Los problemas logísticos de la región de Inverness fueron parecidos a los que Cameron ya había resuelto en los valles occidentales, aunque a mayor escala. Pero ahora ya estaba respaldado por muchos meses de experiencia y por varias veintenas de hombres en quienes podía confiar, tanto por su pericia como por su carácter.
Los problemas psicológicos eran más difíciles, en parte porque la población era más numerosa, y especialmente porque todo había empezado mal. Existía una grave falta de disciplina comunitaria, que no tardó en manifestarse. No se podía hacer nada contra las ratas, excepto envenenarlas. Para ello no quedaba otro recurso sino colocar cebos envenenados en los depósitos de víveres que estaban siendo asolados. Como no disponía de ningún veneno específico, hubo que acudir a la provisión de ácido oxálico, que es tan perjudicial para los seres humanos como para las ratas: su uso también implicaba la pérdida de alimentos. Fiel a su lógica inexorable, Cameron entendió que los víveres se perderían de todos modos, y ordenó que los envenenaran. Pero muchas personas hambrientas le odiaron por aquella decisión.
En la región había tres caciques de los clanes. Era evidente que no les gustaba la política de Cameron aunque aceptaban su jefatura, en parte por sus orígenes familiares y en parte porque no les quedaba otra alternativa. Él conocía su existencia y eso era todo; nunca había sido partidario de las reuniones de clanes al estilo de los comités ingleses.
El transcurso de los meses estuvo jalonado por algunos acontecimientos. Janet dio a luz un varón. Cameron, que hasta entonces no había tenido hijos, cayó en la tentación de desempeñar su papel de padre orgulloso, quizá con algo de exageración. Aunque no estaba muy convencido de ser realmente el padre de la criatura, prefirió no discutir tal extremo. De todas formas, tampoco importaba demasiado.
Tuvo un fracaso que le entristeció. Por más que hizo, Cameron no logró localizar a la niña que había depositado una flor en la tumba de los antepasados, ni a su madre. Era posible que hubieran sucumbido a causa de las tormentas, las olas de calor y frío, o los merodeadores.
Hizo que incendiaran la arboleda con la que se había tratado de ocultar el antiguo campo de batalla, y acudió allí por cuarta vez en su vida, para ser testigo de cómo ardían los árboles. Soplaba una brisa que hacía más devorador el fuego; mientras escuchaba el feroz crepitar de las llamas, Cameron pensó que se había necesitado mucho tiempo —más de doscientos años— para deshacer el entuerto. Ahora no tendría que temer a los ejércitos de mercenarios hanoverianos. Se irguió junto a las viejas sepulturas, de cara a las llamas. Por momentos tuvo la impresión de ver pasar otra vez a la niña con su bicicleta. Quizás había sido ella el fantasma.
El río Ness discurre durante siete u ocho kilómetros por una llanura cubierta de césped entre la orilla norte del lago y la ciudad de Inverness. Un día de otoño pasaba por allí Cameron cuando, al divisar una silueta a lo lejos, olvidó de súbito todas sus preocupaciones. Había reconocido aquella gorra inclinada sobre la frente. Echó a correr, gritando:
—¡Toddy! ¡Toddy MacKenzie!
Los dos hombres cambiaron un saludo. A Cameron le parecía que MacKenzie acababa de irse el día anterior. No había cambiado, aunque estaba algo más flaco. La misma gorra, la misma colilla colgando de los labios…
—¿Quiere saber qué ha sido de su esposa? —dijo por fin MacKenzie.
—¡Claro que sí!
—Pues…, se encuentra bien, doctor Cameron.
—¿Dónde está?
—En el sur.
—Pero ¿dónde? Toddy se rascó la cabeza.
—Doctor Cameron, usted no entenderá lo que voy a decirle. Pero están pasando cosas muy raras en el sur.
—¿En qué parte del sur?
—En Pitlochry. No se puede ir mucho más lejos.
—¿Lo ha visto todo?
—Sí.
MacKenzie permaneció inmóvil, liando otro cigarrillo. Cameron recordó que Toddy, el nómada, nunca se daba por satisfecho hasta haberlo visto todo, dondequiera que fuese.
—¿Qué ocurre en ese lugar?
—Agua, inundaciones y moscas.
—Al sur de Pitlochry.
—Sí.
—¿Y mi esposa está bien?
—Sí, está bien.
—¿Por qué no ha venido con usted?
—Bien, la cosa fue así, doctor Cameron. —Toddy se interrumpió para encender el cigarrillo. Cameron esperó, diciéndose que sacarle noticias a Toddy era tan difícil como sacar una muela—. Cuando localicé a su esposa me perseguían otros hombres. Hombres armados, como usted entenderá.
—¿Obedecían a un sujeto llamado Macready?
—Así se llamaba.
—¡Hombre! Se ha perdido usted una bonita pelea.
—Lo siento, doctor.
—¿Y no ha podido traerla…, a pesar de Macready?
—Si ella hubiera querido, sí.
—¿De modo que ha estado siguiéndola?
—Sí.
—¿Hasta que estuvo a salvo?
—Sí.
—Toddy, quiero que la haga volver. Puede contar con todos los hombres que necesite.
—Podría, pero creo que será mejor que vaya usted en persona.
—¿Por qué?
—Como le digo, es un lugar raro. Los muchachos que me acompañaban murieron. Pero no fue una pelea limpia. Cameron comprendió que no podría sonsacarle nada más. Toddy estaba dispuesto a guiar una partida hasta el sur, pero se resistía a tomar el mando de la misma por una razón que no atinaba a explicar y que Cameron no podía entender.
En los meses próximos Cameron no podría ir personalmente al sur. Se avecinaba un invierno crudo y difícil. De modo que, por un tiempo, alejó la idea de su mente. Madeleine estaba viva y según MacKenzie se encontraba bien. Además, había viajado al sur por su propia voluntad.
No pudo replantear el problema de Madeleine hasta la primavera siguiente después de la siembra. Calculó que el viaje de ida y vuelta a Pitlochry iba a durar aproximadamente un mes. No era eso lo que se tardaba marchando en línea recta, pero debía calcular las demoras y los desvíos, y posiblemente hasta las discusiones con Madeleine. No podía perder un mes, pero Madeleine era su mujer. Aunque se encontrase bien, según el punto de vista de Toddy, él estaba obligado a comprobarlo. Tenía que verla antes de saber si iba a abandonarla definitivamente o arrastrarla consigo a la fuerza.
El primer problema consistió en decidir cuántos hombres llevaría. Cuantos menos fueran, mayor sería su movilidad. Si resolvía llevarse una compañía, tendrían dificultades con los víveres. Sin embargo, las veladas advertencias de Toddy MacKenzie sugerían que la escolta no debía ser demasiado modesta. Al fin optó por treinta hombres, más el propio Toddy. Entre ellos estaba el hombre alto y flaco, el viejo Angus MacLennan.
Llevaron consigo una cantidad suficiente de alimentos. Para reducir el peso, Cameron transportó el menor número posible de armas: dos rifles de largo alcance, pistolas para todos los hombres, y tres cajas de granadas de mano del arsenal de Macready. También se llevaron dos de las cinco mulas que quedaban en toda la región. Marcharon a pie por la carretera de Kincraig. Allí se desviaron hacia el sur, por el valle de Fesie, y luego hacia el este.
Al pasar por el declive del Glentilt vieron que algunas personas habían ocupado los edificios en ruinas de las que otrora habían sido prósperas granjas. Después de haber recorrido muchos kilómetros sobre rocas desoladas y páramos, se alegraban de tomar contacto nuevamente con seres humanos, aunque descubrieron que incluso las mujeres eran hurañas. Tenían un aspecto extraño, que Cameron relacionó con las rarezas que le había anunciado Toddy. No parecían estar «bien», cualquiera que fuese el significado de aquella palabra.
Después de bajar por una empinada ladera boscosa, en las proximidades de Blair Atholl, salieron súbitamente a un claro.
Frente a ellas había un grupo numeroso de hombres armados. Cameron se enfadó consigo mismo por no haber enviado exploradores a reconocer el terreno. Se había limitado a seguir a Toddy MacKenzie, convencido de que éste conocía la región mejor que él. Aunque las armas que empuñaban aquellos hombres no eran para preocupar. Tenían algunas escopetas, pero la mayoría llevaban sables, y algunos sólo portaban herramientas agrícolas. El problema consistía en que ya estaban demasiado cerca para abrirse paso con las granadas de mano, frente a un enemigo superior en número. Cameron decidió esperar antes de tomar la iniciativa.
El grupo se dividió frente a ellos para dejar pasar a un hombre montado en un caballo alazán. El espectáculo impresionó a Cameron porque había creído que nunca volvería a ver un caballo.
—¿De dónde vienen? —preguntó el jinete.
—Del norte.
—¿Y a dónde van?
—A1 sur. No tenemos nada contra vosotros. Le quedaré agradecido si les dice a sus hombres que se aparten.
—¿De modo que vienen en son de paz?
—Sí, venimos en son de paz.
—Entonces, que no se diga que han pasado por mis tierras sin que les brindáramos techo y comida.
—Nos queda mucho camino.
—Una comida caliente les hará más llevadero el viaje. Soy lord Moray.
Cameron hizo un gesto de saludo.
—Mi nombre es Cameron.
El jinete ordenó a sus hombres que se dividieran en dos grupos. Uno de ellos se situó a la derecha de los hombres de Cameron, y el otro a la izquierda. Parecía buena oportunidad para una encerrona, pero Cameron no quiso transgredir las tradiciones hospitalarias de los Highlands, que su anfitrión parecía tan resuelto a honrar.
Media hora más tarde llegaron a un castillo. Un vasto prado de césped, en asombroso estado de conservación, se extendía hasta la ancha escalinata de piedra que conducía al edificio principal. Algunos pabellones se habían desmoronado, pero la mayor parte parecía ocupada.
Moray desmontó al pie de la escalinata y le entregó la brida a un sirviente. Luego se volvió hacia Cameron y dijo:
—Usted y su asistente, vengan conmigo. Los demás serán conducidos a sus habitaciones.
Todo se ajustaba a las reglas. Cameron estaba autorizado a llevar consigo un asistente para cuidar de que su amo no fuese apuñalado por la espalda… mientras bebía. El resto de sus hombres comería en la cocina. Lo acostumbrado era cenar desarmados, puesto que venían en son de paz, aunque si lo deseaban podrían conservar sus armas a la vista.
Cameron eligió a Ian Bán, un fuerte mozo de poco más de veinte años. Por un momento pensó en elegir a Toddy, pero desistió cuando vio un extraño fulgor en los ojos de éste. Le habló a Angus en gaélico.
—Haga vigilar las armas y procure que los hombres no beban demasiado. —Luego, bajando la voz, agregó—: Busque un pretexto para venir al comedor.
—¿Qué estaban diciendo? —preguntó Moray, mientras subían por la escalera de piedra.
—Ordené que velaran las armas.
—Ésas no son palabras de amigo, Cameron.
—Es una disciplina que no debo descuidar, ni siquiera en homenaje a usted, milord.
Un sirviente guió a Cameron y a Ian Bán a través de una larga escalera y un estrecho pasillo hasta una habitación situada en la parte central del castillo. Al cabo de pocos minutos otros sirvientes aparecieron con media docena de cántaros con agua caliente. La rapidez con que se movían le hizo pensar a Cameron que aquellos hombres debían trabajar, literalmente, corriendo.
Después del largo viaje fue un placer poder lavarse. Cameron se miró en el espejo, pensando que la barba que había dejado crecer durante los últimos meses le daba un aspecto realmente siniestro, cuando oyó un grito procedente del patio interior. Cameron abrió en seguida una ventana, en el preciso instante en que se repetía el grito.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ian Bán, palideciendo.
—Provienen de abajo. Parecía una mujer.
Al cabo de algunos minutos un hombre apareció en el patio, Cameron le observó con atención mientras lo cruzaba.
—¿Vamos a hacer algo?
—Por ahora no, hombre. Veremos qué se puede hacer más tarde.
Cuando Cameron e Ian bajaron, se encontraron con una hoguera en un inmenso hogar. Moray les esperaba.
—Ahora deben encontrarse mejor —dijo.
—Mucho mejor. Gracias, milord.
Moray escanció whisky en dos vasos. Le entregó uno a Cameron y se reservó el otro, sin hacer caso de Ian Bán.
La habitación estaba decorada con paneles de madera pulida, que brillaban intensamente a la luz de las llamas.
—Salud —exclamó Cameron, bebiendo el whisky de un trago y pensando que hacía mucho tiempo que no probaba tan excelente bebida.
—Salud —respondió Moray, vaciando también su vaso pero con mayor lentitud.
—¿Es usted, por casualidad, El Cameron?
—Sí, yo soy.
—¿Y viaja sólo con estos hombres?
Cameron captó el matiz de burla en la voz de su anfitrión.
—De esta forma se viaja más rápido, milord.
—Sí, siempre que se pueda viajar.
Moray sirvió más whisky. Cameron levantó su vaso y lo miró al trasluz.
—Si no tuviera tanta prisa, me gustaría quedarme algún tiempo aquí —comentó.
—¿De veras?
—Sí. Tiene una bonita casa, milord.
—¿Usted no tiene nada semejante?
—No. Apenas algunas casas. La región del norte es pobre.
—Sí, y al parecer hay muchos hombres.
Cameron apuró su whisky de un trago. Pensó que, si Moray tenía la cabeza muy firme, él sacaría ventaja con cada vaso que consumieran. Pero esa vez Moray no bebió. Y se acercó a una puerta, diciendo:
—¿Me permite que le presente a lady Moray?
Por la puerta, abierta de par en par, entró una joven de diecinueve o veinte años. Lucía un vestido largo y crujiente, con los hombros desnudos. Pocas veces en su vida había visto Cameron una belleza tan deslumbrante. Se adelantó, hizo una reverencia y besó la mano tendida.
—Es un honor para mí, milady —dijo, mientras pensaba que Moray debía tener la misma edad que él.
—Celebro su visita —respondió ella, con voz firme. Dos sirvientes abrieron en seguida otra puerta.
—¿Vamos, Cameron?
Moray les precedió hacia el comedor, mientras Cameron ofrecía su brazo a la joven. En medio del salón había una larga mesa de roble pulido, con tres grandes sillas. Cameron escoltó a la muchacha hasta el lado derecho, y desplazó la pesada silla para que pudiera sentarse. A continuación pasó a la izquierda, cediendo la cabecera a Moray. Ian Bán se colocó detrás de Cameron, quedando situado de cara a la joven. Cameron se dio cuenta de que la belleza de la muchacha aturdía a Ian, quien no estaría en condiciones de reaccionar con rapidez ante una emergencia.
Cameron sabía que la cena no iba a ser demasiado agradable. Lo comprendió cuando vio a los tres hombres situados detrás de Moray, cerca de una pared revocada que reflejaba el resplandor de las velas. El que se hallaba detrás de Moray era el que Cameron había visto atravesando el patio.
—¿Cómo imagina el futuro de Escocia, Cameron?
—Lo imagino como un retorno a los viejos tiempos.
—Sí, y por consiguiente necesitaremos…
—Necesitaremos un jefe, ¿no es cierto?
—¿Has oído lo que dice? —comentó Moray, dirigiéndose a la joven—. A mí me parece que tú serías una bonita reina. Cameron cruzó sus ojos con los de la muchacha. En ellos captó una expresión de temor. Con la llegada de la noche, un miedo indefinible pero evidente se cernía sobre el castillo. Cameron lo veía en los sirvientes que se movían de un lado a otro con las bandejas y los platos. Le pareció notarlo en la pesada mesa de roble, en la luz de las velas, en el viento que silbaba al otro lado de los muros. Entonces empezó a entender a qué se había referido Toddy MacKenzie cuando dijo que en el sur sucedían «cosas extrañas». Comprendió entonces por qué Toddy le había llevado directamente allí desde el Glentilt y por qué los sirvientes que le habían llevado el agua caliente corrían tanto.
—¿En qué piensa, Cameron?
—En cómo podríamos repartirnos Escocia, usted y yo.
—¿De veras?
—Sí, y pensaba que me gustaría vivir en un castillo como éste. Quizá si su señora tuviera una hermana…
Moray lanzó una carcajada, que concluyó en un falsete delirante.
Cameron supo al fin que todos los sobrevivientes de los días del infierno se habían visto ante una encrucijada: un camino conducía a la demencia y otro a la cordura. Él había elegido instintivamente el segundo al incinerar los cadáveres en Letterfearn. Su liderazgo sobre los hombres del valle de Shiel les impuso una cordura que luego había conseguido imponer en todos las valles occidentales. Macready había seguido el otro camino, y continuó loco hasta el momento en que fue despeñado por el escarpado barranco de Achnashellach. Pero la demencia de Macready resultaba infantil, comparada con la de Moray.
—¿Conque quiere una mujer? —preguntó Moray.
—La necesito ardientemente.
Moray hizo una seña casi imperceptible a la figura siniestra que permanecía a su espalda. El individuo sonrió con malicia y se dispuso a abandonar la habitación. Cameron le llamó.
—Me gustan bien vestidas —dijo con una sonrisa.
El buscar ropas elegantes para la desdichada mujer que iban a entregarle mantendría alejado a aquel sádico durante un rato.
—¿No hay muchas mujeres en el norte?
—No demasiadas. No hay mucho para elegir y no son tan bonitas.
Cameron volvió a tomar su vaso de whisky. Al confesar un deseo que no sentía, había logrado tres objetivos: adormecer la desconfianza de Moray, alejar a uno de sus guardaespaldas y, seguramente, poner sobre aviso a Ian Bán.
Cameron pensó que en el sur las cosas habían seguido otro rumbo: el de la demencia colectiva. Era sin duda una «cosa extraña». Moray era un impostor que usurpaba un nombre famoso, un degenerado que había caído como una plaga sobre una comunidad desorganizada. Un loco excepcionalmente astuto. En un combate en campo abierto, la partida de Cameron habría salido maltrecha, pero finalmente victoriosa. Con su nombre robado, el falso Moray había conseguido invertir una situación adversa para transformarla en otra mucho más favorable.
—¿Oye el viento, Moray? —preguntó Cameron, aunque le dolía seguir empleando aquel nombre.
—Lo oigo.
—¿Y sabe qué es?
—¿Qué otra cosa puede ser, sino el viento?
—Yo le diré lo que es, Moray. Está escuchando el llanto de las almas en pena. —Oyó que la joven contenía súbitamente el aliento—. Sí, las almas en pena, Moray. Las almas de la gente que murió en el infierno que hemos pasado.
—Creo que delira…
—¿No se ha dado cuenta de que ahora estamos todos muertos, Moray?
Al principio, tras los días de angustia, Cameron se había formulado aquella misma pregunta. En aquel momento la enunció con una voz hueca, acorde con la tétrica atmósfera del castillo. La joven dejó escapar un sollozo ahogado.
—Le agradecería que se explicara.
—Vivimos en el más allá, Moray.
—Pues a mí me parece muy agradable.
—Se lo habrá ganado…
—Eso creo.
—Y quizá yo también haya merecido lo que me ocurre. Tengo la mano de la muerte sobre mí, Moray. Pesa invisible sobre mis ojos.
—Sigo creyendo que delira, Cameron.
Cameron alargó la mano y tomó del brazo a Moray. Uno de los hombres apostados junto a la pared se adelantó, pero Ian Bán le bloqueó el paso. Entonces regresó el otro guardaespaldas de Moray, empujando a una joven. Cameron maldijo su estupidez, por no haber sabido aprovechar mejor el tiempo. Había conseguido inquietar a Moray, pero nada más.
Cameron se puso en pie. Ahora tenía una buena excusa para desplazarse por la habitación. Se acercó a la muchacha y le levantó la cabeza. Era otro rostro hermoso, pero angustiado, demacrado.
—Está muy usada —comentó brutalmente.
Alguien rió detrás de la mesa.
—¿No es bastante buena para usted, Cameron?
—¿Tan buena como fue para usted, Moray? —Cameron se irguió cuan alto era, encendido de ira, olvidando toda precaución—. Sí, una muchacha desechada y otra que está empezando.
—Lamentará haber dicho eso. —Moray se puso en pie y sus hombres se adelantaron. Cameron acarició el percutor de la granada que guardaba en el bolsillo.
—Dije que la muerte pesaba sobre mis ojos, Moray. —El tono lúgubre de Cameron era muy convincente. Los hombres se detuvieron, y en aquel momento se oyó un largo gemido.
La puerta principal del comedor se abrió bruscamente. La silueta alta, delgada y gris de Angus MacLennan apareció recortada en el hueco. Parecía luchar por recobrar el aliento. Se adelantó hasta el centro de la habitación. Le seguían en silencio otros tres hombres de Moray y Toddy MacKenzie. MacLennan se irguió, levantó las manos hasta una altura que parecía inaudita, y graznó:
—Está aquí, Cameron. El espectro del magnífico está aquí.
Cameron saltó hacia la mesa para colocarse al lado de Moray.
—¿No se lo advertí? La muerte está aquí. —Señaló, despavorido—. ¡Mire, Moray! ¡A su espalda!
La recién llegada fue la primera que gritó. Entonces la otra joven empezó a aullar histéricamente. Detrás de la mesa se alzaba una figura monstruosa, informe, de rostro cadavérico.
Moray retrocedió. La aparición se cernía en el aire como un buitre siniestro. En seguida, unas manos poderosas aferraron el cuello de Moray. Se oyó un gemido y Moray se desplomó sobre la mesa.
Toddy MacKenzie saltó como un relámpago sobre el hombre que había traído a la segunda muchacha. Cameron vio cómo se hundía el puñal y, a juzgar por la expresión que apareció en el rostro de la joven, ella también debió verlo. Era una expresión que podría confundirse con la del éxtasis religioso.
—Saca de aquí a esta muchacha. Ahora es tuya —le susurró Cameron a Ian Bán. Empujó a la segunda joven hacia MacKenzie—. Llévesela de aquí, Toddy.
Cameron se dirigió a la puerta del pasillo, acompañado por Angus, que cubría la retirada. Nadie se movió en la sala hasta que salieron. Entonces los cinco guardaespaldas se arrojaron ávidamente sobre la vajilla de plata.
Varias explosiones hicieron temblar el castillo. Los hombres de Cameron salieron de seis en seis. A1 cabo de una hora consiguió congregarlos a todos. Habían sufrido contusiones y recibido un buen susto. Llevándose a las dos muchachas, bajaron rápidamente por Blair Atholl. Un kilómetro o dos más al sur encontraron un refugio y se quedaron a pasar la noche. Cameron, desconfiado, dejó una guardia y se acostó en el suelo. Entonces pensó en los lechos mullidos que sin duda habría en el castillo, y se dijo que hubiera podido reservarse un lugar parecido para su uso personal. Era extraño que no se le hubiera ocurrido la idea.
Recordó a Toddy MacKenzie, maldiciendo su cortedad. Toddy sabía desde el principio hacia dónde les guiaba. Cameron comprendió que Toddy no había considerado en ningún momento la posibilidad de que fracasaran, y se dijo que aquella noche habían estado al borde del desastre. Sonrió para sus adentros al recordar las muchas horas que había pasado durante su infancia a la luz de las velas. En aquella época aprendía los principios de la óptica. Había ensayado sombras chinescas hasta saber proyectar casi cualquier imagen con las manos. El simular una calavera sobre la pared fue, literalmente, un juego de niños.
Vio la posibilidad tan pronto como entró en el comedor, pero no se le había ocurrido el modo de aprovecharla hasta que Angus realizó su oportuna intervención. Cameron recordó la enjuta figura con un estremecimiento, y después se durmió.
La expedición se reorganizó al amanecer. Marcharon hasta Pitlochry, esta vez precedidos por exploradores, pero no vieron señales de patrullas procedentes de Blair Atholl. La situación empezaba a degenerar de un modo inevitable. Pronto menudearía el bandidaje porque, sin una fuerte responsabilidad colectiva, la sociedad no podía subsistir. Aunque iba a ser difícil el extender su autoridad hacia el sur, Cameron comprendió que no tendría más remedio, pues de lo contrario siempre habría que temer el inopinado ataque de algún loco.
MacKenzie les condujo al este. Ahora Cameron creía saber a dónde iban. Estuvo a punto de preguntárselo, pero se contuvo en el último momento, y dijo únicamente:
—Imagino, Toddy, que aquí fue donde tuvo dificultades durante el viaje anterior.
—Sí, doctor Cameron. Pensé que si usted hubiera estado allí…
—Creo que esta vez hemos saldado las cuentas.
—¡Y cómo, señor!
Después de cruzar Straloch enfilaron el sendero que conducía al norte. Desde hacía tiempo, a Cameron le preocupaba la idea de que Madeleine se hubiera unido a algún grupo religioso.
Por fin entendió por qué a Toddy le había resultado difícil explicar la situación. Desde lejos vieron el radiotelescopio, que se recortaba contra el cielo. A medida que se acercaban, Cameron notó que los pilares de sustentación se habían torcido, seguramente debido al peso del hielo.
La casa de Fielding seguía en pie. El mismo Fielding salió a recibirles. Cuando Cameron lo vio por última vez, era un hombre corpulento, pero ahora estaba casi tan flaco como Angus MacLennan. La ropa le venía ancha, y parecía un espantapájaros.
—Celebro verle de nuevo, Cameron —dijo, como si no hubiera ocurrido nada.
Entonces Madeleine salió corriendo de la casa.
—¡Oh, cariño! —exclamó ella mientras se arrojaba entre los brazos de Cameron. Éste notó que también había adelgazado. Pasadas algunas horas, tras la comida, Fielding se acercó a Cameron.
—Me gustaría enseñarle el telescopio —dijo—. Está muy estropeado, pero creo que puede arreglarse.
Cameron siguió a Fielding hasta el pie del telescopio, mientras le parecía estar reviviendo la escena que había tenido lugar tanto tiempo atrás.
—Puedo practicar observaciones transitorias —explicó Fielding.
—¿Y bien? —Necesito su ayuda.
—¿Mi ayuda? —Madeleine me dice que tiene usted mucho poder ahora. Cameron no respondió.
—¿Se da cuenta —prosiguió Fielding, mirando hacia la deformada estructura—, que si pudiéramos cambiar la orientación sólo dos grados, podría enfocar la Nebulosa del Cangrejo?
«Está loco», pensó Cameron. «Rematadamente loco».
—Necesitaría mucha mano de obra —dijo en voz alta.
—Precisamente, Cameron. Hágase cargo de que no puedo moverlo yo solo.
—¿De dónde saca la energía para los receptores?
—Del grupo electrógeno. Todavía tengo algo de combustible, pero debo gastarlo con mucha moderación. Es otra cosa que quiero que usted consiga: combustible.
—¿Y alimentos?
—¡Bah! Eso no tiene tanta importancia.
—Hay que vivir.
—La gente de la comarca es muy buena. Nos regala víveres.
—¿De vez en cuando?
—Sí, de vez en cuando.
Totalmente loco. Pero era una forma de locura más sana que otras, reflexionó Cameron. Quizás era incluso una clase de locura indispensable.
Fielding le miró fijamente a los ojos. Parecía el Viejo Marinero de la famosa balada.
—Quiero mostrarle algo, Cameron.
Hablaba en voz baja, en tono confidencial y secreto, aunque no se veía un alma a un kilómetro a la redonda. Fielding tomó del brazo a Cameron y le condujo a la única sección del antiguo laboratorio que permanecía en pie. El local era un laberinto de instrumentos electrónicos.
—Bien, ¿qué ocurre? —preguntó Cameron.
—Lo tengo todo grabado en cintas, justo hasta el fin.
Fielding sonrió, como si acabara de anotarse un éxito científico.
—¿Hasta el fin?
—Hasta que llegó el hielo.
—¿Durante toda la ola de calor?
—Sí. Durante ese período hice funcionar el registro automático.
—Entiendo.
Cameron recordó la pasión devoradora del astrónomo por la observación y meneó la cabeza.
—Me gustaría mostrarle esas grabaciones en una pantalla de video, Cameron.
Fielding empezó a montar un circuito. No era particularmente hábil en esa tarea y Cameron se impacientó.
—Deje que lo haga yo —intervino—. Dígame qué necesita.
Cameron trabajó durante varias horas. En otro tiempo había construido, o ayudado a construir, varios de los aparatos de física más grandes del mundo. Pero la antigua vida había caducado, y sólo resucitaba en circunstancias inusitadas como aquélla. Descubrió que estaba realizando el montaje electrónico con toda facilidad, sin escuchar a Fielding. Cuando terminó, pusieron en marcha el grupo, y a continuación Fielding le pasó algunos fragmentos de las cintas. Cuando el astrónomo quiso dar por terminada la exhibición, Cameron le exigió que continuara.
—Pero nos queda muy poco combustible —protestó Fielding. Ya ha visto bastante.
—Le conseguiré más combustible —insistió Cameron.
Por último desconectaron todos los aparatos y volvieron a la casa en silencio.
Cameron volvió sus pensamientos hacia Madeleine. Ella había buscado el único lugar, quizás el único en todo el mundo, que conservaba un nexo con la vida pasada. Nunca había manifestado gran interés hacia la ciencia, y sin embargo supo encontrar el único lugar donde aún se consideraba importante la ciencia. A cambio de ello había consentido en vivir al borde de la inanición. Una paradoja, otra forma de locura. Ahora tendría que llevársela, aunque fuese a rastras, aunque sólo fuera porque corría el peligro de morir de hambre. Cameron se dijo que le habría gustado llevarse incluso el radiotelescopio, y se preguntó si no estaría volviéndose loco también.
Con gran sorpresa de Cameron, Madeleine accedió a volver. Vio que guardaba el libro de oraciones, el mismo que él había tirado violentamente casi un año atrás. Sin duda lo había llevado consigo a lo largo de toda la difícil travesía de Escocia.
La caravana se dirigió al camino de Straloch. Fielding les rogó que le permitieran recorrer con ellos una parte del trayecto. Cameron creyó que se proponía aprovisionarse en el valle de Kirkmichael. Cuando llegaron a Straloch, Madeleine se empeñó en continuar hacia el oeste, negándose a explicar los motivos, pero repitió una y otra vez que regresaría al norte con la condición de pasar antes por Dunkeld. Fielding les acompañaba todavía.
Había otros viajeros en la ruta que conducía a Dunkeld. Era gente del pueblo, que hacían camino por parejas o en grupos de tres. Apenas notaban el aspecto y la fuerza de la partida de Cameron, abandonaban a toda prisa el sendero y se ocultaban. Tardaron tres días en llegar a Dunkeld. Al entrar en la ciudad descubrieron que allí ya se había congregado un gran número de personas pobremente vestidas.
—He venido para asistir a la oración de Pascua —explicó Madeleine—. No he querido decírtelo antes, porque tú no crees en eso —agregó, con desafío.
Buena parte de la catedral de Dunkeld quedaba a cielo abierto, por haberse derrumbado parte de las bóvedas. En el interior había algunas sillas, pero la mayor parte de la gente estaba en pie. Habían reparado algunos registros del órgano, los suficientes para acompañar los cánticos. Éstos se elevaban hasta las rotas vigas y se alzaban al cielo, brotando de casi un millar de gargantas. Cameron avergonzó a Madeleine al acompañarla, pues entró en el templo con toda su escolta. Dos alguaciles les rogaron que dejaran las armas fuera, pero Cameron, después de verse atrapado una vez, no estaba dispuesto a repetir la experiencia, y se abrió paso a empujones. Fielding también entró, pues no era otro el verdadero motivo de su viaje.
Cameron contempló a la gente que le rodeaba. Les vio cantar. También vio cómo Madeleine abría su libro de oraciones. Lo de Fielding era para él lo más desconcertante. En cierto sentido, todo había empezado con Fielding. Cameron recordó a las demás personas que había conocido: Nygaard, Almond y los jóvenes astrónomos —tan ávidos de saber, y sin embargo incapaces de comprender que estaban contemplando la boca del infierno—; Mallinson y el ministro, que conservaron las estructuras sociales hasta el último momento, para luego ser ahogados por una tromba en cualquier mina o caverna remota; Tom Mac Lean, cuyo penoso viaje hasta Fort William había sido inútil, porque no consiguió resistir el calor; Janet y su hijo… Los muertos y los vivos.
Alguien empezó a hablar desde un improvisado púlpito acusando de estar pirateada esta edición. A Cameron no le interesaba las palabras. De nuevo se abrió paso a empujones y salió de la catedral. Cruzó el puente de Birnam y luego el bosque hacia la vertiente oriental del valle de Tay. Aunque en otros tiempos había pasado muchas veces por allí en automóvil, nunca había recorrido aquellas alturas. Antes, la subida le habría parecido muy larga y penosa, pero ahora estaba mucho más fuerte.
Según la leyenda, el castillo de Macbeth estuvo en la vertiente oriental de aquel valle. A Cameron le habría gustado saber exactamente dónde. Después de recorrer como un kilómetro o dos a lo largo de la cresta, un sonido conocido hizo que su sangre corriera con más ímpetu. Hacía un año que Cameron se levantaba todos los días al amanecer, sin que el trino de un pájaro alegrase sus oídos. Los seres alados parecían inexorablemente aniquilados, extintos. Pero en aquel momento una alondra se remontó sobre su cabeza. Corrió hacia ella. Después recordó el ardid de las alondras para alejar de sus nidos a los intrusos. Deshizo el camino, con la mirada fija en el suelo. Hurgó entre la hierba alta como había hecho cientos de veces durante su infancia. Encontró el nido astutamente oculto debajo de un pequeño penacho de hierbas. Contenía tres huevecillos blancos, con pintas castañas. Tres huevecillos de valor incalculable. Cameron alargó la mano y en seguida la retiró, sin atreverse a tocarlos. Volvió a cerrar la vegetación en torno al nido y corrió detrás del ave, que revoloteó una vez más hacia el cielo. La alondra lo llevó muy lejos y por último desapareció. Cameron se sentó un rato sobre la hierba. Cuando salió de su ensueño, descubrió que le rodaban lágrimas por las mejillas.
Marchó a paso rápido cuesta abajo. Desde la catedral le llegó el tañido de una campana. Se detuvo, conteniendo la respiración. El tono era apagado, y Cameron se dijo que seguramente la campana estaría rota. Se sentó a escuchar. Sobre sus hombros había caído un peso mayor que el que abrumaba a las pobres almas reunidas allí abajo. Para ellas, aquella época infernal resultaba extraña e inexplicable, salvo en los términos más primitivos: Dios había hecho llover fuego, como en Sodoma y Gomorra. Pero Cameron había seguido el fenómeno paso a paso, detalle a detalle, y sabía que era racional y natural… hasta cierto punto. No podía explicar el período de oscuridad total y absoluta durante el cual había bajado la temperatura, no como cuando la noche sigue al día, sino como si la noche siguiera a la noche. Así había sucedido durante casi un mes, hasta que las montañas quedaron sepultadas bajo una espesa capa de hielo, a lo largo y a lo ancho de la Tierra.
Cameron nunca supo hallar una explicación natural del súbito cese de la ola de calor, ni de la oscuridad absoluta.
Ahora sabía que la explicación era racional, pero no natural. Una inteligencia, una entidad desconocida, había intervenido en el instante más atroz. Fue como si un hombre hubiera levantado la mano para proteger a un insecto que estuviese a punto de quemarse las alas en la llama de una lámpara. Tal insecto no podría comprender cómo ni por qué se habría salvado, como tampoco Cameron entendía por qué había sido salvada la Tierra. Y así como el hombre era una criatura de entidad diferente a la del insecto, tal vez un ser de otra entidad intervenía en todos los rincones de la galaxia para proteger a las más ínfimas criaturas.
La campana siguió tañendo sordamente. Si los fieles que abandonaban la catedral en aquellos momentos hubieran sospechado lo que ahora Cameron estaba seguro de saber, habrían regresado inmediatamente al templo. Se habrían postrado en éxtasis para adorar el poder de su Dios. Pero Cameron sabía que las cosas no habían ocurrido así gracias a la detallada coherencia de las señales captadas por el radiotelescopio. La entidad que los había salvado distaba tanto de ser Dios como dista de Él el hombre mismo. Cameron dominaba la Física lo suficiente para saber que, por mucho que el hombre profundice en la naturaleza de las cosas, pasando a niveles cada vez más arcanos, la verdad última permanecerá inalcanzable. Y el pueblo fiel que llenaba la catedral tampoco alcanzaría a Dios, por mucho que entonase cánticos y se postrase ante los altares. Ni siquiera la misteriosa entidad salvadora podría lograrlo jamás, porque los órdenes de la realidad se superponen en una progresión infinita. Cameron se puso en pie, exhaló un largo suspiro y regresó lentamente a la ciudad.
FIN