Las semanas y los meses transcurrieron inexorablemente. Los hechos se sucedieron en un orden rigurosamente lógico. El lago se desheló poco a poco. Al llegar la primavera, el límite de las nieves se retiró laderas arriba. En los terrenos bajos brotó la hierba. También asomaron las flores, al principio tímidamente, y después, en mayo, con una profusión casi normal. Sin embargo, no había pájaros por ninguna parte.
La comunidad que Cameron había creado desde Kintail hasta Kyle creció con una lógica igualmente rigurosa. La movilización casi instantánea de los escasos recursos del distrito le confirió una coherencia y una fuerza con las cuales no podían competir las pequeñas comunidades de sobrevivientes, menos organizadas, que radicaban en la parte occidental de los Highlands. Como consecuencia de ello, la influencia de la comunidad de Kintail-Kyle se extendió con rapidez. Hacia el sur sólo se encontraban Glenelg y las fincas dispersas que había desde allí hasta Arnisdale. Se les prestó ayuda en todo momento. En Strome funciona un trasbordador alimentado con el combustible de Kyle. Por ese motivo, todo el valle de Luchcarron no tardó en constituir una organización muy coherente, que luego se extendió por Achnasheen hacia el oeste. Al cabo de seis meses había enlaces desde Gairloch hasta Mallaig, y los transbordadores empezaban a unir de nuevo la isla de Skye con tierra firme.
Cameron supo desde el principio cuál era el curso que deberían seguir los acontecimientos en su plan logístico. También sabía que sería imposible implantar una nueva forma de vida en el oeste de los Highlands sin que se produjeran violentos enfrentamientos, los cuales, por su naturaleza, no cesarían ante la sola presencia del andrajoso uniforme policial del sargento Forsythe. Cameron no tenía leyes y precedentes establecidos a los que remitirse. Cada conflicto debería ser resuelto en función de sus propias características y a cualquier precio.
Unas veces los incidentes tenían un desenlace mejor que el previsto, y otras lo tenían peor. Al parecer no había medios para predecir la forma en que marcharían las cosas desde el punto de vista humano. En una granja próxima al puente Quoich hubo un incidente que empezó mal y terminó bien. Un joven miembro de una de las patrullas de Toddy MacKenzie fue muerto a tiros mientras trataba de aproximarse a la granja. Sus dos compañeros se replegaron, intimidados por el rifle que disparaba certeramente desde la casa. El mismo Cameron encabezó una fuerte partida a través del Bealach Duibh. Estaba furioso, porque sabía que el dueño de aquella granja era inglés. Un inglés que, paradójicamente, gozaba de cierto renombre porque criaba una antigua raza de ganado de los Highlands. Llegaron a los terrenos de la granja después de oscurecer. Y no necesitaron mucha pericia táctica para alcanzar el umbral mismo de la casa sin hacer ningún ruido. Mientras un grupo de hombres golpeaba la puerta principal, otros se introducían sigilosamente por las ventanas. Al cabo de pocos minutos el granjero y su esposa eran hechos prisioneros en su propia cocina.
Era tarde para un juicio sumario y para la ejecución del sujeto, por lo que Cameron decidió esperar hasta la mañana siguiente. Cuando despuntó el día, descubrieron que se trataba de un hombre de poco más de sesenta años, de cabellos plateado, y bastante pacífico. Su historia era toda una larga lucha por proteger los restos de su ganado. Había sido saqueado varias veces por partidas procedentes del este, en la dirección de Fort William. Cuando le preguntaron por qué había permanecido solo en aquel lugar remoto, el granjero respondió, con el acento típico de los habitantes del norte de Inglaterra, que había procedido así por el forraje. Sin forraje, el ganado moriría. De todo, modos, difícilmente podría haber arreado los animales a través del Bealach, ¿y no habría sido suicida trasladarlos hacia al este a lo largo del valle de Quoich? Cameron comprobó que unas diez bestias se hallaban en pasable estado, suficiente para que valiera la pena protegerlas. Entonces decidió extender el radio de acción de las patrullas de MacKenzie para abarcar el valle de Quoich, aprovisionar la granja a través del Bealach, y darle una oportunidad a aquel hombre. Le dijo que el ganado quedaba confiscado. Ellos podían optar por irse a Kintail, sin que nadie les molestara, o quedarse allí, pero trabajando bajo un régimen de propiedad comunitaria. Sin vacilar, el granjero de cabellos plateados decidió quedarse. Salvar el ganado era su vida…, ¿qué otra razón tenía su existencia?
A veces, algunos incidentes que podrían haber sido triviales acababan mal. Con la llegada de la primavera, y con el deshielo, fue posible reanudar la pesca. Los resultados fueron buenos, pero el problema estribaba en la distribución: había que reducir el tiempo y los esfuerzos necesarios para repartir el pescado en forma justa y equitativa, cuidando que ninguna comunidad o hacienda quedara perjudicada. Frente a problemas de tal índole, resultaba útil el sistema de Hamilton.
Para que funcionara bien, era indispensable que los pescadores entregaran sus productos sin demora ni discusión. Pero tres hermanos de la región de Plockton empezaron a poner pegas. En vez de entregarlo, lo distribuían personalmente, aplicando su propio sistema de venta al por menor. Cameron confiscó su lancha, con la intención de retenerla hasta que los tres rebeldes desistieran de su actitud. La lancha tuvo que ser llevada por la fuerza, y dos días más tarde Cameron estuvo a punto de morir a balazos mientras pedaleaba por el camino que conducía a Kyle. El proyectil hizo impacto en la bicicleta y Cameron salió despedido a la cuneta, donde quedó a resguardo de siguientes disparos. Él no quiso tomar medidas porque carecía de pruebas suficientes, pero otros miembros de la comunidad eran de otra opinión. Uno de los hermanos apareció en una playa, al pie de un pequeño acantilado situado al oeste de Plockton, con el cuello roto. Los otros dos huyeron al este.
Las relaciones de Cameron con Madeleine no mejoraron. Él sabía que el fondo del problema consistía en su forma de vida demasiado dura, demasiado primitiva, totalmente distinta de la que habían disfrutado antaño en Ginebra, al menos en apariencia.
La aparición de Janet, embarazada de seis meses, no contribuyó a mejorar la situación. Janet había salido de Strathfarrar por el valle situado al norte de Maoile Lunndaidh, pasó por Achnashellach y finalmente llegó a Lochcarron. El viaje debió ser difícil, y sólo una muchacha desesperada podía llevarlo a cabo. Janet explicó que sus padres habían muerto, y que hacia el este todo estaba sumido en la anarquía. Al parecer, las noticias acerca de la organización de Cameron habían llegado a todas partes, por lo que ella, asociándolo con el hombre que la había llevado en su coche, decidió intentar el viaje a través de las montañas. No podía hacer otra cosa. Cameron, que admiraba a la joven por su voluntad, no vio la necesidad de ocultarle a Madeleine lo que había ocurrido.
Sin embargo, la ruptura con Madeleine se produjo inesperadamente, y no por culpa de Janet, sino por un robo de ovejas. El culpable, un hombre de las riberas del lago Long, de cabello color arena, argumentó que su familia tenía hambre, lo cual muy probablemente era cierto. Sin embargo, Cameron hizo colgar al ladrón de uno de los árboles que crecían junto al lago. Esperó allí hasta que no quedaron signos de vida en aquel desdichado y después regresó a Ardelve.
Él y Madeleine ocupaban una de las casas, bastante confortable sin ser ostentosa. Ella le esperaba cuando Cameron entró con semblante impasible. Vio que sobre la mesa de la salita había un libro de oraciones. A juzgar por el horror que se reflejaba en el rostro de su esposa, era obvio que se había enterado de la ejecución.
—¿Cómo has sido capaz? —gimió.
—Si hubiera perdonado a ese hombre… —empezó a decir Cnnwrun.
—¿Si lo hubieras perdonado? ¿Quién eres tú para decir eso? Solo Dios puede dar vida y sólo Él puede quitarla.
—Eso es una necedad. ¿No has leído la Historia? Durante las guerras, que son viejas como el mundo, los hombres se confieren a sí mismos el derecho a matar.
—Has ahorcado a un hombre. Tú. —La voz de Madeleine sonó mas enérgica.
Iba a decirte que si hubiera dejado a ese hombre en libertad, habrían ocurrido más robos. Ya hay muy pocas ovejas. Pronto habrían acabado con todas.
—Ninguna oveja del mundo vale una vida humana —la voz de Madeleine estaba cargada de rencor.
—Así son las cosas —respondió Cameron con su acento más lúgubre—. Ninguna oveja vale una vida humana mientras haya muchas ovejas. Pero la última oveja, la última del mundo, vale muchas vidas humanas.
Observó que sus palabras no convencían, y lamentó haber transgredido su norma de no dar nunca explicaciones.
—Esto va contra la palabra de Dios —clamó Madeleine con voz ferviente.
Cameron cogió el libro de oraciones.
—Sí, no faltan hombres familiarizados con la palabra de Dios. Ellos mismos lo aseguran. Pero yo nunca recibí personalmente las confidencias de tu Dios, sino siempre por mediación de los hombres que dicen estar familiarizados con su palabra.
A continuación, dejó caer violentamente el libro sobre la mesa.
—Deberías estar de rodillas. Deberías estar de rodillas suplicando el perdón de Dios —jadeó Madeleine, horrorizada por la forma sacrílega en que Cameron trataba su libro de oraciones.
—Puedo escuchar perfectamente lo que tenga que decir tu Dios, tanto en pie como arrastrándome sobre las rodillas. Madeleine corrió hacia él, con los ojos enrojecidos y alargando los brazos. Él le pegó una fuerte bofetada y dijo:
—¡Basta de tonterías!
Madeleine corrió escaleras arriba, sollozando histéricamente. Cameron sintió un deseo vehemente de seguirla hasta el dormitorio y poseerla por la fuerza. Pero sospechó que aquella reacción sexual era consecuencia de la reciente ejecución. Luego salió de la casa, pensando que no sabía cómo se habría portado el dios de Abraham. Fue hasta una de las barcas y pasó la noche pescando en el lago.
Cuando regresó de Kyle al día siguiente, descubrió que Madeleine se había ido. No hizo ninguna tentativa de seguirla o de hacerla seguir, convencido de que regresaría, a lo sumo, después de dos o tres días. Pero Madeleine no regresó. Sus averiguaciones, al principio despreocupadas y más tarde ansiosas, pusieron en claro que se había desplazado rápidamente de Ardelve a Shiel. Desde allí se fue a Cluanie, con la evidente intención de volver al mundo exterior. Cameron envió a Toddy MacKenzie y a dos de sus hombres con orden de buscarla, confiando una vez más en que la encontrarían al cabo de uno o dos días. Pero Madeleine no volvió. Y tampoco volvieron ni MacKenzie ni sus hombres.
La pérdida de su esposa hizo que Cameron dirigiera seriamente su atención hacia el mundo exterior. Aunque pensaba que Madeleine no estaba preparada para aquella lucha cotidiana, en realidad ella representaba una forma de vida que Cameron deseaba recuperar. Pasó muchas horas mirando desoladamente desde Cluanie hacia el este. Decidió que saldría en aquella dirección, pero no en seguida, porque era imposible: la desaparición de MacKenzie confirmaba esto último. Alguien tendría que pagar por la pérdida de su esposa. Cameron valoraba muy pocos de sus bienes. Y estaba dispuesto a vengarse si alguien le quitaba alguno de ellos. Cuando regresó a Ardelve instaló a Janet en su casa.
Era más o menos la primera quincena de junio. Había como una semana de incertidumbre acerca de la fecha, porque nadie había reelaborado aún el calendario con exactitud. A lo largo de los últimos seis meses, se habían filtrado desde el exterior fragmentos inconexos de información. Había noticias de desastres mineros, producidos por inundaciones. Se decía que personas importantes se habían ahogado y que gobiernos enteros habían sido barridos. Cameron conjeturó que ello debía ser consecuencia del pánico producido por los efectos nocivos de las radiaciones. Aún no se habían reanudado las emisiones de radio, lo cual reflejaba un estado de colapso total en el sur, colapso que debió seguir al desastre, sin que se apreciaran indicios de recuperación.
Cameron se había formado una imagen muy clara de la probable situación mundial. Los animales, o al menos las especies superiores, sólo habrían sobrevivido en una estrecha zona que se extendía pocos grados al norte y al sur del círculo ártico. Las comarcas de supervivencia estarían distribuidas en distintos lugares de dicha zona: el norte de Escocia, Noruega, Suecia, parte de Rusia, Canadá, Islandia. Poco más. Las bacterias y la vida vegetal se habrían apoderado del resto de la Tierra. En aquel momento, las regiones situadas al sur debían ser intensamente radiactivas. A Cameron le había preocupado mucho el peligro que suponía la radiactividad atmosférica arrastrada hacia el norte por el desplazamiento del aire tropical. Por fortuna, la mayor parte de la radiación de partículas debió ser «blanda» y no produciría núcleos de larga vida activa. En el aire habría mucho carbono 14, debido a la captura de neutrones por el nitrógeno, y eso se manifestaría a su tiempo en una escasa cosecha agrícola. Cameron había puesto mucho interés en los peces, porque pensaba que serían los menos afectados.
La tentación, en todas aquellas zonas, consistiría en subsistir consumiendo las reservas existentes de alimentos, combustible y ropa. Cuanto más abundantes fuesen las reservas, mayores serían los desastres. La gente creería que las materias almacenadas durarían siempre, y sería su fin. Tarde o temprano, todos iban a quedar reducidos a sus propios recursos, y cuanto antes sucediera, mejor. Cameron lo había entendido así desde el principio. Había previsto que donde hubiera reservas y existencias copiosas, aparecerían parásitos: parásitos humanos.
Eso fue precisamente lo que pasó en la región de Inverness. Allí, los recursos eran mucho mayores que en los valles del oeste. Bastaron para mantener a todos los sobrevivientes durante el invierno y el comienzo de la primavera. El petróleo fue lo primero que empezó a escasear. Pronto las reservas quedaron en manos de pequeños grupos que combatieron entre sí y se saquearon recíprocamente. Hasta que apareció un hombre llamado Macready, que lo organizó todo bajo un régimen militar. Alistair Macready había sido capitán del ejército británico y su experiencia, que abarcaba desde la represión de motines en el Medio Oriente hasta la guerra civil en Irlanda del Norte, le resultó muy útil en la nueva situación. Cuando el grupo de Macready tomó las riendas del poder, los demás decayeron porque sus miembros estaban ansiosos por sumarse a los vencedores.
Macready empezó por asaltar las viejas instalaciones del ejército, la aviación y la marina, para requisar armas y vehículos. Las armas automáticas y los vehículos todo terreno le bastaron para dominar por la fuerza la extensa comarca cuyo centro estaba en Inverness. Su régimen seudomilitar impidió todo tipo de desarrollo semejante al que Cameron había promovido en los valles occidentales. No permitió que los individuos con intenciones de reconstrucción colaborasen entre si. Y cuando empezaron a escasear las reservas, Macrcady puso cada vez más encono en la represión. Las granjas, las casas y las personas eran destruidas a la menor oposición. La organización de Macready, al principio bastante torpe, fue volviéndose más eficiente, más dictatorial. Esto era inevitable porque su única ideología era la de vivir como un parásito a expensas de los demás.
Cameron sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a ellos, y no le entusiasmaba la perspectiva de oponer a las armas automáticas de Macready su colección de escopetas de caza. Además, no quería batirse en ningún lugar próximo a Inverness, por lo que tendría que atraer a Macready a su propio territorio. Debería provocarlo e inducirlo a emprender una ofensiva contra los valles occidentales. La ruta más fácil desde Inverness era lo que quedaba del camino del lago Luichart hasta Achnasheen, para luego bajar hacia el sur. Cameron estudió la defensa del lago Luichart.
Llegó a la conclusión, bastante paradójica, de que convendría dejar abierto el camino más fácil, cerrando en cambio los más agrestes, sobre todo los de Glen Moriston y Glen Garry. La ventaja de dejar despejado el camino más fácil consistía en la seguridad de que Macready avanzaría por allí. El saber por dónde pasaría el enemigo le suministraría la ventaja que buscaba.
Cameron sabía que para dar el primer golpe cualquier método sería eficiente, a condición de ocultar sus auténticos planes hasta el último momento. Por tanto, resolvió atacar a Macready en su punto más sensible: envió treinta hombres a Inverness. Llegaron a horas diferentes, de uno en uno o por parejas, tras recorrer todo el trayecto monte a través. Sólo bajaron a los caminos cuando faltaban dos o tres kilómetros para llegar al punto de destino. Iban armados con pistolas, que mantuvieron ocultas hasta estar reunidos todos frente al principal depósito se petróleo de Macready. En pocos minutos redujeron al guardia y volaron el depósito. Como habían previsto, el guardia poseía un vehículo. Cargaron en éste las armas automáticas que habían capturado, y cuatro de ellos se lo llevaron. Los demás se dispersaron en seguida hacia el sur, para recorrer a pie el largo camino de regreso por la orilla oriental del lago Ness desde Invergarry hasta Cluanie, en donde Cameron había instalado una fortificación.
Los ocupantes del vehículo se dirigieron a la orilla occidental del lago Ness, en vez de tomar por Achnasheen. De esta forma podrían detenerse fácilmente, en caso de encontrar resistencia, e internarse en los bosques para regresar a Kintail. Pero esta última maniobra fue innecesaria. Gracias a lo inesperado de la incursión, no encontraron resistencia. El vehículo continuó hasta acercarse lo más posible al lago Affric. Allí, tras sacar las armas y el equipo de radio, despeñaron el vehículo en el torrente que corría por el fondo de un barranco. Luego emprendieron una pesada marcha cuesta arriba hasta Altbeath, que también se había convertido en un punto fortificado.
La oportunidad de atacar los valles occidentales significó una alegría para Macready. Era un hombre de estatura mediana y bastante flaco, que siempre lucía un uniforme de campaña con charreteras rojas. Tenía la suficiente inteligencia para comprender que sus recursos se estaban agotando como la cuerda de un reloj. Le habrían durado mucho tiempo, si no hubiera sido por las ratas. Macready no poseía conocimientos y no supo prever que todas las ratas hambrientas del norte de Escocia iban a caer sobre sus preciosas reservas de víveres. Además desconocía los hábitos y la feroz tenacidad de las ratas, lo cual le impidió abordar con eficacia el problema. Lo que creyó vislumbrar en aquella coyuntura fue la ocasión de ocupar, con sus armas y vehículos, los valles occidentales.
Tras atravesar muchos kilómetros de pedregosas tierras, el camino serpenteaba por la ribera del lago Luichart y se adentraba en un bosque de unos siete u ocho kilómetros de longitud.
Cuando el sol aún no iluminaba el camino, la columna de vehículos motorizados de Macready avanzó poco a poco, entre gran ruido de armas, hasta el lindero del bosque. Doce hombres, de los cuatrocientos que formaban la expedición, saltaron a tierra. Algunos no llevaban más que andrajos, mientras otros lucían harapientos uniformes de campaña, parecidos al de su jefe. A los hombres no les gustó la espesa arboleda, con el lago oscuro a la izquierda y la empinada ladera rocosa a la derecha.
Macready, con gesto sombrío, decidió que aquello no sería más que una pequeña demora. En ningún momento se le ocurrió volver atrás, pues había resuelto no retroceder a ningún precio. Con un movimiento del pulgar ordenó que la columna siguiera adelante. Los hombres que habían bajado a tierra subieron de nuevo a los vehículos, los motores volvieron a rugir y la columna siguió avanzando hacia el bosque. Al penetrar en él, la luz tenue y el aire saturado de humedad creaban un violento contraste con el mundo circundante. En cada recodo, el conductor del primer vehículo escudriñaba con ansiedad el terreno. Los vehículos seguían rodando con lentitud. Dos kilómetros, tres kilómetros…, sin encontrar obstáculos. Los hombres de Macready, hacinados en los carros, tenían la impresión de que pronto saldrían de allí y estarían nuevamente en terreno despejado. Pero los conductores echaban frecuentes miradas a sus instrumentos y sabían que no era así, que apenas habían recorrido la mitad del trayecto.
Por fin encontraron un abeto gigantesco atravesado en el camino. Podrían moverlo, pero la operación llevaría tiempo. Macready ordenó un despliegue. Un centenar de hombres armados con subfusiles salieron de la zona boscosa por la derecha. Desde allí dominaban la ladera. Protegidos por aquella guardia, el resto de los hombres se dedicaron a desplazar el obstáculo.
Una detonación extrañamente sofocada partió de entre los árboles. Uno de los hombres, que un momento antes estaba ocupado atando una cuerda, se desplomó fulminado. En cuestión de segundos, los que rodeaban el vehículo rociaron la zona con ráfagas de ametralladora. A modo de respuesta, un individuo alto y desgarbado saltó al camino, pero a sólo uno o dos metros de un recodo donde la senda se desviaba hacia la derecha y se perdía en seguida de vista. El sujeto alto y flaco desapareció al instante. Los hombres de Macready siguieron disparando contra un blanco ahora inexistente. Luego, respondiendo a una orden, corrieron tras él.
El hombre flaco se había adentrado en la espesura para eludir a los que vigilaban la ladera. Quinientos metros más adelante, sin soltar su escopeta, el individuo salió de nuevo al sendero para rodear la ladera. Aunque ya había sacado varios cientos de metros de ventaja a los guardias de Macready, las balas silbaban a su alrededor y se sintió aliviado cuando llegó a una cañada de bordes escarpados, cuyo fondo brindaba una excelente protección. La cañada era en realidad un barranco que se hacía cada vez más hondo y escondido.
Los hombres de Macready no tardaron en llegar a la vertiente oriental de la cañada. Comprendieron que adelantarían más si escalaban la ladera despejada, en vez de bajar al lecho del torrente. Era obvio que les bastaría trepar por la cuesta hasta colocarse a la altura del fugitivo. Parte del grupo pasó a la margen occidental y empezó la ascensión.
El hombre flaco escondido en el barranco ya había tirado su escopeta. Sus largas piernas le permitían avanzar con excepcional rapidez por el accidentado terreno. De vez en cuando, sus perseguidores le vislumbraban. Al principio derrocharon munición disparando contra aquel blanco inalcanzable. Luego se resignaron a seguir trepando con la mayor rapidez posible. Fue inevitable que empezaran a dispersarse: los más ágiles se adelantaban más a medida que aumentaba la pendiente. El instinto natural de los cazadores les impulsaba a desplegar el máximo esfuerzo.
Un hombre permanecía oculto entre las rocas, esperando. Había llegado el momento. Levantó el rifle, apuntó y apretó el gatillo, todo en un solo movimiento lento y continuado. El hombre que encabezaba la partida de perseguidores cayó hacia atrás.
La primera intención de las hombres de Macready fue arrojarse al suelo y abrir fuego. Pero ¿contra qué? Empezaron a darse cuenta de que en aquella ladera podían ocultarse docenas de tiradores expertos… y acertaron. Apenas la mitad de la patrulla de persecución logró regresar al bosque. Para entonces los demás ya habían apartado el tronco.
Los hombres volvieron a apiñarse en los coches, maldiciendo, y esta vez una veintena de ellos marcharon al frente de la columna para evitar otra emboscada. Recorrieron varios centenares de metros antes de encontrar el segundo árbol atravesado en el camino. Macready comprendió que debía enviar una avanzada para explorar el resto del camino. Quería saber si había nuevos bloqueos. Descubrieron diecinueve.
Macready empezó a calcular el tiempo. A razón de una hora por cada árbol —en el primero se había perdido más, pero podrían reducir la demora— calculó que sólo se atrasarían un día. Por lo que resultaba fundamental cuidar de que no —se produjeran nuevos sabotajes. Ordenó que las patrullas cubrieran por completo los tres kilómetros que faltaban para salir del bosque. Luego organizó un sistema de vigilancia mientras cien de sus hombres empezaban a apartar, uno a uno, los pesadas troncos. Todo funcionó a gusto de Macready hasta que anocheció. A esa hora ya habían quitado del camino más de la mitad de los árboles.
Pero al llegar la noche, los guardias que estaban delante de los vehículos, por parejas cada cincuenta metros, empezaron a convertirse en blancos fáciles para las hombres de Cameron, que habían pasado el día apostados entre los espesos matorrales. Ocultos en las tinieblas con los fusiles tomados al enemigo, siguieron esperando. Dejaron pasar casi dos horas, mientras los invasores encendían una hoguera, se sentaban a comer y descansaban. Entonces acribillaron el campamento y el camino que se extendía delante de los vehículos.
Macready no dio órdenes, ni tuvo tiempo de darlas, porque sus hombres comprendieron por sí mismos que no había otra salvación sino huir hacia el bosque. Los atacantes aprovecharon la confusión para arrojar cócteles Molotov sobre los vehículos detenidos. Luego se deslizaron sigilosamente hasta la ladera, y en medio de la oscuridad avanzaron lentamente para reunirse con el resto de la avanzada de Cameron. No habría más de cien hombres en total.
Cuando amaneció, la potencia de fuego volvió a ser favorable a Macready. Los hombres de Cameron, permanecían en sus posiciones sin atreverse aún a ensayar un ataque frontal, a pesar de las bajas infligidas al enemigo. Tampoco necesitaban hacerlo, porque durante la noche ya habían bloqueado otra vez el sendero, y ahora en ambas direcciones.
Macready estaba sumido en la duda. El bosque le desorientaba. Decidió repetir el sistema del día anterior, y al llegar la noche sus hombres quedaron nuevamente inmovilizados, sin tener un blanco sobre el que disparar, pero convertidos ellos en objetivos relativamente fáciles. Sólo al despuntar la tercera mañana, Macready comprendió que estaba en desventaja con las dos terceras partes de sus vehículos inutilizados. Comprendió lo que debía haber visto desde el principio: que sus vehículos estaban atrapados, pero los hombres no. Habría bastado salir a pie del bosque. Se había resistido a tal conclusión, porque ello le suponía la pérdida de aquella movilidad que había sido la base de su fuerza. Ordenó continuar a pie la marcha hacia el oeste, y trasladó todos sus efectivos desde el bosque hasta la parte baja de la ladera.
No muy lejos, desde lo alto de un cerro, Cameron contó a sus adversarios. Quedaban la mitad. Él conocía perfectamente la táctica militar de dividir al enemigo: dividir y destruir por etapas.
Mientras les veía avanzar a tropezones entre los peñascos, agobiados por sus armas pesadas, pensó en el trayecto que tenían por delante. Recordó el hostil desfiladero rocoso que les esperaba si seguían marchando hacia el oeste. Recordó la larga y angosta orilla del lago Maree. Recordó el bosque aún más tupido que encontrarían después de Achnashellach si decidían seguir hacia el sur. Movió la cabeza. Macready no había sido problema, la ratas iban a traerle más dificultades.