla. Dick se acostumbró a oírla pronunciar tres palabras y en seguida interrumpirse, con la mirada perdida en el vacío. Había olvidado lo que quería decir. Si la animaba a continuar, alzaba la vista, sin verle, y no contestaba. Aquella actitud le molestó porque le impedía protestar por el abandono de la granja avícola, que había supuesto una pequeña, pero regular, fuente de ingresos.
En cambio, todavía reaccionaba en todo lo tocante al criado. Aquella era la única parte de su mente que aún estaba despierta. Como le daba miedo provocar la marcha del boy y, con ella, la ira de Dick, vivía en su imaginación todas las escenas que no se atrevía a representar. Un día la sobresaltó un ruido y cayó en la cuenta de que era ella misma, que hablaba en la sala en un tono bajo e irritado. Estaba soñando que el nativo había olvidado limpiar el dormitorio aquella mañana y ella le llenaba de improperios, usando frases crueles en su propia lengua, que él no habría entendido si de verdad se las hubiera dicho. El sonido de aquella voz baja e incoherente fue tan aterrador como lo fuera la vista de su imagen en el espejo. Se alarmó y salió de su ensimismamiento, horrorizada por la visión de sí misma sentada en un extremo del sofá, hablando sola como una loca.
Se levantó sin ruido y se acercó a la puerta de la cocina para ver si el boy se encontraba allí y podía haberla oído. Y allí estaba, como siempre, apoyado en la pared posterior de la casa; sólo vio un hombre macizo apretado dentro del fino algodón y una mano colgando ociosa, con los dedos doblados contra la palma morena y algo rosada. No se movió. Mary se dijo que no podía haberla oído y apartó de su mente la idea de las dos puertas abiertas. Le evitó durante todo el día, yendo inquieta de una habitación a otra como si hubiera olvidado permanecer inactiva. Lloró toda la tarde, echada sobre la cama, con sollozos desesperados y convulsivos; así que estaba exhausta cuando Dick llegó del trabajo. Pero esta vez él no advirtió nada; agotado a su vez, sólo pensaba en dormir.
Al día siguiente, cuando sacaba los alimentos de la alacena de la cocina (que intentaba mantener siempre cerrada con llave pero que a menudo se quedaba abierta, de ahí que aquel ritual de sacar los alimentos necesarios para el día fuera realmente fútil), Moses, que estaba detrás de ella con la bandeja, le dijo que quería marcharse a finales de mes. Habló en voz baja y directamente, pero con cierta vacilación, como si esperara alguna protesta. Ella ya conocía aquella nota de nerviosismo, porque siempre que un boy se despedía, aunque sentía un gran alivio porque las tensiones creadas entre ella y el criado desaparecerían con su marcha, también se indignaba, como si fuera un insulto dirigido a ella. Nunca dejaba ir a un boy sin largas disputas y recriminaciones. Ahora también abrió la boca para reconvenirle, pero se contuvo; soltó la puerta de la alacena y se sorprendió pensando en la cólera de Dick. No se atrevía a afrontarla; ya no podía soportar las escenas con Dick. Y esta vez no era culpa suya; ¿acaso no había hecho todo lo posible para conservar a este boy, al que odiaba y temía al mismo tiempo? Horrorizada, descubrió que los sollozos volvían a sacudirla, ¡allí, delante del nativo! Impotente y débil, permaneció junto a la mesa, de espaldas a él, sollozando. Durante un rato, ninguno de los dos se movió; entonces él se colocó de modo que pudiera verle la cara y la miró con curiosidad y extrañeza, arqueando las cejas. Ella exclamó al fin, llena de pánico:
—¡No puedes irte! —Y continuó llorando mientras repetía una y otra vez—: ¡Debes quedarte! ¡Debes quedarte! —Y todo el tiempo la atormentaba la vergüenza y la mortificación de que él la viera llorar.
Un momento después le vio ir hacia el estante donde estaba el filtro de agua y llenar un vaso. La lentitud de sus movimientos la irritó, porque la comparó con su propia ecuanimidad perdida; y cuando le alargó el vaso, no extendió la mano para cogerlo porque consideró aquel acto una impertinencia de la que debía hacer caso omiso. Pero a pesar de la actitud digna que intentaba asumir, volvió a sollozar.
—No debes irte.
Su voz fue una súplica.
Él acercó el vaso a sus labios, de modo que Mary tuvo que sujetarlo con la mano y, bañadas sus mejillas en lágrimas, bebió un sorbo y le miró suplicante por encima del vaso, viendo con temor renovado en los ojos del nativo una expresión de indulgencia hacia su debilidad.
—Bebe —ordenó el boy, como si hablara a una de sus mujeres; y ella bebió.
Entonces le cogió con cuidado el vaso, lo dejó sobre la mesa y, viendo que ella continuaba aturdida, sin saber que hacer, dijo:
—Madame debe acostarse en la cama.
Ella no se movió. El boy alargó la mano de mala gana, reacio a tocarla, a rozar a la sacrosanta mujer blanca, y la empujó por el hombro, de modo que Mary se sintió suavemente impelida hacia el dormitorio. Era como una pesadilla en la que uno es impotente contra el horror; el roce de la mano negra sobre su hombro le daba náuseas; jamás, ni una sola vez en toda su vida, había tocado la carne de un nativo. Cuando se acercaron al lecho, con aquel suave contacto todavía en su hombro, sintió que la cabeza le daba vueltas y los huesos no la sostenían.
—Madame debe echarse —repitió él, con voz amable esta vez, casi paternal. Cuando ella se hubo sentado en el borde de la cama, hizo una ligera presión con la mano sobre el hombro para acostarla. Seguidamente descolgó el abrigo de la puerta y lo colocó sobre sus pies. Entonces salió y el horror se fue desvaneciendo; aturdida y silenciosa, Mary permaneció echada, incapaz de considerar las implicaciones del incidente.
Al cabo de un rato se durmió y no se despertó hasta el crepúsculo. Vio tras el cuadrado de la ventana un cielo surcado por azules nubarrones de tormenta e iluminado por el sol poniente, que era de color naranja. Durante unos segundos no pudo recordar lo ocurrido; pero en cuanto lo hizo, el temor volvió a atenazarla, un temor horrible y tenebroso. Se volvió a ver llorando, incapaz de detenerse; bebiendo por orden de aquel negro; siendo empujada por él hasta la cama, acostada y cubierta con el abrigo, que había arremetido en torno a sus piernas. Hundió la cara en la almohada, llena de asco, gimiendo en voz alta como si se hubiera revolcado entre excrementos. Y en su tormento volvió a oír su voz, firme y bondadosa, dándole órdenes como un padre.
Al cabo de un rato, cuando la habitación se quedó a oscuras y sólo las paredes reflejaban la luz que todavía alumbraba las copas de los árboles, mientras las ramas bajas ya estaban sumidas en las sombras del crepúsculo, se levantó y encendió la lámpara. La llama tembló, se inmovilizó y empezó a arder con suavidad. El dormitorio era ahora una concha de luz ambarina y sombras en la dilatada noche llena de árboles. Se empolvó la cara y permaneció largo rato frente al espejo, sintiéndose incapaz de moverse. No pensaba nada, sólo tenía miedo, sin saber de qué. No quería salir hasta que Dick volviera y la protegiera de la presencia del nativo. Cuando llegó, la miró con inquietud y le dijo que no la había despertado a la hora del almuerzo y que esperaba que no estuviera enferma.
—Oh, no —contestó ella—, sólo cansada. Me siento… —La voz se extinguió al tiempo que la expresión distraída velaba su semblante.
Estaban bajo el difuso arco de luz de la oscilante lámpara y el boy servía la mesa sin hacer ruido. Mary mantuvo los ojos bajos durante mucho rato, aunque sus facciones se habían animado un poco desde que entrara Moses. Cuando se obligó a alzar la mirada y escudriñar un instante su rostro, se tranquilizó, porque no había nada nuevo en su actitud. Como siempre, se portaba como si fuera una abstracción, como si no estuviera realmente allí, como si fuese una máquina sin alma.
A la mañana siguiente se forzó a entrar en la cocina y hablar con normalidad; y esperó temerosa que él dijera otra vez que quería marcharse. Pero no dijo nada. Todo siguió igual durante una semana y entonces Mary comprendió que no se despediría; había respondido a sus lágrimas y a su súplica. No podía soportar la idea de haber logrado salirse con la suya por semejantes métodos; y como no quería recordarlo, se recobró poco a poco. Con alivio, liberada del temor que le inspiraba la cólera de Dick, eliminado el recuerdo de su vergonzosa debilidad, empezó a usar de nuevo aquella voz fría y cortante para hacer comentarios sarcásticos sobre el trabajo del nativo. Un día éste se volvió hacia ella en la cocina, la miró a la cara y dijo con voz desconcertante por su tono de ira y reproche:
—Madame pedirme que me quedara. Yo quedarme para ayudar a Madame. Si Madame está de mal humor, yo irme.
Aquella nota de ultimátum la frenó; se sintió impotente, en particular porque el criado la obligó a recordar el motivo de su permanencia en la casa. Y el tono resentido sugería que la consideraba injusta. ¡Injusta! Ella no lo veía de aquel modo.
Moses estaba junto al fogón, vigilando algo que había puesto al fuego. Mary no sabía qué decir. Mientras esperaba su respuesta, el boy cogió de la mesa algo con que agarrar el asa caliente del horno y, sin mirarla, preguntó:
—Yo hacer bien el trabajo, ¿no?
Lo dijo en inglés, lo cual, antes, la habría enfurecido por considerarlo una impertinencia, pero contestó en inglés:
—Sí.
—Entonces, ¿por qué Madame siempre de mal humor?
Esta vez habló con soltura y familiaridad, bromeando, como si intentara congraciarse con un niño. Se inclinó ante el horno, de espaldas a ella, y sacó una bandeja de los crujientes panecillos que sabía hacer mucho mejor que la propia Mary, trasladándolos después a una rejilla, uno por uno, para que se enfriaran. Mary sentía que debía irse cuanto antes, pero no se movió. Inmovilizada, contemplaba las grandes manos mientras manejaban los panecillos. Y no dijo nada. Sintió la irritación habitual causada por el tono de la voz, pero al mismo tiempo estaba fascinada y llena de desconcierto; no sabía que hacer con aquella relación personal, así que, al cabo de un momento, aprovechando que no la miraba y estaba absorto en su trabajo, salió de la cocina sin responderle.
Cuando las lluvias llegaron a finales de octubre, después de seis semanas de un bochorno devastador, Dick, como siempre en aquella época del año, se abstenía de subir a almorzar para atender mejor el trabajo. Se iba a las seis de la mañana y regresaba a las seis de la tarde, de ahí que sólo se guisara una vez: Mary le enviaba el desayuno y el almuerzo a los campos. Como hacía todos los años, dijo a Moses que ella no almorzaría, que sólo le sirviera el té; no se sentía con ánimos de comer. El primer día de ausencia de Dick, en lugar de la bandeja del té, Moses le llevó huevos, mermelada y pan tostado, que dejó con parsimonia sobre la mesita del lado del sofá.
—Te he dicho que sólo quería té —amonestó ella bruscamente.
Él contestó en voz baja:
—Madame no desayunar, tiene que comer.
Sobre la bandeja había una taza sin asa con un ramillete de flores: vibrantes amarillos, rosas y rojos, flores silvestres reunidas con mano inexperta, pero que constituían una alegre nota de color sobre el viejo tapete manchado.
Sentada en el sofá, con la mirada baja, mientras él se enderezaba después de depositar la bandeja, Mary se turbó ante aquel manifiesto deseo de complacerla, ante el significado conciliador de las flores. Moses esperaba de ella una palabra de placer y aprobación. No podía concedérsela, pero la reprimenda que afloraba a sus labios se le quedó en la garganta y, tras acercarse la bandeja, empezó a comer.
Ahora existía una nueva relación entre ellos, porque ella se sentía indefensa en su poder, a pesar de que no había ninguna razón para semejante sentimiento. Sin dejar ni por un momento de ser consciente de su presencia en la casa, o apoyado contra la soleada pared de la parte posterior, sentía un miedo fuerte e irracional, una inquietud profunda e incluso —aunque esto no lo sabía y habría muerto antes que reconocerlo— una especie de oscura atracción. Era como si el acto de llorar delante de él hubiera sido un acto de renunciación, de entrega de su autoridad; y él se había negado a devolvérsela. Las réplicas bruscas habían aflorado a los labios de Mary varias veces y le había visto mirarla con deliberación, sin aceptarlo, desafiándola. Sólo en una ocasión, en que realmente se le olvidó hacer algo, por lo que la reprimenda era justificada, asumió de nuevo su antigua actitud sumisa. Aquella vez la aceptó, porque la culpa era suya. Y ahora ella empezó a esquivarle. Así como antes se obligaba a seguirle en su trabajo e inspeccionaba todo lo que hacía, ahora apenas entraba en la cocina y dejaba a su cuidado todos los quehaceres domésticos. Incluso ponía las llaves de la despensa sobre un estante para que él pudiera abrir la alacena de las hortalizas cuando las necesitara. Se sentía como en suspenso y no comprendía la naturaleza de aquella nueva tensión que no podía neutralizar.
En dos ocasiones formuló él sendas preguntas con su nueva voz llena de cordialidad.
Una vez fue sobre la guerra.
—¿Cree Madame que terminarse pronto?
Mary se sobresaltó. Para ella, que vivía sin ningún contacto con el mundo exterior, pues ni siquiera leía el periódico semanal, la guerra era un rumor, algo que se desarrollaba en otro planeta. En cambio, le había visto a él examinar las hojas impresas extendidas sobre la mesa de la cocina como un mantel. Contestó, muy tiesa, que no lo sabía. Y unos días después, como si lo hubiera estado pensando en el intervalo, preguntó:
—¿Aprobar Jesús que los hombres matarse entre sí?
Esta vez Mary se enfadó por la crítica implícita en la pregunta y respondió con frialdad que Jesús estaba de parte de los hombres buenos. Pero durante todo el día la torturó su antiguo resentimiento y por la noche preguntó a Dick:
—¿De dónde procede Moses?
—De una misión —contestó él—. El único muchacho decente que he tenido.
Como la mayoría de sudafricanos, a Dick no le gustaban los negros educados en las misiones porque «sabían demasiado». Y, en cualquier caso, no se les debía enseñar a leer y escribir, sino sólo a comprender la dignidad del trabajo y su utilidad general para el hombre blanco.
—¿Por qué? —Preguntó a su vez, lleno de suspicacia—. No has vuelto a pelearte, ¿verdad?
—No.
—¿Se ha insolentado?
—No.
Pero el telón de fondo de la misión explicaba muchas cosas: el irritante y bien articulado «madame», por ejemplo, en lugar del habitual «señora», que parecía más de acuerdo con su condición.
Aquel «madame» la molestaba; le habría gustado pedirle que no lo usara, pero no implicaba ninguna falta de respeto, sólo era lo que le había enseñado algún misionero de ideas alocadas. Y no había nada reprobable en su actitud hacia ella. Pero aunque nunca le faltaba al respeto, ahora la obligaba a tratarle como a un ser humano; ya era imposible para ella desecharle como algo impuro, como había hecho con todos los demás en el pasado. La obligaba a cierto tipo de contacto y Mary nunca dejaba de ser consciente de su presencia. Pensaba todos los días que en ello había algo peligroso, pero no sabía definir qué era.
Ahora pasaba las noches atormentada por horribles pesadillas. Su sueño, que antes era la caída instantánea de un telón negro, se había convertido en algo más real que su vida cotidiana. Dos veces soñó directamente con el nativo y en ambas ocasiones la despertó el terror cuando él la tocaba. Aparecía delante de ella, fuerte y dominante, aunque bondadoso, y la obligaba a adoptar una posición en que tenía que rozarle. Y había otras pesadillas en las que él no estaba presente, pero que eran confusas y aterradoras y de las que se despertaba sudando de miedo e intentando borrarlas de su memoria. Acabó temiendo la hora de acostarse. Yacía en la oscuridad, tensa junto al cuerpo relajado de Dick, esforzándose por no conciliar el sueño.
A menudo, durante el día, le vigilaba a hurtadillas, no como vigila un ama a su criado mientras trabaja, sino con una curiosidad atemorizada, recordando aquellos sueños. Y día tras día él la cuidaba, observando lo que comía, llevándole la comida sin que ella la pidiera, regalándole cosas pequeñas como un puñado de huevos del gallinero de los peones o un ramillete de flores silvestres.
Un día, mucho después de ponerse el sol, al ver que Dick no regresaba, Mary dijo a Moses:
—Mantén la cena caliente. Voy a ver qué le ha ocurrido al amo.
Cuando estaba en el dormitorio para coger el abrigo, Moses llamó a la pared y anunció que iría él; Madame no debía andar sola en la oscuridad.
—Está bien —asintió Mary, quitándose el abrigo.
Pero no le ocurría nada malo a Dick; sólo se retrasó porque un buey se había roto una pata. Y cuando, una semana después, volvió a pasar la hora de su regreso habitual y Mary estaba preocupada, no hizo ningún esfuerzo para averiguar qué ocurría, temiendo que el nativo, con toda naturalidad y sencillez, se responsabilizara otra vez de su bienestar. Habían llegado a un punto en que ella consideraba sus acciones desde un único punto de vista: si servirían para que Moses reforzara aquella nueva relación humana surgida entre ambos de un modo que ella no pudiera controlar, lo cual tenía que evitar a toda costa.
En febrero, Dick tuvo otro ataque de malaria. Como el anterior, fue corto y repentino y muy agudo mientras duró. Mary tuvo que enviar otra nota por mensajero a la señora Slatter para pedirle que avisara al médico. Acudió el mismo de la otra vez. Miró la humilde vivienda con las cejas arqueadas y preguntó a Mary por qué no había seguido sus indicaciones. Ella no contestó.
—¿Por qué no ha hecho cortar los matorrales que rodean la casa, donde pueden reproducirse los mosquitos?
—Mi marido no podía entretener en ello a los peones.
—Pero sí que puede perder el tiempo estando enfermo, ¿eh?
Los modales del médico eran bruscos y solícitos, pero indiferentes en el fondo; después de ejercer tantos años en un distrito agrícola, sabía cuándo había perdido la partida como médico. No en el sentido económico, pues ya no contaba con el dinero, sino por culpa de los propios pacientes. Con aquella gente no había nada que hacer. Lo proclamaban los visillos, descoloridos por el sol, rotos y sin zurcir. Por doquier se veían pruebas de una desidia voluntaria. Era una pérdida de tiempo visitarles siquiera. Pero la costumbre le hizo examinar al febril y tembloroso Dick y recetarle lo acostumbrado. Dijo que Dick estaba exhausto, que se había quedado en los huesos y que corría el peligro de caer víctima de cualquier enfermedad. Habló con severidad, esperando asustar a Mary y obligarla a tomar medidas. Pero la actitud de ésta decía bien a las claras: «Todo es inútil». Se marchó por fin con Charlie Slatter, éste sarcástico y disconforme, pero incapaz de reprimir la idea de que cuando el lugar le perteneciera quitaría las alambradas para añadirlas a sus propios gallineros y aprovecharía de algún modo la chapa ondulada de la casa y las dependencias.
Mary veló a Dick las dos primeras noches de su enfermedad, sentada en una silla dura para no quedarse dormida, cuidando de que los miembros inquietos no tirasen las mantas al suelo. Pero Dick no estaba tan mal como la vez anterior; ahora no tenía miedo porque sabía que el ataque pasaría en cuanto hubiera hecho su curso.
Mary no se preocupó de supervisar el trabajo de los campos; iba en el coche dos veces al día, para tranquilizar a Dick, pero se limitaba a realizar una inspección superficial e inútil. Los jornaleros holgazaneaban ante sus cabañas. Ella lo sabía, pero no le importaba. Apenas miraba los campos; la granja se había convertido en algo que no la concernía.
Durante el día, después de preparar las bebidas frías de Dick, que eran todo su alimento, se sentaba a la cabecera de la cama y se sumía en su habitual letargo. Su mente divagaba con incoherencia, deteniéndose en la primera escena de su vida pasada que acudiera por casualidad a su memoria. Pero ahora lo hacía sin nostalgia ni deseo. Y había perdido por completo el sentido del tiempo. Colocaba el despertador delante de ella, para recordar los intervalos regulares en que debía ir a buscar las bebidas de Dick. Moses le llevaba las bandejas de comida a las horas habituales y ella comía de forma maquinal, sin saber qué era y sin fijarse en que a veces dejaba el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, tras un par de bocados, y se olvidaba de terminar lo que quedaba en el plato. La tercera mañana, mientras batía dentro de la leche un huevo que Moses le había regalado, éste preguntó:
—¿Se ha acostado Madame esta noche?
Habló con aquella sencilla franqueza que siempre la desarmaba y a la que no sabía cómo responder.
Mirando burbujear la leche y evitando su mirada, contestó:
—Tengo que velar al amo.
—¿Tampoco acostarse Madame la noche anterior?
—No —respondió simplemente ella y se fue con la leche al dormitorio.
Dick yacía inmóvil, delirando de fiebre, en un agitado duermevela. La temperatura no había bajado; el ataque era fuerte. Sudaba a mares, y después la piel le quedaba reseca, áspera y ardiente. Todas las tardes, el mercurio del termómetro subía en un abrir y cerrar de ojos en cuanto se lo metía en la boca y cada vez que lo miraba estaba más alto, hasta que hacia las seis alcanzaba los treinta y nueve grados, donde permanecía hasta la medianoche, mientras él daba vueltas, murmuraba y gemía. Al amanecer, la fiebre descendía rápidamente por debajo de los valores normales y entonces el enfermo se quejaba de frío y pedía más mantas. Sin embargo, tenía todas las mantas de la casa sobre su cuerpo. Mary calentaba ladrillos en la cocina y los ponía junto a sus pies, envueltos en un paño.
Aquella noche Moses fue hasta la puerta del dormitorio y llamó, como hacía siempre. Ella le miró por la abertura de la cortina de arpillera bordada.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Madame debe acostarse en esta habitación esta noche. Yo quedarme con el amo.
—No —replicó ella, pensando en la larga noche de íntima vigilia con el nativo—. Tú te vas a dormir a tu cabaña y yo me quedaré con el amo.
Él se acercó a la cortina y ella retrocedió un poco, para evitar su proximidad. Vio que llevaba en la mano un saco de maíz doblado, seguramente lo que necesitaba para pasar la noche.
—No, Madame tiene que dormir —dijo—. Estar cansada, ¿verdad?
Mary sentía agotamiento, pero insistió con voz dura y nerviosa:
—No, Moses, debo quedarme.
Él fue hacia la pared y colocó cuidadosamente su saco en un espacio entre los dos armarios; entonces se enderezó e inquirió, ofendido y en tono de reproche:
—Madame piensa que yo cuidar mal al amo, ¿eh? Yo también estar enfermo a veces. No dejar que se destape, ¿eh? —Se acercó a la cama, pero no demasiado, y miró el rostro encendido de Dick—. Yo darle bebida cuando despierte, ¿eh?
Y la voz, entre dolida e irónica, volvió a desarmarla. Le miró un instante a la cara, evitando sus ojos, y desvió en seguida la mirada. Pero no quería dar la impresión de que temía mirarle y dirigió la vista hacia su mano, aquella mano grande de palma rosada que pendía junto a su cuerpo. Moses volvió a insistir:
—¿Madame pensar que yo no cuidar bien al amo? Ella titubeó y luego repitió con nerviosismo:
—No, pero debo quedarme.
Como si el nerviosismo y la vacilación hubieran sido respuesta suficiente, el hombre se inclinó y alisó las mantas del enfermo.
—Si el amo muy grave, yo avisar a Madame —la tranquilizó.
Le vio ante la ventana, tapando el cuadrilátero de cielo estrellado, cruzado por el follaje, esperando que ella se fuera.
—Si no descansar Madame también caer enferma —añadió.
Mary fue a su armario y sacó el abrigo. Antes de abandonar la habitación, dijo, para reafirmar su autoridad:
—Llámame si se despierta.
Se dirigió instintivamente a su refugio, el sofá de la sala, donde pasaba tantas horas del día, y se sentó en un extremo. No soportaba la idea de que aquel negro pasara toda la noche en la habitación contigua, tan cerca de ella, con una delgada pared de ladrillo por toda separación.
Al cabo de un rato se puso un almohadón detrás de la cabeza y se echó, después de taparse los pies con el abrigo. Era una noche sofocante y el aire de la pequeña estancia apenas se movía. La débil llama de la lámpara del techo estaba muy baja y emitía un pequeño e íntimo resplandor que enviaba arcos de luz a la oscuridad del techo, iluminando un canalón de metal ondulado y una viga. En la habitación sólo había un delgado círculo amarillo sobre la mesa; todo lo demás estaba sumido en la penumbra, sólo se veían formas vagas y alargadas. Mary volvió un poco la cabeza para ver las cortinas de la ventana; no se movían y cuando escuchó, aguzando el oído, los pequeños ruidos nocturnos de la selva sonaron de repente tan altos como su propio corazón palpitante. Un ave gritó una vez desde los árboles que se alzaban a pocos metros de distancia, y los insectos chirriaban. Oyó el movimiento de las ramas como si algo pesado se abriera camino entre ellas, y pensó atemorizada en los árboles bajos que acechaban en torno a la casa. Nunca se había acostumbrado a la selva, jamás se había sentido a gusto en ella. Después de tantos años, todavía se alarmaba al pensar en el misterioso veld, donde se movían pequeños animales y hablaban pájaros desconocidos. Se despertaba a menudo por las noches y pensaba en la minúscula casa de ladrillos como en una concha frágil que podía desmoronarse bajo la presencia de la selva hostil. A veces imaginaba que, si abandonaban el lugar, una estación húmeda engulliría en su fermentación el exiguo espacio desbrozado y haría crecer árboles jóvenes entre los ladrillos y el cemento, de modo que en pocos meses no quedarían más que montones de escombros en torno a los troncos de los árboles.
Yacía, tensa, en el sofá, con todos los sentidos agudizados y temblando como un animalillo acosado vuelto para hacer frente a sus perseguidores. Todo el cuerpo le dolía por la tensión. Escuchó los sonidos de la noche, a su propio corazón y los ruidos de la habitación contigua. Oyó las pisadas secas de unos pies encallecidos sobre la delgada estera, un tintineo de vasos, un murmullo del hombre enfermo. Entonces oyó acercarse las pisadas y un deslizamiento cuando el nativo se sentó sobre el saco, entre los armarios. Estaba allí, justo detrás de la delgada pared, ¡tan cerca que, de no haber los ladrillos, la espalda de él se hallaría a quince centímetros de su cara! Vio con claridad la ancha y musculosa espalda y se estremeció. Tan nítida fue su visión del nativo que creyó oler el tufo cálido y acre de los cuerpos negros. Podía olerlo, acostada allí en la oscuridad. Volvió la cabeza y la hundió en el almohadón.
Durante mucho rato no oyó nada más, sólo una respiración suave y regular. Se preguntó si sería Dick. Pero entonces éste volvió a murmurar algo y cuando el nativo se levantó para arreglarle las mantas, la respiración cesó. Moses volvió a su saco y Mary le oyó de nuevo deslizarse por la pared y en seguida reanudarse la respiración regular. ¡Era él! Oyó varias veces a Dick moverse y llamar con aquella voz pastosa que no era la suya, sino efecto de su delirio, y cada vez el nativo se levantaba para acudir a la cabecera del enfermo. Entre aquellas llamadas, Mary estaba atenta a la suave respiración que, mientras daba vueltas en el sofá, le parecía que procedía de toda la habitación, primero del lado mismo del sofá y después de la tenebrosa esquina opuesta. Sólo podía localizar el sonido cuando se volvía de cara a la pared. Se quedó dormida en aquella posición, como si escuchara a través del ojo de una cerradura.
Fue un sueño inquieto y poco reparador, lleno de pesadillas. Una vez la despertó un movimiento y vio la oscura sombra del hombre apartando las cortinas. Contuvo el aliento, pero al oírla moverse, él la miró y al instante desvió la vista y pasó sin hacer ruido por delante de ella en dirección a la cocina. Sólo salía unos minutos para hacer sus necesidades. Le siguió con la imaginación mientras cruzaba la cocina, abría la puerta y se desvanecía solo en la oscuridad. Entonces volvió a hundir la cara en la almohada, estremeciéndose como cuando había imaginado que olía al nativo. Pensó: «No tardará en volver». Permaneció muy quieta, fingiendo que dormía. Pero no volvió inmediatamente y al cabo de unos minutos de espera, Mary fue al dormitorio sumido en la penumbra donde Dick yacía inmóvil, con los miembros encogidos. Le tocó la frente; estaba húmeda y fría, de modo que debía ser más de medianoche. El nativo había cogido todas las mantas de una silla para amontonarlas sobre el enfermo. Ahora las cortinas se movieron detrás de ella y una fresca brisa le sopló en la nuca. Cerró la mitad de la ventana más próxima al lecho y se quedó quieta, escuchando el tictac del reloj, muy ruidoso de repente. Se inclinó para mirar la esfera ligeramente luminosa y vio que aún no eran las dos; sin embargo, tenía la impresión de que habían pasado muchísimas horas. Oyó un ruido a sus espaldas y, como si fuera culpable de algo, se apresuró a acostarse de nuevo. Entonces oyó las pisadas de Moses en dirección al dormitorio contiguo y le vio mirarla para saber si estaba dormida. Ahora se sentía muy desvelada e incapaz de dormir. Tenía frío, pero no quería levantarse a buscar más mantas. Imaginó de nuevo que olía aquel tufo cálido, y a fin de olvidar aquella sensación volvió la cabeza hacia las cortinas, hinchadas por el fresco aire nocturno. Dick se había tranquilizado y en la habitación contigua ya no se oía más que aquella suave respiración rítmica.
Por fin concilió el sueño, y esta vez tuvo inmediatamente unas horribles pesadillas.
Era una niña y jugaba en un pequeño y polvoriento jardín frente a la casa de madera y hierro con amigos que en su sueño carecían de rostro. Ella ganaba el juego, lo dirigía y ellos la llamaban y le preguntaban cómo se debía jugar. Estaba al sol, junto a los geranios de seca fragancia, con todos los niños a su alrededor. Oyó la voz cortante de su madre, ordenándole que entrara, y abandonó a paso lento el jardín para subir a la veranda. Tenía miedo. Su madre no estaba allí, por lo que entró en la casa. Se detuvo ante la puerta del dormitorio, llena de asco. Vio a su padre, aquel nombre de baja estatura y estómago blando y protuberante, que bromeaba y olía a cerveza y a quien ella detestaba, abrazar a su madre frente a la ventana. Su madre luchaba, fingía protestar y le esquivaba, juguetona. Entonces él se inclinó sobre ella y entonces Mary huyó corriendo.
Después soñó que jugaba, esta vez con sus padres y hermanos, antes de acostarse. Jugaban al escondite y le tocaba a ella taparse los ojos mientras su madre se ocultaba. Sabía que sus hermanos mayores les observaban desde un rincón de la sala; el juego era demasiado infantil para ellos y estaban perdiendo el interés. Se reían de ella porque lo tomaba tan en serio. Su padre le cogió la cabeza y la apretó contra sus piernas con las manos pequeñas y peludas a fin de taparle los ojos, riendo y bromeando a gritos porque su madre tenía que esconderse. Mary aspiró el fuerte olor de la cerveza y —como tenía la cabeza apretada contra la gruesa tela de sus pantalones— el fétido olor masculino que siempre asociaba con él. Luchó para levantar la cabeza, porque casi se ahogaba, pero su padre aumentó la presión, burlándose de su pánico. Y los otros niños también se burlaron. Gritó en el sueño y casi se despertó, ansiosa de abrir los ojos y escapar del terror de la pesadilla.
Pensaba que aún estaba despierta y yacía rígida en el sofá, escuchando atenta la respiración del cuarto contiguo. Pasó mucho rato esperando cada suave expulsión de aire. De pronto se hizo el silencio. Miró con terror creciente a su alrededor, sin atreverse a mover la cabeza por miedo de despertar al nativo que estaba al otro lado de la pared, y con la vista fija en el círculo de luz mortecina que caía sobre la tosca superficie de la mesa. En el sueño adquirió la convicción de que Dick había muerto, de que Dick estaba muerto y el negro esperaba a que ella entrara en la habitación. Se sentó con movimientos lentos, sacando los pies de entre los pesados pliegues del abrigo, intentando controlar su terror y repitiéndose a sí misma que no había nada que temer. Por fin pudo juntar las piernas y bajarlas por el borde del sofá, con cuidado de no hacer ningún ruido. Se sentó, temblorosa, intentando calmarse, hasta que obligó a su cuerpo a ponerse en pie y quedarse en medio de la habitación, donde midió la distancia que la separaba del dormitorio; entonces vio con terror las pieles de animales que cubrían el suelo porque parecían moverse bajo la luz oscilante de la lámpara. La piel de leopardo que había frente al umbral daba la impresión de tomar forma e hincharse y sus pequeños ojos de cristal parecían mirarla con fijeza. Corrió hacia el umbral para huir de ellos. Alargó cautamente la mano para apartar la cortina y echó una mirada al dormitorio. Sólo pudo distinguir la forma de Dick acostado bajo las mantas, pero aunque no vio al africano, sabía que la estaba esperando entre las sombras. Apartó la cortina un poco más y vio una pierna estirada, una pierna de tamaño mayor que el natural, gigantesca. Avanzó unos pasos para verle mejor. En el sueño, sintió irritación y enfado porque el nativo se habla dormido, acurrucado junto a la pared, exhausto tras la larga vigilia. Estaba sentado en la misma posición que le había visto adoptar a veces al sol, con una rodilla doblada y el brazo apoyado en ella, con la palma de la mano hacia arriba y los dedos un poco curvados. La otra pierna, la que había visto primero, estaba extendida y llegaba casi hasta donde ella se encontraba; vio a sus pies la piel gruesa de la planta, llena de durezas y callosidades. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, haciendo resaltar aún más su cuello macizo. Sintió lo mismo que cuando, despierta, esperaba encontrar sin hacer algo del trabajo que le pagaban por llevar a cabo y, después de la inspección, resultaba que todo estaba hecho. Su enojo contra sí misma, se convirtió en ira contra el nativo, y volvió a mirar hacia el lecho, donde Dick yacía inmóvil. Pasó por encima de la pierna gigantesca estirada en el suelo y se acercó en silencio al lecho, quedando de espaldas a la ventana. Al inclinarse sobre Dick, sintió en los hombros el aire frío de la noche y se dijo, encolerizada, que el nativo había vuelto a abrir la ventana y causado con ello la muerte de Dick. Éste tenía muy mal aspecto. Estaba muerto, amarillento, con la boca abierta y los ojos fijos. En sueños, extendió la mano para tocarle la piel. La notó fría y sólo experimentó alivio y exaltación. Entonces se arrepintió de su júbilo e intentó sentir la pena que el caso requería. Mientras continuaba observando la inmovilidad de Dick, intuyó que el nativo se había despertado en silencio y la miraba. Sin mover la cabeza, vio por el rabillo del ojo que doblaba la pierna extendida y adivinó que estaba de pie en la sombra y que se acercaba a ella. Tuvo la impresión de que el cuarto era muy grande y de que él se aproximaba lentamente desde una inmensa distancia. Esperó, rígida por el miedo, cubierta por un sudor frío. Se acercaba muy despacio, obsceno y fuerte, y no sólo él, sino también su padre la estaba amenazando. Avanzaban juntos, fundidos en una sola persona, y pudo oler, no el tufo de los nativos, sino el olor de piel sucia de su padre que llenó la habitación con su fetidez, parecido al de un animal; y sintió vértigo y debilidad en las rodillas y las ventanas de la nariz se le dilataron. Consciente sólo a medias, se apoyó en la pared y casi cayó por la ventana abierta. Él se acercó más y la sujetó por un brazo. Oyó la voz del africano consolándola de la muerte de Dick con acento protector; pero al mismo tiempo vio a su padre, horrible y amenazador, tocándola con deseo.
Gritó, sabiendo de repente que estaba dormida y era víctima de una pesadilla. Gritó una y otra vez, desesperadamente, intentando despertarse de aquel horror. Pensó: «Mis gritos asustarán a Dick» y luchó en las arenas movedizas del sueño. Entonces se despertó e incorporó, jadeando. El africano se hallaba en pie a su lado, con los ojos ribeteados de rojo y medio dormido, alargándole una bandeja con el té. La habitación estaba invadida por una espesa luz grisácea y la lámpara, todavía encendida, enviaba hacia la mesa un rayo delgado. Al ver al nativo, palpitante aún en ella el terror de la pesadilla, se refugió en un extremo del sofá, respirando deprisa e irregularmente y observándole en un paroxismo de pavor. Con ademanes torpes, a causa de su somnolencia, él dejó la bandeja sobre la mesita, mientras Mary luchaba por separar el sueño de la realidad.
El hombre dijo, observándola con expresión curiosa:
—El amo estar, dormido.
Y el convencimiento de que Dick yacía muerto en la habitación contigua se desvaneció. Pero continuó vigilando al negro, suspicaz, sin poder articular una palabra. Vio en el semblante de él sorpresa ante su actitud temerosa y aparecer poco a poco aquella mirada que había visto con tanta frecuencia últimamente, medio sarcástica, especulativa y brutal, como si estuviera juzgándola. De pronto inquirió en voz baja:
—Madame tener miedo de mí, ¿eh?
Era la misma voz del sueño y, al oírla, Mary tembló y sintió debilidad en todos los miembros. Luchó por controlar la propia voz y dijo en un susurro al cabo de unos minutos:
—No, no, no, no te tengo miedo. —Y entonces se enfureció consigo misma por negar algo que ni siquiera tendría que haber admitido.
Le vio sonreír y bajar la mirada hasta sus manos, que temblaban. Dejó vagar los ojos con lentitud hasta su rostro, fijándose en los hombros encogidos y en el cuerpo apoyado pesadamente contra los almohadones. Repitió con acento casual y familiar:
—¿Por qué Madame tener miedo de mí? Medio histérica, con voz estridente y una risa nerviosa, ella replicó:
—No seas ridículo. No te tengo ningún miedo.
Habló como hubiera hablado a un blanco con el que coqueteara ligeramente. Cuando se oyó pronunciar las palabras y vio la expresión en el rostro del hombre, estuvo a punto de desmayarse. Le vio dirigirle una mirada larga, lenta e imponderable y después, dar media vuelta y salir del aposento.
Cuando se hubo ido, Mary se sintió liberada de una inquisición. Permaneció débil y temblorosa, pensando en el sueño y tratando de disipar la niebla de terror.
Al cabo de un rato se sirvió un poco de té, derramándolo en el plato. Una vez más, como había hecho en sueños, se obligó a levantarse y entrar en la habitación contigua. Dick dormía tranquilo y parecía estar mejor. Sin tocarle, salió a la veranda, donde se apoyó sobre los helados ladrillos de la balaustrada, inspirando a fondo el fresco aire matutino. Aún no había amanecido. Todo el cielo era claro e incoloro, veteado por rosadas franjas de luz, pero aún reinaba la oscuridad entre los árboles silenciosos. Vio hilillos de humo levantarse de las pequeñas chozas de los peones y recordó que debía ir a tocar el gong para que diera comienzo el trabajo del día.
Durante todo el día permaneció como de costumbre en el dormitorio, viendo cómo Dick mejoraba hora tras hora, aunque aún estaba muy débil y no se encontraba lo bastante bien para dar muestras de irritación.
No fue a los campos y evitó al nativo; se sentía muy poco segura de sí misma y no tenía fuerzas para enfrentarse a él. Cuando se hubo ido después del almuerzo, que era su tiempo libre, entró apresurada en la cocina, preparó casi furtivamente la leche fría para Dick y volvió al dormitorio, mirando hacia atrás como si la persiguieran.
Aquella noche cerró con llave todas las puertas de la casa y se acostó junto a Dick, agradecida, quizá por primera vez en su matrimonio, por su proximidad.
Dick reanudó el trabajo a la semana siguiente.
De nuevo fueron transcurriendo los días, casi empujándose el uno al otro, los largos días que pasaba sola en la casa con el africano mientras Dick trabajaba en sus campos. Mary estaba luchando contra algo que no comprendía. A medida que pasaba el tiempo, Dick era cada vez más irreal para ella, mientras que la idea del africano llegó a hacerse obsesiva. Era una pesadilla: el corpulento negro siempre en la casa con ella, de modo que era imposible escapar de su presencia; aquella idea la obsesionaba y Dick apenas existía para ella.
Desde el momento en que se despertaba por la mañana y veía al nativo inclinado sobre ellos con el té, desviando la mirada de sus hombros desnudos, hasta el momento en que salía de la casa por la noche, Mary no podía relajarse. Hacía sus quehaceres domésticos con una especie de temor, intentando esquivarle; cuando él estaba en una habitación, ella iba a la otra. No quería mirarle, sabía que sería fatal cruzar su mirada con la suya, porque ahora existiría siempre el recuerdo de su miedo y del modo como le había hablado aquella noche. Solía darle las órdenes a toda prisa, con la voz tensa, y abandonar en seguida después la cocina, porque temía oírle hablar con aquel nuevo tono en la voz: familiar, medio insolente y dominante. Estuvo doce veces a punto de decir a Dick: «Tiene que irse», pero nunca se atrevía. Se interrumpía siempre, incapaz de afrontar la cólera que desencadenaría su decisión. Pero se sentía como en el interior de un túnel oscuro, acercándose a algo definitivo, algo que no podía imaginar, pero que la esperaba de forma inexorable e irreversible. Y en la actitud de Moses, en su modo de moverse y hablar, en aquella insolencia íntima, confiada y arrogante, veía que él también estaba esperando. Eran como dos antagonistas a punto de atacarse, mudos ante el encuentro final. Sólo que él era fuerte y estaba seguro de sí mismo, mientras que ella se encontraba debilitada por el miedo, por el tormento de las pesadillas nocturnas y por su obsesión.