Una vez hubo ejercido su voluntad para influirle, Mary se retiró y le dejó hacer. Él intentó varias veces recabar su colaboración, pidiéndole consejo y sugiriendo que le ayudara a resolver un problema difícil, pero Mary sé negó a aceptar aquellas invitaciones, como había hecho siempre, por tres razones. La primera era calculada: si estuviera siempre con él, demostrando continuamente su superior habilidad, él se pondría a la defensiva y al final rehusaría hacer cualquier cosa que ella le propusiera. Las otras dos eran instintivas. Todavía detestaba la granja y sus problemas y no quería resignarse a su pequeña rutina. La tercera razón, aunque Mary no lo sabía, era la más fuerte. Necesitaba pensar en Dick, el hombre con quien estaba casada irrevocablemente, como en una persona independiente cuyo éxito se debiera a sus propios esfuerzos. Cuando le veía débil e indeciso y le inspiraba lástima, sentía odio hacia él y entonces dirigía aquel odio contra sí misma. Necesitaba un hombre más fuerte que ella y estaba intentando crearlo en la persona de Dick. Si éste hubiera podido dominarla, simplemente por obra de un espíritu más emprendedor, se habría enamorado de él y dejado de odiarse a sí misma por haberse unido a un fracasado. Esto era lo que esperaba y lo que le impedía, aun contra su voluntad, ordenarle que llevara a cabo las cosas más evidentes. En realidad, se apartaba de la granja para salvar lo que ella consideraba el punto más débil del orgullo de Dick, sin darse cuenta de que su fracaso era ella. Y quizá su instinto tenía razón: habría respetado y se habría entregado al éxito material. Tenía razón, pero sus motivos eran erróneos. Habría tenido razón si Dick hubiera sido un hombre diferente. Cuando se dio cuenta de que volvía a obrar de manera insensata, gastando dinero en cosas innecesarias y escatimándolo en las esenciales, se propuso no pensar en ello. No podía; esta vez le importaba demasiado. Y Dick, desairado y decepcionado por su negativa a colaborar, dejó de acudir a ella y siguió tercamente su camino, sintiéndose en el fondo como si ella le hubiese animado a nadar una distancia superior a sus fuerzas y abandonado después a su suerte.
Mary se retiró a la casa, a las gallinas y a la incesante lucha con sus criados. Los dos sabían que estaban afrontando un reto. Y ella esperaba. Durante los primeros años había esperado y confiado, exceptuando cortos intervalos de desesperación, en la creencia de que al final la situación cambiaría. Ocurriría algo milagroso y saldrían adelante. Entonces huyó a la ciudad, incapaz de aguantarlo más, y al volver se dio cuenta de que no se produciría ningún milagro. Y ahora, de nuevo, existía una esperanza. Pero ella no haría nada; sólo esperar a que Dick pusiera en marcha la operación. Durante aquellos meses vivió como una persona que ha de vivir una temporada en un país que no le gusta: sin hacer planes definidos, dando por sentado que una vez trasladada a otro lugar, las cosas se arreglarían por sí solas. Todavía no especulaba sobre qué ocurriría cuando Dick ganara aquel dinero, pero soñaba continuamente que ella trabajaba en una oficina como eficiente e indispensable secretaria, vivía en el club, convertida en confidente popular y adulta, y recibía invitaciones de amigos o «salía» con hombres que la trataban con aquella camaradería y aquel afecto tan sencillos y libres de peligro.
El tiempo transcurría velozmente, como suele hacer en aquellos períodos en que las diversas crisis que surgen y pasan en la vida aparecen como colinas al final de un viaje, marcando la frontera de una época. Como no existe límite para la cantidad de sueño a que puede acostumbrarse el cuerpo humano, dormía horas durante el día, a fin de dar alas al tiempo, de tragarlo a grandes bocanadas, y se despertaba siempre con la satisfacción de saber que se hallaba varias horas más cerca de su liberación. De hecho, casi nunca estaba despierta del todo, se movía de un lado a otro en un ensueño de esperanza, una esperanza que se fortalecía tanto a medida que pasaban las semanas, que se despertaba por la mañana temprano con una sensación de libertad y alegría, como si aquel mismo día tuviera que ocurrir algo maravilloso.
Vigilaba el progreso del bloque de graneros para el tabaco que se edificaba en la llanura como habría vigilado la construcción de un buque destinado a salvarla del exilio. Lentamente, fueron adquiriendo forma; primero un perfil irregular de ladrillos, como unas ruinas; después un rectángulo partido, como cajas huecas amontonadas; y por fin el tejado, una hojalata nueva y reluciente que lanzaba destellos al sol y sobre la que las oleadas de calor flotaban y rielaban como glicerina. Al otro lado de la cordillera, fuera del alcance de la vista, cerca de las pozas vacías de la llanura, se preparaban los plantíos para cuando las lluvias llegaran y transformaran en un torrente el erosionado fondo del valle. Pasaron los meses y llegó octubre. Y aunque se trataba de la época del año más temida por Mary, cuando el calor era su enemigo, la soportó con facilidad, sostenida por la esperanza. Dijo a Dick que el calor no era tan terrible aquel año y él contestó que nunca había sido peor y la miró con preocupación e incluso suspicacia. Nunca comprendería aquella fluctuante dependencia del tiempo, aquella actitud emocional hacia el clima que él no compartía. Él se sometía sin ningún problema al frío, a la sequía y al calor; se sentía parte de los elementos y no luchaba contra ellos como Mary.
Aquel año Mary sintió, excitada, la tensión creciente en el aire empañado por el humo, esperando la caída de las lluvias que harían brotar el tabaco en los campos. Solía preguntar a Dick, con indiferencia aparente que no engañaba a su marido, sobre los cultivos de otros agricultores y escuchaba con los ojos brillantes sus lacónicas respuestas acerca de uno que había ganado diez mil libras en un buen año y de otro que había podido saldar todas sus deudas. Y cuando señaló, negándose a respetar el disimulo de Mary, que él sólo había construido dos graneros, en lugar de los quince o veinte de un agricultor importante y que no podía esperar ganar miles de libras aunque el año fuera bueno, ella hizo caso omiso de su advertencia. Necesitaba soñar con un éxito inmediato.
Las lluvias llegaron —como no solían hacer— exactamente a su debido tiempo y continuaron cayendo hasta bien entrado diciembre. El tabaco estaba hermoso y verde, y henchido —para Mary— de promesas de abundancia futura. Solía pasear en torno a los campos de Dick por el mero placer de contemplar su fuerza y lozanía e imaginar aquellas hojas verdes y planas convertidas en un cheque de varias cifras.
Y entonces empezó la sequía. Al principio Dick no se preocupó; el tabaco puede resistir períodos de sequedad una vez que las plantas están bien enraizadas en la tierra. Pero las nubes se iban acumulando día tras día y el terreno se iba calentando más y más. Pasó Navidad y la mitad de enero. Dick estaba cada día más irritable y taciturno por la tensión y Mary guardaba un curioso silencio. De pronto, una tarde, descargó un ligero chubasco que cayó, perversamente, en sólo uno de los dos campos de tabaco. Y prosiguió la sequía y pasaron las semanas sin el menor indicio de lluvia. Al final se formaron unas nubes, se amontonaron y se disolvieron. Mary y Dick vieron pasar los nubarrones desde la veranda. Delgadas cortinas de lluvia avanzaban y retrocedían sobre el veld; pero ninguno cayó sobre su granja hasta varios días después de que otros agricultores anunciaran la parcial salvación de sus cosechas. Una tarde cayó una llovizna cálida, gruesas gotas relucientes contra la bóveda de un brillante arco iris. Pero no fue suficiente para humedecer la tierra. Las marchitas hojas del tabaco apenas se levantaron. Después siguieron días de un sol deslumbrante.
—Bueno —observó Dick, con el pesar escrito en el rostro—, en cualquier caso, ya es demasiado tarde. —Pero esperaba que pudiera sobrevivir el campo que había recibido el primer chubasco.
Cuando empezó a llover como debía, la mayor parte del tabaco se había perdido; muy poco se salvaría. Había resistido algún campo de maíz; aquel año no cubrirían gastos. Dick lo explicó a Mary en voz baja, con expresión doliente. Pero ésta vio al mismo tiempo cierto alivio en su rostro; el fracaso no era culpa suya, sino un golpe de mala suerte que podía haber tocado a cualquiera; nadie podía darle la culpa.
Una tarde discutieron la situación. Él dijo que había solicitado un nuevo crédito para salvarse de la bancarrota y que el próximo año no confiaría en el tabaco. Por su gusto, no plantaría nada, pero le dedicaría una parcela si ella insistía. Otro fracaso como el que habían tenido significaría la ruina segura.
En un último intento, Mary le pidió que probara suerte un año más; no podían tener dos malas cosechas seguidas. Ni siquiera a él, Jonás (se obligó a sí misma a usar aquel nombre, esbozando una risa de complicidad) podían enviarle dos años malos, uno detrás de otro. Y a fin de cuentas, ¿por qué no endeudarse a lo grande? En comparación con otros, que debían miles, no tenían deudas dignas de tal nombre. Si tenían que fracasar, fracasarían del todo, en una verdadera tentativa para salir adelante. Construirían otros doce graneros, plantarían todas sus tierras con tabaco y lo arriesgarían todo a una sola carta. ¿Por qué no? ¿Por qué tener conciencia cuando nadie la tenía?
Pero vio aparecer en el semblante de Dick la misma expresión de cuando le había pedido que se marcharan de vacaciones con el fin de restablecer ambos totalmente su salud. Era una expresión de auténtico miedo que la paralizaba.
—No quiero deber ni un penique más de lo inevitable —replicó con voz categórica—. No lo haré por nada ni por nadie.
Estaba decidido; Mary no pudo sacarle de allí.
Y el año próximo, ¿qué pasaría?
Si era un buen año, respondió él, y todas las cosechas eran abundantes y no se producía una caída de precios y el tabaco era un éxito, podrían recuperar lo perdido aquel año. Tal vez significaría incluso algo más. ¿Cómo saberlo? Su suerte podía cambiar. Pero no volvería a arriesgarlo todo en un solo cultivo hasta que hubiera saldado todas sus deudas. Palideció al añadir: ¡Si se arruinaban, perderían la granja! Aunque sabía que aquellas palabras eran las que más le herían, Mary replicó que se alegraría de ello; así se verían obligados a realizar un verdadero esfuerzo para salir adelante, porque en el fondo la razón de su apatía era saber que incluso aunque llegaran al borde de la bancarrota, siempre podrían vivir de lo que cultivaban y sacrificando el propio ganado.
Las crisis de los individuos, como las crisis de las naciones, no se ven con perspectiva hasta que han pasado. Cuando Mary oyó aquel terrible «año próximo» del agricultor frustrado, se sintió enferma; pero la animada esperanza que la había sostenido no murió hasta el cabo de algunos días y entonces intuyó lo que les esperaba. El tiempo, en el que había vivido sólo a medias, absorta en el futuro, se extendió de pronto ante su vista. El «año próximo» podía significar cualquier cosa. Podía significar otro fracaso; todo lo más, una recuperación parcial. La tregua milagrosa no iba a producirse. Nada cambiaría; jamás cambiaba nada.
A Dick le sorprendió que mostrara tan pocos signos de desengaño. Se había preparado para afrontar escenas de cólera y lágrimas. Él, por costumbre de tantos años, se adaptaba con facilidad a la idea del «año próximo» y en seguida empezó a hacer los planes pertinentes. Como no había indicaciones inmediatas de desesperación por parte de Mary, dejó de buscarlas; al parecer el golpe no había sido tan duro como temiera en un principio.
Pero los efectos de los golpes mortales siempre se manifiestan lentamente. Pasó algún tiempo antes de que Mary dejara de sentir las fuertes oleadas de expectación y esperanza que parecían surgir del fondo de su ser, de una región mental a la que aún no había llegado la noticia del fracaso del tabaco. Su organismo entero tardó mucho en adaptarse a lo que ahora reconocía como la verdad: que pasarían años antes de que pudieran librarse de la granja, si es que se libraban alguna vez.
Siguió una época de triste apatía; sin los violentos accesos de infelicidad que la habían asaltado antes. Ahora sentía un reblandecimiento interior, como si una insidiosa podredumbre le estuviera royendo los huesos.
Porque incluso soñar despierto requiere un elemento de esperanza para dar satisfacción al soñador. Solía interrumpirse en medio de una de sus habituales fantasías sobre los viejos tiempos, que proyectaba hacia el futuro, diciéndose a sí misma que no habría ningún futuro. No habría nada Cero. El vacío.
Cinco años antes se habría drogado con la lectura de novelas románticas. En la ciudad, las mujeres como ella viven indirectamente las vidas de las estrellas de cine. O se refugian en la religión, con preferencia una de las religiones orientales, con más carga sensual. De haber tenido una mejor educación y vivido en la ciudad con fácil acceso a los libros, habría encontrado tal vez a Tagore y vivido un dulce sueño de palabras.
En lugar de esto, pensó vagamente que debía ocuparse, en algo. ¿Y si aumentara el número de gallinas? ¿Y si se dedicase a la costura? Pero se sentía embotada y exhausta, sin interés. Pensó que cuando llegara la próxima estación fría y le infundiera nuevos ánimos, haría alguna cosa. Lo aplazó; la granja ya le producía el mismo efecto que a Dick: pensaba en términos de la próxima estación.
Dick, trabajando con más ahínco que nunca en la granja, se percató por fin de que parecía cansada y de que tenía unas curiosas ojeras hinchadas y manchas rojas en las mejillas. Su aspecto era realmente enfermizo. Le preguntó si se encontraba mal y ella contestó, como si no se hubiera dado cuenta hasta aquel momento, que sí, que sus dolores de cabeza y una laxitud general podían significar que estaba enferma. Él advirtió que parecía satisfecha de atribuir la causa a una enfermedad.
Le sugirió que, como no tenía dinero para enviarla de vacaciones, se fuera a la ciudad a pasar unos días con sus amigas. Mary se horrorizó. La idea de ver a otras personas, y en especial a quienes la habían conocido cuando era joven y feliz, la hizo sentir como si estuviera toda ella en carne viva, con los nervios al descubierto, a flor de piel.
Dick volvió al trabajo, encogiéndose de hombros ante su obstinación, esperando que fuese una enfermedad pasajera.
Mary pasaba los días moviéndose de un lado a otro de la casa, incapaz de permanecer sentada en el mismo sitio. Dormía mal por las noches. La comida no le repugnaba, pero comer se le antojaba un esfuerzo excesivo. Y continuamente tenía la sensación de que le habían rellenado la cabeza de algodón y que una presión sorda la apretaba desde fuera. Desempeñaba sus tareas como una autómata, cuidando por rutina de los pollos y de la tienda. Durante aquel período no se entregó apenas a sus antiguos accesos de cólera contra el criado; era como si, antes, aquellos furores repentinos hubieran sido la válvula de escape de una fuerza interior y, al morir ésta, ya no fueran necesarios. Pero seguía regañándole; aquello se había convertido en un hábito y no podía hablar a un nativo sin irritación en la voz.
Al cabo de un tiempo, incluso su inquietud pasó. Solía permanecer sentada horas y horas en el viejo y destartalado sofá, con las cortinas de cretona descolorida ondeando sobre su cabeza; parecía sumida en un letargo. Daba la impresión de que al final se había roto algo en su interior y de que se iría agostando lentamente hasta sumergirse en las tinieblas.
Sin embargo, Dick pensaba que estaba mejor.
Hasta que un día se dirigió a él con una nueva expresión en la cara, una expresión desesperada y apremiante que no le había visto nunca, y le preguntó si podían tener un hijo. Él se alegró: era la mayor felicidad que le había dado, porque lo pedía ella por propia iniciativa, acercándose a él… eso fue lo que Dick pensó. Creyó que por fin deseaba aproximarse a él y lo expresaba de aquella manera. Tan grande fue su contento, su satisfacción, que estuvo a punto de acceder. Era lo que más deseaba; aún soñaba que un día, «cuando las cosas fueran mejor», podrían tener hijos. Pero en seguida su rostro se nubló y respondió:
—Mary, ¿cómo podemos tener hijos?
—Otras personas los tienen, pese a ser pobres.
—Pero, Mary, no sabes lo pobres que somos.
—Claro que lo sé. Pero no puedo continuar así. Necesito tener algo. No sé qué hacer.
Dick vio que deseaba un hijo para sí misma y que él seguía sin significar nada para ella, nada en un sentido verdadero, y replicó tercamente que sólo tenía que mirar a su alrededor para ver qué ocurría con los niños que crecían como crecerían los suyos.
—¿Dónde? —inquirió ella con expresión vaga, mirando en su torno en la habitación, como si aquellos infortunados niños fueran visibles allí, en su casa.
Dick recordó el aislamiento en que vivía, su falta de participación en la vida del distrito. Pero aquello volvió a irritarle. Había tardado años en interesarse por la granja; al cabo de tanto tiempo, aún no conocía a las personas que vivían a su alrededor y apenas sabía los nombres de sus vecinos.
—¿No has visto nunca al holandés de Charlie?
—¿Qué holandés?
—Su ayudante. ¡Trece hijos! Con doce libras al mes. Slatter es muy duro con él. ¡Trece hijos! Corren de un lado a otro como cachorros, vestidos con harapos, y viven de calabazas y maíz como los cafres. No van a la escuela…
—Pero, ¿y uno solo? —persistió Mary con voz débil y plañidera. Fue un gemido. Sentía que necesitaba un hijo para salvarse de sí misma. Le había costado semanas de lenta desesperación llegar hasta aquel punto. Detestaba la idea de tener un hijo cuando pensaba en su indefensión, su dependencia, el trabajo, la preocupación. Pero la mantendría ocupada. Consideraba extraordinario haber llegado a aquello: a suplicar a Dick que tuvieran un hijo, cuando sabía que él los deseaba y ella los aborrecía. Pero después de pensar en un hijo durante todas aquellas semanas de desesperación, se había acostumbrado a la idea. No sería tan malo, tendría compañía. Pensó en sí misma cuando era niña y en su madre y empezó a comprender por qué su madre se había aferrado a ella, usándola como una válvula de escape. Se identificó con ella, sintiendo cariño y piedad hacia ella después de todos aquellos años, comprendiendo por fin algo de sus sentimientos y pesares. Se vio a sí misma, una niña silenciosa, sin medias, con la cabeza descubierta, entrando y saliendo del gallinero, siempre cerca de su madre, dividida entre el amor y la piedad hacia ella y el odio hacia su padre; e imaginó a su propia hija, consolándola como ella había consolado a su madre. No pensaba en su hija como en una niña pequeña; aquélla era una edad que tendría que soportar del mejor modo posible. No, quería una hija que fuese a la vez su compañera y se negaba a considerar la posibilidad de que pudiera ser un niño. Pero Dick preguntó:
—¿Y qué me dices de la escuela?
—¿Qué quieres que diga? —replicó, irritada, Mary.
—¿Cómo la pagaríamos?
—No hay que pagar nada. Mis padres no la pagaban.
—Pero los internados se pagan, y también los libros, los viajes en tren, la ropa. ¿Acaso el dinero baja del cielo?
—Podríamos pedir una subvención estatal.
—No —respondió Dick, dando un respingo— ¡Ni hablar de eso! Ya estoy harto de entrar con el sombrero en la mano en las oficinas de hombres gruesos para pedirles dinero mientras ellos te miran de arriba abajo con el culo gordo pegado al asiento. ¡La caridad! No quiero ni pienso hacerlo. No quiero ver crecer a un hijo sabiendo que no puedo hacer nada por él. No lo quiero en esta casa ni viviendo de este modo.
—Supongo que vivir de este modo está muy bien para mí —dijo Mary con acritud.
—Tendrías que haberlo pensado antes de casarte conmigo —replicó Dick y ella se enfureció ante aquella cínica injusticia. O mejor dicho, casi se enfureció. Su rostro se cubrió de un rubor violento y sus ojos lanzaron chispas… pero en seguida se calmó, cerró los ojos y enlazó las manos temblorosas. Su ira se esfumó; estaba demasiado cansada para enfadarse de verdad.
—Pronto cumpliré cuarenta años —murmuró—. ¿No comprendes que dentro de poco tiempo ya no podré tener hijos? Y menos si continúo así.
—Ahora no —respondió él, inexorable. Y aquélla fue la última vez qué se mencionó el tema de un hijo. En realidad, Mary sabía tan bien como él que se trataba de una locura. Pero era típico de Dick alegar que era demasiado orgulloso para pedir prestado como último recurso para salvaguardar su dignidad.
Días después, cuando vio que ella había vuelto a su terrible apatía, le pidió una vez más:
—Mary, te lo ruego, ven a la granja conmigo. ¿Por qué no? Podríamos hacerlo juntos.
—Odio tu granja —contestó Mary con voz áspera y remota—. La odio. No quiero saber nada de ella.
Pero a pesar de su indiferencia, realizó el esfuerzo. Le tenía sin cuidado lo que hacía. Durante varias semanas acompañó a Dick adondequiera que fuese e intentó sostenerle con su presencia. Y más que nunca la embargó la desesperación. Era inútil, inútil. Veía con enorme claridad los defectos de Dick y los errores que cometía con la granja y no podía hacer nada para ayudarle. Era demasiado obstinado. Le pedía consejo y parecía puerilmente satisfecho cuando ella cogía un almohadón y le seguía hasta los campos; pero en cuanto le hacía alguna sugerencia, se encerraba en su terquedad y empezaba a defenderse.
Aquellas semanas fueron terribles para Mary. Durante aquel breve período, lo miró todo con imparcialidad, sin ilusiones, a sí misma, a Dick, la relación que existía entre ambos, su posición frente a la granja y su futuro; lo vio todo sin falsas esperanzas, honesta y lúcida como la misma verdad. Siguió a Dick de un lado a otro en un estado de ánimo soñador pero clarividente y terminó diciéndose a sí misma que debía dejar de hacer sugerencias y renunciar a cualquier intento de imbuir en él un poco de sentido común. Era inútil.
Empezó a pensar en el propio Dick con una especie de ternura desapasionada. Era un placer para ella desechar cualquier sentimiento de amargura y odio hacia él y acogerle en su mente como lo haría una madre, con ánimo protector, considerando sus debilidades y sus orígenes, de los que no era responsable. Solía llevarse el cojín a un rincón del chaparral, a la sombra, y sentarse en el suelo con las faldas bien recogidas, vigilando las garrapatas que se arrastraban por la hierba y pensando en Dick. La veía de pie en medio de los dilatados campos rojizos, inmóvil entre las gigantescas glebas, una silueta delgada, tocada con un gran sombrero y vestida con ropas anchas, y se preguntaba cómo podían nacer personas sin aquel rasgo de determinación, sin aquella voluntad férrea que soldaba la personalidad. Dick era bueno, ¡demasiado bueno!, exclamó para sus adentros, con exasperación. Era decente, no había en él ningún asomo de maldad. Y Mary sabía muy bien, cuando se obligaba a mirar de frente aquella cuestión (lo cual era capaz de hacer en aquel estado de desapasionada piedad), que como hombre había sufrido una larga humillación con ella. Sin embargo, nunca había intentado humillarla; se encolerizaba, sí, pero no intentaba vengarse. ¡Era tan bueno! Pero le faltaba cohesión, una fuerza en el centro que le convirtiera en un hombre de una sola pieza. ¿Habría sido siempre igual? En realidad, lo ignoraba; sabía tan poco acerca de él. Sus padres habían muerto y él era hijo único. Había crecido en los suburbios de Johannesburgo y Mary intuía, aunque él no se lo había dicho, que su infancia había sido menos sórdida que la de ella, aunque pobre y llena de sinsabores. Dick había exclamado con amargura una vez que su madre lo había pasado muy mal, y la observación la hizo sentir más cerca de él, porque amaba a su madre y aborrecía a su padre. Cuando tuvo la edad, probó una serie de trabajos. Fue empleado de la oficina de correos, mecánico en el ferrocarril y por último, inspector de los contadores de agua del municipio; entonces decidió ser veterinario. Estudió durante tres meses, descubrió que no podía pagarse la carrera y, obedeciendo a un impulso, se marchó a Rhodesia del Sur para dedicarse a la agricultura y «vivir su propia vida».
Y ahora, aquel hombre bueno y desafortunado se hallaba en su «propia» tierra, que pertenecía al gobierno hasta el último grano de arena, vigilando el trabajo de los nativos mientras ella descansaba en la sombra, mirándole y sabiendo a la perfección que estaba condenado; nunca había tenido la menor posibilidad. Pero incluso mientras pensaba esto, a Mary le pareció imposible que un hombre tan bueno estuviera condenado al fracaso y se levantó del cojín y fue hacia él, decidida a intentarlo una vez más.
—Escucha, Dick —le dijo con timidez no exenta de firmeza—, escucha, he tenido una idea. El año próximo, ¿por qué no talas otras cuarenta hectáreas y plantas un gran campo de maíz? Planta maíz en todos los campos, en lugar de todos estos pequeños cultivos.
—¿Y qué pasará si es un mal año para el maíz? Ella se encogió de hombros:
—No pareces haber llegado muy lejos con este sistema.
Entonces los ojos de él se inyectaron en sangre, su rostro se crispó y las dos profundas arrugas que surcaban sus mejillas hasta el mentón se marcaron todavía más.
—¿Es que puedo hacer más de lo que hago? —gritó—. ¿Y cómo talaré otras cuarenta hectáreas? ¡Qué fácil es hablar! ¿De dónde sacaré la mano de obra? La que tengo no me basta para hacer lo más imprescindible. Ya no puedo comprar negros a cinco libras por cabeza; tengo que fiarme de los jornaleros voluntarios y apenas si se presenta alguno, lo cual es en parte culpa tuya. Me hiciste perder a veinte de mis mejores peones y nunca volverán. Andan por ahí en estos momentos hablando mal de mi granja por culpa de tu maldito carácter. Ya no vienen a ofrecerse como antes. Todos se van a las ciudades, donde holgazanean impunemente.
Y entonces se dejó llevar por su antiguo resentimiento y empezó a insultar al gobierno, que estaba bajo la influencia de los defensores de los negros en Inglaterra, los cuales no querían obligar a los nativos a trabajar la tierra y se negaban a enviar camiones y soldados para llevárselos a los granjeros por la fuerza. ¡El gobierno no había comprendido nunca las dificultades de los agricultores! ¡Nunca! Y atacó a los nativos que se negaban a trabajar como era debido y eran insolentes y holgazanes. Habló mucho rato, con una voz furiosa y amargada, la voz del agricultor blanco que parece tener en el gobierno a un contrincante tan invencible como las estaciones y los cielos mismos. Pero en aquella explosión de ira olvidó los planes para el año próximo. Volvió a la casa preocupado y sombrío y regañó al criado, representante en aquel momento de la especie de los nativos, que le atormentaban de modo insoportable.
Mary estaba preocupada por él hasta donde podía estarlo en aquel período de letargo. Regresaba con ella al atardecer, cansado e irritable, y se sentaba a fumar un cigarrillo detrás de otro. Ya era un fumador en cadena, aunque consumía cigarrillos nativos, que eran más baratos pero que le causaban una tos perpetua y manchaban de amarillo las articulaciones de sus dedos. Y se removía inquieto en la silla, como si sus nervios no pudieran relajarse. Después, por fin, su cuerpo se distendía y esperaba, inmóvil, la cena para poder acostarse en seguida y dormir.
A veces el boy entraba para decir que unos jornaleros querían verle o pedir permiso para ir de visita o algo parecido, y Mary volvía a ver en su rostro aquella expresión tensa y la explosiva inquietud de sus miembros. Daba la impresión de que ya no soportaba a los nativos. Y gritaba al boy que se fuera y le dejara en paz y mandara al infierno a los peones. Pero media hora más tarde volvía el criado para repetir, imperturbable, dispuesto a afrontar la irritación de Dick, que los peones seguían esperando. Y Dick apagaba el cigarrillo, encendía otro inmediatamente y gritaba con todas sus fuerzas.
Mary solía escuchar con los nervios en tensión. Aunque aquella exasperación le era bien conocida, le molestaba que Dick la expresara. Le causaba irritación y, cuando él entraba de nuevo en la casa, le decía:
—Tú puedes pelearte con los nativos y en cambio a mí no me lo permites.
—Ya te he dicho —replicaba él, mirándola con ojos ardientes y atormentados— que no podré soportarlos mucho más tiempo. —Y se desplomaba en la silla, temblando como una hoja.
Sin embargo, Mary se desconcertaba cuando, a pesar de aquella perpetua corriente de odio subterráneo, lo veía hablar en los campos con el capataz, por ejemplo, y pensaba, con desazón, que ya empezaba a parecerse a un nativo. Se sonaba con los dedos, como hacían ellos, detrás de un matorral; a su lado, parecía de su misma raza, ni siquiera el color era muy diferente, porque tenía la piel requemada y de un tono marrón oscuro, y adoptaba las mismas posturas. Y cuando se reía con ellos, bromeando para mantenerlos de buen humor, parecía como si estuviera fuera de su alcance, en un mundo de humor burdo que la escandalizaba. ¿Adónde irían a parar, al final? Y entonces la invadía un inmenso cansancio y pensaba vagamente: «Después de todo, ¿qué importa?»
Un día le dijo que no veía ninguna razón para pasar todo su tiempo sentada bajo un árbol, mirándole, mientras las garrapatas le subían por las piernas, sobre todo teniendo en cuenta que no le prestaba la menor atención.
—Pero, Mary, me gusta que estés allí.
—Pues yo ya me he hartado.
Y volvió a sus antiguas costumbres y a no pensar en la granja más que como el lugar de donde Dick volvía para comer y dormir.
Y entonces empezó a languidecer. Permanecía todo el día sentada en el sofá con los ojos cerrados, sintiendo el calor abatirse sobre su cerebro. Tenía sed; era demasiado esfuerzo irse a buscar un vaso de agua o llamar al boy para que se lo llevara. Tenía sueño; pero levantarse y meterse en la cama era un trabajo agotador, así que se dormía donde estaba. Notaba al andar que las piernas le pesaban demasiado. Formar una frase era un esfuerzo enorme. Durante semanas enteras sólo habló con Dick y el criado, pero a Dick no le veía más que cinco minutos por la mañana y medie hora por la noche, antes de que cayera exhausto en la cama.
El año fue avanzando hacia el calor a través de los meses claros y fríos y, a medida que transcurría, el viento transportaba hasta la casa una lluvia de polvo fino que dejaba las superficies rasposas al tacto; y en los campos se levantaban espirales del mismo polvo maligno que arrastraban consigo una brillante estela de hierba y brácteas de maíz, suspendidas como motas en el aire. Mary pensaba con espanto en el calor que se avecinaba, incapaz de hacer acopio de la energía suficiente para luchar contra él. Tenía la impresión de que un solo roce le haría perder el equilibrio y la desintegraría en partículas; y pensaba con añoranza en una oscuridad total y completa. Cerraba los ojos e imaginaba que el cielo era tenebroso y frío, sin ni siquiera estrellas para interrumpir la negrura.
Fue aquel período, cuando cualquier influencia la habría dirigido hacia un nuevo derrotero, cuando todo su ser estaba en suspenso, por así decirlo, a la espera de algo que lo inclinara hacia uno u otro lado, el momento elegido por el boy para decir que se iba. Aquella vez no hubo una pelea por un plato roto o una bandeja mal lavada; sencillamente, quería volver a su casa, y Mary se sentía demasiado indiferente para luchar. Se marchó, dejando en su lugar a un nativo que Mary encontró tan intolerable que lo despidió al cabo de una hora. Se quedó sin criado, pero esta vez no intentó hacer nada más que lo esencial. No barría los suelos y comían alimentos enlatados. Y no se presentaba ningún boy. Mary se había labrado una reputación tan pésima como ama de casa que cada vez era más difícil reemplazar a los que se marchaban.
Dick, incapaz de soportar más la suciedad y la mala comida, dijo que llevaría a uno de los jornaleros para entrenarlo como sirviente doméstico. Cuando el hombre se presentó en la puerta, Mary le reconoció como el que había pegado con el látigo dos años antes. Vio la cicatriz en su mejilla, una marca fina y más oscura que cruzaba el rostro negro, y se quedó indecisa en el umbral, mientras él esperaba fuera, con la mirada baja. Pero la idea de enviarle a los campos y esperar a que viniera otro, incluso aquella dilación la cansó. Le dijo que entrara.
Aquella mañana, a causa de alguna prohibición interior que no intentó explicarse, no pudo trabajar con él como era su costumbre en tales ocasiones. Le dejó solo en la cocina y cuando llegó Dick, le preguntó:
—¿No hay ningún boy para la casa?
Dick, sin mirarla y comiendo como siempre comía últimamente, a grandes bocados, como si no hubiera tiempo, replicó:
—Es el mejor que he podido encontrar. ¿Por qué? —Su voz era hostil.
Ella no le había contado nunca el incidente del látigo, por miedo a un estallido de cólera, de ahí que se limitara a decir:
—No me parece muy bueno. —Pero cuando vio el gesto de exasperación de él, se apresuró a añadir—: Aunque a lo mejor sirve.
—Es limpio y cumplidor —dijo Dick— y uno de los mejores peones que he tenido. ¿Qué más quieres? —Habló en tono brusco, casi brutal, y se fue sin decir una palabra más. Así que el nativo se quedó.
Mary inició la habitual rutina de instrucción, metódica y glacial como siempre, pero con una diferencia. No podía tratar a aquel boy como había tratado a todos los demás porque siempre, en el fondo de su ser, persistía aquel momento de terror que experimentara después de pegarle con el látigo, cuando pensó que iba a atacarla. Se sentía inquieta en su presencia. Sin embargo, el comportamiento del nativo era igual que el de los demás, pero en su actitud daba a entender que recordaba el incidente. Escuchaba el torrente de explicaciones y órdenes en silencio, con paciencia y atención. Siempre mantenía la mirada baja, como si le diera miedo mirarla. Pero ella no podía olvidarlo, aunque él lo hubiese hecho; y en su manera de hablarle existía una sutil diferencia. Era todo lo impersonal que podía, tanto que durante un tiempo su voz careció incluso del habitual matiz de irritación.
Solía permanecer muy quieta, observándole mientras trabajaba. La fascinaba su cuerpo macizo y atlético. Le había dado las camisas y los pantalones cortos blancos que los anteriores criados llevaban en la casa, pero eran demasiado pequeños para él y cuando barría, fregaba o se agachaba para encender el fogón, los músculos le abultaban, llenando el fino género de las mangas hasta dar la impresión de que iban a rasgarse. Parecía aún más ancho y alto de lo que era a causa del exiguo tamaño de la casa.
Era un buen trabajador, uno de los mejores que había tenido. Solía repasar las cosas detrás de él, intentando encontrar alguna deficiencia, pero rara vez le daba motivo de queja. Así pues, con el tiempo se fue acostumbrando a él y el recuerdo de aquel látigo blandido contra su rostro se desvaneció poco a poco. Le trataba como era natural tratar a los nativos y su voz volvió a adquirir el tono brusco e irritado. Pero él no replicaba nunca y aceptaba sus reprimendas a menudo injustas sin levantar siquiera la mirada del suelo. Parecía resuelto a pasar lo más desapercibido posible.
Y así continuaron, en aparente normalidad, restablecida la rutina adecuada, que la dejaba libre para vegetar en la inacción. Pero su indiferencia no era exactamente igual que la de antes.
A las diez de la mañana, después de servirle el té, él se iba detrás de los gallineros y se detenía bajo un gran árbol con una lata de agua caliente; y a veces ella podía verle desde la casa inclinado sobre la lata, desnudo de cintura para arriba, echándose agua por encima. Pero procuraba no verle mientras se lavaba. Después del aseo, volvía a la cocina y se quedaba muy quieto, apoyado, al sol, contra la pared posterior, al parecer sin pensar en nada; incluso daba la sensación de estar dormido. No reanudaba el trabajo hasta que era hora de preparar el almuerzo. A Mary no le gustaba verle entregado a aquella ociosidad, inmóvil y silencioso durante horas, bajo la violenta fuerza del sol, que no parecía afectarle. No podía hacer nada para evitarlo, pero en vez de sumirse en un apático letargo que era casi sueño, se devanaba los sesos buscando un trabajo que darle.
Una mañana fue hasta los gallineros, algo que no solía hacer aquellos días, y cuando hubo terminado una superficial inspección de los ponederos y llenado su cesta de huevos, se detuvo al ver al nativo bajo los árboles a pocos metros de distancia. Estaba restregando su grueso cuello con jabón y la espuma blanca destacaba con fuerza de la piel negra. Se hallaba de espaldas a ella pero en seguida se volvió, bien por casualidad o porque intuyó que ella le miraba. Mary había olvidado que era la hora de su aseo.
Una persona blanca puede mirar a un nativo, que no es mejor que un perro. La enojó, por lo tanto, que él se enderezase, como esperando a que se fuera, expresando con el cuerpo el desagrado que le producía su presencia. La enfurecía que creyera que estaba allí a propósito aunque este pensamiento, como era natural, no fue consciente; Mary no podía imaginar siquiera semejante presunción, semejante descaro por parte de él; pero la actitud del cuerpo inmovilizado detrás de los matorrales, la expresión del rostro negro al mirarla, la llenó de indignación. Sintió el mismo impulso que aquel día lejano la obligara a blandir el látigo contra la cara del nativo. Dio media vuelta con lentitud, entreteniéndose en los gallineros para echar puñados de maíz, y agachándose por fin para salir por la baja puerta de la alambrada. No se volvió más a mirarle, pero sabía que su silueta oscura seguía en el mismo sitio, inmóvil, porque le vio por el rabillo del ojo. Volvió a entrar en la casa, sin apatía por primera vez en muchos meses, viendo también por primera vez desde hacía meses el suelo que pisaba y sintiendo la presión del sol en la nuca y el caliente contacto de la piedra contra las suelas de sus zapatos.
Oyó un extraño murmullo de ira y se dio cuenta de que hablaba consigo misma, en voz alta. Se tapó la boca con la mano y agitó la cabeza para despejarla, pero cuando Moses volvió a la cocina y ella oyó sus pasos, ya estaba sentada en la sala, rígida por una emoción histérica; al recordar la sombría y resentida mirada del nativo mientras esperaba que se fuera, le invadía la sensación de haber tocado una serpiente. Impulsada por una violenta reacción nerviosa, fue a la cocina, donde le encontró vestido con ropa limpia, guardando sus útiles de aseo. El recuerdo de aquel cuello negro cubierto de espuma blanca y de la musculosa espalda inclinada sobre el cubo de agua actuó como un aguijón y no le dio tiempo a reflexionar que su cólera y su histerismo no tenían ningún motivo, por lo menos ninguno que pudiera explicar. Lo ocurrido era que la pauta formal negro-blanca, ama-criado había sido rota por una relación personal; y cuando en África un blanco mira por casualidad a los ojos de un nativo (lo cual es su principal preocupación evitar), su sentimiento de culpa, que reprime, se convierte en un resentimiento que le obliga a usar el látigo. Mary sintió que debía hacer algo, e inmediatamente, para recobrar el equilibrio. Su mirada fue a detenerse en una caja donde se guardaban las velas, el jabón y los cepillos y que estaba debajo de la mesa, y ordenó al boy:
—Friega este suelo.
La sobresaltó oír su propia voz, porque no sabía que iba a hablar; sintió lo mismo que se experimenta durante una conversación social, tranquila por su banalidad, cuando una persona hace una observación que rasca la superficie, dejando escapar tal vez lo que realmente piensa de su interlocutor, y la sorpresa hace perder a éste la ecuanimidad, incitándole a emitir una risita nerviosa o una frase absurda que turba a todos los presentes; Mary había perdido la ecuanimidad y ya no podía controlar sus acciones.
—Lo he fregado esta mañana —objetó lentamente el nativo, mirándola con ojos ardientes.
—He dicho que lo friegues. Hazlo ahora mismo. —Levantó la voz al pronunciar las últimas palabras. Se miraron durante un momento, descubriendo su odio; entonces él bajó los ojos y ella se volvió en redondo y salió dando un portazo.
No tardó en oír el sonido del cepillo al rascar el suelo. Se desplomó de nuevo en el sofá, débil como si estuviera enferma. Conocía muy bien sus explosiones de cólera irracional, pero no recordaba ninguna tan devastadora como aquélla. Estaba temblando, la sangre le latía en los oídos y tenía la boca seca. Al cabo de un rato, ya más calmada, fue al dormitorio a buscar un vaso de agua; no quería encararse con el nativo Moses.
Sin embargo, más tarde hizo un esfuerzo para levantarse e ir a la cocina y, desde el umbral, examinó el suelo mojado como si de verdad hubiera ido a inspeccionarlo. Él permaneció inmóvil al otro lado de la puerta, mirando como de costumbre hacia los riscos donde la euforia extendía sus carnosos brazos verdegrises contra el claro azul del cielo. Mary fingió dar un repaso a las alacenas y por fin dijo:
—Es hora de poner la mesa.
Él se volvió y empezó a sacar vasos y mantel con movimientos lentos y bastante torpes, manoseando los cubiertos con sus grandes manos negras. Todos sus ademanes la irritaban. Permaneció sentada y tensa, con las manos enlazadas. Cuando él salió, se relajó un poco, como si le hubieran sacado un peso de encima. La mesa estaba puesta. Fue a examinarla, pero todo se encontraba en su sitio. No obstante, cogió un vaso y lo llevó a la cocina.
—Mira este vaso, Moses —ordenó.
Él se acercó y lo miró por cortesía; sólo fingió que lo miraba porque en seguida lo cogió para lavarlo. En el borde tenía trazas de pelusilla blanca del paño con que lo había secado. Llenó de agua el fregadero, echó un chorro de jabón líquido, tal como ella le enseñara, y lavó el vaso bajo la atenta mirada de Mary. Una vez lo hubo secado, ella volvió a cogerlo y se lo llevó a la otra habitación.
Le imaginó otra vez sin hacer nada en el soleado umbral, con la mirada perdida en la lejanía, y sintió deseos de gritar o lanzar un vaso contra la pared. Pero no había nada, absolutamente nada, que mandarle. Inició un lento recorrido de la casa; aunque gastado y descolorido, todo estaba limpio y en su lugar. La cama, el gran lecho conyugal que siempre había odiado, no tenía una sola arruga y el embozo estaba doblado en ambas esquinas, imitando las atractivas camas de los catálogos modernos. Su vista la puso nerviosa porque le recordó el odiado contacto nocturno con el cansado y musculoso cuerpo de Dick, al que nunca había podido acostumbrarse. Se volvió de espaldas, cerrando los puños, y de improviso se vio en el espejo. Desmejorada, con el pelo en desorden, los labios apretados por la ira, los ojos fijos, la cara hinchada y salpicada de manchas rojas; apenas pudo reconocerse a sí misma. Se contempló, asustada y triste; y de pronto se echó a llorar, estallando en hondos sollozos convulsivos que intentó sofocar por miedo a que el nativo la oyera desde la cocina. Lloró un buen rato y cuando levantó los ojos para secárselos, vio el reloj. Dick llegaría pronto a casa. El temor de que la viera en aquel estado inmovilizó sus músculos. Se lavó la cara, peinó sus cabellos y empolvó la oscura y arrugada piel en torno a los ojos.
Aquella comida fue silenciosa como lo eran todas durante aquel período. Dick vio el rostro enrojecido y arrugado y los ojos inyectados en sangre e intuyó la causa. Siempre que lloraba era porque se había disgustado con el boy. Se sintió harto y desengañado; había pasado mucho tiempo desde la última pelea y se había hecho la ilusión de que Mary ya empezaba a superar aquella debilidad. Vio que no comía nada y mantenía la mirada fija en el plato; el nativo, por su parte, sirvió la comida como un autómata, moviendo el cuerpo porque era su deber pero con la mente en otra parte. Al pensar en la eficiencia de aquel hombre y mirando la cara hinchada de Mary, Dick se soliviantó de repente. Cuando el nativo hubo salido de la habitación, dijo a su mujer:
—Mary, tienes que conservar a este boy. Es el mejor que hemos tenido.
Ella no levantó la vista y guardó silencio, como si fuera sorda. Dick vio temblar su mano delgada, arrugada por el sol. Al cabo de un rato de silencio exclamó, con la voz cargada de hostilidad:
—No soporto este constante cambio de criados. Estoy harto. Te lo aviso, Mary.
Tampoco entonces respondió ella; las lágrimas y la cólera de la mañana la habían debilitado y temía que, si abría la boca, volvería a romper en llanto. Él la miró con cierto asombro, porque en general replicaba, acusando al criado de hurto o mala conducta, y había esperado una respuesta semejante. El terco silencio, que era pura oposición, le impulsó a insistir, exigiendo alguna clase de asentimiento.
—Mary —dijo, como un superior a un subordinado—, ¿has oído lo que te he dicho?
—Sí —contestó ella por fin, en tono desabrido y con dificultad.
En cuanto Dick se hubo marchado, se retiró inmediatamente al dormitorio para no ver al criado levantando la mesa y durmió cuatro horas de insoportable duración.